domingo, 31 de julio de 2016

Tal como éramos









Estaba dudando entre dos temas para la entrada de esta semana. Una opción era darle la vuelta a un artículo misógino e idiota de Arturo Pérez Reverte, "Mujeres como las de antes"  que ha suscitado en las redes un más que justificado rechazo. Pretendía, sí, recordar a mujeres de las de antes, que abrieron caminos y nos abrieron los ojos a los varones de entonces. Pensaba hablar de Susan Sontag, una entre miles de mujeres luminosas que hubieran hecho enrojecer a este personaje del establishment mediático. La otra opción era comentar algo el intenso curso sobre la universidad actual, el neoliberalismo y sus perversiones que hemos disfrutado los pocos asistentes en Jaca, organizado por Manuel Bedia y David Pérez Chico, cuya voluntad puede con el poder siempre. He decidido no decidir y hablar de ambas cosas: mujeres que, como representa el cuadro de Remedios Varo (ella fue una de esas mujeres de las de antes que quizá nuestro académico no apreciaría), son capaces de pilotar el bote en el que los varones nos movemos en la niebla de la historia. Para no decidir, querría subrayar en colores el nombre de mujeres intelectuales que están modificando la universidad contemporánea en una dirección distinta a la del neoliberalismo abriendo espacios de posibilidad contra el determinismo imperante.

He pensado muchas veces sobre este poema de Jorge Riechmann que expresa con precisión lo que sentimos quienes habitamos en las instituciones (la universidad en mi caso) y queremos cambiarlas con desesperanzada esperanza:

No dejes nunca de desconfiar de las instituciones
No dejes nunca de confiar en las personas
No dejes nunca de confiar
en que las personas
crearán instituciones
en las que quizá podrás dejar de desconfiar
No dejes nunca de desconfiar
en que el triste proceso
por el cual las instituciones
cambian a las personas
pueda ser cambiado
No dejes nunca de confiar en las personas
No dejes nunca de desconfiar de las instituciones
Cuando se habla o escribe de la institución universitaria (española particularmente) salen a flote dos opiniones contrapuestas. La primera, la más extendida entre el profesorado medio, desmoralizado y hastiado es "esto no hay quien lo arregle, la universidad no tiene remedio". La otra, que surge en ambientes neoliberales y de profesores de éxito: "esto se arregla muy fácilmente, basta con traer a investigadores de talento y dar incentivos económicos a quienes publiquen más". De un lado quienes han renunciado a cambiar la institución, del otro quienes creen en las recetas muy sencillas que han sido promocionadas desde hace dos décadas.

La universidad ha entrado en una deriva nueva desde que las grandes instituciones supranacionales, el FMI, la Organización Mundial de Comercio y el GATS (General Agreement on Trade and Services) declararon en 1983 que la educación superior era un servicio sometido a las mismas desregulaciones que cualquier otro. Las universidades se convirtieron de instituciones educativas en instituciones proveedoras de servicios (educativos). Se entró así en una fase nueva mercantilizadora donde las universidades se han ido cada vez más pareciendo en la música y la letra a los equipos de fútbol, con sus ligas, campeonatos, fichajes estrella y, sobre todo, sometidas al principio de "el ganador se lo lleva todo": miles de aspirantes a jugadores de los que sólo una docena llegarán a ser visibles.

No sabemos adonde irán el fútbol y la universidad en esta era de la globalización y la desregulación, pero sí podemos hablar ya de cosas que se han quedado en el camino: el conocimiento considerado como un bien público, la educación superior como un instrumento igualador contra las crecientes diferencias de clase, la independencia del profesorado y, sobre todo, la dignidad laboral, pues hemos entrado en una nueva fase de una minoría privilegiada de talento y excelencia investigadora y una mayoría de trabajo precario encargada de las pesadas tareas de la educación y la gestión.

