domingo, 27 de abril de 2014

Escucha (Sepharad) a quien te habla en otra lengua





Esta semana tuve ocasión de participar en una mesa redonda en el Centro Catalán de Madrid (una curiosa institución de más de setenta años que sobrevive ignota en la Plaza de España, frente a la solicitada escultura de Don Quijote). El evento me permitió volver sobre uno de los temas que  más he fatigado en los últimos años: las tensiones y paradojas sobre las que se fundan las identidades colectivas. El evento devino en un lamento nostálgico por los tiempos de las cartas entre Joan Maragall y Unamuno, y, en mi caso, en una corta reflexión sobre la lengua y la identidad y los cambios que ha sufrido el sentido de identidad desde el siglo XIX a nuestros posmodernos días. 

Las identidades no son nada sino sentidos de historias compartidas. Los sentimientos de identidad son sentimientos de afiliación y pertenencia sin los que sería imposible nuestra existencia social. Los dos ingredientes (identidades y sentimientos de identidad) tienen dinámicas diferentes: las derivas de la historia en el primero, el sentido de impotencia, de soledad, de resistencia, en el segundo. Los afectos colectivos son manifestaciones de sublevación entre los/las iguales que sufren y sienten la opresión. El sentimiento de identidad es siempre una reacción ante la desposesíón de la capacidad de decidir. En el siglo XIX, las dos fuerzas de identidad más poderosas fueron los nacionalismos y la clase. La reclamación de un estado-nación y de la autonomía de clase conformaron la era del capitalismo emergente basado en estados imperialistas. La Gran Guerra (esperemos que el centenario traiga una nueva reflexión sobre lo que fue el inicio de la contemporaneidad)  y la Revolución Rusa transformaron el panorama y dieron paso a las formas más complejas de identidad que nacieron de aquellos acontecimientos: los movimientos feministas, la descolonización, las resistencias cotidianas de los sesenta y sus identidades generacionales, las emigraciones y la globalización. Todas ellas dieron paso a nuevas maneras de vivir la identidad.

Hay sentidos de identidad que nacen en la cultura hegemónica y sentidos de identidad que nacen en la cultura contrahegemónica. Los de arriba se agrupan dirigidos por el miedo a cambiar de estatus y los de abajo lo hacen por el deseo de igualdad y reconocimiento. Esta fuerza es la partera de la historia que, sin embargo, no tiene claras sus fronteras ni mensajes, como los oráculos griegos. A veces es necesario revisar estos sentimientos para contraponerlos a la realidad. Así, en nuestro mundo globalizado, urbanizado en una cosmópolis que transforma los viejos espacios de identidad en barrios de una ciudad sin fronteras, las identidades se confunden y entremezclan y los sentimientos se vuelven contradictorios, tensos y multívocos. El feminismo de la igualdad, por ejemplo, se vio entremezclado con las demandas de las diferencias femeninas, las diferencias de clase, de etnia, lengua, diversidad sexual, e incluso de identidad de género.  La identidad masculina en nuestro tiempo está siendo reconstruida por el feminismo, pero también el feminismo lo será por las nuevas formas de identidades híbridas y complejas. El sentimiento étnico, la voz colonizada por otra lengua, ha generado una de las miradas a la cultura más interesantes del mundo contemporáneo (este blog se llama "el laberinto de la identidad" en homenaje a "el laberinto de la soledad" de Octavio Paz, uno de los primeros y más profundos manifiestos de la identidad compleja).

La presente desafección de una sustancial y mayoritaria parte del pueblo catalán a los viejos discursos de la transición sobre la España autonómica ya no pertenece a las viejas identidades de reclamación de un estado-nación (un pueblo, una lengua, una cultura, un espacio, un estado) sino a algo mucho más complejo que entremezcla muchas tensiones subyacentes al sentido de impotencia general que nos habita. Es una desafección fuerte, distinta aunque paralela a la que ha ocupado el espacio político de la transición, la desafección de Euskadi, por espacio de cuarenta años. Aunque la histérica prensa madrileña lo entienda en clave apocalíptica (como si el apocalipsis no hubiese ocurrido ya), lo cierto es que es un síntoma de que estamos ya en una sociedad y cultura complejas y contemporáneas. Ni Madrid es ya el lugar imaginario que sueña nuestra clase dirigente, que sigue anclada en la concepción populachera, aristocrática, inculta y latifundista que siempre rigió este pueblón manchego, ni Barcelona es ya el lugar imaginario de sus especulares constructos decimonónicos. El castellano y el catalán son ya territorios nuevos que acogen identidades híbridas que vienen de tiempos y espacios nuevos, de futuros que no están aún compartidos y de pasados que nunca lo fueron. 

