martes, 28 de junio de 2011

López, Hopper








La soledad de las cosas. La soledad. La distancia. 
Demasiada realidad. Demasiada verdad. 
Antonio López y Edward Hopper dejan que la luz muestre el secreto: no hay nada más profundo que la piel; nada más oculto que la superficie; nada más misterioso que la apariencia. 
Es la segunda vez en mi vida que tengo el privilegio de fatigar mis ojos en una colectiva de Antonio López. La primera vez, hace muchos años, apenas el Reina Sofía, era un visitante en Madrid. Ahora lo veo con los mismos ojos asombrados que Antonio López. Paseo por la exposición, que se abre hoy, y veo a la gente con un sentido de la cercanía (reconocen cada perspectiva) y del misterio (todo es cariño ensimismado) que me resulta demasiado propio. Su ciudad es mi soledad, su soledad es mi ciudad. 
Madrid en construcción interminable, como cada uno de sus cuadros. Madrid. Un membrillo. Un aparador, una nevera, un cuarto sucio. Un abismo de preguntas. 
Deseo de ser dibujante. Deseo de ser piel roja. Deseo de ser López. Deseo de ser Hopper. 

domingo, 26 de junio de 2011

La distancia del entomólogo

El entomólogo tiene una perspectiva distante y distinta del insecto: mira desde arriba, se sabe de una especie diferente, no tiene dudas respecto a las reacciones del animal, sólo, acaso, ignora su diseño y costumbres. Pero en general lo sabe ya casi todo de aquel bicho. Se sabe  en un lugar aparte en la escala del ser. Su mirada y su perspectiva en el espacio del laboratorio prueban su lugar privilegiado. Y, sin embargo, siente la sensación de generalizar la conducta de la hormiga y extraer lecciones para que tomen nota los colegas del departamento de sociología, o de lo que sea: Sociobiología. La nueva síntesis,  Edward Osborne Wilson, 1975. Le atrae lo inferior tanto como le distancia su simplicidad. Se sabe complejo. Sabe que al final de la jornada las luces del laboratorio se apagan, que cerrará la puerta y se encaminará  a su seguro lugar el el mundo real, el mundo real de los entomólogos, tan distante de los insectos.
Intentaría coleccionar juicios y opiniones sobre el 15-M que han ido desgranando los miembros de la inteligencia  del país pero no tengo paciencia ni distancia. Me sublevo enseguida. "No tienen sentido de las mediaciones" afirma una columna de la opinión: viven en la pura inmediatez. Son niños mimados que ven en peligro el consumo y exigen su parte en el pastel de la nueva economía, sostiene otro. Alguno, más cercano a la política (que no a lo político), se irrita profundamente por la incapacidad que manifiestan para entender las complejidades del Estado. 
Me asombra el explosivo éxito de la entomología entre la inteligentzia del país. De El País. Dejemos a un lado el resto. Me asombra por la rapidez de juicio que muestran, por su penetración en las capas profundas de la tectónica de placas de la historia contemporánea. 

Escribía así Pier Paolo Pasolini (me siento más cerca de su poesía que de su cine): 

A algunos radicales 
El espíritu, la dignidad mundana,
el arribismo inteligente, la elegancia,
el traje a la inglesa y el chiste francés,
el juicio tanto más duro cuanto más liberal,
la sustitución de la razón por la piedad,
la vida como apuesta para perder como señores,
os han impedido saber quiénes sois:
conciencias siervas de la norma y del capital.

