sábado, 29 de noviembre de 2014

Entre lealtades y disidencias



Las redes sociales tienen la ventaja de los espejos deformantes: no te devuelven una copia correcta de tu imagen pero no equivocan las relaciones básicas de tu figura. No es poca la gente que te dice "yo no entro en FaceBook, ni en cosas parecidas". Lo dice y hace por buenas razones: no sentirse vigilado, no someterse a los monopolios de la red, no perder el tiempo ni gastar su atención en trivialidades de cotilleo, ... No seré yo quien les critique ni quien vaya a desgranar razones que nunca serán convincentes salvo para los convencidos. Me parece una discusión cansina, como la que te suscitan a veces en tu provincia, "¿cómo te has ido a vivir a Madrid, con lo agobiante que es esa ciudad y lo tranquilo que se vive aquí? Te gustaría responder "para no volver a oír lo bien que se vive aquí y lo mal que están allí". Remedios Zafra ha dedicado uno de sus más profundos libros, Despacio, justo a este entrecruce de desubicaciones entre la geografía física y la digital, entre la pertenencia y el exilio.

Porque de eso se trata. Desde la persona adolescente (cuán poco precisa es la palabra adolescente cuando se refiere a una edad de transición, de huida, y cuánto más apropiada sería para describir la condición humana que es un adolecer continuo, un depender de los otros)  hasta la madura (y qué pesada es esta metáfora biológica, que te obliga a cierta edad a considerarte como un tomate empocheciente), el migrar, o simplemente visitar o habitar como nómada en otros territorios, o tal vez siquiera el soñar en estar allí en lugar de aquí, significa entrar en una carretera sin fin de ninguna parte a ninguna parte, como en esa en la que River Phoenix comienza y acaba su trayectoria vulnerada en Mi Idaho privado. Las redes sociales son otro (más) de los territorios liminales en los que moramos cuando nos sentimos incómodos, molestos, encerrados, en la apacible y acolchada existencia de nuestra comunidad de referencia.

Son dos fuerzas que nos empujan en direcciones contrarias. De un lado está el viento de la necesidad de pertenencia, de ubicación clara y de referencia a nombres, caras e historias con las que se sienten los vínculos emocionales que conforman nuestra identidad. De otro lado está el huracán de las diferencias que nos distancian de lo familiar y que cuando son sentidas en carne propia lo hacen como una suerte de estigma que se nos fija en la frente y nos cataloga como el extraño. Es entonces cuando el más leve desbalance te lleva a quedarte donde no querrías o a huir sin saber a dónde y buscar otras lealtades y pertenencias en tribus que aún son desconocidas.

Allí, en ese allí esencial, en el que uno cree que es posible construir un perfil, hacerse una personalidad, elaborarse una máscara defensiva y al mismo tiempo transparente para lo que que uno querría dejar pasar de sí a través de la ventana, resulta que los lazos que conectan la red se convierten en caminos de ida y vuelta que te traen una imagen en la que no reconoces tus rasgos, o, peor aún, los reconoces pero bajo la categoría de una deformación que ha sido producida por miradas que no reconoces como familiares, aunque sabes que están ahí como espejos oscuros de tu identidad fingida. Y es en este momento cuando la tensión de las dos fuerzas se te hace presente como si fuera el cartel de carretera que indica con tu nombre el lugar de ninguna parte donde habitas.

En el limen, en el inmenso territorio de frontera que media entre las lealtades que se han desdibujado y la imagen deformada de un clan que aún no es tuyo, o simplemente de un desierto en el que todavía no has encontrado más vínculos que los de la incomprensión y el no reconocimiento, te encuentras en un allí que se ha nombrado de muchas formas: la herejía o simple heterodoxia, la disidencia, el puro malestar o la indignación. Allí se vuelve entonces un territorio inexplorado, vacío de referencias y lleno de vínculos emocionales inestables y casi siempre opacos e incomprensibles. La indecisión es entonces la regla de conducta. Querrías volver, pero ya no hay un dónde, querrías seguir, pero tus trayectorias están dirigidas por la imagen que te devuelve el espejo deformante, querrías descansar en la cuneta, pero sabes que nunca llegará la camioneta que te rescate.

