sábado, 17 de diciembre de 2022

Religión para no creyentes


 

La gente no creyente lo es por diversas razones, causas o azares. En mi caso por razones morales: observo una correlación muy estable entre religiones institucionalizadas e intolerancia y violencia. Las religiones que conozco suelen legitimar la violencia, el poder de las élites, normalizan la desigualdad y suelen oponerse a las democracias que separan las instituciones públicas y los componentes religiosos. También por razones epistémicas: aunque no soy inmune a las supersticiones, como casi nadie, tiendo a conservarlas bajo control. No creo en seres sobrenaturales y por ello no puedo aceptar prácticas ni creencias religiosas basadas en ellos.

No aceptar las religiones institucionales no implica, al menos en mi caso, despreciar todo lo que está asociado a las religiones históricas tanto en su producción de representaciones y mitos como también en lo mejor de las prácticas y rituales que han generado entre sus fieles. Tampoco implica rechazar mucho de lo que está asociado a la actitud religiosa ante la propia vida, la sociedad y la naturaleza. De hecho ha habido religiones que no tienen creencias en seres sobrenaturales, que practican alguna forma de panteísmo o que, simplemente aceptan que cabe una tolerancia universal a todas las religiones (no necesariamente a sus violencias institucionales ni a sus sectarismos y mezclas del poder político y cultural con el religioso).

Las religiones realmente existentes son hechos sociológicamente complejos en donde encontramos componentes funcionales y otros menos funcionales. Son funcionales aquellas actitudes, prácticas y  creencias que se estabilizan oblicuamente no por su utilidad directa sino porque están asociadas consciente o inconscientemente a utilidades sociales, como por ejemplo, paliar la soledad y renovar los vínculos comunitarios asistiendo a los ritos religiosos. Esos componentes funcionales son parte de los rituales que forman los cimientos de la sociedad, como la tendencia de los adolescentes a reunirse en pandillas y realizar gestos y acciones con una estructura de ritual de paso. En buena medida, religiones e identidades colectivas suelen unirse y, en la medida en que hay componentes oscuros tanto en las religiones institucionales como en las mismas identidades, estos componentes tienden a reforzarse mutuamente. En el extremo más peligroso están los fundamentalismos de comunidades o sociedades que se ven llamadas a una misión universal, que generalmente acaba en sangre. La funcionalidad hacia dentro produce caos hacia fuera.

Hay muchos otros componentes que no son funcionales, sino que se asocian a los deseos de trascendencia: pensar la propia vida y la vida colectiva más allá de los estrechos límites de la cotidianidad y el tedio diario. Esa trascendencia puede que los creyentes la encuentren en historias sobrenaturales pero también puede encontrarse en formas de meditación sobre el misterio del alma humana, del arte, el heredero natural de la religión en el mundo moderno, o en la celebración de la vida en todo el esplendor de nacimiento, desarrollo, muerte y reproducción.

Otros componentes forman parte de la necesidad humana de rituales organizados y sancionados colectivamente: los rituales de paso, rituales de memoria, de duelo, de celebración, de tristeza o exaltación colectivas. La modernización acelerada tiende a destruir los espacios, tiempos y formas rituales tradicionales, lo que está en la base de los fundamentalismos religiosos que tratan de resistir esta destrucción (al tiempo que paradójicamente sostienen las causas económicas y culturales (capitalismo y neoliberalismo) que la generan sin piedad. Los estados de derecho basados en el laicismo, por su parte, no acaban de preservar la posibilidad de estos rituales sin asociarlos necesariamente a las religiones constituidas. Tampoco las organizaciones y movimientos sociales laicos o directamente ateos resisten esta destrucción de lo ritual, sino que muchas veces colaboran activamente sin reparar en que se convierten en cómplices de lo peor del capitalismo que es la generación de caos social y mental al compás de la producción de beneficios.

En lo mejor de la resistencia humana asociada a la vida y no a la muerte hay elementos que podríamos pensar como místicos y religiosos: la solidaridad y fraternidad humanas, el don como relación entre personas y grupos, la resistencia a la mercantilización e instrumentalización, la búsqueda de la paz entre humanos y no humanos, la esperanza y confianza en la capacidad humana de superar sus propias tendencias a la barbarie y la destrucción. La celebración de la vida, de lo sublime de la naturaleza de la que formamos parte y el temor compartido a lo oscuro de los impulsos de muerte.

Todo ello puede y debe ser acogido como herencia común humana y aceptado en una multiplicidad de ritos y prácticas, se califiquen a sí mismos como religiosos o no. Ello no impide que las sociedades puedan y deban defenderse de los componentes malignos de todas las asociaciones que generen efectos antidemocráticos y asociales, sean iglesias o no: de sus deseos de poder, conspiraciones, exclusiones y variadas formas de violencia. La valoración de la actitud religiosa no excluye políticas a un tiempo de tolerancia y aceptación positiva pero también de control implacable del sectarismo y la violencia.

Yo soy ateo gracias a dios, por ello estoy convencido de que el ateísmo no excluye la encarnación de todo lo mejor de las religiones sin cargar con el peso y el dominio de sus poderes infernales.