 Entomólogos que sustituyen la razón por la piedad, que pierden la perspectiva de la razón creyendo que esto se resuelve con generalizaciones nomológicas sobre el insecto del que todo se conoce adobadas con esa especie de piedad que sienten los entomólogos por sus hormigas. Sabios de los senderos de la historia a fuer de tanto estudiar historia. Distantes de sí, distantes de se.

viernes, 24 de junio de 2011

Auto-etnografías


De vuelta del Pratt Institute, en Brooklyn, reparo en que he aprendido, y en un sentido platónico recordado, la importancia filosófica de la auto-observación distante, como si uno fuese la hormiga que es, como si uno fuese el entomólogo que es. Barbara Duarte, una portuguesa-americana,  nos muestra fotos de su niñez, poemas de adolescente, cuenta anécdotas de su trabajo actual, nos deja entrever lo íntimo para hacer transparente lo universal de la experiencia humana, tan situada, tan universal, tan cercana, tan distante. Me vuelvo pensando en cuánta razón tiene en dejar que lo personal se evapore en forma de argumentos: todo es personal, todo es político: todo es filosófico. Nos subimos a hombros de los objetos que tenemos a mano para ver si llegamos un poco más lejos con nuestra miope mirada: viejas fotos, viejos textos, olores y tactos del mundo que nos rodea (para mí, este blog es sobre todo un instrumento de auto-etnografía, un modo de hacer colectiva mi perplejidad con el mundo, conmigo mismo). Auto-etnografía como método filosófico, no menos importante que el análisis conceptual, que la hermenéutica de los signos de los tiempos, que la historia de los conceptos, que la perspectiva desde el universo. 
Tres momentos:
En el Reina Sofía, en la instalación de Yayoi Kusama, en la cueva infinita de los espejos: Me auto-retrato en una cueva que no es platónica sino borgiana (abomino de los espejos y la cópula porque multiplican el número de los hombres). En el Pratt Institute, en ensimismada discusión sobre el efecto halo en la pintura del Renacimiento: Gregg está hablando de cómo los pintores renacentistas trataban de representar en un cuadro lo que es irrepresentable: la autoridad. Antonio y Carlos toman notas, yo tomo imágenes en la absurda ilusión de que una imagen podría hablar por sí misma. En Washington Square, donde una espontánea indignada nos pide que le ayudemos a manifestar su cercanía al 19-M, contra el pacto del euro.
No hay nada de contradictorio en las imágenes: caleidoscopia de una experiencia inconsistente, retazos que habrán de ser montados en un tiempo por venir, cuando lo que no es sino una acumulación de sucesos y acontecimientos se convierta en experiencia. Hay alguna conexión secreta entre Kusama, Gregg Horowitz, la plaza de Washington, mi contingente haber estado mirando en los tres momentos, mi perplejidad, mi distancia y la convicción de que todo es parte de una trama insondable que constituye lo que somos. 
El entomólogo molesta a la hormiga. La hormiga molesta al entomólogo. Hay en ello alguna lección que deberemos aprender.







domingo, 19 de junio de 2011

Deberías haberlo sabido

Paseo esta mañana por Brooklyn con José Medina, amigo filósofo wittgensteiniano y activista de las minorías en Vanderbilt University. Nos acercamos a uno de los centros históricos donde nació el abolicionismo. Jose está a punto de pubicar Epistemologías de la ignorancia, en Oxford University Press, sobre la ceguera que aqueja a tantos que deberían/mos haberlo sabido. El no ver como uno de las causas de la discriminación y sustento de las hegemonías.
Me doy por aludido: debería haberlo sabido. Me he pasado la vida pensando, escribiendo y enseñando epistemología abstracta, contemplando cómo se aburre el personal con ejemplos que le son tan lejanos y con casos de escepticismo que sólo un filósofo puede entender, y debería haber sabido que el no saber es algo mucho más grave y cercano. Hemos dejado ir la filosofía hacia un moralismo vago que impregna todo el discurso y hemos olvidado la inmoralidad de la falta de conocimiento. La culpa la tenemos los filósofos, especialmente gente como el que escribe esto, que ha pensado que los modelos de la ciencia eran los modelos de la excelencia humana (que en cierto sentido y momento lo son) y deberíamos haber sabido que la   sabiduría estaba más en aquellos que supieron verlo a tiempo, que no tuvieron miedo de mirar y de preguntar, que no tuvieron miedo de saber. Debería haberlo sabido, y ahora podría reivindicar que el conocimiento es nuestro bien más preciado, que los filósofos ayudamos también a pensar sobre ello.
Nuestra memoria está hecha de desmemoria, de puntos ciegos que no hemos querido o sabido eliminar. Y de   escepticismo que no debería haberlo sido, y de ignorancia que no debería haber ocurrido. Los grandes desastres de la historia empiezan por no haberlo sabido cuando se debería. No es la falta de curiosidad lo que nos aqueja, ni la falta de metodología sino el valor para mirar ahí donde tememos hacerlo, porque entonces lo sabríamos.
Mañana estaremos discutiendo de Trauma, memoria y olvido en el Pratt Institute, un centro de creación y discusión artística. Se me ocurre que debería pensar más sobre la ignorancia: sobre todo sobre la ignorancia de la ignorancia, y quizás, tal vez, algún día, se podrá lamentar menos el trauma y el olvido y celebrar la memoria.