¿Por qué las redes y no otro tipo de lugares? Por nada. Una generación nueva de emigrantes me respondería con toda la razón: porque estás bien donde estás, porque nosotros hemos tenido que irnos a donde nos quisieran, que no nos quieren. Pero también es cierto que en la nueva división social de los espacios, el espacio virtual se ha transmutado en una red de afectos y afiliaciones donde se construyen nuevas identidades y nuevas lealtades, donde los ritos de paso terminan en una aldea nueva que no es la que te envió, como adolescente, a encontrar las señas de identidad de las que adolecías y que ahora has hallado en otra parte.



sábado, 22 de noviembre de 2014

La canción de las mujeres malas




No diré que tengo ya la solución a la "paradoja del sujeto" a la que me refería en otra entrada (el poder constituye al sujeto, el sujeto se subordina al poder para constituirse, entonces, ¿cómo es posible salir de este círculo?). No sé muy bien cómo responder sin repetir soluciones que son callejones sin salida, pero entreveo que es posible que haya una puerta para salir del callejón: "¡échale la culpa a mami, tío!".  O sea, la tercera voz, el referente otro, que aquí vamos a dibujar en género femenino por muchas razones, pero sobre todo porque en una cultura patriarcal siempre ha sido la voz de la culpa (ya no se lee la Biblia, pero no hace falta recontar el cuento de la trilogía del poder divino, Adán y Eva).





Un libro sobre el cine negro de Robert Pippin (un filósofo norteamericano renovador de los estudios sobre el idealismo alemán) me ha ayudado (uno siempre sube a las espaldas de otros) a entender mejor la paradoja. El libro de Pippin es más que recomendable, es imprescindible (como casi todos los suyos). Detecta que, entre 1945 y 1955,  Hollywood produjo una serie de películas en las que podemos encontrar las reflexiones más profundas sobre la opacidad de nuestra mente: lo que hemos llamado "cine negro" (un invento francés posterior al asunto). Son las películas más ácidas que cabe hacer sobre el auto-engaño y lo que he llamado "sujetos en la niebla", seres incapaces de explicar sus acciones porque son incapaces de explicarse a sí mismos. El género trata de acciones de varones perdidos que se involucran en acciones más o menos criminales y terminan echándole la culpa a la manipulación artera de las mujeres de las que se habían (iba a usar una expresión horrible hispana) "enamorado".  Casi todas estas películas están narradas con una voz en off que trata de explicarnos el sentido de lo que ocurre. Pero siempre lo hace torpemente. Son películas en las que es muy difícil entender lo que realmente ocurre, y no es por casualidad, sino porque la narración está llena (intencionalmente) de agujeros explicativos. Al final, sostiene Pippin (con una lucidez que nos hace esperar a los varones cierta posibilidad de salvación), es la presunta maldad de la mujer la que desvela las contradicciones y auto-engaños del agente, siempre un varón perdido aparentemente en el destino y la complejidad de la ciudad, pero de hecho perdido en las nieblas de sus propios deseos.

Quizá sería mucho más exacto calificar todas estas películas como el género de la mujer malvada. Pippin ejemplifica en la canción "Put the blame on Mame" el punto central de su argumento. En la película (tan generacional, tan malinterpretada), Gilda (Rita Hayworth) representa a una mujer harta de ser objeto de todas las culpas que, en un cabaret, se suelta el pelo y canta "vale, tío, échame todas las culpas". Nos muestra así, me parece, y creo que ésta es la idea de Pippin aunque no lo desarrolle con detalle, una forma de salir de los dilemas del sujeto. Qué sorprendente es que fuese recibida como una canción erótica (erotizante para los reprimidos varones, especialmente de la España franquista, auque tal vez fuese una reacción más generalizada) cuando es una llamada de socorro, una canción desesperada de quien no se siente escuchada y tiene que usar el cuerpo, la danza, la seducción para intentar captar algo de atención.

