domingo, 27 de marzo de 2016

Los restos del sentido



Cuando me hizo la pregunta no sentí el golpe, como no se siente cuando sufres un accidente. Es al rato, a las horas, a los días, cuando tus costillas se resienten y te lo recuerdan. La pregunta la hizo un amigo: "¿qué sentido tiene esto?, ¿tú por qué vives?". Al principio no pensé en mí sino en los textos que nos habitan, en el Heidegger de El ser y el tiempo, en el comienzo del Sísifo de Camus:"no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categrorías, vienen a continuación". Después de los textos llegó la melancolía que con tanta precisión reproduce Edvard Munch.

Recuerdo vagamente lo que respondí. Las palabras se fueron y quedó la pregunta. Ahora reintento responderla, encontrar de nuevo palabras para hacerlo, palabras que signifiquen algo y no meros restos del almacén de tópicos que guardamos para la ocasión.

Por sí misma, la vida no tiene sentido. La vida te la dan, y con ella unos cuantos mecanismos biológicos para continuarla como el hambre y la sed, el dolor o el deseo. Como a las plantas la fototropía, que les hace crecer hacia la luz, los mecanismos biológicos son poderosos pero no confieren sentido. Todo lo más, funcionalidad, impulso, cierta fuerza de empuje para dar el siguiente paso, pero no sentido. Tampoco las razones cósmicas o las religiones son lugares de sentido a pesar de que se precian de serlo. Las cosmologías y teologías suponen ya las respuestas, nunca las ofrecen cuando se necesitan.

Es cierto, te dan la vida pero no te dan el sentido. Las metáforas espaciales, las que nos hablan de la vida como un camino que se hace, las huellas que uno deja, la mirada que uno dirige hacia lo recorrido, son respuestas sensatas que ayudan a pensar lo que uno ha llegado a ser sin que terminen de convencerte cuando es el sentido lo que está en cuestión.

La verdad es que no hay respuesta si esta tiene que encontrarse dentro de uno. Los sentidos no están dentro, no hay nada dentro con sentido más que un cúmulo de experiencias y daños, de esperanzas y desengaños que por sí solos no articulan un relato. El sentido no se encuentra como si fuera un verso o la estructura de un argumento, como si dándole vueltas a lo que ha ocurrido uno descubriese bajo la alfombras pisadas las razones que organizan la fábula en la que se vive. Cuando hablo y pienso en la identidad narrativa poco tarda alguien en hacerme la pregunta sobre las ficciones en las que tantas veces se engolfan los relatos de vida. Y tienen razón esas objeciones. El relato de la vida no se encuentra dentro de la cabeza. No hay sentido ni historia en solitario. Las personas, así tomadas de una en una, son como polvo, no son nada, decía José Agustín Goytisolo en su hermoso poema.

Pero entonces vivimos para otros, no para sí, dirían los pequeños Hegel y Sartre que llevamos con nosotros. Y tampoco hay respuesta a esta nueva objeción más que recordar que vivir para sí no tiene sentido, que quien diga que logra vivir para sí no sabrá nunca responder a la pregunta, que de hecho ha perdido todo el sentido que nos permite juzgar la vida como algo que merece la pena preservar. Vivir para si no es un estadio final o, si lo es, es el estadio final de la destrucción del sentido. Si hay respuesta debe encontrarse en las redes de dependencia que nos sostienen: las dependencias de otros y las que otros tienen de uno. Lazos que hacen de nuestra identidad algo necesariamente falso cuando la pensamos como algo que uno tiene,  como algo que uno debe preservar como si fuera un don valioso. La identidad sin las dependencias no es más que el relato de un paranoico que ha perdido hace tiempo todo el sentido de la realidad.

Los sentidos no se encuentran porque no hay direcciones en la historia humana, nada que encontrar fuera de nuestras mutuas dependencias. Nos necesitan, los necesitamos, nos necesitamos. Nos hacen posible, hacemos posible, nos hacemos posibles. Saberse en un mundo de posibilidades y necesidades, como un nudo de una red que se rompe si no acertamos a resistir cuando se tensa. No hay direcciones con sentido. solo una infinita trama hecha de lazos que nos atan ilimitadamente en el tiempo y en el espacio. A nosotros y a la vida, A nosotros entre nosotros y a nosotros con el resto de la vida, de la que dependemos y la que depende de nosotros.

