viernes, 29 de agosto de 2014

Debemos




En alguna de las novelas de su trilogía, que ahora no recuerdo, el escéptico George Smiley de John Le Carré confiesa a un colega de sus oscuros trabajos de espía:"algunas personas sentimos que nuestra vida consiste en pagar una deuda". La cita no es literal pero su contenido quedó grabado en mi memoria y con el tiempo he ido desenvolviendo su significado. Sospecho que nos lleva al terreno de la moral tal como ésta ha quedado después de Nietzsche, cuando ya sabemos que los valores supremos murieron con los dioses y que la moral ocurre cuando el resentimiento se hace creativo.

En ese territorio desolado, el basamento sobre el que se ha querido reconstruir la moral ha sido habitualmente la culpa. Heidegger lo propuso en Ser y Tiempo y de otras formas se ha propuesto en las tradiciones inglesas que se apoyan en los sentimientos morales. La culpa y el resentimiento serían, propone Strawson, las actitudes reactivas básicas que muestran nuestra perspectiva participante en el mundo (menos lejos de lo que parece de Heidegger, que unía culpa y finitud).  Carlos Thiebaut ha desarrollado una forma secularizada de entender la culpa sin tener que recurrir al viejo concepto teológico de mal: no puede haber resentimiento sin culpa ni culpa sin resentimiento,  es nuestra reacción afectiva a un daño que nos han causado o que hemos causado. La culpa nace así de la comprensión del daño como algo que ocurre y que no debería ocurrir. Para quienes nos hemos educado en una cultura que nunca abandonó la teología, culpa y mal parecen implicarse, de manera que la interpretación naturalizadora de Carlos, que tan bien hila las fibras strawsonianas, esta unión de culpa y daño, también de culpa y reconocimiento de la vulnerabilidad humana, es emancipadora, nos salva del miniyo sacerdotal que se nos inyectó en la adolescencia.

Pero Smiley quería decir otra cosa. Para él la vida no está ordenada solo por actitudes reactivas esporádicas, sino armonizada por una melodía de fondo, por un tema que se repetiría una y otra vez en la banda musical de nuestras vidas: la deuda. La idea de que nos debemos algo unos a otros ha sido ya propuesta como base por otro filósofo, Thomas M. Scanlon, uno de los más conocidos defensores del contractualismo contemporáneo. Pero Smiley quería decir otra cosa.

La vida es una deuda.

Entendido bajo los cánones económicos que nos han contaminado en esta era, "deuda" es un término que alude a la reciprocidad y a la promesa de pagar lo que nos han prestado. Liberarnos de esa carga no es menos difícil que liberarnos del vínculo de "culpa" y "mal". No podemos ordenar nuestra vida como una deuda pagable porque la entenderíamos como una economía de acciones recíprocas, para nada morales, todo lo contrario. La moral del banquero no es distinta de la economía de la culpa. No es extraño que nacieran la banca y el purgatorio en los mismos tiempos.  Lo que Smiley quería decir es que nuestra deuda es impagable y por eso articula nuestra vida.

Queremos pagar la deuda de nuestra dependencia de los otros, pero ¿cómo pagaremos la vida?, ¿cómo pagaremos el amor que hemos recibido?, ¿cómo pagaremos las luchas de tantos que han caído para que nosotros podamos estar vivos? La deuda es la forma moral de entender la dependencia de los otros. Ciertamente, hay economía en nuestra vida si la consideramos bajo la categoría de deuda, de deuda impagable: debemos ordenar nuestros débitos. Ordenar cuáles son nuestras deudas lejanas y cercanas. Para ello tendremos que examinar los lazos que nos ligan al mundo y a la historia. De dónde venimos y a dónde vamos. A quiénes somos fieles y quiénes nos son indiferentes. La deuda desvela la trama de los lazos humanos en el presente, en los pasados que fueron y que pudieron haber sido y en los futuros que serán y podrán ser.