Entre el poder y el sujeto median numerosas indeterminaciones. Si fuésemos una hoja al viento, envueltos en fuerzas que nos sobrepasan, lo mejor sería hacer lo que casi todos los "héroes" ciegos del cine negro: dejar la vida al albur del destino, apostar por un instante y situación sin preguntarse por las consecuencias ni por la propia identidad. Pero estos héroes quieren explicar(se) y tratan de hilvanar un relato que justifique sus actos, así que se miran en el espejo oscuro de sus deseos, que resulta ser una mujer que no entienden y que creen que les manipula, cuando en realidad no está menos perdida que ellos, sólo que intenta sobrevivir en una selva donde todas las sendas se han borrado. Y ahí está el tercer agente: entre el poder y el sujeto está el otro, la otra en nuestro caso, que aparece como un referente dialógico en el que se buscan las respuestas a las preguntas por los propios deseos y motivaciones. Un  otro (una otra) a la que se cargan las culpas que nacen en las indeterminaciones de los actos realizados y en las opacidades de las intenciones que los produjeron.

Entre el poder y el sujeto median los otros, las otras. Se equivocan los deterministas (¿Althusser, Foucault?) que creen en "dispositivos" y "mecanismos" de constitución de las subjetividades. Como si fuera tan sencillo, como si el poder y la subjetividad fuesen objetos-máquinas, como si las intenciones tuviesen contenidos transparentes, fronteras delimitadas, objetivos definidos. En la niebla de la subjetividad, la ignorancia, el autoengaño y la debilidad de la voluntad son la regla. Pese al poder, pese al sujeto. Por eso necesitamos a quién echar la culpa: a mami. Esta tercera voz no es, ciertamente, la voz omnisciente de la sabiduría, al contrario, no es la voz de quien realmente conoce al que habla y le despeja sus dudas. No es la voz del psicoanalista (el oído), ni la mirada penetrante del médico de las conciencias, ni el cálido nido de la mamá. La tercera voz no está menos perdida que el sujeto que intenta desbrozar una senda en la selva de la vida. Es más bien un espejo deformado de las propias contradicciones, que manifiesta en sus reacciones misteriosos lazos con los devenires del sujeto. En el cine negro siempre está presente la pregunta escéptica por el amor. Y este escepticismo, que radica en la imposibilidad de responder a la pregunta, es precisamente la clave de esta relación de vínculo frágil entre el sujeto y su sombra.

La canción de las mujeres malas es el canto de muerte del cisne-sujeto autónomo, autosuficiente, autárquico, Es el espejo oscuro del sujeto "liberal"



domingo, 16 de noviembre de 2014

Versión corregida


 En el seminario sobre filosofía y literatura que realizamos un grupo de amigos y colegas de varias universidades, en el que, el viernes pasado, discutimos uno de los textos capitales de la literatura (y creo que también de la filosofía) contemporánea, Austerlitz de G.E. Sebald, mientras escuchaba y admiraba los inteligentes y profundos comentarios, me asaltaban viejas preguntas sobre la identidad, sobre todo preguntas sobre las preguntas sobre la identidad.

Me ocurre a menudo que, al incluir el término "identidad" en las discusiones, observo fruncir ceños, levantar cejas, tengo que oír ocasionalmente algún comentario displicente y he de rendirme al tedio que parece producir el término (Lo entiendo. No se me oculta que ha sido un término clave en lo que calificamos con sorna como "Cultura de la Transición".  A los reclamos de identidades nacionales les ha acompañado una persistente campaña intelectual de devaluación del concepto de identidad, como si el concepto fuese la causa de las tensiones que nos habitan. A los discursos de la identidad se opusieron sistemáticos discursos de la igualdad, como si toda política de la diferencia escondiese la amenaza de violencia, como si la igualación, que no la igualdad, no fuese menos violenta, y sólo cuando el otro responde con similares políticas de igualación acaso se llega a descubrir tardíamente la voluntad dominadora de ese discurso, y entonces se  desearía acudir a una más abstracta igualdad como si el ascender en la universalización conjurase la tragedia y la tensión). Comprendo lo que ocurre. He aprendido que también en filosofía los términos están cargados de historia y los conceptos son viajeros por nuestros azares, mutando su presencia y poder significante en contextos variables.