La gestión de los afectos de identidad en forma de odio y resentimiento se ha convertido ya en el último recurso de la política. Cuando los programas no se distinguen, o se unen en un mismo proyecto de desigualdad creciente; cuando las multinacionales dictan los discursos y las normas; cuando los de abajo no acaban de entenderse en una babel interminable; cuando los dioses se han ido, el recurso a la pasión contra el otro es el recurso más efectivo de los políticos que hace tiempo que dejaron de creer en la política. Como los viejos chamanes y obispos que hace décadas que dejaron de creer en su religión y ahora solo creen en el poder. 

Era un adolescente aún cuando comencé a pensar en serio sobre nuestra historia mal contada, sobre el nacionalismo "español" que entonces nos afixiaba (y que ahora me causa asma) y sobre las políticas de la identidad. Treinta años más tarde, en mi pueblo, Salamanca, tuve ocasión de ver (desde fuera, desde muy fuera) una enorme manifestación del "pueblo" salmantino contra un supuesto atentado identitario: la reclamación de los documentos originales que Franco había robado de la Generalitat y depositado en un archivo de los vencedores. Mi pueblo, que había sido expropiado de su industria, de sus decisiones, de su universidad (otrora importante), de sus capacidades de decisión, sólo era capaz de levantarse por un signo de identidad: era depositario del archivo de los vencedores. Treinta años antes había descubierto un largo poema en muchos poemas sobre la compleja identidad de la que veníamos, una historia de muerte y destrucción: La pell de brau, de Salvador Espriu. En Cataluña se estudia en el bachillerato el poema de Maragall, "Oda a España": Ecucha España- la voz de un hijo/ que te habla en lengua- no castellana:/ hablo en la lengua- que me ha dado/ la tierra áspera;/ en esta lengua- pocos te han hablado/ en la otra, demasiado/". No sé por qué no se estudia en el bachillerato de todos los demás lugares. Aprendí entonces, de adolescente, algo sobre el nacionalismo español (o españolista, que, como el aire, no ven quienes lo respiran) que nunca he olvidado y que dejo aquí como testimonio nostálgico de lo que pudo ser. Lo hice gracias el poema 46  de "La pell de brau" de Espriu. Lo dejo aquí, para ser leído en el ambiente cada vez más irrespirable y alergénico de este Madrid de nuevo rodeado:

Poema XLVI de “La pell de brau” 
(Salvador Espriu)



A vegades és necessari i forçós
que un home mori per un poble,
però mai no ha de morir tot un poble
per un home sol:
recorda sempre això, Sepharad.
Fes que siguin segurs els ponts del diàleg
i mira de comprendre i estimar
les raons i les parles diverses dels teus fills.
Que la pluja caigui a poc a poc en els sembrats
i l’aire passi com una estesa mà
suau i molt benigna damunt els amples camps.
Que Sepharad visqui eternament
en l’ordre i en la pau, en el treball,
en la difícil i merescuda
llibertat.

A veces es necesario y forzoso
que un hombre muera por un pueblo,
pero nunca debe morir todo un pueblo
por un hombre sólo:
recuerda siempre eso, Sepharad.
Haz que sean seguros los puentes del diálogo
y procura comprender y amar
las razones y las lenguas diversas de tus hijos.
Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados
y el aire pase como una extendida mano
suave y muy benigna sobre los anchos campos.
Que Sepharad viva eternamente
en el orden y en la paz, en el trabajo,
en la difícil y merecida
libertad.