Hay un misterio absoluto en quien se hace la pregunta y no sabe responderla. Un misterio que debe respetarse como cuando alguien dice "no puedo más y aquí me quedo". Solo podemos decirle: "no te vayas, eres necesario, te necesitamos, sin ti no somos nada". A esa persona, a la vida en general: "qué hermosa eres, no te vayas todavía, quédate para que podamos resistir". En esos instantes y en esas pocas luces se manifiestan los restos del sentido.


sábado, 19 de marzo de 2016

Cuando sobran las palabras








Como Newton, que reconocía que había sido capaz de ver más lejos que otros porque estaba subido a hombros de gigantes, a mí me ha llegado algo de lucidez más por la luz que emana alguna gente de la que he podido aprender que por mis pálidas luces. Dos de las personas que más me han influido en los últimos tiempos, y que me han enseñado a escuchar de otra forma las palabras, han sido José Medina, catedrático de filosofía en la Universidad de Vanderbilt, autor entre otros iluminadores libros de The Epistemology of Resistance, y de Saray Ayala, una  joven filósofa que acaba de obtener un puesto en la Universidad de Sacramento (otra exiliada de lujo que hemos perdido definitivamente). Con ellos dos he aprendido cuánta ceguera manifiesta nuestro discurso cotidiano a los mecanismos por los que el poder se reproduce. De José Medina he aprendido a examinar y autoexaminarme de las cegueras (sorderas) que tenemos hacia la invisibilidad e inaudibilidad de los excluidos, y de las más peligrosas metacegueras y metasorderas que nos afectan, formas de agnosia sobre nuestra propia condición de ciegos y sordos. De Saray Ayala he aprendido a escuchar las reacciones que tenemos a los ejercicios de violencia simbólica, cuando una risa a un chiste humillante o un asentimiento a un ejercicio de avasallamiento contribuyen tanto o más que aquellos actos de habla a reforzar la discriminación que transmite el discurso.

He recordado el concepto de héores y heroínas epistémicas de José Medina al oir la sentencia de multa de 4.320 € a Rita Maestre por haberse quitado la camisa en la Capilla de la Universidad Complutense, hace cinco años, en una manifestación de protesta (es misterioso cómo habrán calculado esta insólita cantidad). Todo es debatible, pero lo cierto es que su gesto (ya gesta) muestra el inmenso poder que una religión ejerce sobre las instituciones públicas. No porque la Iglesia (católica: es penoso tener que reconocer que en español la iglesia católica sea una expresión redundante y se reduzca al término la Iglesia) tenga o no reservado un espacio sagrado en una universidad, sino porque sea únicamente ella la que tenga ese espacio y decida qué es lo sagrado y cómo hay que comportarse en ese espacio, excluyendo de él toda otra manifestación simbólica y castigando cualquier otra expresión. Porque lo sagrado no se reduce a lo religioso, lo sagrado es al fin y al cabo una instauración simbólica que manifiesta algo que para nosotros está más allá de lo profano. Y si ellos han visto en un gesto de mostrar el cuerpo una profanación de su espacio, nosotros vemos en una multa una profanación de los cuerpos resistentes.

En realidad, el tema que me preocupa es el de las relaciones entre discurso y poder en la microfísica de nuestras relaciones cotidianas, donde la desigualdad y la discriminación se refuerzan, como sostiene Saray Ayala, mucho más profundamente que en los ejercicios claros de insolencia y dominación. La acción de Rita Maestre es un caso claro de cómo a veces las palabras no son suficientes y cómo otras no son necesarias. Hay ocasiones en las que el discurso se fractura, donde las palabras pierden toda función comunicativa y sólo ejercen la función performativa de dominio, donde los silencios han dejado de ser reacciones educadas de escucha y se vuelven actos de resistencia. Donde el cuerpo puede responder en sus actos u ocultamiento mostrando que donde pareciera que había discurso sólo hay poder y dominación.