 


jueves, 24 de noviembre de 2022

Valores, significados, orden y tiempo

 


Las éticas naturalistas tienden a creer y pensar que los valores tienen orígenes en nuestra constitución biológica o sentimental y que han sido diseñados por la evolución. Las éticas transcendentales, en el otro polo, tienden a explicar el origen de los valores en la reflexión personal y colectiva. En un dominio más amplio que el de la ética, ‑-el espacio de la vida cotidiana o mundo de la vida del que habla Habermas‑‑  es poco aconsejable adscribirse a cualquiera de las dos tradiciones. Ni los valores de cambio, ni los de uso, ni siquiera los simbólicos son explicables dentro de los estrechos márgenes de cualquiera de ellas: ¿por qué los tomates de variedad rosa o cherokee valen más que los canarios?, ¿por qué es conveniente llevarse un mapa al campo por si no tienes cobertura de móvil?, ¿por qué es inadecuado saludar a tu rector con los gestos de hip-hop o darle la mano a tu pareja por la mañana?

La otra esfera en la que encontramos respuestas insuficientes es la esfera de los significados y/o sentidos. Para una tradición tan larga como poco cuestionada, los significados y sentidos nacen con el lenguaje: “el lenguaje es la casa del ser” en un universo que nos ha dejado sin hogar sostiene Heidegger, en una expresión resuena tanto el romanticismo como Aristóteles. Esa tradición deja a los reinos de la vida fuera del reino del sentido como si plantas, gusanos y simios carecieran de significados al carecer de lenguaje. Aunque tampoco es convincente la reducción teleológica de los significados a biología como hace la teórica del significado Ruth Garrett Millikan.

Valores y significados tienen que ver con el cuerpo y la vida, pero también con algo más profundo que compartimos con todos los seres vivos, aunque la forma de compartirlo sea muy particular de los seres humanos: el tiempo y el orden del tiempo. Producción, reproducción, nacimiento y muerte son órdenes del tiempo que caracterizan la forma especial se seres termodinámicos que son los seres vivos. Los humanos vivimos el orden del tiempo de un modo especial, a través de la coordinación y ajuste de nuestras acciones en la forma en que nos constituimos como animales sociales.

Todos los seres vivos hacen cosas. Los humanos también, pero de un modo estratégico: hacemos cosas para hacer cosas. Cosas con el mundo, cosas con otros cuerpos y mentes, cosas con nosotros mismos: dibujamos un boceto, construimos una mesa, colocamos mercancías en estantes, imitamos los gestos de otros, escribimos textos. Hacemos cosas que hacen mundos y que rehacen cuerpos. Todos los actos, incluidos los intelectuales son materiales y tienen consecuencias materiales. En el mundo de la representación las cosas entran de forma oblicua: un espejo en un cuadro no es un espejo si está pintado, ni un texto es un texto (si el espejo es un espejo y el texto es un texto aquello ya no es un cuadro sino un trozo de mundo). En el teatro la muerte no es muerte, y si matamos a alguien en escena ya no es teatro sino crimen. Pero hacemos cosas con los significados representacionales: cosas en la mente de los espectadores.

¿Qué valen las cosas que hacemos? El gran cómico Gila se preguntaba si sus monólogos valían para algo y recordaba que su padre, ebanista, hacía muebles que valían para algo. No hay duda de que los monólogos de Gila valían mucho y valían para mucho: hacemos cosas que valen por sí mismas o que valen como significados.

Hacemos cosas para conjurar el caos, para generar orden en nuestra vida, para “dar” sentido, que no es sino un modo de vivir el tiempo como tiempo de posibilidades. Cosas, significados y valores crean orden y transforman el tiempo.

La economía política clásica, cuando se planteaba el origen de la riqueza de las naciones, dividía a las gentes entre productivas e improductivas, a saber, entre quienes para estos autores producían cosas valiosas (bienes e intercambios de mercancías) y quienes no lo hacían. La producción y comercio eran la fuente de valor y riqueza. Pero tenían un concepto menguado de valor y producción. Marx se encargó de aclararlo al analizar cómo el valor nace del tiempo de trabajo, tiempo social necesario para la reproducción social.

El tiempo es el origen del valor, como también del significado: pero lo es en tanto que tiempo ordenado. Para Marx, el tiempo que cuenta es el del trabajo asalariado, ordenado por la jornada de trabajo, de la que el dueño de los medios de producción se apropia de la plusvalía o tiempo sobrante de la reproducción. Marx tenía razón en que no hay que analizar el valor fuera de la historia, las formaciones sociales y modos de producción, pero su trabajo se limitó a la tensión entre valor de uso y valor de cambio, y a la forma de trabajo asalariado, que dejaba fuera muchas otras formas de trabajo así como de producción: el trabajo doméstico, el intelectual, o las nuevas formas de producción que aparecen en el consumo contemporáneo en el capitalismo de la atención. Tampoco le dedicó mucho tiempo a la relación entre valor y significado,  ni a las formas de valor simbólico.

