domingo, 24 de febrero de 2019

¿Por qué (nos)consumimos?





El consumo, el por qué, cómo, qué y cuándo consumimos bienes, es algo mucho más misterioso y enigmático de lo que han considerado las tradicionales teorías económicas y sociológicas. No es en la economía donde vamos a encontrar la respuesta a estas preguntas que nos llevan al enigma del valor, es decir, al extraño proceso por el que las cosas se convierten en objetos y estos en bienes de consumo. Marx iluminó mucho este rompecabezas en el primer tomo de El Capital, en las profundas páginas dedicadas al fetichismo de la mercancía y al proceso de formación del valor de cambio. No es accidental que Marx eligiese un término tomado del vocabulario de su tiempo descriptor de las variedades o perversiones del erotismo. Pues el fetichismo, como el propio Marx relata, es un desplazamiento del deseo, un detournement que sitúa el eros donde no debía estar y donde se produce un olvido de su origen. Para Marx, el desplazamiento ocurre entre el valor de uso y el valor de cambio. El valor de utilidad que convierte a través del trabajo las cosas en objetos y artefactos se olvida y desplaza a su nueva naturaleza de mercancías o a su valor de cambio. El desplazamiento opera aquí como olvido y represión, al modo en el que la conciencia olvida y reprime los deseos, según el psicoanálisis. No está nada claro, sin embargo, que la alternativa marxiana entre valor de uso y valor de cambio explique de forma clara cuál es la naturaleza del consumo, por más que pueda explicar la circulación de las mercancías. No es en la economía donde encontraremos respuestas a este enigma.

La antropóloga Mary Douglas, en un texto escrito en 1979 con Baron Isherwood, El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consumo, busca en el relato antropológico las raíces del valor en los bienes de consumo. La teoría económica  concibe el consumo como un acto esencialmente individual producto de un cálculo de intereses y presupuestos por parte del individuo. Esta mirada nunca podrá explicar los hábitos cotidianos de consumo, ni los de la madre que llega a casa con las bolsas del supermercado ni el potlatch que estudiaron los antropólogos, una fiesta en la que el convocante, un prócer de la tribu, derrocha alimentos, ornamentos valiosos e incluso destruye aquello que sería un bien acumulable como riqueza.

El consumo comienza en gran medida allí donde acaba la mercancía. Consumo, define la antropóloga es el “uso de bienes materiales que está más allá del comercio y goza de libertad”. Si todo fuera equivalente en el ámbito del consumo éste no estaría sometido a las reglas tan reales como invisibles que son ajenas al valor monetario. Por supuesto que hay distinción entre las capacidades de consumo dependiendo de la riqueza, pero esa desigualdad no afecta a cómo el consumo de bienes ordena nuestras vidas. Pensemos por un momento en los regalos e invitaciones: regalamos algo que suponemos que agrada al receptor, pero no cualquier cosa. Si una amiga ha tenido un niño, le llevamos flores a la clínica, pero quedaríamos en muy mal lugar si le entregásemos el valor monetario para que ella se compre flores. En una cena de las clases altas de Nueva York, observa Mary Douglas, una nueva rica dolida porque otra hacía regalos a sus invitados en las cenas en su salón, optó por envolver billetes de cien dólares en la servilleta de cada uno. Rompió la lógica del don que no se basa en el valor de cambio sino en el acto de entregar un bien cuyo valor lo calibran bien los receptores en función de los lazos sociales que los unen al donante. Si el consumo estuviese sometido completamente a la lógica utilitarista del comercio cualquier cosa podría ser vendida. Pero tenemos problemas de muchos órdenes morales y políticos para hacerlo. Rechazamos que se vendan los favores políticos o sexuales, que se adquieran los títulos académicos.

En el consumo se encuentra la solución al enigma de los bienes, a aquello que no es sólo valor de uso o de cambio. Mary Douglas resuelve la pregunta de esta forma: “si se ha dicho que la función esencial del lenguaje es su capacidad para la poesía, asumiremos que la función esencial del consumo es su capacidad para dar sentido”.  Y efectivamente, en el consumo se crea significado, se construye lo central de nuestro lugar en el mundo que es la relación social. “Olvidémonos - sigue Mary Douglas-  de que las mercancías sirven para comer, vestirse y protegerse. Olvidémonos de su utilidad e intentemos en cambio adoptar la idea de que las mercancías sirven para pensar”.  Sirven para reatar los vínculos sociales y para expresar el perfil propio con el que la persona quiere ser reconocida. El consumo es, en definitiva, nuestro principal sistema de información sobre la sociedad.

