domingo, 30 de septiembre de 2018

Sujeto, agencia, tecnología





El pasado jueves, en una mesa redonda que organizaba la Fundación Telefónica y en la que discutíamos lo que la tecnología hace con nosotros, un conocido político del PSOE madrileño, después de recordarnos que él había hecho su tesis doctoral en California hace décadas, nos informó que allí se había dado cuenta de que los cambios eran rapidísimos y exponenciales y que, en definitiva, no se podía hacer nada, o nada que no fuese adaptarse. Que mucha gente piensa así no es ninguna novedad, que lo piense un político que tiene o puede tener responsabilidades en la orientación de los cambios sociales, que incluyen los cambios tecnológicos, es algo penoso y preocupante. Al día siguiente, en otra conversación-mesa redonda, a la que asistía un alto cargo de Podemos, al que están encomendadas tareas de orientación del pensamiento, cuando Ekaitz Candela y yo insistíamos en la necesidad de que los partidos y las instituciones se tomen en serio la política tecnológica, y el uso político de la tecnología, y poníamos ejemplos de cómo la política municipal podría arbolar medidas de reutilización política de los datos que genera una ciudad (tratábamos de convencer a los pocos asistentes de que los datos son ya la materia prima de la economía contemporánea), nos respondía que lo importante es la comunicación, que esas cosas no las entiende nadie y que lo que hay que hacer es crear sujeto.

Sí: crear sujeto. El sujeto personal y el colectivo (llamémosle pueblo, clase o cualquier otra forma de movilización consciente por un proyecto histórico) es al tiempo una producción (auto-producción) y un producto. Es producción o auto-producción en tanto que un sujeto es ante todo un sujeto de autonomía, agencia y soberanía. Es producto en tanto que el material y el medio con el que se construyen las tres dimensiones de la sujetidad (disculpas por el neologismo) le son dados como medio (en el doble sentido de “medio”: relación instrumental y entorno en el que se desarrolla la identidad). Los sujetos son, en este sentido, productos sociales, culturales y, en la medida en que la cultura es también cultura material, productos técnicos, ciborgs, como suelo calificarlos. La concepción vieja de la política, la que viene de una voluntad vanguardista, considera que las condiciones de autonomía están dadas por las relaciones de producción o por la posición social de las personas en el contexto social, y que lo que deben producir los activismos es “conciencia” a través de los conflictos, movilizaciones o los discursos. De este modo se “crea” sujeto histórico. De Lenin a Lukacs, la idea es que el sujeto se fabrica por la convergencia de las fuerzas internas de la identidad y por el factor exógeno de la dirección de la conciencia.

No se salen de esta concepción incluso aquellas concepciones menos autoritarias como las que nacieron en los años setenta del siglo pasado bajo rótulos como autonomia operaia o el culturalismo de orígenes gramscianos, que, a diferencia del leninismo, consideran que la formación del sujeto se produce por fuerzas endógenas (el impulso spinoziano que defendieron los italianos como Negri y compañía o las derivas de la cultura contrahegemónica, que defendieron los ingleses como Raymond Williams, E. P. Thompson y demás). Falta algo en este discurso. Por más que lo pretenda, no logra despegarse de los orígenes intelectualistas e idealistas que nacen en la concepción romántica de la Bildung o construcción del sujeto como “formación”.  Les falta materialismo, les falta comprender la dialéctica profunda de la mediación material en el desenvolvimiento de la autonomía, agencia y autonomía.

Ciertamente, en los tiempos más recientes, se ha recordado que los sujetos son cuerpos, que no son solo consciencias. De Negri a Judith Butler, se ha subrayado que los cuerpos importan, que el deseo y los afectos, que los vínculos que nos atan a los demás, son esenciales en la construcción de la subjetividad y sujetidad. Cierto, pero aún esta nueva deriva corporeizada del viejo proyecto de la Bildung sigue demasiado ajena al entorno, como si la cultura material fuese un dominio neutro que no afectase a la agencia, a la capacidad de soberanía. No se ha abandonado el marco del idealismo. No todo el pensamiento contemporáneo es así. Pensadoras como Rosi Braidotti o Donna Haraway son mucho más conscientes de que cuando hablamos de construcción de un sujeto estamos hablando de un devenir que existe solamente en un territorio híbrido, intermedio en que, como afirma Braidotti, devenimos cuerpos, animales, máquinas, o, como recuerda con ironía Haraway, devenimos simios, mujeres, ciborgs. Territorios intermedios que producen a la vez espacio y subjetividad en un medio material, social, afectivo y técnico. Pensamos la agencia únicamente como una reacción interna, resistente o proyectiva, y no como una transformación material del medio que habrá de transformarnos. De ahí que sea tan difícil conectar con la vida cotidiana en donde la agencia se traduce en precio del alquiler; en la habitación que falta para poder tener un hijo; en la escasez de guarderías en lugares cercanos; en el tiempo del transporte; en la soledad de quien a sus ochenta años pasa días enteros sin otra compañía que la televisión a todo volumen; en la desesperación de los años sin encontrar otras ofertas de trabajo que el puro esclavismo. Autonomía y soberanía son, primero, habitacionales, alimentarias, educativas, sanitarias, técnicas en general.

En las discusiones a las que me refería, y en otras muchas en las que suelo participar, aparece siempre el miedo a lo que los algoritmos estén haciendo con nosotros. Es un caso claro de relación entre cultura material tecnológica y soberanía y agencia. Manipulación y futuro sin trabajo son dos términos que definen los imaginarios presentes, que, bajo una pátina superficial crítica, no son sino internalizaciones de la ideología dominante. Margaret Thatcher y sus innumerables seguidores contemporáneos lo han entendido mucho mejor que la izquierda: “a nosotros no nos importa la economía, lo que queremos es cambiar el alma”. Y tienen razón, la economía y la tecnología se han convertido en la forma más efectiva de cambiar el alma.