jueves, 16 de junio de 2011

Un corazón gramsciano

He ido observando desde hace años, con la distancia que se le supone a un filósofo, cómo ha ido transformándose en España la mayoría que pudiéramos llamar de izquierdas (los nombres y el trabajo cansan) en una mayoría de derechas (o conservadora, o como sea). Es un proceso tan fascinante como simétrico. Las varias fracciones políticas conservadoras de la transición, formadas básicamente por funcionarios del régimen franquista, divididos en varias familias ideológicas, sin mucho contacto con la sociedad, han logrado en unas décadas formar un partido de varios cientos de miles de militantes, entusiastas y organizados. Se entrelaza la parte política con un sinfín de redes sociales y de organizaciones, muchas o la mayoría de origen religioso, que se asientan en la sociedad civil y crean una trama de relaciones y comunidades que permite pensar en un bloque hegemónico, tal como lo pensó con cuidado Gramsci. No es casual porque en buena medida ha sido construido con criterios gramscianos. Está por estudiar el origen ideológico de las nuevas formas conservadoras, pero en el caso español tiene mucho que ver con la aplicación al bloque conservador de sistemas y formas que habían sido creadas por la izquierda social. En los años setenta, ciertos movimientos religiosos de la izquierda quedaron fascinados por cómo en Italia se estaba reconformando una división social entre dos culturas: Comunione e Liberazione, un grupo cercano a los movimientos de Autonomía Operaia, comenzó a teorizar la simetría cultural de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista. Ambos, sostenía, eran ya movimientos interclasistas y de similares formas y características, a los que únicamente separaba una cierta atmósfera cultural: un vago clericalismo, en un caso, un vago anticlericalismo en el otro. Sostuvo CL que era más fácil transformar la Democracia Cristiana que el Partido Comunista, que podía introducir allí una profunda renovación cultural, estética, moral y política. Varios otros movimientos vieron algo parecido en otros lugares. Estos movimientos cambiaron radicalmente la Iglesia Católica en los años noventa. Acabaron con la vieja estructura episcopal y teológica y la transformaron en la máquina social que hoy es. En la derecha económica y política ocurrió algo parecido: militantes de izquierda, muchos ex-maoistas o ex-comunistas, llegaron a similares conclusiones y políticas: transformar la cultura conservadora con metodología de izquierdas. Leyeron a Hayek y a Popper con una sabiduría gramsciana y elaboraron un programa de hegemonía cultural y simbólica cuidadoso, efectivo, bien armado. No se preocuparon por las elecciones y sí por los colegios, por la prensa, radio y televisión, por las organizaciones y agrupaciones, por los másteres y las redes sociales que formaban. Lo demás vendría después.
La izquierda, también con mucho cuidado, se encargó de desmontar todos los movimientos sociales que la habían llevado al poder: corrompió a los militantes obreros convirtiéndolos en liberados sindicales, a los militantes de barrio en concejales; abandonó todas las asociaciones, organizaciones de barrio, ongs, (casi todas pasaron a formar parte de la sociedad civil ligada a lo religioso); construyó los partidos como sindicatos de cargos políticos; transformó las casas del pueblo en un pueblo de casas (hipotecadas) con la creencia de que eso era la modernidad; dejó la cultura y los símbolos en manos de periodistas, cantantes, poetas de la experiencia y novelistas costumbristas que degradaron el trabajo cultural a suplementos semanales; llenó de dinero los servicios públicos, pero abandonó todos los movimientos renovadores que habían entendido los servicios públicos como lugares de transformación social. En treinta años logró convertir el pensamiento emancipador en un garabato ideológico de eslóganes vacíos.
Ayer Cayo Lara, el coordinador de Izquierda Unida, no entendía que le despreciase un grupo que había acudido a defender a las víctimas de un desahucio. No podía entenderlo. Lo comprendo. Para hacerlo necesitaría repensar de nuevo toda una trayectoria histórica.
Hoy muchos están aterrorizados por los próximos y predecibles resultados electorales. Pobres optimistas. Si pudiera recomendarles algo les diría: "toma tus trajes de rebajas de El Corte Inglés, toma tus cargos y privilegios y, con mucho cuidado, llévalos al punto de reciclaje;  vuelve al curro, si aún lo recuerdas o lo tienes, vuelve a las colas de la Seguridad Social, vuelve al bar del barrio. Verás que hay esperanza donde crees que no había nada. Vuelve a confiar en la gente y, con el tiempo, verás que confían en tí. Vuelve a leer a Gramsci. Vuelve (no, comienza) a leer a Simone Weil. Es bueno para la tensión. Todo lo demás vendrá por añadidura.