Este carácter de sistema de información nos conduce lo que quizás ya se estará preguntando quien lea estos párrafos. Si es un puro sistema de información, ¿qué ocurre con la riqueza, la pobreza y la desigualdad? Precisamente el hecho de que el consumo represente un sistema de significados que expresa los lazos sociales nos descubre muchas cosas sobre el sistema capitalista como creador de desigualdad y sobre la creación de pobreza al tiempo que riqueza. La pobreza se define siempre en función del acceso a bienes de consumo así como a sistemas de salud, vivienda, educación y otros bienes más inmateriales. En el extremo contrario, la riqueza nos habla de la desigual capacidad de consumo y, sobre todo, de la capacidad de acumulación de capital así como otras formas de poder asociadas a la posesión de capital. Pero si miramos con una cierta distancia la historia, la cultura y la sociedad, esta división tiene que ser situada en contextos singulares. Por un lado, el nivel de consumo de la fracción más dañada de nuestras sociedades puede que sea no inferior incluso al de las clases altas de otras sociedades. Por otro lado, sociedades con una capacidad de consumo mucho menor que la nuestra no se considerarían a sí mismo pobres. Todo lo contrario. La pobreza y la riqueza tienen que ver con la capacidad de consumo pero sobre todo tiene que ver con el significado y con la reproducción social y, por ello, con la economía del deseo en una sociedad en particular.

En las sociedades fundadas sobre los rituales del don, sobre el trabajo procomún y sobre la imprescindible necesidad de preservar los lazos sociales, el consumo y el tiempo se subordinan a la salvaguarda de los vínculos que atan a la sociedad. En las fiestas del potlatch se derrochan los excedentes del año. Son más importantes los vínculos que la acumulación. Son sociedades en las que el tiempo no está sometido a un cálculo de “futuros”, que es, en definitiva, la lógica de la acumulación sino que bajo la forma de destino se ordena por los ciclos de la vida. En la lógica del capital la acumulación, como afirmó Keynes, es fruto de ese cálculo que en cierta forma trata de atrapar un tiempo en fuga, de detener el futuro.  En la creación de la mercancía no solamente hay un olvido del valor de uso, como nos explicó Marx, hay sobre todo un olvido del significado. La presión del cálculo, la conversión de todo en un sistema abstracto de mercancía tiene mucho que ver con la pérdida del tiempo como tiempo de vida y su conversión, también, en mercancía abstracta.

Es curioso, pero no sorprendente, cómo en la lógica de la invasión de la mercancía en todos los aspectos de la vida se violan incluso las más profundas reglas del intercambio de significados. Las nuevas formas de consumo, por ejemplo, crean estos extraños dones que son los “cheques regalo” que, bajo la apariencia de dar libertad al receptor para el consumo lo que hacen es simplemente traducir nuestro vínculo emocional en un valor monetario. La lógica de  la acumulación genera las espirales de consumo que constituyen nuestras sociedades. La obsolescencia programada y la renovación inagotable de bienes y marcas acompañan al destejido progresivo de nuestros lazos sociales. Mientras que en el ámbito doméstico de la familia aún seguimos vistiendo los viejos jerséis de los que nunca somos capaces de desprendernos, dedicamos los fines de semana a renovar incansablemente los armarios para presentarnos en un espacio social en donde nuestras identidades están cada vez más definidas por el precio de la ropa que llevamos encima, los automóviles  que conducimos y los smartphones que nos separan de los otros. La liquidez de nuestras relaciones y la mercantilización van juntas. Se realimentan y realimentan la acumulación de deseo insatisfecho que acompaña a la acumulación de capital. El sociólogo Pierre Bourdieu lo explicó muy bien: son estrategias de distinción. Cada grupo social constituido por hábitos de acumulación emprende una carrera para preservar su estatus a través de una competencia por un consumo que excluya a quienes no pertenecen a la clase, a la casta. Se ordena la sociedad para que los de abajo no conozcan ni las marcas ni los precios, para que piensen que por haberse cubierto con un traje de grandes almacenes en rebajas ya pertenecen al grupo. La estrategia de distinción lleva oculto para los de abajo el precio de las cosas, solamente los de dentro saben lo que vale un peine, lo que vale un traje a medida y la boutique o sastrería donde se encuentra. La acumulación también es acumulación de barreras de conocimiento: que los otros ignoren protege a los de arriba y preserva las señas de su poder.