El poder económico se centra en estos momentos en la expropiación y el control de los datos. Pensamos en el control de los datos como algo inmaterial, y en los datos como puros objetos del aire. Pero los datos existen no solo porque existan algoritmos, sino sobre todo porque existen dispositivos materiales, sociales y legales que los hacen posibles. Pensemos por un momento en la soberanía económica de un estado: hemos descubierto desgraciadamente que en el capitalismo financiarizado la soberanía nacional es algo muy vulnerable, frágil y estrechamente vigilada y limitada. Pero ¿qué hace posible el capitalismo financiarizado?, ¿qué hace posible el poder asfixiar a un estado por medios aparentemente nada violentos? Es una convergencia de muchos factores, pero entre ellos están los datos. El capitalismo financiarizado se basa en la “off-shorización” (deslocalización) del sistema financiero: los capitales más sensibles, los que tienen algo que ocultar, que de hecho son una parte sustancial de la capitalización mundial, se llevan a lugares oscuros protegidos por las dos grandes potencias que son Estados Unidos e Inglaterra. Estos poderosos flujos de capital escapan a todo control legal porque los grandes centros financieros tienen dos vidas: la vida “transparente” de Wall-Street y Londres y la vida opaca de las Islas Caimán, Jersey, Bermudas, etc., que mueven en la oscuridad los grandes capitales oscuros de las deudas estatales, de los tráficos de todo lo oscuro de la sociedad, desde las drogas, armas, explotación de materias primas, corrupciones a gobiernos y compra de conciencia.

Todo esto es muy material. La ignorancia mundial de la composición real de los flujos financieros que gobiernan el mundo está sostenida por una tecnoestructura compleja creada para impedir el conocimiento. Mientras todos nuestros datos que nacen en las huellas que dejan nuestras acciones tecnológicas, desde encender la luz de la casa, pasando por el uso de tarjetas en el supermercado al pago del aparcamiento en las aceras de la ciudad, pasan a un inmenso almacén que es gestionado por las poderosas plataformas de las eléctricas, telefónicas, buscadoras, suministradoras de redes o vendedoras al por menor, los datos de los flujos financieros son protegidos por vallas que para sí querrían los propios estados que protegen a sus cloacas financieras.

¿Es posible la agencia personal y colectiva en la era de los datos como fuente de riqueza? Mientras que muchas teorías de la formación de identidades y personas navegan o surfean sobre los océanos de la tecnología, lo cierto es que somos peces y no surfers de la tecnología. Y la respuesta es: sí. Sí podemos transformar el entorno tecnológico que nos transforma. No importa si nos referimos a los adolescentes que aprenden antes las páginas pornográficas que la emoción afectiva; no importa si nos referimos a la zona social excluida de las redes pero que necesita diaria y al minuto consultar el móvil; no importa si nos referimos a las angustias de las empresas que no saben cómo hacer para no tener que pagar los impuestos que crean los oligopolios de los datos: no importa si nos referimos a la impotencia de los gobiernos municipales, autonómicos, estatales o supranacionales que se ven desbordados por las imposiciones del poder tecnológico. La soberanía es posible. Pero empieza por la soberanía tecnológica.

En lo que respecta a lo personal, Remedios Zafra estudió en Netianas y otras obras el cómo en los primeros tiempos de la era digital hubo mujeres que saltaron la brecha tecnológica y comenzaron a dar a la informática nuevos usos transgresores. Es solo un ejemplo. En la geoestrategia mundial hemos visto como China está consiguiendo una soberanía tecnológica como parte de su proyecto político de convertirse en una potencia autónoma en el mundo. Sin ella seguiría siendo un estado dependiente en los elementos más fundamentales de sus decisiones. Hay muchas formas de revertir la creciente sensación de impotencia frente al mundo. Es un problema de imaginación y de decisión colectiva. Los niveles municipales, por ejemplo, son espacios privilegiados para iniciar una transformación del entorno para hacernos más autónomos e independientes. Mucha gente sueña con una retirada al campo como si la vida "natural" fuese un aislamiento de los entornos técnicos. No seré yo quien critique estas iniciativas: son decisiones de sustituir unos entornos técnicos por otros, de modo que sí son formas de agencia, pero no todos pueden hacerlo y posiblemente si lo hicieran posiblemente sería un desastre ecológico colectivo (la vida "natural" solo es posible si la tasa de habitación del entorno rural es baja, seis mil millones de personas no podrían sobrevivir en entornos de tecnología extensiva y no intensiva. Jared Diamond, en Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen estudió las numerosas catástrofes ecológicas producidas por la agricultura sin control. Uno de los mejores usos que le estamos dando a los datos y algoritmos contemporáneos es la monitorización sistemática del cambio climático y de nuestros propios desastres planetarios). En las ciudades y pueblos, sin embargo, ahora que en España se aproximan las elecciones municipales, pueden ensayarse políticas de resignificación del entorno técnico de modo que se oriente hacia una mayor sostenibilidad e igualdad de las capacidades de acceso a los planes de vida humanos. La vivienda, el transporte, los sistemas sanitarios, educativos, los servicios sociales, la actividad cultural, ... son zonas donde se puede poner a prueba la voluntad de autonomía y soberanía. Solo necesitamos dejar de decir que no podemos hacer nada con nuestro entorno, que no es sino una forma de mirar a otro lado.











domingo, 23 de septiembre de 2018

La división social del trabajo entre humanos y máquinas



A pesar de la Inteligencia Artificial lleva desarrollándose desde mediados de los años setenta del siglo pasado, solamente comenzó a aplicarse con éxito en la industria y la economía a partir de los años noventa. Ciertamente, antes tuvo predecesores como fue el aprendizaje de máquinas, pero también tuvo siempre muchas limitaciones de memoria, velocidad de procesamiento y, sobre todo, de falta de flexibilidad en el tratamiento de datos. Ahora no. Los ingenieros se han olvidado de las viejas discusiones entre partidarios de la IA procedimentalista, basada en reglas, y los de las redes neuronales, basadas en estratos ocultos y autoorganización de estructuras. Emplean lo que más le conviene, incluyendo un amplio espectro de sistemas híbridos. Nuevos desarrollos han permitido el tratamiento de enormes acumulaciones de datos. Se han tenido que inventar nuevos nombres para medir esas inconcebibles cantidades: petabytes, exabytes, zettabytes, yottabytes. Poderosos algoritmos de clasificación y tratamiento (analytics), nuevos métodos del llamado "aprendizaje profundo", de una impensable flexibilidad, como para aprender habilidades en tiempos mínimos (por ejemplo el programa AlphaZero, capaz de derrotar a maestros humanos y artificiales de ajedrez). La Inteligencia Artificial se ha convertido en el siglo XXI en una tecnología intersticial (que transforma a las demás tecnologías que le rodean), lo mismo que fue la microinformática en los años ochenta o la electrónica de los microtransistores en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.