La filosofía spinozista que ha renovado últimamente el lenguaje político, y que ha traído por fin el vocabulario de la posibilidad al reino de la necesidad que nos oprimía con los peores lazos que nos pueden atar, ha impulsado términos verbales de futuros posibles, de términos ligados a la expresión de las fuerzas de la vida que para Spinoza se traducían en el impulso, en la voluntad: "podemos", es uno de estos términos de renovación, de nuevas melodías en el ruido maquinístico de fondo. Es un término de agencia. Pero es también un término limitado, un término de futuro que no es suficientemente sensible a la tradición de la que venimos, que parece insistir sólo en la novedad, y confiar en la promesa sin apoyarse en la historia. Por eso me atrevo a recordar a Smiley y su melancólica respuesta a la pregunta de por qué seguir cuando todos se retiran: porque debemos.


sábado, 23 de agosto de 2014

Emociones trabajando



A pesar de que las emociones (por fin) se han puesto de moda en todos los barrios de la cultura académica, y a pesar de que ya forma parte de la ortodoxia reconocer su importancia, el estado del arte es más bien deprimente. Los estudios sobre la fenomenología de las emociones están en sus comienzos y, sobre todo, está por elaborar una sociología de las emociones, o más bien un análisis sociológico de cómo funcionan las emociones en los diversos espacios de la vida. Tenemos que confiar todavía demasiado en la literatura y el cine. Tenemos relato pero no concepto.

Uno de los campos donde apenas ha penetrado aún la sensibilidad por tales lazos es el territorio del trabajo cultural. Me importan, por razones personales de dedicación, los ámbitos de la enseñanza y de la cultura académica. Me gustaría saber mucho más de las emociones en la empresa, en las profesiones del ámbito público, en los trabajos más o menos liberales, en fin, en todos los terrenos, y quizá especialmente en el ámbito político, pero me siento más en casa en las dos profesiones a las que pertenezco de la enseñanza y la investigación.  Los mecanismos emocionales que articulan los dos espacios son comunes en algunos aspectos y muy diferentes en otros. En ambos casos, se trata de profesiones muy ligadas al reconocimiento: en la enseñanza, es primordial el reconocimiento de los alumnos; en la investigación, el reconocimiento de los pares (e impares).

Desde que Michael Polanyi escribió Conocimiento personal en 1958 apenas se ha excavado más sobre cómo los lazos de reconocimiento conforman las comunidades científicas, de investigación y, me atrevo a extender la conjetura, todas las comunidades creativas del arte y la literatura. ¿Cómo se desarrollan y articulan, aprenden, y se desenvuelven las emociones constitutivas de estas tribus profesionales?, ¿cómo se relacionan estas emociones con los valores y valoraciones que dan peso social a lo que estas comunidades producen? Sabemos que tanto la cultura académica (ciencia, ingeniería, humanidades) como la cultura creativa son inmensos espacios de circulación de obras que tienen dos formas de valoración: la externa del mercado y la interna de la comunidad. A veces coinciden  en el tiempo, pero no siempre, más bien nunca, de una forma armoniosa. Son producto de sistemas de reconocimiento distintos basados en emociones diferentes.

Polanyi reflejaba una especie de república idílica basada en el reconocimiento de la autoridad de los otros: la relación maestr@/alumn@, la autoridad basada en la importancia de la obra y en la confianza en la palabra y en la competencia de los otros. Thomas S. Kuhn divulgaría más tarde las ideas de Polanyi (y tendría un éxito incomparablemente mayor) en una teoría de lo que llamó "paradigmas", que eran una mezcla sociológica y teórica aplicada a la ciencia (y que podría haber sido aplicada a casi cualquier campo de la cultura). Kuhn, a diferencia de Polanyi, fue un poco más realista y habló de la "tensión esencial" que surge de la pretensión de ser reconocidos por dos tipos de autoridad distinta: la vieja autoridad, que llevaría a ser acomodaticio y servicial, y la autoridad de los pares, que exige la audacia, la valentía, el enfrentamiento.

Ninguno de los dos trabajó sobre cómo estas emociones se articulan con complejos negativos: la envidia, la falta o sobra de auto-confianza, el chauvinismo y parroquialismo, la mala fe y la exposición de la identidad propia frente a la identidad profesional, el resentimiento en general. Bourdieu, sin duda, inició el camino para una sociología más matizada de los espacios culturales y de los campos de poder que los articulan. Sin embargo Bourdieu (no se puede hacer todo en la vida) tiene una mirada demasiado externa y poco fenomenológica hacia las emociones sociales. No encontraremos en la tradición que él inicia buenos análisis de la confianza y desconfianza, del reconocimiento y de la mala fe, de la vergüenza y de la culpa. Falta mucho por hacer.