Con una metáfora de la física clásica, Foucault nos dice que el poder sólo se manifesta en la resistencia, del mismo modo que la gravedad solamente la notamos cuando tratamos de vencerla subiendo escaleras. He enseñado múltiples veces que hay una diferencia entre el poder como dominio, que se "tiene", independientemente de la voluntad del dominado, y el poder como autoridad, que se "concede" por parte del dominado y que desaparece con la confianza que éste tiene en quien lo detenta. Algunos autores sostienen que la autoridad es solamente subordinación voluntaria, y es cierto, pero con ello quieren decir que es subordinación auto-engañada, y esto no es cierto. Hay una forma de notar cuando la autoridad no es más que una máscara de poder: ejerciendo algo de resistencia. Por sus reacciones los conoceréis.

Así en el discurso cotidiano. El poder y la autoridad, la dominación y la resistencia, se manifiestan de múltiples formas y en variados actos de habla. Una orden es una orden: un enunciado que determina la agencia del otro. Pero una orden puede determinar la agencia del otro sustentada sobre el miedo, en cuyo caso es un performativo de dominio, o sobre la confianza, en cuyo caso lo es de autoridad. He visto numerosísimos casos de ambos actos en, por ejemplo, las correcciones de ejercicios y tesis de estudiantes. La diferencia es sutil pero abre un abismo de distancia en las relaciones. Del mismo modo, las interpelaciones suelen ser dispositivos efectivos del poder. Una interpelación entraña una apelación directa a la persona que generalmente implica una advertencia o petición de explicaciones. Althusser hablaba del policía que dice a nuestras espaldas, "¡eh, tú!", obligándonos a un autoexamen sobre nuestras supuestas culpas y, por ello a un paso en la subjetivación del dominado que es obligado a narrarse a sí mismo bajo el modelo de confesión. Las confesiones públicas, a las que son obligados los disidentes en los regímenes autoritarios son los casos estereotípicos de interpelación que transforman la agencia en culpa y subordinación.

Formas menos específicas de poder son los silenciamientos. Se produce el silenciamiento cuando se construyen mecanismos invisibles que impiden la participación de alguien en el discurso. Observo diariamente estos mecanismos en cada una de las múltiples reuniones y seminarios a los que asisto. Quién toma la palabra y con qué tono y en qué orden suele ser un espectáculo para estos mecanismos. O el modo de respuesta: despreciativo, irónico, perdonavidas, que hacel que el débil quede reducido al silencio en el discurso. O, lo más habitual, el tono engolado del moralista o politizante que enuncia en forma universal lo que el otro debe hacer, abriendo la expectativa de cualquier manifestación de disidencia debe ser observada como pura violación de la norma universal. La moralina como ejercicio de silenciamiento es aún más insufrible que la interpelación, pues acude directamente a una oculta humillación que prohibe las dudas, las preguntas, las respuestas mismas.

Cuando el discurso como diálogo se fractura, la resistencia es la reacción que desnuda el discurso dominante señalando su real condición pura de poder ayuna de autoridad. La resistencia es primariamente una manifestación pública de que la confianza en la autoridad del hablante se ha perdido o está en peligro inminente de hacerlo. Nuestras conversaciones en los conflictos cotidianos nos enseñan las varias formas en las que esta resistencia se ejerce: la desobediencia activa de la orden, que indica que uno está dispuesto a ver cuál es la respuesta del ordenante, si la amenaza y el castigo o el razonamiento y la argumentación. O la interrupción del discurso, el acto de levantar la mano y expresar indignación o pregunta, expresando entonces que el oyente se siente agredido, humillado o simplemente dolido por las palabras y acciones del otro. También aquí, quien levanta la mano se señala, se pone en evidencia, se arriesga. Pero su acto de resistencia se convierte en resistencia semántica que hace que los otros duden sobre las palabras del poder las examinen y den una vuelta para pensarse su propia confianza en ellas.