Las inteligencias artificiales han comenzado a instalarse en los más variados sistemas en los que podría ser factible la automatización del tratamiento de datos, o en los que se han inventado nuevas formas de explotar la acumulación de datos que llega de los más diversos dispositivos. Cada intervención electrónica genera datos que viajan, son almacenados y tratados por estos nuevos objetos. La robótica, una rama de la ingeniería algo marginal y con halos de curiosidad en los años noventa, se ha beneficiado de este desarrollo de la inteligencia artificial y, a la espera de que sea posible construir cuerpos ad hoc (es mucho más fácil construir una mente que un cuerpo, algo que hemos aprendido en la práctica y que haría muy feliz a Spinoza), comienza también a producir nuevos artefactos que unen la capacidad de procesamiento de la información a la capacidad de acción flexible y organizada.

He escrito en plural "inteligencias artificiales" porque este determinante singulariza la pluralidad de objetos que están saliendo de los laboratorios de diseño informático. Lo cierto es que ya comienzan a constituir un espectro muy amplio que va desde dispositivos bastante tontos de tratamiento de la información a sistemas muy complejos de aprendizaje rápido, y automodificación que propiamente podemos llamar inteligencias. Son éstas las que están comenzando a ocuparse de tareas que pueden ser automatizables y que, por ello mismo, desplazan a los humanos que las realizaban anteriormente. En el siglo pasado las inteligencias de aprendizaje de máquinas invadieron con robots muchas cadenas de montaje desplazando a las personas que durante un siglo las habían ocupado como si fueran partes de la maquinaria. Ahora se extienden a tipos de trabajo que anteriormente estaban destinados a trabajadores con mucho conocimiento experto tácito, como por ejemplo quienes se ocupan de conducir medios de transporte o de tareas de supervisión, vigilancia y clasificación. Las inteligencias artificiales han comenzado a reemplazar muchos trabajos de "cuello azul" e incluso de clase media o directiva.

Este fenómeno de cambio tecnológico, unido a la convergencia de otras tecnologías intersticiales o específicas, está dando lugar a lo que se ha bautizado como Cuarta Revolución Industrial. Productos como las cadenas de bloques, que están redefiniendo las interacciones y negocios en la red, planteando posibles reformas en el mismo concepto de dinero; las impresoras 3D que progresivamente se están aplicando a procesos de producción tan distintos como la arquitectura o la propia ingeniería biológica (quizás a tejidos e incluso órganos artificiales); la nanotecnología, que permite la intervención en escalas de tamaño mínimas, pero acumulables a magnitudes visibles; la ingeniería de materiales, que ha logrado transcender la división entre materias primas y transformadas; la ingeniería biológica, que está abriendo el campo quimérico de organismos artificiales. El interés por la prospectiva de lo que significarán estos cambios ha dado lugar a una industria mediática que va desde la aparición de una especie de gurús entre alucinados y catastrofistas, a gente avisada, como Klaus Schwap, fundador del Foro de Davos, que ha contribuido a crear un nuevo discurso justificatorio de todo tipo de desmanes de las nuevas patronales, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. Se trata del discurso del fin del trabajo como nueva estrategia de shock.

Querría apuntar aquí solamente algunas ideas para ir desarrollando una crítica más sistemática de la ideología cuartorevolucionaria.

Una primera crítica a este discurso es a su nada oculto lenguaje pseudo-religioso, apocalíptico y determinista. Incluso gente como Hariri, más inteligente y formada, no puede aislarse de esta atmósfera ya ya David Noble, el gran historiador de la tecnología calificó de teológico. Porque están prometiendo una tierra (da igual que sea paraíso que infierno) que está muy lejos de poder realizarse. En primer lugar porque la Inteligencia Artificial es un arte muy complicado que alcanza con mucha dificultad a automatizar tareas. Algunas son previsiblemente automatizables, pero otras, la gran mayoría, quedarán por décadas en el territorio de la ciencia ficción. Por ejemplo, todas las interacciones que supongan resolver problemas que trata la teoría de juegos, es decir, aquellos en los que el resultado no dependa solo de lo que haga el agente sino también de cómo interprete la acción otro agente inteligente y cómo reaccione éste. Cuando tengamos IAs que jueguen bien al dilema del dictador o el dilema del prisionero, podemos empezar a reconocer que estamos entrando en un territorio realmente semántico y hermenéutico, no solamente sintáctico.