Contra quienes creen que la marea del destino no puede resistirse, que ya todo está escrito y que, en todo caso solo queda alguna suerte de nostalgia de los tiempos perdidos, nace la evidencia y la esperanza que traen personas, mujeres en este caso, que modifican la institución universitaria haciendo que los rumbos por los que discurre su historia vayan cambiando en direcciones distintas. Son heroínas epistémicas, como afirma José Medina en su libro The Epistemology of Resistance, voces que se atreven a decir con tono moderado y timbre sostenido lo inaudito, lo que no había sido escuchado en las aulas universitarias. No son voces que enuncien eslóganes y clichés sino pensadoras que nos descubren los rincones oscuros de la cultura contemporánea. Son autoras que están modificando desde la academia lo académico; que están haciendo una llave de judo al sistema desde su excelencia investigadora y que están produciendo incontestables innovaciones (pues de eso se trata al final, de innovaciones), aunque sean innovaciones sociales que habrán de ser consideradas en la historia de los cambios sociales.

La primera en mi pequeña lista es Judith Butler, una filósofa que puso en crisis las identidades sexuales (El género en disputa, Cuerpos que importan), que más tarde puso en crisis las identidades culturales (una judía newyorkina contra la política de Estados Unidos e Israel en Oriente Medio (Quienes merecen ser llorados, Marcos de guerra), que más recientemente ha criticado las identidades personales (La vida psíquica del poder, Dar cuenta de sí misma). No podrían entenderse muchos de los movimientos sociales contemporáneos sin las ideas de Judith Butler. Ha resistido todo tipo de ataques de la academia, algunos muy sucios como los de Martha Nussbaum, pero hoy puede afirmarse que la agenda intelectual académica ya no puede entenderse sin su pensamiento. No se ha pasado a las filas del periodismo más o menos intelectual, que ahora compite cada vez más con la universidad. Ha mantenido la esperanza de que las instituciones pueden ser cambiadas si las reutilizamos adecuadamente.





Mi segundo ejemplo es Miranda Fricker, una joven epistemóloga que con un libro valiente Epistemic Injustice, ha cambiado el rumbo de la epistemología contemporánea abriendo la nueva ruta de la epistemología política. Cuando lo publicó, en el 2007, junto con Jesús Vega montamos un taller sobre él, donde pude comprobar cómo las nuevas ideas son primero recibidas con distancia y perplejidad. Como si la idea de injusticia epistémica no fuese más que una figura retórica. Si hoy se abre cualquier buscador académico, "epistemic injustice" indica una larguísima lista de artículos y monográficos de revistas de filosofía, sociología, política y educación. La misma discusión de las relaciones entre epistemología  y democracia, que antes era llevada a cabo por una élite de politólogos asépticos, ha quedado desbordada por la sospecha de que una parte sustancial de nuestras desigualdades incluyan una injusticia básica hacia la voz de los excluidos y excluidas. Pocas innovaciones van a ser tan importantes en los próximos años.


Mi tercer ejemplo es el de Sally Hasslanger, catedrática en el exclusivo departamento de Filosofía y Lingüística del MIT, la cuna de la filosofía analítica más dura. Su libro Resisting Reality. Social Construction and Social Reality está cambiando los modos de ver cómo el patriarcalismo se incardina en los intersticios de nuestro lenguaje. Nada tienen que ver sus trabajos con las superficialidades de lo políticamente correcto que deja intacto el poder masculino en el discurso. Hasslanger está transformando el marco desde el que cabe pensar las relaciones entre poder y lenguaje sin acudir a los clichés. En el poderoso laboratorio de innovaciones que es el MIT, la voz tranquila de esta investigadora está produciendo cambios que recuerdan a Chomsky (otro de los que no renunciaron a cambiar la universidad desde dentro)


Mi cuarto ejemplo es Remedios Zafra, profesora de la Universidad de Sevilla, refugiada en un Departamento de Didáctica de la expresión artística, cuando es una de las grandes pensadoras de lo visual, de la cultura mediática y de la posibilidad del feminismo en un mundo tecnológico. Netianas, Un cuarto propio conectado, (H)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean, Ojos y capital... son libros que movilizan el pensamiento sobre el poder de la imagen sobre nuestra sociedad, que crean posibilidades de resistencia. He podido comprobar, y mucho más los alumnos y alumnas, en nuestro máster la capacidad de innovación docente, de implicación y transformación y la atmósfera de pasión por la creación que produce su actuación como profesora. Y he aprendido más de lo que podría expresar sobre cómo puede ser posible un pensamiento alternativo en la era tecnológica.