No nos importa (diría "no me importa") la identidad salvo cuando nos (me) importa. Y cuando lo hace es porque algo ocurre. Porque no casualmente el evento y la identidad se necesitan. Para quienes piensan que la vida es una secuencia de episodios que se solapan y entrelazan, no hay eventos que desvelen ciertas claves ocultas de la historia personal y colectiva. Todo es lo mismo. Todo es igual. Pero en ciertos puntos y encrucijadas la pregunta por qué somos o, más lúcidamente, en qué nos hemos convertido, se impone sobre cualesquiera otras cuestiones más urgentes.

El personaje de la novela de Sebald, Austerlitz, en cierto momento de su vida, emprende una búsqueda de sus raíces explorando e investigando en los vestigios materiales y memorias de su historia, que en poco tiempo se le vuelve nebulosa, opaca, inquietante y le muestra vergüenzas inconscientes que habían dirigido su anterior trayectoria. Austerlitz desciende poco a poco a los sótanos del desquiciamiento y la melancolía para descubrir allí los vacíos y pozos oscuros de su existencia. "¿Ves?", se me dirá, "¿ves ahora los peligros de las preguntas por la identidad?". Porque la memoria es traidora y puede llevar a la destrucción. Estos reproches estaban implícitos en comentarios sabios a la novela, que escuché sin que llegasen a convencerme. Me gusta de la novela la pregunta que Sebald guarda oculta en el texto y que llena el relato de misterio: ¿por qué Austerlitz, en un momento avanzado de su vida (de hecho en su prejubilación) decide preguntarse por su identidad? La relativa coincidencia de edades de Austerlitz y Sebald es inquietante.

Recordé esta mañana, mientras recordaba la discusión del viernes, otro texto no menos dramático que el de Sebald. Me refiero a Versión Corregida del novelista húngaro Peter Esterházy. Acababa de publicar Armonía Celestial, una narrativa histórica sobre su familia (noble) y sobre la historia de Hungría en el Imperio Austro-Húngaro, cuando acudió al archivo histórico para examinar el expediente policial propio. Allí le entregaron un cuarto archivo, donde descubre que su padre, elemento esencial de su historia de resistencias, había sido un topo informante de la policía del régimen dictatorial, posterior al heroico levantamiento popular de 1956. "¿Cómo pronunciar a partir de ahora el término "padre"?", se pregunta, pero también "¿cómo decir a partir de ahora "yo"? El autor queda herido y debe corregir su memoria, sus afiliaciones y afectos al descubrir que quien le había de proteger le había estado traicionando. Mala suerte ontológica dirá el filósofo. No tendría por qué afectar a su identidad. Pero lo hace. El daño tiene efectos retroactivos y le obliga a repensar quién es, en quién ha devenido. Su vergüenza no es culpable, pero no por ello ha quedado menos herida su condición
"Aquí, en la sala de investigación de la Oficina de Historia Contemporánea, estoy interpretando ese mismo papel. Porque temo que se me note... mi padre. Que me pillen enseguida. Me miran, asienten con la cabeza, pues sí, ¡su padre era un topo!"
La historia de Esterhàzy parecería una irrupción de lo externo en la trayectoria personal. Pero no es así. La terrible mentira de su padre resignifica toda su memoria y desequilibra los sentidos de su relato personal. Ya no podrá pensarse a sí mismo sin referirse a la mentira de su pasado. La pregunta de la identidad ocurre pocas veces, pero cuando ocurre lo hace como vergüenza, como necesidad urgente de una versión corregida de nuestra historia, como una salvaje llamada a relatar de nuevo lo que hemos sido con comentarios dolorosos al margen del discurso. A veces la llamada es personal, a veces generacional, pero, cuando se oyen sus ecos en los horizontes de nuestra existencia, nada es más indicativo sobre las señas de identidad que las manos que intentan ocultar la pregunta tapándose los oídos. En esos momentos la memoria se impone como una exigencia de cuentas, como necesidad de revisión corregida de lo que creíamos ser y espejo de lo que nuestra trayectoria nos ha convertido. La vergüenza, más que la culpa, abre las costuras de nuestra identidad. Cuando eso ocurre, también lo hace la pregunta por la pregunta sobre la identidad.