Se objetará, quizás con razón, que si a uno no le gusta esta sociedad por qué no se va a una comunidad de la selva o al campo. La respuesta no es difícil. Primero, no hay que despreciar el creciente número de personas que optan por rebajar sus deseos de consumo, limitan su gasto y sus ingresos voluntariamente y se trasladan a habitar en comunidades donde se pueden retejer vínculos emocionales más fuertes. Pero no es necesario que esta sea la única respuesta ni la única alternativa. En primer lugar, el hecho de que uno se sienta parte de una sociedad explica por qué nos acomodamos a la lógica del consumo. Abandonarla implica un exilio social y no está nuestra psicología dotada para estas rupturas, que solamente ocurren cuando la desgracia entra en nuestras vidas. Si el consumo expresa el sentido de nuestras vidas y la trama de significados define a una sociedad y a sus vínculos emocionales, cabe una respuesta que no es necesariamente el bajarse del mudo, la expatriación y el desarraigo. Se trata de cambiar el rumbo, de transformar la sociedad frenando la lógica de la acumulación y la colonización de la mercantilización de todos los espacios de la vida. Transformar la sociedad entraña modificar el tiempo y el consumo. Orientar el consumo hacia el don y la reproducción de nuestros lazos en una recuperación de lo común. Hacer de la sociedad un hogar para que podamos estar en ella con los viejos pantalones y jerséis, transformando las estrategias de distinción en tácticas de amor.

domingo, 17 de febrero de 2019

El silencio de la multitud




Aunque nadie lo crea, hubo un tiempo en que se permitía fumar en los espacios comunes. Por ejemplo, en las clases. Recuerdo las clases de mi primer curso de Comunes en la Universidad de Salamanca, en la Facultad de Letras, cuando las humanidades tenían atractivo y el aula de mi grupo se llenaba de unos ciento cincuenta, a veces doscientos estudiantes. Al final de la tarde (las clases eran de cuatro a ocho) en la última clase era imposible leer la pizarra por la nube de humo, especialmente quienes, como el que suscribe, se sentaban en la última fila para poder criticar al profesor o leer otras cosas (algo que me enfada ahora cuando doy clase y me olvido de quien fui). El caso es que todos estábamos muy molestos, sufríamos un montón de toses y olores desagradables, pero nadie dijo nunca nada. Todos suponíamos que a los otros el humo no les molestaba. También por entonces, aunque nadie lo crea, los miembros de la generación de nuestros padres en España se declaraban mayoritariamente católicos. Como tales estaban obligados a cumplir la norma de no usar en absoluto medios anticonceptivos en sus relaciones sexuales. Dado que el sexo estaba unido a la reproducción, había que dejar al albur del improbable y casual desencuentro de espermatozoides y óvulos la esperanza de un embarazo no deseado. Todos sufrían esa norma pero creían que los demás la obedecían.

Este fenómeno persistente tiene un nombre: Ignorancia pluralista. Se lo dieron dos psicólogos, Daniel Katz y Floyd H. Allport en 1931 estudiando la conducta de los estudiantes norteamericanos en los campus, por ejemplo en el consumo de alcohol en las fiestas, al que la mayoría se sentían obligados en la creencia de que era algo que todos disfrutaban. Sus experimentos se han repetido múltiples veces (abundan ahora las observaciones sobre el sexo casual en las fiestas del campus, donde muchas estudiantes se sienten obligadas a aceptarlo en la creencia de que sus amigas lo disfrutan de forma entusiasta). Definieron el fenómeno de esta forma: "una situación donde la mayoría de los miembros de un grupo rechazan una norma pero creen equivocadamente que los demás miembros la aceptan".