No dejemos de confiar en la capacidad de las personas para cambiar las instituciones. No dejemos de confiar en su capacidad de resistencia para no ser cambiadas por las instituciones. Han sido mujeres de las de antes, de las de ahora, quienes están mostrando cómo puede hacerse sin usar viejas recetas que nada cocinan en los nuevos campus neoliberales.




sábado, 23 de julio de 2016

En la zona gris




Vivir una crisis o un cambio de ciclo histórico es como vivir los cambios de ciclo en la vida personal, Se sabe en el cuerpo que hay algo que se ha dejado atrás y que lo nuevo está ahí como una zona gris a la que nos encaminamos con una esperanza llena de ansiedad entre la nostalgia y la curiosidad. Ciertos acontecimientos te indican que algo profundo está cambiando, y sin embargo una niebla te envuelve y transforma en preguntas todas tus certezas.

He vivido unos cuantos momentos de este género a lo largo de mi vida. Era muy joven cuando el atentado contra Carrero Blanco en diciembre de 1973, que implicó un definitivo declive del franquismo. Quienes habíamos crecido en él y desesperábamos de su final supimos que algo estaba por cambiar, pero nada nos indicaba en qué sentido. En noviembre de 1989, la caída del muro de Berlín daba por finalizada la Guerra Fría y parecía abrir un mundo distinto que Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Karol Wojtyla estaban diseñando como un supuesto final de toda historicidad y el triunfo definitivo del liberalismo. Pero aquellos días eran aún confusos las imágenes no señalaban el rumbo de los cambios. El 11 de septiembre de 2001 escribía en mi cuaderno de notas que era incapaz de vislumbrar lo que estaba ocurriendo, pero sabía que la era del posmodernismo, la otra cara del mundo celebratorio del mundo globalizado, se estaba volviendo oscura. El 15 de mayo de 2011, ya escribía en este blog y dejé constancia entonces de mi convicción de que estábamos en una nueva estructuración de los espacios políticos, sin tener claro aún hacia adónde discurría nuestro futuro. Estos meses pasados están siendo también indicativos de que el viento de la historia muta su dirección sin indicar cuál es el nuevo derrotero que tomarán nuestras historias.

Francisco Berardi, en un cuasi-apocalíptico artículo, relaciona noticias que, por lo demás, todos estamos relacionando: la amenaza del triunfo de Donald Trump, la factualidad del referéndum en el Reino Unido, la secuencia interminable de atentados terroristas en Europa. Si fuera español, no se le olvidaría incluir también la crisis de régimen y las dificultades de cierre que sufre el Reino de España para resolverla, en medio de un teatro entre trágico y vodevil de enredos de partidos, intereses mediáticos y objetivos empresariales. Todo parece indicar, como en La Fundación de Isaac Asimov, que nos encontramos ante un nuevo ciclo histórico, que probablemente señaló el 11S, pero que ya es más que evidente sin definir aún su norte.

La prensa mundial, desde la derecha a la izquierda, parece coincidir en dos diagnósticos: la crisis de la globalización como proceso económico y político, y la crisis de las formas políticas "institucionalistas", a las que sucederían peligrosas formas de populismo de toda índole. La presión bienpensante indica que solamente hay una dirección posible: la continuidad de la globalización y el asentamiento de formas políticas responsables que se hagan cargo de las dificultades del nuevo mundo en el que estamos entrando. ¿Cómo no estar de acuerdo con estas ideas? El problema es que ni "globalización" ni "políticas responsables" significan lo mismo para quienes están arriba y para quienes están abajo en las rutas históricas en las que estamos entrando. La globalización que diseñaron la trinidad a la que aludía antes, y que pusieron en práctica el GATTS, el FMI y la OCDE, tenía en realidad varias caras, al menos una económica y otra política y me atrevo a decir que antropológica. La dimensión económica implicaba la des-regulación total de mercados, servicios (incluidos la educación y sanidad y, sobre todo, flujo de capitales, aunque también de personas). La dimensión política es mucho más ambigua. No ha conducido a una cierta globalización del derecho, del acuerdo entre pueblos, culturas y estados nación. La globalización, por último, era en buena medida fruto de las redes de telecomunicación que determinaban la instantaneidad de la información y la apertura de un nuevo espacio de disputa por la diseminación de las ideas e imágenes. Era, es, una mutación en la forma de relacionarse las viejas estructuras sociales que llamábamos "culturas", "estados nación", etc.