viernes, 10 de junio de 2011

La seriedad y la atención

Aprendo toda una tarde de Álvaro Marcos, que está escribiendo con entusiasmo una tesina sobre la atención. Me vengo rumiando sus ideas y abro los Cuadernos de Simone Weil buscando esos matices que sólo ella logra darle al pensamiento:

"Se escribe de igual manera que se pare; no te puedes impedir hacer el supremo esfuerzo. Pero también se actúa del mismo modo. No tengo por qué temer que no llegue a hacer el esfuerzo supremo. Con la única condición de no mentirme a mí misma y de poner atención. Cuando tengo la sensación de poder elegir entre dos o más acciones, incluso en los asuntos más pequeños (como levantarme o acostarme cuando quiera, escribir una carta cuando me parezca, leer tal libro, o tal periódico, fumar o no un cigarrillo, o comer o no un trozo de pan), dicha sensación se corresponde (y es proporcional) con una miseria interior que acabará estallando más tarde con el fracaso en un asunto mayor. Hay que ver siempre los asuntos pequeños como una prefiguración de los asuntos importantes; de ese modo evitaremos descuidos y perplejidades" (Cuadernos, 288)

 Detecta con precisión cuánta miseria hay en la falta de atención a los detalles. Nos rebelamos contra la corrupción que estructura la sociedad contemporánea, que forma la fábrica de este tiempo, sin reparar cuán ligadas están la falta de esfuerzo en las acciones cotidianas con los grandes fracasos en la estructura social. Pensar que nada nos jugamos en la acción mínima es sentar las bases de la indiferencia a lo que vendrá en forma de corrupción estructural. No me ha indignado nunca la corrupción de los poderosos: es como indignarse por el tiempo frío o por el calor del verano. Me indigna la falta de atención a los detalles que impregna a todos los que quieren/queremos sociedades más justas e igualitarias. Pues nace el fracaso en la pasividad cotidiana, en la actitud de ver el entorno inmediato como un espectáculo ajeno. Escribir y/o actuar igual que pare una mujer: sabiendo que uno no puede hurtarse el esfuerzo, que uno no puede mentirse a sí mismo. Que los fracasos de la historia están siempre en la forma en cómo nos levantamos, movemos, enseñamos, compramos, comemos o hacemos el amor. Que la indolencia y el autoengaño son el hilo que teje las tramas de corrupción. Todo es político: la ideología (en el peor sentido del término) es, al final, falta de atención a lo cotidiano.
Siempre hemos pensado que lo malo de la sociedad del espectáculo es que convierta la realidad en simulacros, pero en realidad eso es lo menos importante. Es el convertirse en espectadores lo que hace corrupta la sociedad del espectáculo, el haber creado un mundo como la ventana de Hitchcock que nos impide interferir con la realidad, el ver el mundo a través del ojo distraído del que siente que nada le concierne, que nada le es propio. No es el espectáculo simulacro sino el espectador: un fantasma que ha perdido el sentido de lo real porque ha perdido la capacidad de atender. "La atención --me enseña Álvaro-- es la apropiación de la percepción". ¡Bravo!: la corrupción empieza por la desposesión del detalle.