En segundo lugar, porque como decía antes en un tono spinoziano, es más fácil construir una mente que un cuerpo. Los cambios en las ingenierías de los sistemas físicos que soporten las alegadas Inteligencias Artificiales son cambios lentos, que tardan mucho en producirse y lo hacen también con cambios parsimoniosos en los artefactos. Pensemos en los artefactos de transporte: a pesar de que, por ejemplo, la aviónica ha evolucionado muy rápidamente, las aeronaves apenas han sufrido cambios. Las flotas civiles o militares están constituidas por aparatos diseñados para durar décadas, a pesar de que nos parezca que son zonas de rápida transformación. Es muy difícil diseñar aeronaves, buques, trenes o automóviles revolucionarios. Los tesla, lo más parecido a un diseño revolucionario por su uso de la informática y de nuevas formas de motorización, de hecho son intentos de imitar a un automóvil convencional con el deseo de superarlo. Lo mismo podemos decir de los drones, los últimos llegados a la tecnología de la movilidad. En la medida en que son grandes y efectivos (los militares, como el Predator y el Reaper), imitan a las aeronaves convencionales. Ciertamente no tienen piloto, pero se calcula en treinta personas las necesarias para su mantenimiento y vuelo. La tripulación en tierra es tanta o mayor que la de un avión tradicional. Como cualquier usuario de un roomba (limpiador robot doméstico) habrá podido comprobar, su IA interna es muy efectiva aprendiendo el espacio de la casa, pero como objeto limpiador es una chapuza que rápidamente se enreda con cables obstáculos varios de las habitaciones. Habrá que esperar algunas generaciones. Ciertamente observamos maravillados las innovaciones en móviles y otros gadgets cercanos similares. Pero es porque no hacen nada por sí solos. Con ellos podemos tomar fotografías, cierto, llamar a un taxi, hacer la compra, pero ellos no pueden hacernos la compra ni llevarnos de paseo, necesitamos que lo hagan otros sistemas, por ahora personas (el nuevo nicho del transporte de mercancías y viajeros está llenando las ciudades de furgonetas, motocicletas y bicicletas de entrega. Va a llevar mucho tiempo el que los sistemas sin conductor, sean drones o automóviles desplacen a los pobres trabajadores sufridos de Deliveroo).

En tercer lugar está el fenómeno de los Big Data y Analytics que está produciendo efectos espejismos y ansiedades de todo tipo, particularmente en gerentes y políticos. Es cierto que las grandes acumulaciones de datos son una de las fuentes de negocio y poder más importantes del siglo. Millones de chinos saliendo del trabajo y usando sus móviles, generan inmensas acumulaciones de datos que pueden ser empleados de múltiples modos, de los que se ocupan los algoritmos de las analytics, IAs especializadas en la creación de perfiles finos clasificatorios. Cierto, estos dispositivos traducen los datos en información, mucha de ella efectiva. Pero no están resueltos ni van a resolverse por el momento otros problemas con las masas de datos: los datos no son hechos, son simples signos muy contingentes que pueden producir acumulaciones de información, pero la información misma es algo muy contingente y frágil. Como cualquiera puede comprobar pasándose una tarde ante los algoritmos de Amazon, Google o cualquiera de las grandes plataformas, si dedica un poco de tiempo a producir entradas aleatorias o muy variadas, los perfiles de propaganda que generan son completamente locos. Los ingenieros que crearon los algoritmos confían en las regularidades de la gente, de sus gustos y usos, pero la información relevante no es fiable ni genera por sí misma hechos y mucho menos conocimiento. Se ha hablado mucho de los usos de las analytics en la propaganda de varias elecciones, como la de Trump o del procès catalán, pero está por ver que hayan tenido alguna influencia visible por más que hayan producido millones de tuits. La polarización y la posverdad son fenómenos informacionales, pero no son agencias políticas sostenibles.

Una segunda línea de crítica tiene que ver con la alegada amenaza del fin del trabajo. Lo que estamos observando es algo muy distinto: es el fin de las clases medias, el fin del estado del bienestar y el desplazamiento y polarización de la riqueza, que se traslada hacia minorías cada vez más pequeñas. Ciertamente hay una transformación de la estructura del trabajo y sería una locura no calcular las miríadas de puestos de trabajo que se perderán por la introducción de unas formas u otras de tecnologías. La propaganda oficial nos informa de que será un proceso "inevitable" al que las sociedades tendrán que acomodarse. Se insinúa que quedarán como bolsas de trabajo solamente dos franjas: las de los trabajos muy creativos, como la dirección de empresas o alta gestión, junto a los trabajos de diseño e investigación, y los trabajos no automatizables por la parte de abajo: cuidado de personas, personal de servicio y seguridad, camareros, etc. Llegaríamos así a un horizonte de lo que podría denominarse una división técnica del trabajo entre humanos y máquinas. Como este discurso se repite sin aportar más datos que algunos vagos estudios de economistas, que por algún don extraño son capaces de prever la tasa de sustitución de la composición del capital, y de qué sectores, cómo y cuándo se producirá el cambio, es difícil responder negativamente, sosteniendo que las cosas van a ir más lentas, porque habría que hacer igualmente un contraejercicio de futurología. La respuesta es y debe ser: bueno, si es así, fenomenal. Nos hemos quedado sin trabajo, ¿y ahora qué? alguien tendrá que consumir el río de nuevos productos de las fábricas y redes automatizadas. Las empresas ahorrarán enormes cantidades de dinero despidiendo personal, pero a menos que cambie la sociedad, perderán muchos más clientes que no tendrán ya capacidad de consumo. La Renta Básica Universal que a veces dejan caer como solución de derechas no solo no arregla el problema sino que lo empeora. Tal como la conciben es una renta de subsistencia que se aplicaría a grandes mayorías de la población, lo que no hará sino incrementar el problema.

Sin tener dotes proféticas, me parece que las líneas de desarrollo tecnológico en las que estamos entrando van a ser distintas, y posiblemente aún podamos prever cambios sociales para que signifiquen avances sustanciales en la igualdad. Desde mi punto de vista,  en las sociedades con una transformación de su sistema económico por la extensión de las IAs se están generando una nueva categoría que son redes ciborg de humanos y máquinas, lo que podríamos llamar redes de cuerpos y mentes extendidas que generan nuevas formas de dependencia técnica y social. Si el modelo fordista era una enorme cadena de montaje con los trabajadores convertidos en apéndices de la máquina, lo que tendremos son redes distribuidas de sistemas mixtos en donde los trabajos continuos de control, atención, limitación y cuidado del sistema no pueden ser ejercidos por máquinas por muy inteligentes que sean. No solo por razones técnicas sino por una decisión ética y política de que la responsabilidad siempre esté en manos de los humanos. No sirve responder que una red metropolitana de transportes autónomos sin conductor producirá menos atascos y accidentes. Lo hará, probablemente, pero si ha creado una red paralela de mantenimiento, vigilancia, control situado de la circulación. Y no porque no pudiera hacerlo una superIA, sino porque no queremos que lo haga, porque los límites de la acción técnica deben marcarlos siempre personas e instituciones legales.