He escuchado recientemente el término "legado generacional" (Johannes Rohbeck) como un concepto que pretende captar nuestro discurrir colectivo en la historia buscando continuidades y solapamientos de nuestras historias personales. Un término interesante para tiempos tranquilos. Pero hay ocasiones en que, quizá, una generación lee los archivos de la anterior y descubre, como Esterhàzy, la mentira de las promesas y la dejación de los deberes. Los relatos, entonces, se fracturan porque lo que ha quedado herida es la identidad, no simplemente la memoria o la pura responsabilidad formal con las normas. No preguntarse, entonces, por la identidad es es un caso patente de autoengaño. Cuando no de mala fe.














domingo, 9 de noviembre de 2014

Paradojas del sujeto




Por lo que el pensamiento filosófico es una senda difícil de recorrer es porque siempre se mueve entre las fronteras de la aporía (polos contradictorios a los que no queremos renunciar) o la paradoja (afirmaciones que nos resultan extrañas o falsas sin que encontremos contradicción en ellas). No es extraño que tantos filósofos desde la antigüedad, comenzando por los escépticos, hayan considerado a la filosofía una enfermedad de la que hay que curarse. Y no es extraño que encontremos en esta aproximación terapéutica a la filosofía algunas de las más enrevesadas paradojas: "Nuestra paradoja era ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La respuesta era ésta: si todo puede hacerse concordar con la regla entonces también puede hacerse discordar. De donde no habría concordancia ni desacuerdo" (Sección 201 de las Investigaciones Filosóficas). Se tarda en entender esta paradoja, pero una vez comprendida muestra lo corrosiva que es para toda filosofía esencialista que pretende encontrar en las reglas el refugio a la perplejidad del pensamiento (y también para la actitud contraria, pero éste es otro cuento).

Las paradojas habitan por doquier una vez que uno comienza a mirar filosóficamente al mundo. La paradoja de la creatividad, por ejemplo: ¿cómo es posible la creación? Porque lo nuevo ha de nacer de lo viejo. Hacer, pensar cosas nuevas implica usar los viejos materiales e ideas para que ocurra algo que no estaba antes en el universo. ¿Cómo puede nacer lo original de lo caduco? No sorprende que haya mucha gente que sostenga que no hay creatividad sino recombinación. Y sin embargo la creatividad es hoy día una especie de imperativo categórico ("innovación", se llama ahora). Muchos se han ocupado de esta paradoja, pero desde mi punto de vista fue Marx quien la formuló primero con toda su crudeza: ¿cómo puede nacer una sociedad nueva de las ruinas de la vieja?

No quiero enredarme en ninguna de las dos paradojas, por tentadora que sea la ocasión. La paradoja a la que querría referirme es la que llamaré "paradoja del sujeto": ¿Cómo es posible devenir sujeto? Está sin duda contenida en las antinomias de Kant, y es el tema central de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, pero me gusta la expresión contemporánea que da de ella Judith Butler en Dar cuenta de sí mismo. La paradoja está ya contenida en el nombre: "sujeto" es un término que dice subordinación pero que quiere significar autonomía y libertad.