En ocasiones es el silencio la reacción más efectiva de respuesta. El silencio resistente es el de quien se niega a entrar en el discurso bajo la condición de dominado. Quien niega al hablante la respuesta aquiescente, asertiva y condescendiente que espera, quien se sitúa en el espacio del gesto cuando las palabras sobran. La epistemología del silencio es la que muestra la vaciedad del discurso. Donde la prosodia y la impostación han vaciado de sentido a las palabras, el silencio se convierte en un ejercicio de lucidez y metalucidez, de pregunta por el sentido perdido de las cosas.

Me he recordado últimamente mucho el soneto de Blas de Otero, quien, como poeta, aún confiaba en las palabras cuando se ha perdido la vida, el tiempo todo lo que era nuestro y resultó ser nada. Cierto. A veces queda la palabra. Pero a veces no. A veces hay que quitarse la camisa en las iglesias. Y que sea el cuerpo el que hable por nosotros.




sábado, 12 de marzo de 2016

Cada vez que decimos adiós






De vez en cuando necesito volver a los libros de John Berger, y especialmente a su libro Keeping a Rendez-Vous, cuya traducción argentina de Gabriela Speranza nos ofrece este hallazgo de título: "Cada vez que decimos adiós". Es un libro donde, como en otros suyos, cuadros y fotografías se convierten en motivos para pensar el tiempo. Hay otros temas importantes en él: la pintura española es uno de los hilos conductores de la obra, y a veces la imposibilidad de pintar algunos lugares de España como Castilla. Su meditación sobre la historia española debería ser de lectura obligatoria en las escuelas. Pero sobre todo habla sobre el tiempo.

Uno de los cuadros que comenta es la"Casa de Nazareth" de Zurbarán. Habla sobre esta mesa de patas rotundas que divide dos ensimismamientos, el de la madre que abandona por un momento la costura, con el dedal aún en el dedo, y observa melancólica a su hijo que acaba de herirse en la mano tejiendo una corona de espinas. Veo este cuadro como una encarnación de la melancolía del futuro, algo que muy pocos pintores han logrado a lo largo de la historia. Es un cuadro que lucha contra el tiempo. Vive en un lugar donde la imaginación del porvenir evoca todo lo contrario del miedo. La escena podría haber sido descrita por Simone Weil como un ejercicio de obediencia activa al destino.

El libro de Berger y el cuadro de Zurbarán, a los que regreso cuando los tiempos se ensombrecen, me aclaran la mente acerca de por qué estoy tan distante de las melancolías de tanta gente de mi generación cuyo ensimismamiento en el pasado es más bien una rendición al tiempo que una lucha contra él. Pienso, sólo como ejemplo, en el Diccionario de adioses de Gabriel Albiac. Es un libro ácido y desencantado que no oculta en su presunta mirada crítica al tiempo pasado una rendición que no es rendición de cuentas. Sólo un ejemplo. La prensa cotidiana de los diarios donde se expresan los grandes intelectuales de mi generación desbordan cotidianamente de ejercicios de añoranza lóbrega. Vanas tentativas de justificación que muestran la herida del tiempo.

No así las palabras de John Berger. En un capítulo, relata el último encuentro con su madre agonizante. Ella ya ausente y desafecta a sus torpes intentos de paliar sus dolores, le pregunta por cuándo sale su avión de vuelta, indicándole que a los que se van hay que dejarlos ir. Su conmovedor retrato remite al ensimismamiento de la madre de Nazareth. Hay adioses que no son remisiones al pasado sino invitaciones al futuro. Como la irónica preguntas de la madre que le ordena seguir viviendo.

Hay una edad a la que llegas cargado de adioses. Has despedido a tus padres; se han ido amigos y amores; has perdido aquellas organizaciones e instituciones a las que perteneciste y fuiste leal; pasaron los momentos luminosos donde la historia pareció hacerse presente; tu memoria se ha llenado de olvidos y los duelos y rencores han llenado los huecos donde hubo esperanzas. La tentación de hacer una lista de adioses e ilusiones perdidas se manifiesta irresistible y con ella se ofrece la habitación de ese espacio valdío que es la vejez de espíritu. Se aparece como un lugar de justificación y descanso cuando no es otra cosa que un desierto de la imaginación.