Las reacciones mundiales están en una zona gris que apenas somos capaces de vislumbrar, más allá de los entornos próximos de nuestros miedos, rencores y esperanzas, asentados en un suelo cotidiano a veces paradójico y trágico pero con ciertos componentes cómicos: los líderes del Brexit se ocluyen o son los encargados de engañar a quienes les votaron; los reactivos anti-emigración, fascistas ocultos, se enfrentan a las mismas multinacionales en las que se apoya la primacía de los países que quieren defender; la hegemonía cultural se contradice con los nuevos nacionalismos que se otean en las políticas que triunfan. En fin, nunca hemos vivido una época en la que sean más claras las consecuencias no deseadas de las acciones personales y colectivas. Marx lo había señalado  y aún sigue siendo el principal problema para rechazar que las "ciencias sociales" se califiquen como "ciencias".

Vivimos en la zona gris. Y esto es malo y bueno. Es malo porque las certezas se disuelven y los odres viejos se han podrido y no sirven para los vinos nuevos. Es bueno porque los espacios de posibilidad se abren y ya no sirven los argumentos deterministas (si fuera rector de mi universidad despediría a la mitad de los augures del determinismo económico que triunfan en las revistas de impacto y fracasan en la hermenéutica de la historia). Vivir en la zona gris es vivir en ese terreno extraño donde ha crecido la humanidad entre el escepticismo y la esperanza.

Entiendo a quienes se ven apoderados por el miedo y buscan refugios. Las divisiones tradicionales de clase se ven atravesadas por nuevas formas de identidad de toda laya que crean horizontes diferentes y las orientaciones del miedo se dispersan en rutas muy diferentes de las que tradicionalmente representábamos en nuestros mapas políticos. Suicidas más o menos refugiados en el islamismo; locos aspirantes a la presidencia del mundo, que prometen organizarlo como sus empresas (fracasadas: Franco concebía que España se podría organizar como un cuartel); políticos (políticas) avestruz que confían en que su resistencia a tomar decisiones coincida con el sentido de la historia; dirigentes de partidos que desconfían de la capacidad de novedad de la historia y se refugian en los viejos eslóganes, como si eslóganes y banderas protegiesen de los vientos de esa historia que rechazan. Los entiendo pero no comparto con estas multitudes que el miedo deba determinar nuestras decisiones. En la zona gris nos encontramos, en un mundo espacio-temporalmente abierto y al mismo tiempo opaco a nuestras miradas. Como mamíferos que somos, mamíferos sociales, las recetas basculan entre la estampida sin sentido o la solidaridad que aprieta los lazos y espera lo peor soñando con lo mejor.

domingo, 17 de julio de 2016

Perversiones de sistema



Cuando uno mira con la distancia de Nietzsche, los sistemas normativos y morales que sostienen nuestras instituciones, el espectro de colores parece invertirse y donde la pantalla nos muestra ideales que justificarían las instituciones en las que vivimos, la realidad muestra que las prácticas están orientadas justamente a lo contrario. Leamos, por ejemplo, El estado y la revolución de Lenin, un libro necesario para entender el mundo contemporáneo, donde se diseñó lo que sería más tarde el socialismo real. Fue un libro-programa que tenía dos adversarios en su horizonte: la socialdemocracia, que pretendía un estado donde se hiciera compatible la búsqueda de la justicia social con las formas parlamentarias, y el anarquismo, que pretendía una reforma radical del estado en una perspectiva antiautoritaria. Lenin dibuja un horizonte donde se combina lo utópico con el realismo:
"Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia contra los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que éste se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desaparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las relas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación"
¿Quién no firmaría este programa? Sabemos que su realización histórica fue un sistema donde la subordinación y la violencia alcanzaron niveles insoportables. ¿Hay alguna relación entre esta declaración y el resultado final? Sí y no: no se trata de que las utopías se conviertan en pesadillas de la historia cuando se ponen en práctica, como suele ser la respuesta conservadora. No, se trata de los supuestos profundos sobre los que fue construida la hipótesis leninista. Lenin, en su obsesión por el realismo, pensaba que la naturaleza humana es frágil, de hecho está dañada radicalmente, y necesita de la subordinación a la colectividad en una fase de transición donde lo individual se debe a los más altos intereses de la colectividad, de la clase que ejerce el poder en este caso. Es, sin duda una antropología que Lenin hereda del jesuitismo y, más allá, de Pablo de Tarso: nos debemos a la colectividad como la mano al cuerpo.