En el tiempo de la vida humana son las formas de orden las que cuentan: el orden del mundo es producido por la coordinación de acciones y genera confianza básica, inteligibilidad y planes de vida. Es un orden creado a la vez por la memoria, la imaginación y la agencia. Un orden de posibilidades, que, por su parte, remite a modos de orden primigenios como los calendarios y horarios, que son abstracciones que reflejan la coordinación del tiempo social y que son parte intrínseca del poder.

Cosas, significados y valores nacen juntos en y del orden del tiempo. La vida consiste en elevar muros a la irrupción del caos. Para ello necesitamos calendarios, mapas, artefactos, textos y representaciones. Hacer cosas que ordenen el mundo. En la película Hacia rutas salvajes, el protagonista abandona el orden cotidiano y se interna en las tierras libres de Alaska, pero lo hace sin mapas ni información adecuada. Muere envenenado con una hierba que pensaba que era comestible, según su libro, pero que estaba mal identificada, y a pocos kilómetros de un lugar civilizado porque carecía de mapa. Llamamos salvajes a los espacios y tiempos sin orden, que vacían de significados y valores la existencia.


domingo, 13 de noviembre de 2022

¿Por qué soy materialista?

 


Es un término obsoleto donde los haya. ¿Quién se declararía materialista sin un poco de rubor sabiendo lo que sabemos de cómo se organiza la naturaleza? ¿Es que acaso desprecias la espiritualidad, las emociones sutiles, los valores y el sentido? ¿Cómo puedes pensar que todo es materia?  La mecánica cuántica clásica disolvió la idea ingenua de materia, al postular que los últimos componentes de lo real se muestran como partículas o como ondas dependiendo de las formas de interacción física. La mecánica cuántica de los últimos tiempos añade la información al complejo onda/partícula al concebir la información como algo físico, como la estructuración de los componentes más elementales. Cada uno de los niveles de organización de la realidad manifiestan grados de autonomía que amenazan cualquier intento de reducción: la química, la vida, la mente, la cultura y la sociedad. ¿Cómo se puede hoy día ser materialista?

El materialismo tiene una larguísima historia, en la que hay que incluir la no menos larga historia de sus oponentes críticos, dualismos e idealismos. El materialismo no es simplemente una teoría de los componentes últimos de la realidad, es también una manera de abordar la riquísima estratigrafía de organización del universo, incluyendo la mente, la sociedad y la cultura. No es simple cientificismo, o si es cientificismo es todo menos simple. Hay materialismos históricos y sociales y materialismos culturales. Tampoco está comprometido con un reduccionismo simple de lo alto a lo bajo, de lo espiritual a lo físico. Si hay reduccionismo está lejos de ser simple.

El materialismo contemporáneo se suele calificar como "fisicalismo" en la filosofía analítica, pero esto de los nombres son estrategias muchas veces académicas para no asustar a las autoridades de toda laya. "Materialismo" está bien, no hace falta cambiarle el nombre, aunque sí probablemente los apellidos.

La tesis más sutil del materialismo contemporáneo es el concepto de "superveniencia", que no suele formar parte del vocabulario filosófico continental (jamás se lo he oído a un deleuziano o a un lacaniano, ni tampoco a las muchas variedades de spinozismo que forman el río principal del delta filosófico contemporáneo).

La tesis de la superveniencia sostiene que todo cambio o fenómeno en un nivel de organización alto de lo real entraña un cambio en un nivel de organización básico. Por ejemplo, pensamientos, emociones y microcambios en los estados mentales sobrevienen sobre cambios neurofisiológicos (en las redes neuronales, en las comunicaciones de neurotransmisores,...) y estos cambios fisiológicos sobrevienen sobre cambios y fenómenos físico-químicos más básicos aún. La sobreveniencia no implica necesariamente el reduccionismo, no hay necesidad de ello, es simplemente un modo de recordar cómo está hecha la realidad.

Las disputas más arduas en el materialismo contemporáneo han estado no tanto en la tesis de la sobreveniencia sino en cuál es la base material de los fenómenos mentales superiores. Una línea, representada por Fodor, sostenía que puesto que los fenómenos mentales se caracterizan por tener contenido o significado, y el significado siempre es producto de una articulación de elementos semánticos que corresponden a la articulación del lenguaje, la base de la sobreveniencia debería ser una correspondiente articulación de la base neurofisiológica, algo así como la correlación entre las palabras que usted está leyendo en la pantalla y la que constituye el lenguaje máquina que ordena los flujos de electrones en los semiconductores de la CPU. 

Afortunadamente, esta idea, que es en el fondo materialismo cartesiano o dualismo por otros medios, no es compartida por una gran parte de quienes defienden formas más abiertas de materialismo: el materialismo del enactivismo o post-cognitivismo contemporáneo es mucho más interesante: la base material de lo espiritual, de los significados y contenidos, de todo lo que puede ser descrito como cultural o social no son los estados neuronales o no solo: sobrevienen sobre  relaciones complejas entre cuerpos y mentes, artefactos, e historias: son arquitecturas cambiantes aunque dotadas de la estabilidad que les confieren las prácticas. 