No así John Berger y tanta otra gente cuya vejez fisiológica es un canto de futuro, como Peter Seeger entonando "Esta tierra es nuestra tierra". No hay nada misterioso en esta capacidad que vencer al tiempo. En la historia del universo, la vida es el lugar de resistencia a la termodinámica que lleva a un mundo más desordenado. En la historia humana, la cultura es el lugar de resistencia a la barbarie. La revolución permanente que nace en el ejercicio incansable de la imaginación del futuro, que acoge los futuros oscuros, como el cuadro de Zurbarán, levanta un muro al tiempo concebido en los puros términos deterministas. Hay una suerte de melancolía del tiempo por llegar que nos sana de las heridas que producen cada uno de los adioses.

La melancolía del futuro no es un sueño de progreso a un final feliz. Como reza el poema de Kavafis, Ítaca te dio el bello viaje, sin ella no habrías emprendido el camino pero no tiene más que darte. Es simplemente el espacio donde la imaginación guarda lo que los adioses no pudieron llevarse: el poder del tiempo en el que acompañamos y fuimos acompañados. El poder de todo lo que, por haber ocurrido, está ya delante y llamamos la experiencia de vivir.


domingo, 6 de marzo de 2016

El presente eterno



Paseaba ayer por los barrios periféricos de Salamanca cuando encontré esta intervención de arte urbano en la que una mujer viste una camiseta en la que reza la frase "Quien no tiene memoria necesita cicatrices". Me suscitaron perplejidad los objetos de mobiliario urbano que están situados delante del muro: el contenedor de basuras, la valla móvil indicando calle de dirección única, la farola, el controlador de zona azul...el asfalto que ordena el tráfico. ¿Cómo no verse implicado en una meditación benjaminiana al modo del flanêur, el paseante por la ciudad que colecciona imágenes e inspecciona la vida de la ciudad?, ¿cómo no ver en esta ocasional acumulación de imágenes de arte y técnica un desvelamiento no casual de un mensaje sobre nuestra percepción del tiempo en el espacio de lo visible?

Cada una de las grandes revoluciones civilizatorias que han configurado la cultura moderna ha producido una transformación profunda en las estructuras de la temporalidad que constituyen nuestra experiencia. Anthony Giddens había notado que los grandes viajes de exploración y conquista de la primera modernidad habían producido una conciencia de la separación del espacio y del tiempo. No es casual que tal impacto se notase especialmente en nuestro Barroco en el que proliferan imágenes de la fugacidad del tiempo. El monarca , Felipe II, cuyo lema era "el mundo no es suficiente", señalando su deseo de reinar sobre las geografías físicas e imaginarias, recibe su merecida réplica, que tan perceptivamente ha estudiado Fernando Rodríguez de la Flor, en el estrambote que finaliza el soneto que Cervantes le dedicó a su túmulo en Sevilla: el valentón que escucha al viejo soldado de las Guerras de Flandes espantarse del derroche que se ha realizado en el efímero monumento asiente "y luego incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada". "Y no hubo nada": en el Barroco, el espanto de la momentaneidad genera un conciencia vívida de lo pasado. La cultura barroca es un arte de la memoria y la melancolía.

Hubo que esperar a la era de las revoluciones y a los filósofos y poetas románticos para que la experiencia del tiempo se transformase en Historia. Fue la Revolución francesa, que conmovió las columnas de los estados estamentales; fue, sobre todo, la Primera Revolución Industrial, que transformó los verdes valles en pudrideros de humo donde habitaban multitudes miserables. La Historia, definida ahora como una organización narrativa del tiempo, como una calle de dirección única (hacia el progreso, según unos, hacia la destrucción, como pensarán otros), define la experiencia romántica del tiempo: se vive en la Historia y, quizá, para la Historia. Proliferan las iconografías que transforman el gesto en gesta, como ha expresado bien José Luis Molinuevo en Magnífica miseria, analizando el cuadro de Gross "Napoleón visita a los apestados de Jaffa".