De todos los lazos, de todos los procesos emocionales, me sigue maravillando lo que ocurre cuando se descubre que alguien (es mi caso, cada vez más habitual) ha desarrollado un trabajo que sabes mucho mejor que todo lo que tú puedes hacer nunca, y que manifiesta unas capacidades que no tienes. Los autores de los que he hablado siempre piensan en lo contrario, en cómo se aprende de los maestros. Pero la regla, por suerte, es la contraria: cómo cada generación enseña a la anterior sus zonas grises y sus faltas de visión, claridad, conocimientos, capacidades.  Una variante, mucho más dolorosa emocionalmente, es el descubrimiento de que tu vecino o vecina de despacho, grupo, escuela, lo que sea, consigue hacer lo que tú sabes que no podrás hacer. Cómo el autoconocimiento se mezcla con el reconocimiento, las emociones positivas con las negativas, la confianza con el desprecio, son misteriosos rincones donde me gustaría que nos atreviésemos a explorar.

Las emociones negativas son el lugar donde no queremos mirar o no nos atrevemos a hacerlo, y sin embargo, son el lugar  donde nacen los valores. Que el resentimiento se haya convertido en la fuente de la moral cuando se hizo creativo es algo que nos enseñó Nietzsche. Pero que sea también una fuente del valor cultural, de la universalidad que adscribimos a la neutralidad y distancia de la ciencia, el pensamiento y la cultura, es una posibilidad que debemos examinar con cuidado.  Los lazos que nos unen están tejidos de emociones de índole diversa, positiva y negativa. Necesitamos tanta distancia como cercanía (seriedad e ironía, audacia y modestia) para dibujar un retrato de las emociones trabajando, de las emociones en el trabajo y de sus mecanismos ocultos.

domingo, 17 de agosto de 2014

La controversia interminable




No voy a descubrir la centralidad que tienen las controversias en la historia de la cultura. Marcelo Dascal y Oscar Nudler llevan años explorando y difundiendo la idea de que las controversias intelectuales son una forma privilegiada de analizar cada tiempo y su desenvolvimiento.La escolástica y actualmente la filosofía analítica (muchos sostienen que son lo mismo, quizá justamente, pero no está claro si eso es bueno o malo, es parte de la controversia) sostienen que todo trabajo filosófico debe comenzar por la disputatio de dos posiciones contrapuestas. Tienen razón, aunque el ejercicio que proponen suele carecer de historia y relato. Y las controversias son procesos largos, que modifican a las partes implicadas y  recorren paisajes históricos extensos en los que cobran sentido las palabras. Aunque en las otras tradiciones (fenomenológica, hermenéutica, crítica, post-estructuralista, post-moderna) abundan las disputas, y hay mucho más sentido histórico, sin embargo, no es infrecuente la falta de distancia y la elegancia intelectual para expresar sin caricaturas el pensamiento otro(*).

Pese a que es muy popular la idea de que la filosofía es un lío donde cada opinión encuentra eternamente su contraria, la verdad es que la controversia es un esplendoroso ejercicio de sensibilidad a las razones y una retirada de la violencia al ejercicio del lenguaje. Hay controversias cuando se respeta la voz del otro y preocupan sus razones, ironías, metáforas e interpelaciones. Por eso la filosofía puede llamarse un ejercicio de libertad, precisamente por aquello por lo que es más criticada, por la continua controversia. Me gustaría alguna vez explicar la filosofía contemporánea reconstruyendo las controversias básicas que la han conformado (de hecho lo intento cuando puedo), pero querría referirme ahora a una que, desde mi punto de vista, estaría entre las pocas que no pueden ser dejadas a un lado en una explicación que intente dar sentido a nuestra experiencia actual. Me refiero a la controversia entre distancia y compromiso, uno de cuyos más dolorosos y trágicos ejercicios fue la ruptura entre Camus y Sartre.

Camus había escrito El hombre rebelde para dar forma a su convicción de que la actitud de rebelión y el rechazo al dogmatismo y el autoritarismo deben ir juntas. La lectura antiestalinista y anticomunista era inequívoca en 1952, pero Camus decidió que la tesis fuera universal y se presentase como una actitud constitutiva de la moral histórica. Le costó la ruptura con una parte de su generación, como a Hanna Arendt una actitud similar le costaría la ruptura con el sionismo que había practicado en su juventud. No es difícil situarse del lado de Camus, y no voy a negar mis simpatías. Camus representa todo lo que de bueno se puede encontrar en la cultura: compromiso, sentido trágico, sensibilidad, coraje, a lo que se añade el venir del arroyo tanto humano como intelectual. Camus fue siempre un exiliado allí donde estuvo. El joven "pied-noir" que no ha tenido buena educación, que está lleno de carencias y de cicatrices y que es mirado con cierta condescendencia por sus colegas de formación exquisita habitantes del los círculos del mayor capital cultural. Camus fue quien en mi adolescencia me llevó a la filosofía y mi referente moral y político durante toda la vida, así que no tengo complejos para proponer que leamos con distancia la controversia. 