E

domingo, 20 de abril de 2014

Noticias del diluvio: Aronofsky postapocalíptico




Pues sí, he ido a ver el Noé de Aronofsky. Sigo los ritos de las películas bíblicas en Semana Santa, y en este caso, además, era obra de un autor al que sigo con interés (Pi, Cisne Negro), a pesar de, o quizás por, sus excesos místicos. La película tiene defectos si se ve como un producto dedicado a la fascinación por los efectos visuales, en la trayectoria del nuevo cine de Hollywood, y quizá también algunos narrativos, pero no me interesa ahora una crítica del filme para la que no estoy bien preparado, sino un examen del contenido del guión.

Aronofsy ha resuelto hacer un ejercicio de cuento post-apocalíptico. Interpreta el Diluvio en clave contemporánea nada implícita como resultado de alguna suerte de cambio climático producido por una civilización depredadora que ha desertizado el planeta. Los hijos de Caín, dirigidos por Tubal Caín, se enfrentan a Noé y su familia, quienes sobreviven en un mundo empobrecido y, en un momento de acoso, acuden a su ancestro Matusalén, un chamán que hace beber a Noé una poción alucinógena bajo cuyos efectos sueña con la cercanía del diluvio que habrá de acabar con la especie humana. Hay una parafernalia de seres raros, los Vigilantes, una especie de rocas vivientes que se suponen restos de ángeles caídos, pero todo eso tiene que ver con los efectos visuales y no viene mucho a cuento. 

He visto la película como un drama shakespeariano en donde se presenta un conflicto muy contemporáneo entre dos antihumanismos: Noé representa el antihumanismo del fundamentalismo ecologista que prefiere el castigo universal para la especie humana y su justa desaparición por haber destruido la armonía primigenia de la naturaleza (en la película, eso es el Paraíso, una naturaleza en armonía). Tubal Caín representa el antihumanismo de quienes creen que la violencia es la demostración de que los humanos pueden enfrentarse al destino y ejercer su voluntad. La cultura que representa Tubal Caín puede ser leída como una especie de situación original al modo rawlsiano, cuando se han hundido todas las instituciones y normas (una interpretación postapocalíptica que inició la serie Mad Max y continúa hasta The Road de Cormac McCarthy), pero puede ser leída (así lo he hecho yo, y creo que también Aronofsky),  como todo lo contrario, como una muestra de lo que es la sociedad en su funcionamiento real, un sistema basado en la violencia: contra sí misma, contra la naturaleza. 
Aronofsky da por supuesto que el apocalipsis ya ha ocurrido y que lo que nos toca decidir a los espectadores, o a los que sobrevivimos a él o en él es tomar uno de los dos rumbos posibles, su continuidad (Caín) o su resolución catastrófica (Noé). Aronofsky no oculta su pesimismo absoluto y si no le faltase el humor seguramente sería un filme apreciado por Zizek y sus seguidores apocalípticos no-melancólicos. 

El interés del discurso, sin embargo, está en los matices que introducen los personajes secundarios que representan, en primer lugar, el chamán, Matusalén , en segundo lugar, Naameh, la mujer de Noé y en tercer lugar, Cam, el hijo de Noé . El otro hijo de Noé, Set, es otro añadido hollywoodense que es traído a cuento como el objeto sobre el que deben deliberar los otros personajes a causa de su matrimonio con Ila del que resultan dos hijas. 
La estructura de la tragedia se manifiesta así en tres niveles: el mítico, en una versión libre de la historia bíblica, el del conflicto principal que representan las dos actitudes y que se ven, a su vez confrontadas por la visión de Naameh y Cam, y el metaobjeto del conflicto que es el de la decisión sobre el futuro de las dos niñas. 

Matusalén es un personaje muy interesante y shakesperiano (una suerte de Calibán en La Tempestad, una obra con la que tiene mucho contacto el Noé de Aronofsky). Es el personaje que introduce la indeterminación y el misterio de las decisiones humanas. Su presentación como chamán me parece perfecta. Un griego lo hubiera considerado un oráculo de mensajes que pueden ser malentendidos, al modo de Edipo. Un magnífico elemento dramático y metafísico.  Naameh aporta la mirada femenina en una explícita alusión al principio de natalidad de Arendt y Cam simboliza la mirada, ahora sí humanista trágica, de quien se sitúa en un mundo más complejo que el que representan los fundamentalismos de sus mayores. Cam está dirigido por el deseo: quiere y necesita una compañera, lo que le aleja de Noé, embarcado en una empresa de pureza y purificación radical, y, por otra parte, admite que la violencia puede ser una de las opciones posibles en ciertas circunstancias, lo que le aproxima peligrosamente a los caínes, que aprovechan su distancia de Noé. La tragedia real, pues, se traslada desde el enfrentamiento entre dos formas apocalípticas al conflicto interno de Naameh y Cam, que son quienes tienen una visión más lúcida de lo que está en juego: la supervivencia de todo aquello valioso que ninguno de los fundamentalistas es capaz de entrever, y que es lo que justifica la existencia humana en la tierra. 