Usamos tres términos para intentar capturar la diferencia que tienen los seres humanos: "mente", "sujeto", "persona". Los tres son términos que abren campos enormes de pensamiento. Juntos, constituyen una suerte de misterio de la trinidad (hay autores que creen que la historia de la teología de la trinidad está profundamente relacionada con la búsqueda de respuestas a estas tres dimensiones de lo humano). La mente forma parte de nuestra historia natural. La persona surge en los ámbitos sociales en donde nos presentamos como seres capaces de acciones comunicativas. De los tres, sin embargo, "sujeto" es el término más misterioso.

Ser sujeto tiene una dimensión teórica: dar cuenta de sí mismo (en la filosofía más racionalista se expresa como "dar y pedir razones", "ser sensible a razones", tener "pretensiones de legitimidad", etc.) y una dimensión práctica: ser capaz de acciones y decisiones libres, sea cual sea el concepto que tengamos de libertad (aunque, podríamos resumirlo en "ser capaz de hacer y lograr lo que se desea", suponiendo que se sabe lo que se desea y se sabe hacer y controlar los resultados).  Con la idea de autonomía (la capacidad de darse a sí mismo normas) se trata de expresar esta doble dimensión. Pero he aquí la paradoja: para ser autónomo (uso el masculino como genérico) se ha de ser capaz de obedecer y estar subordinado a la autoridad social. Para ser sujeto, explica Judith Butler, debemos "subordinarnos voluntariamente a la autoridad". La autoridad social, sea cual sea la forma en la que tratemos su apariencia, se inscribe en el sujeto constituyéndolo como tal. Es lo que en el lenguaje cotidiano expresamos como "alcanzar el uso de razón". Pero esta subordinación voluntaria parece suponer ya un sujeto que libremente se somete. ¿Cómo es esto?

La paradoja ya está en Platón, desarrollada particularmente en el Menon, y ha sido tratada una y otra vez por la filosofía. Observemos una de sus formulaciones en la genealogía del sujeto que propone Louis Althusser: La "subjetivación", el proceso por el cual devenimos sujetos, sostiene, comienza en la interpelación de los otros. Del Estado, en particular. Su ejemplo es el del policía que se dirige a nosotros "¡Oye tú!". Al volver la espalda y mirarle a los ojos nos sentimos interpelados en nuestra singularidad. Nos sentimos obligados a dar cuenta: a mostrar nuestra inocencia, nuestra subordinación al estado. El psicoanálisis tiene su propia genealogía, bien conocida, donde la interpelación se sustituye por los procesos de represión y sublimación por los que el sujeto se subordina a la ley del padre. Foucault desarrolló otra versión que se ha convertido en lugar común: las técnicas de si, las formas de biopoder, como procesos de formación de la subjetividad, que terminan en la capacidad para "dar cuenta de sí" en la forma de "decir la verdad sobre sí mismo".  Las versiones más racionalistas, por ejemplo las kantianas, aparentemente no se embarcan en la paradoja, pero no es difícil descubrir cómo ésta se oculta en sus expresiones normativas. Son ejemplos de un tratamiento en forma de "dispositivos" de subjetivación. Dispositivos que, sin embargo, son misteriosos. No menos que la paradoja.

De los múltiples modos de encararse con la paradoja, la senda hegeliana ha sido la más transitada en la historia: el origen de la conciencia en una lucha por el reconocimiento. De Hegel a Sartre, el otro actúa a la vez como motor y como freno del proceso de autonomía, de pasar del en sí al para sí. Pero los procesos no son menos misteriosos que los dispositivos estructuralistas o post-estructuralistas. Nos conducen de nuevo a la paradoja de la creación: ¿cómo lo nuevo nace de lo viejo? Llamar "dialéctica" a este proceso es darle nombre, pero no resuelve el misterio. sino que lo renombra.

Me gusta esta forma de la paradoja: "Sólo somos libres en los otros". ¿Cómo es posible?

Por eso uno hace filosofía.