El materialismo contemporáneo desinfla las ruedas del camión metafísico para que pueda atravesar por el estrecho túnel del problema del significado en el mundo. Al contrario de lo que se cree, el materialismo entiende mejor que las muchas formas de idealismo el valor de los valores, el valor de los significados y el valor de la cultura, porque entiende mejor el maravilloso milagro del orden y la complejidad de lo real. 

Hay un tema menor en el materialismo cultural que no querría dejar de señalar. Me refiero, en el contexto del materialismo cultural, a la importancia de los materiales en la cultura. Como somos supremacistas históricos, miramos hacia atrás y calificamos a los primitivos enEdad de la Piedra, Edad del Cobre, Edad del Bronce o Edad del Hierro, pero a nosotros nos calificamos como Modernidad, Ilustración, Posmodernidad, etc. El materialismo cultural restaura la justicia material en la historia. ¿Por qué no hablamos de Edad de los Combustibles Fósiles, Edad del Plástico,...? 

La ciencia de materiales divide estos en unas pocas categorías que agrupan tanto materiales inorgánicos como orgánicos: metales (ferrosos y no ferrosos); cerámicas (que incluyen las artificiales, pero también las naturales, como son las producidas por los fenómenos telúricos: los minerales, vaya); polímeros (que hasta la edad del plástico eran básicamente de origen orgánico) y composites (materiales heterogéneos como los que componían los arcos de los nómadas de las praderas). Cada fase histórica ha empleado todos ellos, solo que en distintas cantidades y en distintas variedades. 

Toda cultura material tiene una base necesaria en los materiales que componen su entorno artificial. Hay variacionees en la cantidad y variedad, pero las categorías anteriores nos permiten analizar las variaciones culturales. No hay transiciones civilizatorias que no sean transiciones en los materiales que sostienen la cultura y la sociedad: el control del agua, del carbón, de los polímeros orgánicos como los combustibles fósiles, de las lanas y fibras vegetales, del nylon, del silicio, ..., No sabemos si en el siglo XXI seguirán los plásticos agresivos con la naturaleza, sobre todo los microplásticos, es posible que haya polímeros que contengan las malas consecuencias ambientales de los plásticos tradicionales, pero me atrevo a pronosticar que las cerámicas serán los materiales dominantes, cerrando así un ciclo con en el neolítico junto con los composites que fueron tan revolucionarios en la era de los mongoles. 


jueves, 27 de octubre de 2022

Tiempo, consumo y valor

 



La antropóloga Mary Douglas inició una nueva trayectoria al observar que no tenemos buenas explicaciones de por qué consumimos (El mundo de los bienes, 1979) y que las teorías y actitudes contemporáneas hacia el consumo son insuficientes. Dominan el concepto de consumo dos perspectivas, nos indica: en primer lugar el tratamiento más común es el económico, que es más bien un no-tratamiento. Los bienes, en las teorías económicas al uso, entran en la teoría de la demanda como algo puramente cuantitativo, representado por los precios y las elecciones del consumidor según su presupuesto. La teoría de la elección revelada nos dice que la demanda de los consumidores y los precios que están dispuestos a pagar representan sus deseos. Y ya está. 

Frente a la perspectiva económica, observa Douglas, está la moral, que considera siempre el consumo como algo sospechoso. Sus orígenes son religiosos: el ascetismo es predicado como la actitud de una vida orientada a la muerte y a la vida eterna. Vivir con lo justo es el modo más digno de sobrevivir en este valle de lágrimas en el que cualquier acumulación es indicativa de pecado. A menos que la riqueza sea para loor de la divinidad, de modo que la pobreza de los fieles no está reñida, sino todo lo contrario, con la riqueza de la comunidad. Esta teoría moral es secularizada en la economía política del siglo XVIII cuando los primeros teóricos de la riqueza de las naciones observan que el trabajo humano es la fuente de esta riqueza, y añaden que la recompensa por el trabajo debe ser la mínima y suficiente para la reproducción biológica de los trabajadores. Todo el beneficio debe acumularse en la nación y en sus emprendedores.  En el capitalismo avanzado (Keynes), se observó que esta condena del mundo del trabajo a la mera reproducción era antieconómica por cuanto producía crisis cíclicas de sobreabundancia de la oferta de bienes que no se traducían en mercancías. 

Así nació la sociedad de consumo, que aumentó los salarios lo suficiente para mantener un incremento permanente de la producción y del Producto Interior Bruto. La teoría crítica recuperó la actitud moral sobre el consumo sosteniendo que esta sociedad consumista conducía a la subordinación permanente de la clase obrera dedicada en adelante a desear más y más consumo en vez de hacer la revolución. Pero la actitud moral, sea religiosa, económico-política o crítica sigue manteniendo la visión puramente cuantitativa del consumo o, en el caso de la teoría crítica, una discutible  dicotomía entre consumo malo (el de la industria del consumo) y consumo bueno (el de los productos de la estética crítica).