En el sistema que me es más cercano, la universidad, uno de los lugares donde la presión de sustitución ya se está produciendo, es cierto que observamos un número decreciente de puestos de trabajo de enseñanza y una creciente llamada a cambiar la "vieja" forma tradicional de enseñanza por nuevos métodos a distancia. Cierto, pero también ocurre que se crean dos o tres puestos de gerencia y control por cada puesto docente e investigador que se pierde, porque la red no funciona sin una coraza de ayuda de producción. Las nuevas formas de división del trabajo serán redes ciborg funcionales conectadas entre sí. La cuestión más interesante es si estas redes ciborg pueden o no permitir una transformación más profunda de la división social del trabajo. Porque la pregunta que podemos plantearnos ya es si en el actual capitalismo financiero de indecentes plusvalías, bonus, y salarios de la alta dirección estará justificado en un mundo de redes ciborg que pueden liberarse de los CEOS, la mayoría de las veces mucho más obsoletos que cualquiera de sus empleados en redes. No es utópico ya plantear de nuevo, como hace Olin Wright sistemas mixtos de enormes cooperativas de redes ciborg de propiedad distribuida y autogestionada con estados que sean a a la vez garantes del control humano, de los equilibrios del sistema, de la sostenibilidad obligatoria de todo cambio tecnológico.

Frente a la distopía del fin del trabajo, podemos ya contraponer una razonable utopía del fin de la desigualdad en un un mundo sostenible. En realidad lo que sí sobra es el uno por ciento de hiper millonarios. No creo que haya ningún reparo en que sean sustituidos por inteligencias artificiales.

























Imagen de Philip Toledano

domingo, 16 de septiembre de 2018

Los límites de la tecnología




Dos de las preguntas a las que tengo responder más habitualmente son ¿cómo nos están cambiando las tecnologías?, y, ¿cuáles son los límites de las tecnologías? (es decir, hacia dónde vamos o nos lleva el mundo tecnológico). Son preguntas que todos nos hacemos y cuya respuesta está siempre en disputa. Porque lo cierto es que, a pesar de la industria del transhumanismo y de los gurús y visionarios del mundo por venir, no es sencillo responder a cuáles son los cambios que sufrimos o disfrutamos debido a las tecnologías y cuáles son los que se deben a la forma de sociedad que se está construyendo. Pese a lo que afirma la propaganda de las grandes agencias y poderes, el modelo de sociedad que padecemos no es un simple producto de las tecnologías que tenemos, pues también las trayectorias tecnológicas dependen de los modelos e imaginarios sociales. Es un ciclo sinfín en donde las únicas variables independientes, para desgracia y vergüenza humanas son las que establecen la sostenibilidad ecológica.

Para tratar de responder debemos comenzar estableciendo escalas de espacio y tamaño. Vivimos en entornos materiales configurados por las tecnologías, pero debemos diferenciar las escalas espaciales de estos entornos. Los entornos técnicos se superponen a, amalgaman con, y transforman los entornos físicos y ecológicos. Las redes de artefactos entre las que habitamos definen un paisaje de posibilidades, de affordances (no tiene una buena traducción al castellano, ni siquiera al inglés, es un neologismo), que limitan y permiten la acción. Las aves peregrinas se guían aprovechando las direcciones de los campos magnéticos de la Tierra: para ellas, el electromagnetismo terrestre constituye una affordance central en su supervivencia, lo mismo que la resistencia del aire que les permite volar. El paisaje técnico transforma las affordances que nos corresponderían como grandes simios. El control técnico del espectro electromagnético, que no vemos, pero en el que habitamos, crea un entorno de performances de comunicación que, con mucho, es la primera gran característica tecnológica de nuestro mundo.

Estos entornos tienen una escala diferente de eficacia: los más cercanos son los entornos del adentro y la periferia del cuerpo. La metáfora del ciborg se aplica  con fluidez a esta escala. El cerebro y la psicofisiología se transforman por los entornos técnicos próximos. Así, las mil pantallas y los gadgets de comunicación producen cambios sustanciales en nuestra relación dinámica con el mundo y  con los otros, e incluso en nuestras formas de pensar y expresar los pensamientos. El control de la atención se ha convertido ya en la principal fuente mundial de beneficios económicos. Los es incluso, o sobre todo, más allá de las capas de la población excluidas del espacio digital: la universalización del móvil o celular tiene ya suficiente fuerza transformadora. Un grupo de Whatsapp o una foto de Instagram puede generar más tensión en la adolescencia que una nota final de una asignatura. Si ampliamos un poco el espacio nos hallamos en la habitación propia conectada que ha teorizado Remedios Zafra: las viejas televisiones, las consolas de juegos, los youtubes de música, la infinita soledad de la cosmópolis en las que habitamos, con los remedos de amor que buscamos en las redes sociales, cada vez más tensas y agresivas, cada vez más ásperas. El entorno de la movilidad en la ciudad sin límites: trabajar o no trabajar a distancia, el ciclo diario del transporte, la bulimia del viaje de turismo a ciudades, paisajes y cocinas que ya son la misma ciudad, el mismo paisaje y la misma cocina no importa cuál sea el destino de la compañía de bajo coste. Nos llegan mercancías en sobres estandarizados del otro lado del mundo a precios menores que en la tienda de la esquina, a donde ya nos da pereza acercarnos.

Desde el punto de vista de la influencia causal, debemos distinguir grandes variedades de tecnologías. Las centrales son las tecnologías intersticiales. Son aquellas que transforman a todas las demás, que sobreviven reingenierizando el mundo, empresas e instituciones. Con diferencia, las tecnologías de la mega-información, una de las ramas de las tecnologías de la información, está llamada a ser una poderosa fuerza intersticial. Los peta y zetabytes de información que se producen diariamente son tratados por algoritmos que filtran e interpretan en una primera frontera los datos, por analytics que generan clasificaciones muy finas y por inteligencias artificiales, bots y otros dispositivos que convierten la información en acciones. La inteligencia artificial, o las inteligencias artificiales es también una tecnología intersticial. Produce dispositivos que actúan en los más diversos espacios: los inmateriales de la red; los mecánicos de la robótica; las redes eléctricas, de transporte, de comunicación, de vigilancia, de inversión económica; las plantas de producción, convertidas ya en cuasi-organismos integrados.