La Segunda Revolución Industrial, la que creó las nuevas metrópolis de tráfico, consumo y velocidad, trajo sus propia cesta de efectos sobre la psicología del habitante urbano. Georg Simmel describió la experiencia urbana como una psicología de la enervación y la tensión producida por la acumulación de imágenes, movimientos, mensajes. Sigfried Krakauer y Walter Benjamin describieron lo fragmentario de esta experiencia. De hecho, sostenía Benjamin, produjo la destrucción de la experiencia como una estructura narrativa que pudiese incorporarse a la propia biografía. Fue la experiencia de shock producida por la instantaneidad de los cambios de imágenes en los montajes del cine o en la visualidad de la industria del consumo humano la que generó el shock de la experiencia. El arte y la literatura del tiempo reflejaron bien esta distorsión en las construcciones temporales. Dejando a un lado el ya muy transitado cubismo como intento de atrapar en dos dimensiones la simultaneidad de las imágenes, las transformaciones narrativas de Marcel Proust, Virginia Woolf, James Joyce y, sobre todo Samuel Beckett, dan cuenta de la imposibilidad de una narrativa lineal de la experiencia que anunciaba Benjamin. De la imposibilidad de construir un relato con sentido definido de cualquier evento histórico. El personaje de Mrs. Dalloway, Septimus, héroe de la I Guerra Mundial, sufre "shell shock" y es incapaz de escapar de la imagen de su amigo destrozado en la batalla. El tiempo de la Historia, como señalaron los posmodernos, se fragmenta en trozos de espejo roto en los que encontramos imágenes parciales de la catástrofe sin ser capaces de hacernos una idea de lo ocurrido. ¿Quién puede narrar la violencia del Siglo XX de formas que no remeden los torpes estereotipos hollywoodenses?

Las consecuencias de la Tercera Revolución Industrial, la era de la globalización, la instantaneidad y la virtualidad de la experiencia, ha sido bien definida por José Luis Brea como una distorsión en la memoria. A la memoria de archivo, que era el modo anterior de construir la Historia, le sucede -nos enseña Brea- una memoria R.A.M. una memoria de acceso aleatorio e instantáneo que presenta todo lo ocurrido y lo imaginado en un cúmulo infinito de superposiciones de datos que impiden definitivamente cualquier orden objetivo sobre el tiempo. Podría decirse que al fin de los archivos le ha sucedido el archivo del fin: la destrucción definitiva de la estructuración del tiempo en pasado, presente y futuro. Primero fue la destrucción del pasado que trajo la modernidad del siglo XX. La globalización ha traído la destrucción del futuro, la conciencia de la no conciencia del tiempo; la represión de toda imaginación de un tiempo posible distinto al actual. El consumo adictivo a las mil pantallas ha producido, por fin, el control total de la atención, la dominación del instante en un presente eterno que se ha convertido ya en el principal productor de plusvalía,

"Quien no tiene memoria necesita cicatrices": efectivamente. La experiencia contemporánea conduce a una dificultad insalvable de reconstrucción narrativa de la identidad. Quienes han sufrido traumas viven en una presente continuo que revive sin rememorar los hechos traumáticos y que impide hablar de ellos con la distancia de quien ha logrado transformarlos en cicatrices. No es, pues, extraño que "trauma" sea el concepto que parece definir la experiencia contemporánea de la temporalidad. La persona traumatizada era, en la época que describe Virginia Woolf, el personaje extraño al que todos miraban sin comprender. Ahora el trauma se ha convertido en un modo de explicar nuestra imposibilidad de relato. Lo ocurrido se convierte en herida que no logra transformarse en cicatriz, que presiona en un presente eterno que no puede ser archivado.

Quienes roban el futuro se arriesgan a perder también el pasado. No pueden luego quejarse de que las heridas no cicatricen y se transformen en memoria. Quienes controlan la atención no podrán tampoco quejarse de que la mirada dañada escudriñe incansable sus miserias. La cultura nos ha convertido a todos en Medusa, la de la mirada hiriente y herida que vuelve piedra a lo mirado y detiene el tiempo.