Mary Douglas señala dos grandes teorías que pretenden responder a la pregunta de por qué consumimos. La primera es la teoría de las necesidades básicas, una teoría que establece una frontera entre lo que es fisiológicamente necesario y lo que es producto de la cultura y superfluo. La teoría de las necesidades conlleva una definición de pobreza, que sería el estado en el que no se cubren las necesidades básicas (alimento, energía, vivienda, etc.) Es una teoría tan bienintencionada como equivocada. La primera equivocación es que trata de establecer una línea de demarcación de la pobreza que de hecho es muy relativa cultural e históricamente. Lo necesario cambia histórica y socialmente y por ello los umbrales de pobreza. Desde el punto de vista normativo está también equivocada al intentar naturalizar el estado de pobreza, que es una situación que remite comparativamente a la desigualdad en el acceso a bienes y a la justicia distributiva.

La segunda teoría del consumo no cae en este error. Básicamente define el deseo de consumo como algo que nace de la envidia como emoción social. La economía neoclásica considera la envidia una perturbación de las condiciones ideales de mercado, en las que lo único que debería tener en cuenta un consumidor son sus propios deseos y su presupuesto. Pero es una condición flagrantemente falsa: los deseos y oportunidades de los otros activan de modo poderoso los nuestros. De hecho, historiadores del consumo como Frank Trentmann (The empire of things, 2016) consideran que la imitación ha sido el gran motor del consumo históricamente en todas las sociedades de las que conservamos registro. Por otra parte, la envidia como emoción no está muy lejos del sentido de la justicia y la indignación como emociones esencialmente políticas. Sin embargo, aunque esta teoría no cae en el error de naturalizar las necesidades, todo lo contrario, no permite explicar qué se consume, aunque muchas veces sea la envidia el combustible del deseo, algo que sin embargo no explica el contenido: hay bienes que se envidian y otros no, y esta distribución es la que hay que explicar. 

La respuesta de la antropóloga es que el consumo es un espejo de lo que cada persona y comunidad considera significativo y valioso. Es una teoría que añade al valor de uso y el valor de cambio el poder del valor simbólico. Hacer una mapa del consumo de una sociedad es hacer un mapa de lo que se consideran bienes en ella. La teoría de Douglas implica un añadido muy interesante a la teoría del valor de la economía política y en particular del marxismo. Marx considera que el origen del valor de los bienes está en el tiempo social necesario para su producción. El valor nace en la historia de la vida con el trabajo, pues es el modo en que los humanos construyen un entorno que, a su vez les construye como seres. En la sociedad capitalista, el trabajo social que tiene importancia, para Marx, es el referido a las relaciones de producción, que implican una división entre quienes poseen los medios de producción y quienes solamente poseen su fuerza de trabajo, los proletarios. El trabajo asalariado es así la fuente última de valor en el sistema capitalista. 

La teoría marxista ha sido muy discutida por los economistas posteriores, quienes afirman que los precios no se establecen simplemente por las horas de trabajo. Bien es cierto que Marx nunca defendió una teoría tan simple, por el contrario, su concepción radica en estratos mucho más profundos, en tanto que la idea de trabajo socialmente necesario tiene que ver con el hecho de que la vida humana discurre en el tiempo y tiene un tiempo limitado de existencia, y unas exigencias temporales de reproducción: a diferencia de una máquina, el obrero necesita horas de descanso y solamente solamente le es posible trabajar a lo largo de ciertas etapas de su vida (de la niñez a la senectud, en las formas más salvajes de capitalismo), pero incluso entonces la vida laboral está limitada. El conjunto de productos que hacen posible la vida humana y sobre los que se construye la economía son tiempo humano congelado, objetivado y, en el sistema capitalista, tiempo común explotado y apropiado privadamente. 

Una concepción muy simplista haría pensar que el tiempo que cuenta en relación con el valor es simplemente el tiempo de producción, aunque este sea un tiempo complejo nacido en el orden social.  Marx no podía considerar como generación de valor otros tiempos que no entran en la forma de trabajo asalariado del capitalismo. Desde una perspectiva más amplia antropológica, sin embargo, el orden de los tiempos humanos expresa y genera valor: el valor de cambio, claro, pero también el valor de uso y otras formas de valor simbólico, ritual, sobre los que se sostiene la sociedad humana. Silvia Federici y otras feministas, por ejemplo, han señalo la importancia radical en la acumulación primaria de las formas de trabajo de las mujeres, fuera del mercado y sin embargo esencial en la reproducción y estabilidad de lo común. La cuestión básica es que el valor no se agota en las formas de tiempo congelado que nacen del trabajo asalariado, sin en el propio orden del tiempo social, cambiante histórica y culturalmente. 

La perspectiva de Mary Douglas, y con ella la de todos quienes ahora se ocupan de la cultura material, contempla el consumo, lo que se consume y los tiempos de consumo, como representaciones de lo que la sociedad y los grupos que la componen consideran bienes y con ello valor. Hay muchas cosas que se convierten en mercancías, pero no todos los bienes son aceptables como mercancías en distintos marcos históricos: en muchas sociedades no se acepta la venta de seres humanos, o la venta de órganos o, aunque es algo controvertido, la venta de favores políticos o sexuales. Hay tiempos, objetos y partes de la vida humana que adquieren valor no sometido al imperio de la mercancía, por más que en El Manifiesto Marx y Engels sostuvieran con cierta razón que el desarrollo del capitalismo todo lo revuelve y no hay nada sagrado que no destruya. Cierto, pero también, en estas dinámicas nacen espacios y tiempos que salen del mercado o que se protegen. Los objetos y tiempos humanos tienen biografía, es decir, se ordenan narrativamente como secuencias improbables de conexiones sociales en donde solo en parte se subordinan a la lógica del mercado. 