Están también las poderosas tecnologías específicas y sectoriales, que transforman enormes aspectos de la realidad: la nanotecnología, el diseño de materiales, la automática y robótica, la biotecnología, la impresión en 3D, … Los artefactos nuevos, desde gadgets diarios a órganos artificiales comienzan a ser productos de las innovaciones en estas nuevas tecnologías sectoriales. Conviene también distinguir, para quienes no estén familiarizados con ello, entre tecnologías e ingeniería. Las tecnologías agrupan a técnicas y materiales que procesan una zona de la realidad. Las ingenierías son las técnicas para usar las tecnologías al servicio de proyectos. Sin las ingenierías, las tecnologías son solo productos intelectuales o patentes que no tienen actividad. Son las ingenierías las que las ponen en acto, hibridándolas, articulándolas para generar procesos y productos. Las ingenierías cabe también distribuirlas en macroingenierías, que transforman grandes áreas del mundo, por ejemplo las que dan lugar a las infraestructuras de la comunicación, el transporte y la energía; en mesoingenierías, que intervienen en aspectos visibles del mundo, como el urbanismo, la industria, la seguridad, etcétera; y, por último, las microingenierías, que desarrollan proyectos muy particularizados en problemas locales, de una dimensión pequeña. Así, la logística de un campo de refugiados de Médicos sin Fronteras es una microingeniería, mientras que la gestión de la red de transporte de gas o petróleo es una macroingeniería. Si no distinguimos tecnologías, técnicas e ingenierías terminamos en una selva metafísica como la que plantó Heidegger, donde la técnica se convierte en una niebla en la que no caben categorías. Su metáfora del puente y el pantano es uno de los monumentos más excelsos de la confusión que puede producir la filosofía.

Si en otro tiempo la filosofía se ocupó de los límites de la razón, teórica y práctica, o del lenguaje, tal vez haya llegado el momento de que pensemos en los límites de la tecnología. Hay una creencia extendida de que esos límites son fáciles de encontrar: la moral y sus principios de precaución o prudencia establecen los límites de la acción tecnológica. Lo que ocurre es que precaución y prudencia son ya términos prácticos e ingenieriles, no morales ni políticos. No se dicen de tecnologías en general sino de ingenierías macro o micro. Y cuando adoptamos esta perspectiva nos damos cuenta de que los límites no se exploran desde fuera sino desde dentro, como Wittgenstein nos enseñó del lenguaje refutando las ilusiones transcendentales de la tradición kantiana. Lo mismo puede decirse de la intuición rápida de que la ecología y la sostenibilidad definen el límite de la tecnología: el tamaño de la población mundial, la tecnología disponible y la ecología definen mutuamente el tamaño de la población mundial, la tecnología disponible y la ecología de la sostenibilidad. No hay un afuera desde el que fijar los límites.

Solo si adoptamos una suerte realismo/materialismo interno al espacio de las prácticas podemos tantear los límites de la tecnología, establecer códigos, instituciones y costumbres que nos protejan del determinismo tecnológico. El determinismo tecnológico es el punto en el que se encuentran el pesimismo y el optimismo tecnológico. El optimismo de Klaus Schwab y el pesimismo de la desastrología.  Ciertamente, una vez que adoptamos esta actitud, reparamos en que el cambio social, el tecnológico y el cultural se implican mutuamente. Pensar que se puede cambiar la tecnología sin cambiar el capitalismo y ambos sin una transformación cultural es eso, simple metafísica.

Se dibuja un negro panorama que se identifica con el "fin del trabajo".  Ciertamente, muchas de las tareas que se pueden automatizar, sufrirán procesos de "ingenierización" para ser realizadas por dispositivos inteligentes. Mucho del trabajo en el que se ocupaba la clase media seguramente será sometido a estos procesos de ingenierización para automatizarlos, particularmente los trabajos de gestión. La política económica, industrial y tecnológica, sin embargo debería orientarse hacia planificar la emigración del trabajo automatizable al no automatizable. La política neoliberal solamente considera no automatizable el trabajo mal pagado de servicios (camareros, kellys, cuidadoras, etc.) y la alta dirección. Aquí es donde aparece la ideología terrorista que usa ciertas ideas de la tecnología como instrumento de la lucha de clases. No es cierto. La trama de los entornos técnicos crea nuevas tareas no automatizables a la vez que reingenieriza otras. Encontrar los transfondos humanos que no queremos dejar en mano de las máquinas es una de las tareas que nos espera en los próximos años y que no puede ser abordada si no es con una mezcla de conocimiento experto y experiencia histórica. Muchas de las tentaciones políticas neofascistas o similares, que parecen hablar en lugar de la clase obrera son simples reflejos de este decaimiento de los trabajos que ocupaban antes ciertas clases medias. Es el momento de la lucidez y no el de las viejas ideologías del industrialismo. 

domingo, 9 de septiembre de 2018

Teoría de la conspiración




Franco nos fatigó hasta el último de sus días con la cantinela de un complot rojo judeo-masónico para destruir España. Los protocolos de los Sabios de Sión fue un panfleto escrito por la policía secreta zarista y publicado en 1902 para justificar alguno de los continuos pogromos contra los judíos. Postulaba una intriga para dirigir el mundo por parte de un pequeño grupo de poderosos banqueros y políticos hebreos. Goebbels conocía su origen, pero eso no importaba: Hitler lo creía a pies juntillas y bastó para poner en marcha el Holocausto. La misma tarde del 11 de marzo de 2004 el gobierno de Aznar y la prensa afín comenzó a difundir sin pruebas que el atentado de Atocha era una maquinación de ETA, y quizás servicios secretos, para culpar al fundamentalismo islámico. Durante años, una parte de la población española creyó esa patraña y aún muchos siguen afirmándola contumazmente. Son teorías de la conspiración dañinas que fueron aceptadas por una parte importante de la población y tuvieron consecuencias históricas.