El fenómeno era conocido desde la más remota antigüedad. En el "exiemplo XXXII" de El Conde Lucanor del Infante don Juan Manuel, escrito sobre 1335, recopilando cuentos árabes e hindúes, se narra la historia de unos pícaros que se ofrecieron al rey para tejerle un traje con una tela que le permitiría saber quiénes no eran hijos del padre que creían tener. Bastaba con que no viesen el paño. Así, en la corte, nadie se atrevía a decir que el rey estaba desnudo por temor a que los demás les creyesen unos bastardos. Christian Andersen lo popularizó en 1831 en su cuento "El nuevo traje del emperador". En él es una voz infantil la que hace público lo que todos sabían pero creían que los demás no creían: que el emperador estaba desnudo.

El fenómeno ha sido estudiado por psicólogos, sociólogos, teóricos de la información y  epistemólogos. Es un mecanismo muy profundo en el que la mayoría de un grupo cree que algo es falso (o verdadero) y al tiempo cree que los demás creen que eso es verdadero (o falso). La disociación es más compleja de lo que aparece a primera vista  pues se mezclan dos tipos de conocimiento: el de primer orden, en el que alguien cree o sabe algo, y el de segundo (e incluso tercer orden) en el que se cree que otros saben lo contrario. En el caso de El Conde Lucanor, es de tercer orden: se cree que los otros creen que uno es un bastardo si cree que el rey está desnudo.

Como nos enseñan los inteligentes autores del libro Infostorms: Why do we "like"? Explaining the social behavior on the social net, la ignorancia pluralista es el cuñado tonto del conocimiento común. Este conocimiento es aquél que tiene un grupo en el que la mayoría conoce una información y sabe que los demás la comparten. Por ejemplo, los horarios de clase: aparecen en el espacio público de los tablones de anuncio o en las páginas de internet de las instituciones educativas. Para tener conocimiento común es necesario que exista un espacio público donde se comparta la información de modo que todos sepan que los demás también la tienen. En un espacio público relativamente sano, el conocimiento común se convierte en la base fundamental de las sociedades bien ordenadas. Pero a veces ocurren fenómenos de aprovechamiento mendaz de este espacio: en el caso de la ignorancia pluralista hay un conocimiento distribuido que es contradictorio con la creencia común acerca del grupo.

De las muchas distorsiones cognitivas que dañan nuestras sociedades, la ignorancia pluralista es una de las más dañinas para una sociedad democrática porque tiende a producir obediencia voluntaria a la autoridad y porque es fácilmente manufacturable. Otras, que ya he tratado en este blog, como las cámaras eco, las teorías de la conspiración, los filtros burbuja, etc. tienden a crear polarización y agrupamientos, pero la ignorancia pluralista está ordenada a generar sumisión voluntaria. NO es difícil crear estos efectos. Basta con ocupar los espacios públicos de la palabra y la información con técnicas que producen desconexión más que comunidad en el saber; con mensajes unidireccionales que hacen pasar por verdades lo que no son más que "bullshit", paparruchas o pura propaganda.

Los ejemplos se multiplican. No es infrecuente en los partidos cada vez más autoritarios, que la mayoría de los miembros consideren sotto voce que los líderes del partido son incompetentes, pero no se atreven a decirlo en la creencia de que los demás están convencidos de que son sabios, prudentes, astutos y políticamente hábiles. Lo mismo suele ocurrir en las empresas y otras muchas instituciones. En las formas nuevas de cursus honorum, en la competencia por el poder que imponen a las conciencias las educaciones neoliberales que nos infectan, no es infrecuente que escalen las alturas del poder pillos como los sastres de El Conde Lucanor, que convenzan a la audiencia de que si emiten la menor crítica es porque tienen un alma de bastardos.

Las nuevas técnicas de manipulación informacional permiten que lo que antes era un fenómeno común, preocupante pero no hasta el punto de contaminar de modo grave las estructuras de fondo de las sociedades democráticas. Me asalta la sospecha de que la creciente deriva mundial de las democracias hacia oligarquías enmascaradas se debe en parte a un uso sistémico e industrial de la ignorancia pluralista para sostener la sumisión voluntaria de los ciudadanos a estructuras de poder que todo el mundo considera injustificables.