Por otra parte, el consumo tiene en las formas de capitalismo avanzado carácter de producción, lo que hace muy lábil la frontera entre producción y consumo: en el capitalismo cognitivo la producción de contenidos por parte de los consumidores, así como la extracción de datos y. sobre todo el tiempo de atención, es una de las fuentes más importantes de creación de valor económico: las plataformas contienen mecanismos informacionales que convierten estos mínimos tiempos de creación, atención o uso de dispositivos en paquetes informacionales (perfiles) de un alto valor económico. Los "prosumidores" en que nos hemos convertido hacemos de nuestro tiempo de ocio un tiempo de producción no pactado en la forma de contrato sino directamente extraído de nuestra actividad a través de los ganchos emocionales que son las pantallas. 

El circuito de producción-consumo y el correspondiente de tiempo y valor son sistemas dinámicos y cambiantes, dependientes de las disponibilidades técnicas así como de las prácticas sociales, de modo que lo que se va configurando como necesidades, e incluso como necesidades básicas se transforma al compás de los cambios en el orden y distribución de bienes, tiempos y valores. 

Esta relatividad del valor, dependiente de los órdenes del tiempo no implica que no se puedan establecer líneas bajo las cuales se pueda hablar de pobreza, e incluso de pobreza absoluta, o que no podamos juzgar estos ordenamientos como injustos, estructuralmente injustos, todo lo contrario. Si atendemos a esta realidad absoluta de lo humano que es el ordenamiento de los tiempos (a través de las relaciones y cadenas de valor que nacen en la producción y el consumo), tales líneas se dibujan con  bastante nitidez en cada sociedad. El consumo representa, tal como hemos explicado, el mapa de lo que cada persona y comunidad considera que es parte de una vida digna y honesta: las decisiones de consumir o ahorrar (el ahorro no es sino consumo diferido) dependen de las posibilidades de establecer planes de vida. Quienes, por ejemplo, ordenan su vida realizando estudios y adquiriendo una formación más o menos amplia, están diseñando el tiempo de su vida a plazos largos, lo que solamente es posible si disponen de los medios para adquirir esos títulos que residen en el futuro. El grado de bienestar se mide así por las posibilidades de ordenar los tiempos propios o de la familia. Una capacidad que puede adoptar la forma de una deuda económica que se espera ser pagada con el tiempo. De esta forma podemos delimitar bastante bien lo que son los umbrales de pobreza y precariedad de las vidas: no es que no se consuma, no es que no se posean bienes como por ejemplo un móvil o un ordenador o gadgets similares de la sociedad de consumo, o que no se cambie el vestuario, sino que quienes están en estado de pobreza o precariedad no pueden organizar estratégicamente sus tiempos de vida. Viven al día, como afirma la expresión, viven en un presente continuo al albur de los bolos o ingresos que puedan recibir, en estado permanente de deuda. Los ejemplos más notorios en nuestras sociedades son las esclavas sexuales, quienes en manos de los grupos mafiosos, están obligadas violentamente a servir sus cuerpos de mercancía para, supuestamente, pagar una deuda que nunca llegarán a pagar. 

Es completamente correcto pensar el capitalismo como un sistema muy dinámico que expropia y explota los tiempos convirtiéndolos en mercancías y que por ello subvierte continuamente el espacio de los valores, pero es una equivocación pensar que esa explotación se realiza solamente en el tiempo de trabajo tal como se define bajo la forma de trabajo asalariado. Y, por otra parte, sería un error pensar que pueden definirse "necesidades" al margen de lo que cada sociedad concreta, cada grupo social en su continua dinámica de tensiones y conflictos, valora como tiempos fuera del sistema de la mercancía. 

miércoles, 24 de agosto de 2022

La inscripción de lo político en la cultura

 




El culturalismo es una  suerte de queja o protesta continua contra la intromisión de lo político en diversas manifestaciones artísticas, literarias o de pensamiento. Literatura política e incluso filosofía política parecen desde esta perspectiva oxímoron como música militar o ética de los negocios. Cuando es literatura no es política, cuando es política no es literatura, y así con cualquier otra expresión cultural.

No sirve de mucho ni de poco en las controversias acudir a la teoría de las ideologías y adoptar un punto epistémicamente privilegiado de vista, aduciendo que el culturalismo no es más que una ideología burguesa o algo parecido. La vía promisoria es examinar con lupa la trama que constituye lo que parece ser una intersección de campos aparentemente autónomos como son las de la cultura y la política. Es necesario pensar con cuidado cómo se inscribe lo político en la cultura y cómo las diversas manifestaciones de esta: artísticas, epistemológicas, conceptuales se inscriben en la política. 