Sartre era, por el contrario, una persona rijosa, cruel, manipuladora, inmoral en casi todos los sentidos, desquiciada por la soberbia, las anfetaminas y el alcohol. Su crítica en Temps Modernes, a través de un propio, a las tesis de El hombre rebelde son un manifiesto del peor dogmatismo, y su "Réplica a Albert Camuses"un ejercicio magnífico para una clase sobre los argumentos ad hominem. Sostuvo contra la independencia de Camus la alineación con el comunismo y la ceguera a lo que representaba de horror el estalinismo. Sartre es, sin duda uno de los casos más flagrantes de auto-engaño y mala fe y, sin embargo, una de las voces más lúcidas de toda la filosofía contemporánea. Los post-estructuralistas y posmodernos Foucault, Deleuze, Derrida, Braudillard, Lyotard, et alii le despreciaron tanto como intentaron imitarle (y muchas veces lo lograron en todos los sentidos). Fue una pose intelectual "hacer como que no leían a Sartre". Camus fue olvidado (nadie le consideraba buen filósofo) y sólo la caída del Muro y los dilemas morales del nuevo siglo han traído su renacimiento. Aunque, también hay que decirlo, para reivindicar terceras vías por parte de intelectuales exquisitos y castas de la (aparente) distancia política (pido excusas por este comentario tan sartriano). 

No puede pensarse el espacio de la política sin la controversia entre la necesidad histórica las "manos sucias" (Sartre), por un lado, y la exigencia de distancia moral y escéptica en el compromiso (Camus). En los grandes conflictos de la historia se manifiesta la controversia como actitudes morales contrapuestas. Es un buen ejercicio de auto-examen  elegir el conflicto apropiado que nos resulte más cercano y observar cómo muchas de nuestras intuiciones cambian cuando aplicamos nuestra posición partidaria a ese conflicto en particular. No es difícil entender a Camus y su actitud independiente en el conflicto argelino y en su distancia del FLN y sus bombas, pero él mismo venía de otro conflicto donde fue una parte activa en la Resistencia. Simone Weil (tan cercana al mismo espíritu de Camus) tuvo una trayectoria inversa: su pacifismo inicial cambió y pretendió, ya enferma y agotada, enrolarse militarmente contra el fascismo. Se puede rastrear la controversia hasta la Antígona de Sófocles. No es difícil estar del lado de Antígona. Hasta que escuchamos la voz de su hermana Ismene. 



(*) Una de las innumerables controversias, por cierto, es la que enfrenta a quienes sostienen que la filosofía debe estudiarse a través del "pensamiento" de los grandes autores, sumergiéndose profundamente en su obra y en su tiempo, y a quienes sostienen que la filosofía es fundamentalmente una secuencia de problemas que han sido descubiertos, discutidos y a veces disueltos por distintas voces a lo largo de la historia sin que las peculiaridades de estilo, personalidad, sistema y situación afecten demasiado a la cuestión debatida. Quienes creen que las controversias forman una unidad que negocia con las dos anteriores, creen que el situacionismo de los partidarios de la historia de la filosofía como historia de autores y el universalismo de los partidarios del problema como unidad de pensamiento puede complementarse en esta forma dialéctica que viaja tanto a través de los contextos históricos como de los espacios conceptuales. Comprender una controversia no implica adoptar una posición neutra alejada de las dos contendientes. Se puede ser juez y parte, sabiéndonos eslabones en una larga cadena de pensamiento trágico que, por ello, es sensible a las ideas del otro.

lunes, 11 de agosto de 2014

Balada del héroe perdido



Hace unas semanas dediqué una entrada a la figura del detective como una de las formas contemporáneas del mito de Edipo, la figura del agente cuyas acciones conducen a su perdición. Continúo, preparando uno de los temas sobre los relatos de identidad contemporánea, y encuentro una valiosa ayuda en el libro de Robert B. Pippin Fatalism in American Film Noir. Some Cinematic Philosophy. Pippin es uno de los grandes renovadores de las interpretaciones sobre Kant y Hegel con una sutil sensibilidad para el arte, la literatura y la cultura popular. Este libro es un ejercicio conceptual sobre la acción que no desmerece de las incursiones de Styanley Cavell en el cine de Hollywood. Si Cavell se apoya en Wittgenstein, Pippin lo hace en Hegel, pero lo que importa es que ambos iluminan los rincones oscuros de nuestra identidad contemporánea. 