Por supuesto que el filme acaba bien, decidiéndose por Naameh y Cam, pero esto es lo de menos (los finales felices son parte imprescindible de la cultura de masas), lo central es que la tragedia tripartita entre apocalípticos e integrados está bastante bien diseñada y capta un elemento central del milenarismo contemporáneo. Porque esto entraña la historia, una manifestación del nuevo milenarismo sin el que no es posible entender muchas claves de la cultura contemporánea y de las metafísicas que subyacen a ella. Una buena parte de la fascinación que ejercen algunos filósofos del día se explica por este aura milenarista que les cubre.  No es Zizek quien ha dado altura intelectual a Matrix, sino Matrix la que ha dado significado al deslavazado discurso del esloveno, y lo mismo podríamos decir con la imaginería de los campos de concentración y las profecías de Agamben. 

En todo caso, Noé es, con sus defectos, una buena manifestación de los conflictos básicos que constituyen nuestra forma cultural presente y una buena construcción trágica. Al fin y al cabo la tragedia sigue representando el ritual de conjura de nuestros miedos. 

domingo, 13 de abril de 2014

Sin principios



La historia normativa de la cultura es la historia de los principios. Y  la historia de lo admisible en cada cultura es la historia de los principios. Ninguna descalificación es peor que ser considerado “una persona sin principios” y ningún elogio mayor que “ser una persona de principios”. No hace falta entrar en el predio filosófico para captar los matices de estas valoraciones. En la vida cotidiana esta idea se ha anclado después de siglos de doctrina religiosa y continua inspección por los miembros de la aldea. ¿Por qué dudo de que sea una verdad?, ¿por qué sospecho de los principios?, ¿por qué sospecho de quienes siempre tienen a mano un principio?

Si el escepticismo es siempre interesante, es mucho más lúcido cuando se mueve en el terreno normativo. Lo sé bien porque yo vengo de la tierra de los principios.  En controversias filosóficas entre las que discurrió mi juventud acudía sin dudar a los principios de siempre: “La verdad explica el éxito”, “la racionalidad exige consistencia”, “la moral es ponerte en el lugar del otro”, y así. No digo ahora que sean falsos estos principios, sino que a veces no son necesarios y otras veces no son suficientes. Puede que los principios sean como muchos estereotipos que funcionan en general pero no cuando los necesitas.

Me intereso más por pensar la racionalidad que la moral, pero sospecho que lo que puede decirse de una puede decirse también de la otra. Me parece que lo que ocurre con los principios es algo similar a lo que ocurre con las falacias. Podemos detectar casos claros de razonamiento falaz, pero es una tontería usar el esquema de una falacia para diagnosticar un mal razonamiento. Cuando las explicas en clase eres consciente de esta inestabilidad y te cuidas de no dejarla entrever demasiado. Porque, vamos, ¿por qué el argumento a la autoridad es una falacia? Es cierto que lo es en muchos casos, pero nuestra vida cognitiva sería imposible sin dejarnos caer en manos de la autoridad epistémica de otros. Lo mismo ocurre con los principios de racionalidad. Por ejemplo, los que prohíben el autoengaño y la akrasia. Vale, detectamos muchos casos malignos de autoengaño y akrasia, sobre todo en otros, pero no está claro que siempre sean dañinos.