La perversión estaba, como carcoma, en una desconfianza radical de la posibilidad de cooperación espontánea de la gente común con las necesidades de lo común. Lenin coincidía en lo más profundo con el sistema que pretendía combatir. Creía, como Hobbes, como Pablo de Tarso, en la naturaleza dañada del ser humano. Anton Pannekoek, el físico y pensador consejista, en su Lenin filósofo, desmontó con autoridad la metafísica que dirigía el leninismo. No fue leído ni escuchado, claro, hasta las olas antiautoritarias de los años sesenta.

No sorprendentemente, la hipótesis neoliberal en la que habitamos contiene la misma perversión de ideales y realidades. El neoliberalismo nace como ideología de una conspiración intelectual en el marco de la Guerra Fría para minar los supuestos filosóficos de todas las filosofías colectivistas y socialistas. Pero fue el triunvirato de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Karol Wojtyla el que diseñó y puso en práctica el programa político, económico y cultural que se convirtió en el llamado "pensamiento único" tras la derrota final de la Unión Soviética (debida más a derivas tecnológicas que a estrategias políticas, como ha mostrado claramente Manuel Castells en su imprescindible trilogía).

El presunto liberalismo basado en "no sé qué es la sociedad, sólo conozco a los individuos" de la Thatcher, ha conducido a una increíble superestructura burocrática de sistemas de sistemas que se vigilan, se ordenan, se articulan, se enredan, se intersectan, se subordinan, se interrumpen,... que terminan en una ordenación jamás vista de las vidas cotidianas, enmarcadas por los grandes monopolios comerciales, mediáticos, políticos.

El neoliberalismo ha logrado a través de su ideal de libertad lo que todos los sistemas autoritarios desearon a lo largo de su historia: la implantación del determinismo histórico, de la encarnación en lo más profundo de las conciencias de "no hay alternativa", "los humanos somos así". La implantación de la ideología barata de las presuntas "leyes del mercado" es una consecuencia que Lenin habría suscrito con pasión, pues también desconfiaba de todos los espontaneismos infantiles (es decir, de lo que ahora llamamos "activismos").

Ahora, más que nunca en la historia, se hace necesaria la crítica de las ideologías que no consiste tanto en mostrar que la realidad es distinta a los ideales (el pesimismo es siempre conservador), sino en hacer visible cómo las consecuencias no queridas de lo que predican los programas se justifican por la "naturaleza" humana, cuando no son más que derrotas de los subalternos. Estamos obligados a estudiar los mecanismos que producen estas perversiones de sistema




domingo, 10 de julio de 2016

Perversiones conceptuales




Los conceptos son articuladores de nuestras prácticas sociales y se entretejen con ellas al igual que con nuestras formas de identidad. Son los portadores de una gran parte de nuestro conocimiento (el conocimiento conceptual) y este poder les hace sensibles a ser usados como medios de reproducción de prácticas sociales que, a su vez, producen desigualdades sistemáticas. Es en este tejido de lenguaje y prácticas donde el lenguaje y el conocimiento, la semántica y la epistemología se manifiestan como dos poderosos instrumentos de la filosofía política, es decir, de la filosofía que se ocupa de nuestra existencia en la sociedad en tanto que ciudadanos y ciudadanas.

La filosofía "continental" ha usado profusamente la semántica y la epistemología en filosofía politica, pero se ha basado muchas veces en concepciones controvertidas de lenguaje, como la teoría saussuriana, e incluso teorías románticas mucho más discutibles, o, como en el caso de Derrida, sobre interpretaciones sui generis de la teoría de los actos de habla. Lo mismo ha ocurrido con la epistemología, tan central en en análisis de las ideologías. Por su parte, la filosofía analítica del lenguaje y del conocimiento se ha refugiado tradicionalmente en un academicismo a veces escolástico sin atender a los usos políticos de sus teorías. Por suerte una nueva generación de filósofos y filósofas analíticos están desarrollando filosofías que tienen consecuencias radicales para el activismo conceptual: Linda Martín Alcoff, Miranda Fricker, José Medina, Sally Hasslanger, o Jason Stanley, a quien comentaré seguidamente, pertenecen a esta generación que está produciendo una revolución filosófica aún oculta desgraciadamente en nuestros lares, escindidos desgraciadamente entre el apoliticismo de la filosofía analítica y la pobreza teórica de mucha de la filosofía política continental.