El cuento de Andersen hace muy recomendable el consejo del Evangelio de Marcos, 18, 1-11: "en aquel tiempo se acercaron los discípulos de Jesús diciendo ¿quién es el mayor en el reino de los cielos? Y llamando Jesús a un niño les dijo: de cierto os digo que si no os volvéis y hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos?" Nietzsche dijo lo mismo en Así habló Zaratustra. Hay que volverse niños para ver al poderoso desnudo. "Los niños y los locos dicen la verdad", afirma el viejo refrán recogiendo la intuición de que los intereses y los miedos que ahorman la racionalidad de los adultos a veces crean cegueras y metacegueras (cegueras a las propias cegueras). Si nuestra educación a veces nos llena de prejuicios y filtros, no es extraño que Nietzsche afirmase que el estadio superior de la humanidad tenía mucho de adquirir la ingenuidad de los niños, su sensibilidad a lo que ocurre y su perpetua curiosidad y el salirse de la lógica del permanente cálculo.






domingo, 10 de febrero de 2019

Encerrados en la burbuja



El cerebro humano fue configurado bajo fuerzas evolutivas contradictorias y el resultado ha sido un frágil equilibrio negociado entre diversas exigencias: la autonomía frente a la dependencia de otros, las emociones frente al razonamiento frío, la audacia frente al miedo, la convicción frente a la duda, la curiosidad frente a la tradición, y, así, otras muchas similares. Por otro lado, desde Freud, la psicología experimental ha comprobado sobradamente que nuestra vida mental consiste en gran medida en un esfuerzo continuo por reducir la ansiedad que produce la vida misma en todas sus manifestaciones. La disonancia cognitiva (que así se llama este fenómeno) rige nuestra cabeza en prácticamente todas las circunstancias de la vida. Una de sus manifestaciones y productos es el efecto de "burbujas epistémicas" que, a su vez, explica otro fenómeno mucho más peligroso y de orden social que es el denominado "cámaras de eco".

Sostenía el filósofo americano Charles S. Peirce, en un clásico trabajo titulado "La fijación de la creencia", que el razonamiento humano estaba ordenado a reducir la ansiedad que produce un estado de duda, de curiosidad o de reconocida ignorancia. Esta ansiedad impulsa el deseo de conocer, algo característico del cerebro humano. Ahora bien, el deseo de conocer pasa por el estado de creer, que es lo que produce un razonamiento: tenemos ciertas evidencias que nos llevan a creer algo. Una mente perfecta, por ejemplo la que hubiese sido diseñada inteligentemente por Dios, sabría que el estado de creencia es efímero, es solo un paso porque no es lo mismo creer que saber, y el cerebro debería reaccionar planteándose la posibilidad de estar equivocado, y por tanto de buscar más información y contrastar las creencias propias con las ajenas. Pero nuestra mente no ha sido diseñada por ningún ser inteligente. Desgraciadamente, la distancia entre creer y saber provoca más ansiedad y el mecanismo reductor de ella nos lleva a confundir sistematicamente creer que se sabe algo con saber algo. A este fenómeno de encerrarse en una creencia para no tener que buscar más se denomina "burbuja epistémica".

No es un fenómeno particularmente peligroso porque suele ser muy efímero gracias a que somos muy dependientes unos de otros y en general tendemos a cambiar de opinión cuando otros cuestionan nuestras ideas y nos proporcionan nuevos datos. La institución de la enseñanza se basa en un juego inteligente entre el asentamiento de convicciones y la dependencia de las enseñanzas docentes. Pero, de nuevo, esta fragilidad y vulnerabilidad humana abre un enorme espacio de negocio económico y político cuando se crean mecanismos industriales informacionales ordenados a la explotación sistémica del deseo de reducir la ansiedad. Uno de los más dañinos es la creación de "cámaras de eco", acompañadas generalmente por herramientas de "filtros de burbuja". Son muchos los trabajos que empiezan a hacernos conscientes de lo peligrosos que se han vuelto estos dispositivos. C. Nguyen explica muy bien por qué:

Una cámara de eco es un sistema socialmente organizado que está ordenado a que se desacrediten todas las voces que pudieran contradecir una cierta opinión, que, a su vez, pudiera poner en crisis nuestras creencias. Es un sistema activo y organizado para limitar nuestra dependencia de otros a aquellos que nos son afines. Las cámaras de eco suelen usar los filtros burbuja, que son mecanismos diseñados para que solo nos lleguen ciertas ideas. Los recientes algoritmos de FaceBook y Google son productores de filtros burbuja que, a su vez, permiten la construcción de cámaras de eco. El filósofo del derecho Cass R. Sustein, consejero de Obama para asuntos de información, ha escrito numerosos libros alertando del gravísimo daño a la democracia que están produciendo las cámaras de eco y los filtros burbuja.