Otras teorías de la conspiración son más inocuas y algunas divertidas. Oliver Ibáñez, un licenciado en derecho y youtuber, lanzó una campaña hace un año defendiendo que la Tierra era plana y que había un plan mundial para ocultarlo y hacer creer al mundo la esfericidad. Tuvo decenas de miles de oyentes y posiblemente obtuvo beneficios de su campaña. El terraplanismo es una de las teorías de la conspiración más divertidas. Mucha gente cree (tengo un amigo que lo hace) en que la historia del poder en los últimos siglos no se explica sin un pequeño grupo, los Illuminati, conjurados para dominar el mundo. Una parte importante de la población mundial aún cree que el alunizaje de la nave Apollo 11 fue un montaje para competir en la carrera tecnológica con la Unión Soviética.

Las teorías de la conspiración son numerosísimas (tengo varios libros que recogen las más extendidas). Algunas son letales y otras divertidas. Todas se extienden y anclan en las creencias populares durante largos periodos de tiempo. Algunas de ellas son muy rentables políticamente. Durante la campaña para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, Donald Trump se unió a la teoría de que Obama había nacido en Kenia y era un criptoislamista. Actualmente, a continuación de una carta publicada por el New York Times por un grupo de gente cercana a él, afirmando que tienen que corregir continuamente sus vaivenes y decisiones locas para no dañar a Estados Unidos, ha insistido de nuevo en una conspiración del “sistema” para impedir que salve a su país con sus medidas audaces. Su última frase favorita es que es víctima de una "caza de brujas".

La filosofía analítica más exquisita (Quasim Cassam) afirma que las teorías de la conspiración son vicios epistémicos que nacen de personalidades con tendencias paranoicas y de mente cerrada. De hecho no hay adjetivo más denigratorio para cualquier posición política que calificarla de “teoría de la conspiración”. ¿Son realmente las teorías de la conspiración discapacidades mentales que inhabilitan para entender la historia? Vayamos por partes.

Una conspiración es un plan urdido por un grupo que mantiene ocultas sus intenciones y acciones en orden a conseguir un objetivo de orden político, económico o cualquier otro tipo de ventaja social. “Teoría de la conspiración” suele aplicarse a interpretaciones de hechos históricos como producto de conspiraciones que se mantienen a pesar de las evidencias más que razonables en contra de la existencia del complot. El problema es que es muy difícil identificar cuando una hipótesis interpretativa es una “teoría de la conspiración”.

Sería una trivialidad circular definir una teoría de la conspiración como una teoría de conspiraciones que no existen. Porque el caso es que las conspiraciones existen y se producen muy habitualmente. Una teoría de la conspiración ampliamente extendida es que el atentado del 11S fue urdido por los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Es falso, pero el 11S hubo conspiraciones: la primera, para asociar a Sadam Husseim con los atentados, a pesar de las evidencias de que Al Qaeda no tenía conexiones con él. La segunda, para convencer al mundo de la acumulación de armas de destrucción masiva por parte del gobierno iraquí. La película In the Loop, reconstruye ficcional pero verosímilmente cómo pudo producirse el complot entre los gobiernos estadounidense y británico, al que se adhirió entusiastamente el ínclito José María Aznar.

Noam Chomsky es calificado como teórico de la conspiración por la prensa conservadora. A pesar de que sus explicaciones con datos sobre cómo el imperialismo estadounidense ha maquinado numerosas veces en muchos escenarios, se le considera una especie de loco paranoico. La prensa hebrea fundamentalista también le califica como uno de los ocasionales judios “auto-denigratorios”. Pero Chomsky suele tener razón en sus denuncias. No hay ninguna duda de que Estados Unidos maquinó contra Salvador Allende y el gobierno de la Unidad Popular, ni que, junto a diversos sectores latinoamericanos, montó la Operación Cóndor para reprimir a la izquierda de ese continente (el periodista Mark Weisbrot recorre aquí algunas de estas conspiraciones). Las conspiraciones existen porque son parte de las estrategias del poder. No hay estado ni gran corporación que pueda mantener su posición dominante sin secretos ni conspiraciones.

Por otro lado es cierto que hay razones para temer a las “teorías de la conspiración”. De hecho hay que temerlas mucho porque se están convirtiendo en una forma sistémica de la política y de la comunicación contemporáneas. No serían posibles muchos de los movimientos de la nueva forma política basada en la polarización sin el uso estructural de teorías de la conspiración. Aunque siempre han existido, actualmente se ha instalado un estilo conspiranoico que recorre la esfera pública. Es un efecto de la extensión del fenómeno de la “postverdad”, que he definido como “indiferencia a los hechos”. La teoría de la conspiración coloniza un modo de ser de la mente humana que es la atribución intencional por defecto a los hechos que no se interpretan fácilmente. Las religiones nacieron de esta capacidad: atribuir el destino temido a la acción intencional de poderosas fuerzas divinas. Los niños atribuyen intenciones a múltiples hechos físicos que no entienden. En general, la teoría de la conspiración es una suerte de argumento a la mejor explicación cuando no se tienen datos para conocer las causas de algo. Esta actitud natural es fácilmente colonizable por cualquier medio poderoso de propaganda. Goebbels fue uno de los genios (malos) que comprendió el poder de la colonización de la credulidad humana.