Cuando leí el libro estaba considerando dos películas para el curso: The Killers, (Robert Siodmak, 1946), nacida de un relato de Hemingway, y Out of the Past (Jacques Tourneur, 1947). Pippin trata esta última con extensión y profundidad, así que me he decidido por ella, aunque de hecho el tema es común. Se plantea la posibilidad de un cambio de identidad: un personaje que huye de su pasado y se refugia en un pequeño pueblo donde es encontrado por este pasado en la forma de un pistolero que es enviado para recordarle sus deudas y su identidad. David Cronenberg ha vuelto sobre el asunto en A History of Violence, 2005, pero ya está lejos de la época y el significado del Cine Negro. El género tuvo su cenit entre 1945 y 1955, es decir, la postguerra americana, hasta que fue redescubierto y revisado por el cine francés que lo convirtió en mitologema permanente.

Nacido de la  gran renovación de la novela de detectives, se entrecruzan en el género dos líneas de problemas. De un lado, el personaje principal, varón, que toma decisiones equivocadas a sabiendas de que son equivocadas y genera una cadena de consecuencias que incluyen palizas, muertes, persecuciones y arrestos, para acabar desencantado y confundido sobre su propia identidad y agencia. Como Edipo, nuestro héroe se encamina a un desastre que él mismo provoca por su decisión equivocada. De otro lado, un segundo hilo conductor complementa el anterior:  la ciudad como metáfora.

No son casuales las fechas en las que se desarrolla el Cine Negro. En la postguerra americana, las ciudades dejan de ser meros centros industriales y se convierten en hábitats centrales. El campo, ahora mero lugar de producción agrícola, abandona su referencia como entorno cultural. La ciudad es el topos de la modernización, en el sentido que ha sido tratado por sociólogos y filósofos, como viento que desteje los lazos ancestrales y transforma las identidades en sujetos solitarios y perdidos. Nace así una fuente de incertidumbre y escepticismo. En la ciudad nada es lo que parece. Detrás del neón habita la podredumbre, la corrupción, el engaño y la insolencia del poder. Quien se atreva a mirar será cegado por los ángeles de la muerte, como le ocurre al héroe que equivoca su senda. Robert Pippin, en otro libro dedicado a los westerns de John Ford y Howards Hawks, trató el cine del oeste como promesa de ley, como relato inicial de un estado. Puro Hegel. Ahora, la ciudad cuenta una historia de perdición y desencanto, de promesas incumplidas. 

 La ciudad como lugar de oscuridad es encarnada en el Cine Negro por una mujer. "Mujer fatal" se llamó entonces. La mujer fatal esconde un secreto, su luz ciega al héroe y le impide ver a la persona que hay detrás. En Out of the Past la mujer de ciudad, Kathie Moffat (Jane Geer) se opone a la mujer de campo, Ann Miller (Virginia Houston) como polos de atracción del héroe Jeff Bailey (Robert Mitchum). Ignoro si se ha hecho una lectura feminista del Cine Negro, pero no me parece difícil interpretar la "mujer fatal" como imaginario del miedo masculino a la mujer que toma en sus manos su destino. No es casual pues el entrecruzamiento de la ciudad y la mujer fatal en los sueños oscuros del héroe acabado. La mujer-ciudad, la ciudad-mujer deslumbra al varón y le oculta la realidad, equivoca sus decisiones y le conduce al fin trágico. Una identidad en crisis que intenta conjurar volviendo al campo para descubrir que no ya no es posible el retorno de la historia. El héroe se lleva con él un pasado del que no puede escapar y al que no es capaz de enfrentarse. En el Cine Negro se entrecruza la epistemología y la metafísica de la modernización. El corazón de las tinieblas ya no está en el bosque. Las tinieblas del corazón las produce la ciudad.



martes, 5 de agosto de 2014

Ausencia de nombre





El lenguaje de la filosofía política contemporánea es el más claro ejemplo de la confusión sobre la identidad que nos aqueja. El "individuo" del discurso neoliberal, el "ciudadano"del socialdemócrata, el "pueblo" de las formas viejunas de nacionalismo-estado (y otras formas de teología), las "masas" de los no menos fosilizados discursos partidarios, las "redes" de los nuevos sociólogos, la "multitud" de las resistencias críticas,... Una plétora de términos que no hace sino mostrar la ausencia de nombre común para lo que nos es oscuro, el paso del "yo" al "nosotros". Como si  la dificultad de nombrar indicase la dificultad de la cosa misma, como si la crisis afectase a la idea misma de sujeto de la historia. 