Todos los autores anteriores han escrito obras que han abierto nuevos hilos en la filosofía actual: Linda Alcoff sobre la epistemología de la ignorancia como forma de opresión, Miranda Fricker sobre las injusticias epistémica y hermenéutica, José Medina sobre las epistemologías de la resistencia, Sally Hasslanger sobre el lenguaje como medio de opresión y Jason Stanley sobre cómo operan los intereses en el conocimiento y, en el libro que comentamos, sobre cómo operan las ideologías como resultado y causa de las desigualdades sociales. Lo que distingue a estas obras es el uso de un lenguaje muy claro sin apenas jerga conceptual y que, sin embargo, transmite un profundo compromiso radical contra la opresión. En la filosofía hermenéutica política radical (no citaré nombres) suele argumentarse que el uso de un lenguaje de jerga es un medio para protegerse de la perversión ideológica del lenguaje. Quizá sea cierto, pero el resultado no querido es convierte a estas obras en textos oscuros sólo útiles para expertos y muy alejados del lector que no ha entrado en estas cavernas lingüísticas. O, lo que es peor, da origen a una multitud de repetidores de los textos que, sin embargo, no tienen la pericia conceptual que los autores originales. Por esta razón, esta otra línea, que se desenvuelve en un lenguaje más cotidiano pero que esconde una innegociable radicalidad sobre cómo enfrentarse a la opresión y la desigualdad, merece la pena ser difundida y leída. Espero que las editoriales en español vayan poco a poco convenciéndose. Los editores también están divididos entre la neutralidad política y los estereotipos.

Jason Stanley ha publicado diez años después de su Conocimiento e intereses prácticos, un libro que fue declarado en 2007 el más importante del año por APA (American Philosophical Association), Como funciona la propaganda, una teoría analítica de las ideologías basadas en la desigualdades. Se trata de un libro de filosofía política sobre cómo la democracia es dañada radicalmente por la desigualdad a través de uno de los daños más profundos: el daño epistemológíco,. Su obra desarrolla la idea de que ciertas ideologías afectan profundamente a la democracia porque producen ignorancia sobre las desigualdades, y el conocimiento, sostiene, es una de las bases fundamentales de la democracia. Su teoría de las ideologías, me parece es una de las más sofisticadas y profundas que se pueden encontrar en el pensamiento político contemporáneo.


Las teorías de la ideología se dividen en don grandes ramas: la marxiana, que sostiene que las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante, y logran el dominio a través de un mecanismo de fetichización por el que hacen que ciertas desigualdades que tienen origen social sean concebidas como algo natural a la especie humana. La segunda proviene de la sociología del conocimiento y mantiene que las ideologías son complejos de ideas y afectos que tienen todas las personas y que condicionan su perspectiva sobre el mundo. Stanley acepta las dos como complementarias. Considera, tomando la segunda línea, que las ideologías son conjuntos de creencias unidas afectivamente a nuestras indentidades sociales a través de las prácticas en las que nos involucramos. Por este componente afectivo de identidad son resistentes a cambíar (resisten a la evidencia) porque implican un modo social de estar en el mundo. Desde este punto de vista, la ideología forma parte de cómo los intereses se entrelazan con el conocimiento. 

Lo más interesante del libro es cómo Stanley trata el concepto marxiano de ideología como fruto y reproducción de la opresión y cómo lo liga al lenguaje y a la perversión conceptual. Las ideologías que para él tienen importancia política son las que llama "flawed ideologies" (ideologías defectuosas, en una perífrasis de lo que realmente tendría que ser ideologías dañinas). Son las ideologías que son producidas por las divisiones sociales y crean una visión del mundo que reproduce estas divisiones. Veamos cómo actúan usando su ejemplo: imaginemos una familia terrateniente que posee esclavos. Una parte sustancial de sus expectativas y creencias contiene por ejemplo, que los negros les servirán la comida, recogerán la cosecha, atenderán a sus mínimas necesidades, etc. Esta ideología oculta una verdad incuestionable: que su fortuna en la vida nace de la explotación de los seres humanos, de la desigualdad sostenida sobre la violencia y el miedo. Pero entonces se produce el efecto ideológico perverso: "los negros son incapaces de organizarse", "necesitan el cuidado y el ser siervos para que no se destruyan entre sí", "tienen una mentalidad primitiva que, sin nosotros, les impediría sobrevivir", etc.