sábado, 4 de junio de 2011

Desubicación

En su Poética del espacio, Gastón Bachelard comenzó una tradición de pensamiento sobre la distinción entre espacio: conjunto abstracto, indiferenciado, impersonal, y lugar: paisaje, espacio significativo, hogar, habitáculo (hoy son muchos quienes se dedican a Geografía Humana y estudian más los lugares y los paisajes que los espacios que aparecen en las cartografías. Describir y estudiar los lugares es algo muy distinto a levantar planos del espacio). Mucho más tarde, el filósofo canadiense Charles Taylor usó esta distinción como base de su propuesta ética: el animal moral es aquél que se sabe ubicado en un lugar. Sabe de dónde viene y a dónde va, cuáles son las direcciones correctas y cuáles las sendas perdidas. Estos días escucho una inteligente conferencia de una filósofa norteamericana sobre la pérdida de lugar, sobre la desubicación como experiencia humana radical. Cuando se han perdido las referencias y todos los caminos se vuelven oscuros. Empleaba bellas metáforas como el bosque oscuro, debida a Descartes, o una escalera infinita. En la desubicación, el lugar se vuelve espacio ilimitado porque todas las direcciones valen lo mismo. Objeté, objetamos varios, sobre experiencias cercanas, pero de un carácter moral muy diferente, como las del exiliado, el refugiado o desplazado, al que el lugar propio le ha sido arrebatado y más que pérdida ha sufrido expolio, o aquellos sobre los que pende la amenaza del des-plazamiento. Se puede objetar también que en una sociedad compleja la experiencia del lugar debería dar paso a la construcción de espacios comunes, donde las sendas deben ser definidas por la capacidad de entender y situarse en lugares ajenos. Todo esto es cierto. Pero creo, después de pensarlo más, que tenía razón, que hay algo de radical en la experiencia de desubicación como experiencia moral. Casi todas las éticas han tenido una intuición espacial en su trasfondo metafórico: espacios comunes, utopías. Las propuestas menos dogmáticas también han partido siempre de la experiencia de un lugar en el mundo, aunque frágil, aunque provisional. Por eso la experiencia de desubicación se vuelve un inquietante pozo para el pensamiento: una posibilidad donde los horizontes se han perdido y la mirada vaga por el mundo sin encontrar referencias. Robert K. Merton, sociólogo funcionalista, habló en la mitad del siglo pasado de la anomía, una enfermedad moral que algunas sociedades sufren en algunos momentos, cuando las normas han dejado de tener valor o significado. La desubicación puede ser una de las causas de la anomía. Cuando personas, grupos, generaciones, han perdido sus lugares de referencia. La tentación dogmática es siempre la respuesta al miedo a la desubicación. No son casuales las metáforas de la luz como respuesta al terror a la desubicación en tantas filosofías morales. El miedo a la desubicación está en la base de casi todas las territorializaciones y parroquialismos que habitan la literatura moral. Pero la desubicación es también una experiencia moral, es ya una experiencia moral. Quizá deberíamos empezar a pensar desde otro lugar: desde el lugar de los desubicados.