En los momentos nodales de nuestra vida las razones y las emociones se enfrentan, o al menos se entremezclan de manera que no hay modo humano de separar la deliberación fría de las decisiones cargadas de pasión. Lo interesante es que no hay principio que nos permita decidir qué parte de nuestro complejo modo de pensar es la que tiene la razón. ¿Se equivocó Clarissa Dalloway al ir dando largas al culto y seductor Peter Walsh para aceptar al gris y plano Richard Dalloway?  Virginia Woolf dedica Mrs. Dalloway a narrar la historia de esta pregunta sin que acabemos de saber la opinión de su autora. Su amiga Sally y, por supuesto, Peter Walsh creen que sí. Pero ambos son ejemplos de haber tomado por su parte decisiones equivocadas. No son buenos jueces. Ciertamente Clarissa estaba enamorada, y siguió estándolo toda la vida, de Peter Walsh, pero ¿hubiera sido feliz con él? Sus tripas dijeron que no cuando su cabeza decía que sí. Y no sabemos qué parte tenía razón.

Elegir compañero o compañera, o rechazarlos, o terminar la relación, elegir una carrera, o abandonarla, aceptar un trabajo, o dejarlo, mantener una amistad, o clausurarla, decidir tener hijos, o negarse a ello, mantener las creencias religiosas, o dejarlas perder, emprender o continuar la militancia política, o darla por terminada, votar a un partido, o no hacerlo, … ¿alguien puede explicarme cómo funcionan los principios en estos casos?  No son muy de fiar las personas que toman las decisiones acudiendo a sus principios.  Se agarran a ellos para evitar examinar las verdaderas razones de su decisión.

Mi rechazo a los principios no significa que niegue el valor de la deliberación para tomar decisiones. Lo que niego es que los principios tengan una función significativa en la deliberación. Deliberar es un proceso muy complejo en el que no pueden ni deben distinguirse razones frías de razones emocionales. A veces hay que dejar hablar a la cabeza y a veces a las tripas. Sospechar siempre de uno mismo, hacerlo cuando parecen estar las cosas claras. Y sospechar también y sobre todo de la frialdad de las razones. Porque nunca está definida la frontera entre el pensamiento frío y el cálido. Me he encontrado muchas veces con personas de carácter aparentemente frío y racional a las que admiras por cómo toman las decisiones en momentos concretos, y sin embargo observas cuán erradas han sido sus trayectorias largas, cómo se han equivocado sistemáticamente en sus confianzas y desconfianzas. Ciertamente, las decisiones cálidas no garantizan tampoco que uno no vaya a equivocarse.

Si el modelo de deliberación no es el de aplicación de principios, o el de convertir en principio la propia decisión, tampoco lo es el que parece iluminar la metáfora del peso. Deliberar no es pesar razones. Las razones no pesan. No sabemos cuán importantes son para nosotros hasta que no atendemos con cuidado a sus voces. Al final, deliberar es atender, escuchar.  Foucault insistió con sagacidad en la importancia de aprender a escuchar en sus últimos análisis del mundo griego (que sospecho un mundo menos griego que contemporáneo). Pues aprender a deliberar tiene mucho de atención. En particular a los matices de la voz. Sobre todo las voces internas, y sobre todo las que parecen inaudibles. 

Aprender a ser una persona sin principios lleva tiempo, pero se gana lucidez.

viernes, 4 de abril de 2014

24/7




El subtítulo del último libro de Jonathan Crary 24/7 El capitalismo tardío y el fin del sueño describe sucintamente el tema del que trata este manifiesto de intervención urgente en el paisaje cultural contemporáneo celebratorio de las globalizaciones digitales. Es una descripción a brochazos rápidos de la colonización final del tiempo humano a través de los múltiples dispositivos por los que la atención es expropiada y empleada como fuente de plusvalía. A diferencia de las viejas críticas de los medios de masas, que los concebían como "drogas" que adormecían la conciencia colectiva, Crary ha defendido en sus libros exactamente lo contrario. Los dispositivos modernos son mecanismos que activan la conciencia del espectador y centran su atención en un nuevo trabajo productivo que es apropiado y colonizado eficientemente.

Esta brevísima referencia no hace justicia a este libro imprescindible que se lee con la rapidez que genera una creciente iluminación sentida a medida que uno pasa las páginas en comunidad  con la mirada indignada del autor. Hay varios temas que se entrecruzan alrededor de esta fenomenología de la economía de la atención que realiza Crary. Algunos son más sociológicos y culturales, otros, los que me atraen con mayor fuerza son metafísicos y tienen que ver con esta colonización del tiempo que está presente en el estado de insomnio permanente al que parece conducirnos la historia reciente.