En la medida en que el mundo se ha complicado mucho y nos es difícil saber a quién creer y qué creer, la industria de la polarización se ha desarrollado de una manera espectacular hasta constituir un elemento sustancial del sistema geoestratégico económico y político. Cuando Steve Bannon llega a Europa con la intención de enseñar a manejar estos instrumentos a los nuevos partidos ultraderechistas no es porque le interesen mucho esos partidos en sí, que sabe bien perecederos y con estrategias bastante vulnerables. Le interesa mucho más la estrategia secundaria de crear fenómenos de cámaras de eco de manera que la fracción conservadora de la sociedad y los partidos de centro y derecha se polaricen cada vez más hacia ciertas convicciones que a él le interesan (en su caso, la convicción de que la Unión Europea es inútil y dañina para los estados-nación). Lo iremos viendo en los próximos meses, pero el instrumento está muy bien diseñado y produce efectos espectaculares.

No solo la derecha ha creado cámaras de eco. La izquierda, y en particular los nuevos partidos, especialmente Podemos, más cercanos a la sociedad digital y al uso de redes han hecho un uso frecuente del mecanismo. Hay una diferencia, sin embargo, con el uso que ha hecho la derecha, formada en las escuelas de la Fox, el Wall Street Journal y medios semejantes: mientras que las cámaras de eco de estos enormes complejos informacionales siempre han tenido un objetivo estratégico: desacreditar ciertas opiniones para encrespar y crear hegemonía neoliberal, la izquierda, generalmente pobre en sus audacias, los ha empleado simplemente para desacreditar a la fracción de grupo que no coincidía y amenazaba bien sus convicciones, bien sus puestos de trabajo burocráticos. El caso es que mientras las cámaras de eco producen en la derecha hegemonía en la izquierda producen desaliento.

Uno podría concluir que lo que debemos hacer es lo mismo que la derecha solo que en dirección contraria. No. El problema de estos instrumentos es que degradan la mente de los ciudadanos y nos convierten en masas dóciles. Una democracia avanzada, deliberativa, tensa, plural, radical, debe dotarse de instrumentos para disolver las cámaras de eco, abrir ventanas informacionales y debilitar las burbujas epistémicas en las que se encierran a los ciudadanos. Se dirá que es imposible, que la democracia exige el partidismo, la polarización. Bueno: la afiliación, el estar de un lado u otro puede ser un hecho natural sin que ello conlleve degradación de la lucidez y explotación de la ansiedad de la disonancia cognitiva. Hay medidas para ello. El primero es el cambio de las prácticas autoritarias hacia prácticas que promuevan mentes abiertas y críticas. Los partidos suelen blindarse frente a la diversidad interna y las críticas a la dirección. En una especie de New Speak, las comisiones internas de garantías están ordenadas a garantizar solo el dominio de las burocracias de la élite. Pero esas prácticas pueden ser corregidas legalmente mediante la proliferación de sistemas públicos de garantías frente a todas esas formas de autoritarismo que hacen crecer al final las burbujas epistémicas. Hay muchas medidas legales que pueden arbolarse para mantener una razonable ansiedad epistémica en la ciudadanía sin la que no funciona la democracia: negociar siempre la necesidad de depender de otros con una duda permanente en los otros y sobre todo en nosotros mismos.










domingo, 3 de febrero de 2019

Ferromagnetismo social



El ferromagnetismo es el mecanismo básico por el que en ciertos materiales las moléculas se polarizan convirtiendo la muestra en un imán. Este fenómeno es el que metafóricamente da nombre al fenómeno de la polarización de grupos. Moscovici y otros psicólogos sociales descubrieron este mecanismo a comienzos del siglo pasado y desde entonces se ha convertido en un tema clásico de la psicología social y, más recientemente, de la filosofía política preocupada por la crisis de la democracia en el mundo. La polarización de grupos explica una parte sustancial del crecimiento del autoritarismo y de la aparición de amenazas reales contra la democracia.