¿Cómo evitar las teorías de la conspiración y al mismo tiempo no cejar en la voluntad de desvelar las maquinaciones del poder contra la voluntad de los pueblos? La ciencia ha sido una de las grandes conquistas de la humanidad contra las atribuciones de intencionalidad a la naturaleza. Hoy necesitamos un sistema de investigación similar referido a las estructuras sociales. La prensa, la investigación social y los movimientos sociales y políticos necesitan transformar los vicios en virtudes epistémicas. Desarrollar programas de investigación de los hechos que al tiempo que admiten las conspiraciones como hipótesis lo hagan con el escepticismo del investigador que examina con cuidado las fuentes y los datos para impedir que su credulidad sea instrumentalizada.


domingo, 2 de septiembre de 2018

Metereología de la estructura de sentimientos



Raymond Williams concibió el término "estructura de sentimientos" para explicar cuáles eran los lazos que tejían la trama de la cultura común de un pueblo, una generación, una sociedad. El pionero de los estudios culturales intentaba captar los movimientos de ciclos muy largos que constituyen y a la vez modifican una sociedad. Los significados que nos permiten constituir los sentidos que le damos a las cosas, al mundo, la sociedad y la historia están formados por redes conceptuales pero también por actitudes reactivas que se almacenan en la memoria de las palabras. Hay palabras vacías, inanes, que ni siquiera promueven ningún movimiento afectivo, como los latiguillos y expresiones que usamos para articular la historieta que contamos, y palabras que desencadenan emociones encontradas, que su mero uso en una conversación produce susceptibilidades, atención, conflicto.

En la estructura de sentimientos estamos, y no puede ser descrita desde fuera por sociología alguna sino intuida en las asociaciones que evocan las palabras que usamos, al modo en que, en las películas, el psicoanalista de turno pedía al personaje que respondiese a las palabras que le proponía. No son asociaciones aleatorias, son remembranzas que dibujan sendas en la memoria con las que podríamos explorar la estructura de sentimientos sin por ello ser capaces de levantar ningún mapa. Hay palabras que unen y palabras que dividen. Pronunciadas casualmente en el intercambio casual de comentarios, erizan la piel y desatan historias y experiencias que estaban atadas a aquella palabra, de modo que el oyente responde con adversativas, con ira, contando sucedidos o lecturas que ha acumulado en la bolsa de rencor que estaba atada por aquella palabra.

No hay topografía fiable de la estructura de sentimientos, pero, como el tiempo de cada día, que consultamos pidiéndole predicciones al servicio correspondiente, la estructura de sentimientos está regida por cambios climáticos y estacionales, por ocasionales vientos y por periodos de sequía, por nieblas o por amenazas de tormenta. Hay tiempos de euforia y tiempos de ansiedad, momentos de esperanza y épocas de indignación, temporadas de tedio y rupturas de las aguas afectivas que desbordan en torrentes por las calles. La estructura de sentimientos nunca está quieta, es un cielo tan cambiante como el que une el mar y la costa; siempre sometido a brisas contradictorias, a nubarrones imprevisibles o atardeceres apacibles.

Stanley Cohen, un sociólogo nacido en Suráfrica, emigrante a un kibutz israelí en los años sesenta y afincado al final en Inglaterra, un intelectual de la izquierda británica, preocupado por cómo se manipulaba y fracturaban los sentimientos de la sociedad, le dio un nombre a ciertas tormentas afectivas que transformaban la estructura de sentimientos de modo ocasional pero no por ello superficial. Me refiero al concepto de "pánico moral", con el que describía cómo en los años cincuenta y sesenta de Inglaterra se habían estigmatizado a los jóvenes rockers y mods. Jóvenes obreros que los fines de semana llenaban de ruido, gritos y música las calles y asustaban a la clase media, amenazando no se sabe qué, produciendo una ansiedad que pronto fue aprovechada por el poder, activando las reacciones autoritarias, haciendo intervenir a la policía y llenando los telediarios de tumultos, detenciones e informes de expertos que explicaban cómo se corrompía la "juventud".

El pánico moral es a veces inducido desde arriba y a veces emerge desde abajo como si fuera una plaga de acónito y otras plantas venenosas que invaden por un tiempo los campos de alrededor. El pánico moral produce márgenes y levanta barreras de odio y temor en la estructura de sentimientos. Ciertas vestimentas, gestos, palabras o expresiones despiertan ansiedad y necesidad de acudir a la autoridad para que restaure la armonía. Corren las historias, los bulos o los ocasionales episodios de violencia que se magnifican, comentan y van de boca en boca produciendo rencores y escándalos insufribles, levantando vallas donde antes había un campo común de significados.

El pánico moral ha sido siempre el instrumento más utilizado en la política contemporánea para producir el conflicto sin el cual no habría adhesiones ni descalificaciones, sin el que no habría adversarios sino vecinos. Del pánico moral vive la prensa, la televisión, las tertulias y lo que ahora son sus altavoces, las redes sociales que lo amplifican, lo modulan y dónde sólo había existido un encontronazo casual se intuyen ahora estrategias, odios, conspiraciones y amenazas que no pueden quedar sin respuesta. Antes de que la autoridad se haya movilizado, el sistema judicial puesto en pie, la policía haya subido a sus furgonetas y se hayan constituido grupos operacionales para intervenir sobre el conflicto insalvable, ya antes la estructura de sentimientos había producido una tormenta de ansiedad y en el fondo de cada espíritu se había llamado interiormente al guardia, al juez, al inspector, al héroe necesario que habrá de traer la paz perdida.

El pánico moral quiebra cíclicamente la estructura de sentimientos haciendo emerger en el espacio de los significados una crisis más profunda que amenaza la existencia de la sociedad como tal y que produce por ello estas erupciones de afectos sobre las que se sostiene el conflicto. Quizás el origen esté en otro lugar distante, en cambios lejanos en las regiones del poder, en transformaciones en la economía y la tecnología que producen desahucios y exilios, deslocalizaciones y despidos, desesperanzas en los planes de futuro ahora ya hipotecados para siempre. Pero se manifiesta en un huracán de sentimientos que se lleva los tejados bajo los que se cobijaban las familias, ahora divididas a la hora de la cena, en vientos de odio que ciegan las miradas, las enrojecen y las tuercen, las llenan de aviesas intenciones y de profundas desconfianzas. No importa ya cuál fue la causa de la crisis, lo que queda es el tifón de ira. La autoridad espera paciente que los ánimos se caldeen para dar la orden den intervención y restaurar el orden. Es decir, para añadir un poco más de miedo a la estructura de sentimientos, sin el cual no hay gobernación posible.


La ilustración es de Marina Núñez.