El recientemente fallecido medievalista Jacques Le Goff nos desveló los orígenes medievales del capitalismo en la colectivización y sincronización del tiempo mediante numerosos dispositivos, desde la homogeneización del tiempo corto de trabajo a través del uso del reloj como medida del salario, a la invención de los seguros, las hipotecas, letras de cambio y bulas de purgatorio como fuentes de valor económico, que habrían de convertirse en la base de la economía capitalista. Karl Marx describiría más tarde cuán importante era el tiempo de trabajo como génesis del valor. La economía marxista y su cronocentralidad fue abandonada por los economistas en favor de las economías basadas en la teoría de la preferencia y las curvas de demanda y oferta. El tiempo fue olvidado en favor de los estados mentales del deseo e interés. Por otra parte la historia económica posterior a Marx pareció haber hecho falsa la predicción de que la explotación del tiempo de trabajo tendría un límite y con él la espiral de crecimiento del capitalismo. Los economistas, desde los años cincuenta del siglo pasado, tendían a comenzar sus obras riéndose de esta predicción. Incluso un crítico marxista tan interesante como el geógrafo David Harvey reconocía esta equivocación de Marx y postulaba que el capitalismo había dejado de colonizar el tiempo para interesarse por el espacio. La globalización, la conversión del mundo en una urbe continua, la especulación y las burbujas inmobiliarias serían la prueba de esta mutación.

Los economistas han olvidado que también las preferencia son tiempo. Y Harvey no ha reparado en que la expropiación del espacio y los nuevos dispositivos de explotación del tiempo trabajan juntos. Ya no importa que el trabajo esté desapareciendo y quede en manos de una parte de la población, dividida entre privilegiados y nuevos esclavos a tiempo completo. No importa. El tiempo de no trabajo (ya no tiempo de ocio) se ha convertido en productivo. El parado sigue produciendo es su depresión, angustia y continua aprensión por un móvil y correo que nunca traerán la buena noticia; el trabajador deslocalizado produce en su obligatoria creatividad en todo tiempo y lugar; el jubilado produce en su permanente dependencia de la agencia de viajes que le ofrece una promisoria tierra de experiencias para olvidar el aburrimiento de su existencia; el adolescente produce a través de su incansable inspección de su whatsapp donde se refleja la subordinación a la pandilla, que a la vez le acosa y le sujeta.  La tertulia airada que aparentemente refleja la lucha ideológica es parte de un mecanismo que traslada el tiempo real de resistencia a un tiempo de atención anclada a las palabras de otros. Todos pierden el sueño por la permanente tensión por la tensión ajena.

Globalización del espacio y colonización del tiempo no se oponen sino que se condicionan mutuamente. La conversión del mundo en una única urbe sin sombras nocturnas y la desaparición del sueño van juntas. Me resultó lúcida, en su imaginería del insomnio y la desubicación, Lost in Translation (2003) de Sofia Coppola. Pocas películas describen mejor la coestructuración del espacio globlalizado, el tiempo convertido en mercancía y las vidas en anuncios de televisión. El derecho al sueño es el derecho a un tiempo de vida que ya ha sido expropiada. Los tiempos que no pueden ser colonizados dejan de tener sentido: el tiempo del amor y de la amistad, que exigen tiempo, que implican distracción y silencio, son progresivamente abandonados para no perder la atención al dispositivo y sustituidos por sucedáneos de roce rápido. El ritual, que dividía los tiempos en sagrados y profanos se convierte en agitación compulsiva, repetición continua de movimientos y gestos sin sentido.

Suelo decir que el apocalipsis ya ha ocurrido, que los zombies nos han invadido y que apenas quedan ya lugares donde ocultarse, tiempos distraídos, acciones desobedientes. Es cada vez menos una metáfora y cada vez más un modelo del capitalismo tardío, que tan bien describe Jonathan Crary. Entre las maravillas del libro, está el recuerdo de este cuadro de Josep Wright de Derby,  Arkwright Cotton Mills by Night: fábricas de algodón iluminadas por la luz artificial en un paisaje nocturno romántico bañado por la luna. La contradicción que anunciaba este cuadro ya ha acabado. Es el fin de la noche, de la sombra, del sueño.