Solo en los últimos meses (año pasado, 2018 y este mismo año) se ha publicado un notorio número de libros que analizan la crisis de la democracia: How Democracies Die; The New Totalitarian Temptation. Global Governance and the Crisis of Democracy in Europe; Overripe Economy. American Capitalism and the Crisis of Democracy; Take Back Higher Education. Race Youth and the Crisis of Democracy in the Post-Civil Rights Era; o el triple volumen, publicado este año: Populism and the Crisis of Democracy. John Rawls advertía en su libro El liberalismo político que la democracia era un invento histórico (si exceptuamos el experimento ateniense, lleva en el mundo poco más de doscientos años) y no es inverosímil que vuelva a desaparecer. El problema es muy serio. Mucha gente da por descontado que la democracia es un sistema estable, pero es una peligrosa ilusión. Cristina Lafont, una filósofa española catedrática en la Northwstern University sostiene que Estados Unidos posiblemente se esté convirtiendo en una oligarquía, y tal vez podríamos hacer un similar juicio taxativo de la Comunidad Europea.

Es común también creer que la amenaza a la democracia viene solamente de los recientes triunfos electorales de partidos o movimientos ultraderechistas a lo largo y ancho del mundo. Ciertamente, es un presagio oscuro que nos llena de pavor, pero es solamente un resultado producido por causas más profundas que están en la base del proceso de decadencia. Tendemos a hacer juicios comparativos con otros tiempos pasados sin darnos cuenta de que el contexto ha cambiado profundamente. En el nacimiento de los fascismos del primer tercio del siglo XX estaba presente el hecho histórico de la Revolución Rusa y el inmenso poder de los movimientos obreros que hacían plausible la generalización de una revolución proletaria a lo largo de los países industrializados. El fascismo fue un claro instrumento contrarrevolucionario y se impuso en muchos países en los que la revolución era un horizonte cercano. Las amenazas actuales a la democracia se producen en un entorno muy diferente de orden económico, político y tecnológico. Ahora es el momento para pensar si la amenaza no es acaso más seria que entonces. Ya no hay movimientos organizados de resistencia como antaño y los medios técnicos de contaminación son mucho más poderosos.

Se ha diagnosticado que el problema es la globalización y sus perdedores. Muchos analistas de izquierda se alinean con Trump, Orban y Salvini en este diagnóstico. También han surgido numerosos libros que se resumen en “el capitalismo desbocado amenaza la democracia”.  Entre nosotros, Esteban Hernández ha escrito varios interesantes libros sobre este tema: El fin de la clase media; Nosotros o el caos; Los límites del deseo; El tiempo pervertido. El diagnóstico es acertado y es sensato compartirlo. Como demostró fehacientemente Piketty, el periodo de la sociedad de consumo masivo ha ocluido el persistente y exponencial crecimiento de la desigualdad en el mundo. No es pues incorrecto afirmar que la cantidad de desigualdad muta en cualidad y amenaza a la democracia metamorfoseándola en una oligarquía enmascarada.

Cierto. Éste es uno de los factores causales. El filósofo Jon L. Mackie dio una clásica definición de causa que en inglés se resume en las condiciones INUS: insufficient but non-redundant parts of a condition which is itself unnecessary but sufficient for the occurrence of the effect (partes insuficientes pero no redundantes de una condición que ella misma es innecesaria pero suficiente para la ocurrencia del efecto). Discúlpenme y olviden el trabalenguas. Se entiende fácilmente con un ejemplo: la presencia de oxígeno en el aire explica parcialmente por qué explotó la cocina: si el gas no hubiera quedado abierto, si no hubiese habido un cortocircuito que hizo saltar una chispa, si la ventana no hubiese estado cerrada… etc. La circunstancia de acumulación de todos los factores fue suficiente aunque sus partes no lo fueran.  Cierto. El capitalismo salvaje es una parte explicativa de la implosión de la democracia, pero no es todo el relato. Faltan más factores.