La niebla se extiende por los dos polos de la noción de sujeto, el personal y el colectivo.  El Comité Invisible escribe en su provocativo manifiesto de hace unos años, La insurrección que llega:


“I AM WHAT I AM. Nunca la dominación ha encontrado una palabra
 de orden
 máinsospechada.
 El mantenimiento
 del
 Yo en un
 estado de semiruina permanente, en
 un
 mediodesfallecimiento crónico
 es el
 secreto
 mejor
 guardado del actual orden
 de
 las
 cosas.
 El Yo débil,
 deprimido,
 autocrítico,
 virtual
 es esencialmente este
 sujeto indefinidamente
 adaptable
 que
 precisa una produccióbasada
 en la innovación, la acelerada obsolescencia de las tecnologías, el constante cambio
 de las normas sociales, la
 flexibilidad
 generalizada.
 Es la vez, el  consumidor mávoraz y, paradójicamente, el o máproductivo, el que se arrojará
 con
 la
 mayor
 energía
 y
 avidez sobre el menor proyecto, para regresar más tarde a su estado larvario original.

El "Yo-Yo" de los selfies, de las estrategias de supervivencia en un mundo de existencias líquidas, precarias, elásticas y flexibles, es conjurado por este grupo radical y elevado a símbolo de la crisis, también metafísica, que nos aqueja. El yo se disuelve o se convierte en un punto infinitesimal, a-dimensional, vacío, tautológico, como el "I Am What I Am" del anuncio de Reebok sobre un rascacielos de Sanghai. En los círculos intelectuales, el yo nacido de la vocación (del Romanticismo a Max Weber) o el yo reflexivo de la filosofía kantiana se disuelven en estrategias melancólicas narrativas, yoes sucedáneos y epígonos de Montaigne (este blog es un ejemplo).  

La indeterminación del yo se traduce en la ininteligibilidad del "nosotros". Ninguna de las categorías nos identifica: ni la clase, ni el género, ni la etnia, ni la cultura, ni las preferencias afectivas, ni siquiera el equipo de fútbol al que seguimos. El malestar con las clasificaciones por más que no podamos evitar estar en ellas dificulta el nombrarnos como "nosotros" "nosotras". Lo que parecería común se vuelve diferencia, matiz, estigma. Ni siquiera entendemos bien "nosotros, los oprimidos (nosotras, las oprimidas)" porque el término ya no identifica ni vincula, sino que escinde en las múltiples formas de opresión que nos aquejan y acaso nos dividen. 

La filosofía que llegó de Italia (Negri, Virno, etc.) trató de convertir este hecho en definición de las nuevas formas de sujeto. "Multitud" recogería este carácter híbrido de los intereses y los afectos, esta indeterminación de la alteridad. Hibridación y cooperación serían las nuevas formas positivas del sujeto.  Pero en realidad lo que hacen los italianos es darle nombre a la ignorancia. "Nadie sabe lo que puede una multitud" dirán parafraseando a Spinoza. Cuando preguntamos con insistencia se nos devuelve a la niebla en la que nos encontramos. 

Aceptar la opacidad no es reconocernos como conciencia desgraciada. No es mala época una era de escepticismo y falta de nombre. Al contrario, situarnos en la pregunta es la forma de identidad que estamos adquiriendo, la apertura al misterio de la existencia en el que encontramos ahora nuevas significaciones.

Lo captó bien Chico Buarque: 


Oh que será, que será
que vive en las ideas de los amantes,
que cantan los poetas más delirantes,
que juran los profetas embriagados,
que está en las romerias de mutilados,
que está en las fantasias más infelices,
lo sueñan de mañana las meretrices,
lo piensan los bandidos, los desvalidos,
en todos los sentidos, será, que será,
que no tiene decencia ni nunca tendrá,
que no tiene censura ni nunca tendrá, 
que no tiene sentido