Ciertas tradiciones del culturalismo más crítico, las que nacen en el romanticismo inglés, en John Ruskin y William Morris en particular y siguen hasta los estudios de Raymond Williams y E.P. Thompson han mostrado línea para resolver la primera de las preguntas: cómo se inscribe lo político en lo cultural. En este sentido, lo político, el orden basado en la gobernanza basada en la autoridad y no en el puro dominio del poder, la fuerza, violencia y terror, no existe sin un complejo modelado cultural de las prácticas, las agencias y las identidades. La teoría cínica sospecha que este modelado es siempre el modelado de la clase dominante y que toda cultura es sumisión. Lleva mucho tiempo discutir este escepticismo global, tanto como el que lleva refutar cualquier escepticismo. Podría responderse "si todo es agua, la toalla no sirve de nada, también es agua. Lo que me dices no es entonces más que la voz de poder por tus palabras, así que no me sirven de nada". Es un recurso, pero no es muy convincente ni muy válido. Por el contrario es más productivo encontrar las maneras en que el modelado cultural se hace resistente, reflexivo, insistente en la gobernanza y crítico contra el dominio y las dominaciones. Y, por supuesto, lo hace culturalmente: toda cultura es política en diversas presentaciones, tantas como caras tienen las poliédricas identidades humanas. El culturalismo más radical, desde este punto de vista, tiene razón, la cultura es autónoma y crea sus formas y reglas, pero esas formas y reglas, por cuanto son productivas de agencia, identidad y orden social siempre son políticas en la medida en que modulan el material del que está hecha la trama ciudadana.

La segunda de las preguntas, la de cómo se inscriben las normatividades particulares de lo cultural (semántico, conceptual, moral, estético, epistemológico y sus variedades en el arte y el pensamiento) en lo político. Esta pregunta ha sido teorizada por múltiples escuelas de filosofía y estética, desde el descriptivismo de Bourdieu en Las reglas del arte al prescriptivismo que encuentro en Rancière y otros autores similares. Rancière y sus teorías del espectador emancipado coincide con otras sendas que se han ido creando en bosques lejanos como la filosofía analítica y la epistemología en particular. Se trata de observar cómo las formas culturales establecen espacios de visibilidad, de posibilidad y de agencia. Contenido y forma están a la mano en esta tarea que es básicamente eficiente o ineficiente: una mala novela o una mala obra de filosofía no mejoran por su activismo o quietismo político. Son o no eficientes en la apertura de espacios de agencia y libertad. 

Marx lo entendía bien cuando reprochaba a Proudhon no su compromiso político sino su falta de arquitectura filosófica y teórica y cuando se preguntaba por qué él, que era capaz de recitar La divina comedia de corrido en italiano la seguía amando independientemente de que fuera la expresión de la pequeña burguesía comerciante de Florencia en su lucha contra el feudalismo.  

lunes, 18 de julio de 2022

Tiempo libre

 



El tiempo fuera del trabajo, el tiempo del ocio opuesto al negocio, es en el imaginario popular el tiempo libre. Marx escribía que solo fuera del trabajo el ser humano es humano mientras que en el trabajo es un objeto, fuerza de producción, componente de la máquina que modela sus movimientos y su cuerpo. De modo que en el inacabable antagonismo entre trabajo y capital la conquista del tiempo es lo que define el territorio de la lucha: para el capital, la conquista del tiempo expropiado como plusvalía, es decir, de tiempo de trabajo excedente a la reproducción del trabajador y convertido en beneficio. Por parte del trabajador, la conquista es también permanente y tiene un horizonte: acabar con el tiempo de trabajo asalariado, dejar de ser trabajador para comenzar a ser humano, es decir, acabar con el tiempo esclavo para conquistar el tiempo libre. La historia de las luchas de los trabajadores lo han sido por el tiempo: tiempo de la jornada, tiempo de la jubilación, tiempo de la incorporación tardía al trabajo en la forma de tiempo de educación.

Lo llamamos “tiempo libre” porque parece ser el tiempo de la acción libre, el tiempo humano de la decisión intencional, de los proyectos y planes de vida, el tiempo del ser humano real, el tiempo de la resistencia contra el poder perverso del capital que invierte la naturaleza de las cosas. En los Manuscritos, escribe Marx:

Como tal potencia inversora, el dinero actúa también contra el individuo y contra los vínculos sociales, etc., que se dicen esenciales. Transforma la fidelidad en infidelidad, el amor en odio, el odio en amor, la virtud en vicio, el vicio en virtud, el siervo en señor, el señor en siervo, la estupidez en entendimiento, el entendimiento en estupidez.

Como el dinero, en cuanto concepto existente y activo del valor, confunde y cambia todas las cosas, es la confusión y el trueque universal de todo, es decir, el mundo invertido, la confusión y el trueque de todas las cualidades naturales y humanas.