Debemos pensar que el tumultuoso proceso de polarización de grupos facilitado por la nueva mediación cultural de la tecnología de redes es también un factor cultural que contribuye a la degradación. La polarización de grupos está bien estudiada. Una persona tiene una cierta opinión sobre algo: puede tener prejuicios racistas, o cierta aversión al riesgo en las inversiones, o está convencida de ser de izquierdas en política. Se mueve en un grupo de gente afín que mantiene opiniones similares con quienes interactúa. Al final del proceso se habrá movido hacia posiciones extremas: no solo habrá reafirmado sus convicciones sino que las habrá convertido en mucho más radicales y estará dispuesta a apoyarlas.

Este fenómeno es muy natural y la psicología social ha ofrecido múltiples explicaciones entre las que destaca nuestro deseo natural de sentirnos acogidos en un grupo, que se define por una cierta opinión. No hay nada malo ni bueno en ello, y muchas veces es un factor muy positivo en la formación de movimientos que transforman el mundo para mejor. La cuestión es cuando este mecanismo psicológico es explotado industrialmente para producir resultados sociales ajenos a los objetivos más o menos morales o identitarios que definen al grupo. Por ejemplo: cuando los líderes políticos usan la polarización de grupo para afirmarse como tales y no para promocionar lo que serían los objetivos de su movimiento; cuando las empresas de comunicación emplean la polarización de grupos para generar beneficio y no para clarificar las diferencias de opinión; cuando las élites político-económicas instrumentalizan la polarización para ocultar sus miserias inconfesables y distraer la atención ciudadana hacia fenómenos periféricos.

La tecnología contemporánea en sus múltiples variantes de las mil pantallas y plataformas ha generado una poderosa herramienta que aparentemente es neutral respecto a las ideologías en competencia puesto que es superficialmente formal. De hecho, partidos, empresas e instituciones adoptan este instrumento a través de sus nuevos grupos de gestión de redes y comunicación. Lo grave es que es sólo superficialmente formal. De hecho afecta a la estructura democrática de la sociedad, puesto que también la democracia es una cuestión de formas.

Podría decirse: ¿estás afirmando que la democracia debe orientarse al consenso y no desvelar los conflictos? No. Todo lo contrario. La democracia es un modo de hacer explícitos y resolver los conflictos, no necesariamente, de hecho casi nunca, a través del consenso. Lo que ocurre es que la polarización de grupos manipulada industrialmente es un fenómeno que produce ceguera respecto a los conflictos de fondo, respecto a las situaciones de hecho, puesto que está diseñada para ser usada para objetivos, fines y valores oblicuos.

La polarización de grupos genera ceguera cognitiva respecto a la sociedad. Los psicólogos han detectado un resultado colateral que se denomina “ignorancia plural”. Este mecanismo hace que gente que rechazaría personalmente una norma sin embargo cree que el grupo la acepta y eso le lleva a seguirla en la práctica. El autoritarismo que crecientemente inunda los partidos políticos o las empresas se aguanta por la incorrecta creencia de que todos aceptan como inevitable esa situación. Se han descrito como ejemplos históricos la extensión del racismo en Estados Unidos o la sumisión de los miembros del Partido Comunista en la antigua Unión Soviética. No quiero poner ejemplos de ignorancia plural en nuestro entorno inmediato. Sobran.

¿Cómo se usa industrialmente la polarización de grupos a través de las nuevas tecnologías? También hay un nombre para ello: la creación de “Cámaras de eco" y "Burbujas de filtro" (brubujas epistémicas).  Se trata del uso de los instrumentos informacionales para construir grupos de afines donde producir polarización orientada al servicio de las élites de turno: repitiendo una y otra vez el mismo mensaje, usando algoritmos para generar grupos afines, disminuyendo, en definitiva, la diversidad, el contraste, la calidad deliberativa.

La democracia está en peligro, desgraciadamente, no porque se otee a los bárbaros en el horizonte sino porque la barbarie ha contaminado ya nuestras formas básicas de constituir la sociedad. Estamos internalizando los mecanismos de segregación, asumiendo riesgos, adhiriéndonos a líderes, marcas, símbolos y banderas como resultado de dispositivos que han sido creados para otra cosa: generar oligarquías políticas, económicas, culturales. A veces, cuando miramos solamente a la economía y la política se generan puntos ciegos hacia la fuerza determinante que ha adquirido ya la cultura. Porque ya es también economía y política.