La ideología dañina funciona, así, no sólo ocultando hechos sustanciales como el origen ilegítimo de la riqueza de los terratenientes sino también produciendo creencias erróneas sutilmente insertadas en la identidad del grupo que les vuelve resistente a toda evidencia. Una vez que esta ideología se instituye como un elemento sustancial de la identidad de la clase o grupo dominante producen un sesgo inasequible a cualquier refutación empírica pues está anclado en las mimbres que tejen la identidad. ¿Cómo actúa esta ideología produciendo daños graves en la democracia? Este segundo elemento es uno de los aspectos más interesantes del libro.

Stanley sostiene una teoría amplia de la democracia en la que la deliberación, el conflicto lingüístico, el radical compromiso con la igualdad de todos los seres humanos y la capacidad de experimentar y autoeducarnos en ella son componentes sustanciales. Las ideologías producen daños profundos a través de la perversión del lenguaje y la perversión conceptual. El problema no es tanto que la clase dominante sea ciega, el problema, sostiene Stanley, ocurre cuando estas cegueras comienzan a actuar políticamente a través de la propaganda y la demagogia.

La propaganda, afirma, tiene dos modalidades: la positiva es aquella mediante la cual la ideología actúa sobre el lenguaje promocionando ciertas ideas y prácticas sociales. Esta modalidad no es necesariamente dañina, es una manera mediante la que nuestras identidades se manifiestan en el mundo con deseos de ampliar su existencia. El problema es la propaganda negativa. Según Stanley se trata de usos del lenguaje que movilizan nuestro ideales comunes de sociedad pero que sutilmente socavan y destruyen. Su ejemplo: supongamos que alguien enuncia un hecho como "solamente el 56% de los votantes han acudido a votar", y que aduce este hecho como un grave problema para una elección. Enunciado así quizás parecería un texto "objetivo" de un sociólogo, pero en ciertos contextos podría significar "los grupos que se han abstenido son ignorantes y no entienden la complejidad de la política y no saben diferenciar entre los programas electorales". Aquí encontramos un aparente enunciado objetivo que no es más que demagogia en cuanto acude a los elementos ideológicos que justifican las desigualdades a través del recurso a la hipotética ignorancia de los "otros", esos que no son tan personas como nosotros.

Es muy interesante como Stanley, hijo de supervivientes del Holocausto, ha ido incorporando en su forma analítica de hacer filosofía las perspectivas decoloniales y feministas. Nos habla de una revolución profunda que está ocurriendo en la filosofía que no ha notado aún el modo académico dominante, sea el políticamente neutro de la filosofía analítica o el hiperpolítico y conceptualmente confuso de la filosofía política continental.

Brecht anticipó esta estrategia de la perversión conceptual:

Los de arriba
se han reunido en una sala.
Hombre de la calle:
abandona toda esperanza. 









domingo, 3 de julio de 2016

Activismo conceptual



Del mismo modo que la escritura de ficción modifica nuestro modo de entender el mundo a través de los relatos, la ciencia y la filosofía lo hace transformando nuestros conceptos.  Hay una tradición filosófica que niega que la filosofía deba tocar nuestras concepciones. Su deber, sostienen sus seguidores, debe limitarse a analizar o simplemente mostrar los conceptos que constituyen nuestro lenguaje cotidiano. Esta tradición se denomina quietismo. Suele venderse en distintos sabores, pero los dos más extendidos son el quietismo analítico, que es una forma de filosofía analítica que explora las condiciones necesarias y suficientes de los conceptos tal como se dan en las intuiciones preteóricas, diarias, y el quietismo expresivista, y en particular una de las modalidades de mayor éxito actual que es la filosofía experimental. Par esta segunda corriente quietista, la filosofía debe limitarse a mostrar cómo los conceptos, en sus aplicaciones cotidianas, muestran lo que la gente piensa cuando los usa. El quietismo filosófico, en cualquiera de las dos modalidades, se opone a que la filosofía, en cuanto tal intervenga con alguna autoridad en nuestros usos cotidianos de los conceptos.  Para el quietismo solamente las prácticas científicas o simplemente las prácticas sociales son los lugares donde se transforman los conceptos y el filósofo equivoca su tarea intentando sustituirlas. De entre los muchos autores que se alinean en este bando, Wittgenstein, al menos un cierto Wittgenstein ortodoxamente leído, sería el promotor más importante del quietismo.

El lado de quienes defienden que la filosofía tenga entre sus funciones modificar nuestros conceptos se suele denominar perfeccionismo, pues aspira a modificar positivamente aquellos de múltiples modos y con diversas técnicas y estrategias. A su vez, el perfeccionismo tiene dos grandes modalidades (como en la dicotomía anterior, quizás con diversas mezclas de sabor intermedias): el perfeccionismo teórico y el práctico. El teórico, como se puede imaginar, pretende la transformación de los conceptos a través de un trabajo teórico que se manifiesta, a su vez, en dos estrategias. Una, que solía llamarse “filosofía primera”, es la del trabajo puramente conceptual y aislado de cualquier consideración empírica. La gran tradición racionalista, por ejemplo Descartes y Kant, pertenecen a esta modalidad. Según ella, la filosofía tiene un campo que le es propio en el que su principal tarea es la de proponer definiciones que mejoren otras definiciones anteriores y por tanto las mejore. Por su parte, el perfeccionismo teórico naturalista sostiene que la filosofía es continua con las ciencias y con cualesquiera actividades conceptuales humanas, y está en continuo diálogo y controversia ayudando a perfeccionar lo que a veces son intuiciones confusas que emergen en el trabajo empírico. Quine, en el pensamiento contemporáneo y quizás Aristóteles y Hegel (bajo ciertas lecturas) podrían considerarse también como perfeccionistas teóricos naturalistas.

Disculpas por esta larga introducción porque lo que realmente me interesaba era hablar del perfeccionismo práctico. Concibe esta estrategia la labor filosófica como algo que no es ajeno a las prácticas humanas, sean intelectuales o directamente prácticas. El perfeccionismo práctico concibe pues la filosofía como una forma de práctica humana, donde los aspectos puramente escriturales no son ajenos, no pueden serlo al modo en el que el filósofo se asienta en el mundo a través de sus maneras de mirar, de escribir y hablar, de interactuar como persona en su contexto histórico y, en general, como parte de multitudes, comunidades y sociedades concretas que se mueven transformando el mundo y haciendo lo que llamamos historia.

Se dan también diversas modalidades de perfeccionismo práctico, y en alguna entrada futura trataré de analizarlas. Por ahora solamente citaré algunos filósofos y filósofas que se adscriben a esta estrategia. De entre los más conocidos, Antonio Gramsci, Simone Weil, Albert Camus o Hanna Arendt, ejemplificarían de forma representativa esta manera de entender la filosofía. Para quienes piensan así, la filosofía es continua con las prácticas humanas pero aspira a orientarlas mediante un trabajo que es a la vez conceptual y práctico. Todos los hombres son filósofos, sostiene Gramsci, pero no todos lo son de la misma manera. Hay una forma de filosofía de la praxis que aspira a perfeccionar los conceptos perfeccionando y transformando nuestras prácticas de las que emergen tales conceptos.

El perfeccionista práctico no puede diferenciar el activismo y la teoría. Para estas autoras hay que estar bien asentado en la historia para poder articular los conceptos en un sentido positivo. Los conceptos son las partes del lenguaje donde la humanidad deposita sus categorías y su conocimiento. A diferencia de los nombres o de los lexemas puramente gramaticales, los conceptos son a la vez depósitos de conocimiento e instrumentos de transformación del mundo. La activista, el activista que se integra en la sociedad o en la multitud, entra en controversias, transforma, educa, es educado, y cambia  y es cambiado por la historia y profiere juicios como “lo llaman democracia y no lo es” está alterando a la vez los conceptos y las prácticas.



A cada modo de concebir la filosofía le suele ir adjunto una manera de trabajar filosóficamente y también un modo distinto de esperar lograr algo con ese esfuerzo. Hay quienes creen que el éxito académico y el filosófico están necesariamente correlacionados. Hay quienes creen que no. Hay quienes buscan solamente el primero, otros que buscan solamente el segundo (y si acaso el primero como medio de manutención) y están, por último, quienes creen que no hay perfección filosófica sin que haya también mejoramiento de las condiciones en las que habitamos el mundo.