Aunque sea cobarde, es valiente quien puede comprar la valentía. Como el dinero no se cambia por una cualidad determinada, ni por una cosa o una fuerza esencial humana determinadas, sino por la totalidad del mundo objetivo natural y humano, desde el punto de vista de su poseedor puede cambiar cualquier propiedad por cualquier otra propiedad y cualquier otro objeto, incluso los contradictorios. Es la fraternización de las imposibilidades; obliga a besarse a aquello que se contradice.

Si suponemos al hombre como hombre y a su relación con el mundo como una relación humana, sólo se puede cambiar amor por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre artísticamente educado; si se quiere ejercer influjo sobre otro hombre, hay que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente estimulante e incitante. Cada una de las relaciones con el hombre —y con la naturaleza— ha de ser una exteriorización determinada de la vida individual real que se corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin despertar amor, esto es, si tu amor, en cuanto amor, no produce amor recíproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia. Karl Marx, Manuscritos

Así pues, en el imaginario vivimos un conflicto de tiempos fracturados: un tiempo de representación y un tiempo de realidad. Allí donde reina el capital, el valor, todo es representación; allí donde se conquista el tiempo libre, emergen las condiciones reales del ser humano: la confianza, el amor, el libre intercambio de las cosas y los cuerpos.

Marx tenía razón. Demasiada razón.  Pero también su visión estaba condicionada históricamente por una forma de capitalismo limitado a la fase industrial, a un acierta forma orgánica de capital en la que el tiempo de trabajo asalariado era la forma básica de producción de la plusvalía.

En el capitalismo avanzado, un capitalismo que ha recibido múltiples adjetivos como posfordista, cognitivo, emocional, de la atención, y otras variadas maneras de entender los mecanismos básicos de producción de mercancías, las cosas parecen funcionar de modo distinto. La distinción entre producción y consumo se hace más tenue y en parte se disuelve, y con ella la distinción entre ocio y negocio. En el capitalismo cognitivo  la principal fuerza de producción comienza a ser una parte muy especial del cuerpo: la atención. Pues la atención, el tiempo de atención es un bien mucho más escaso de lo que era el tiempo del trabajo físico. La atención moviliza todas las potencias del cuerpo y las concentra, pero el agotamiento es rápido y la posibilidad de error se incrementa exponencialmente con el tiempo de atención. Y está el nuevo fenómeno del consumo productivo, del prosumo, del trabajo gratis, de la producción fuera del circuito del trabajo asalariado que, sin embargo es trabajo productivo, creador de valor.

Los nuevos estudios sobre el capitalismo cognitivo nos hablan de una producción de plusvalía más allá de la esfera tradicional de la producción en los espacios de la empresa, la factoría, la fábrica. El trabajo social produce valor, pero lo hace de forma extendida, en tanto que el cuerpo y la mente se extienden en el complejo entorno técnico de las plataformas, de las industrias del ocio y del consumo productivo.

¿Cuán libre es el tiempo libre? Si observamos atentamente, si nos observamos atentamente, en los tiempos de ocio y no caemos en los autoengaños que genera la industria de la felicidad productiva, concluiremos que el tiempo libre está mucho más limitado de lo que parece: trabajamos emocionalmente creando presentaciones de la persona en un espacio social definido por marcas, iconos, formas de comportamiento que apuntan a una presencia constante de apariencias de felicidad y experiencia de libertad como modo de relación. Pero tales experiencias están profundamente marcadas y reguladas por los entornos sociales y técnicos. “Escuchar música”, es decir, crear autoespacios de intimidad definidos por los nichos de aparatos técnicos de escucha que crean subjetividades separadas. O lo contrario: “ir a un concierto” que no es un concierto de cuerpos sino una industria de viajes, consumos, alojamientos, preparaciones de escucha mediante compras de discos o atención a las plataformas de la escucha,… O cultivar una huerta facilitada por el ayuntamiento o comprada en los alrededores de la ciudad, en donde el trabajo parece no ser asalariado aunque sigue siendo productivo en el consumo de las inmensas industrias del bricolage y el tiempo libre organizado. O el deporte, el turismo y el viaje, que exigen una preparación de vestimenta deportiva adecuada, de branding, de presentación productiva del cuerpo en sociedad, subido a una bicicleta de marca o calzado por unas deportivas reconocibles. O simplemente permanecer libremente en el sofá atendiendo a la televisión, a las plataformas de series o a las plataformas de las redes sociales.

En la era del capitalismo posfordista no desaparece la disciplina de los cuerpos en la máquina, por el contrario, se extiende a la disciplina de la atención y la experiencia y sigue la lógica de la inversión de las cualidades humanas.


domingo, 10 de julio de 2022

Confines

 


El término inglés para "confinamiento" es "lockdown" que, al parecer, es una palabra que comenzó a extenderse en el siglo XIX en Norteamérica para designar al leño que cerraba o mantenía juntos a los troncos que los leñadores llevaban aguas abajo. La etimología del término en las lenguas latinas es distinta, tiene menos resonancias temporales o procesuales y habla de vecindad, de campos separados por un mismo límite (cum finis). En portugués habla de hacer frontera o aproximarse mucho, en español la RAE señala tres acepciones: desterrar a un lugar, lindar con y recluir en. En lo que respecta a "confín" indica dos acepciones que mantienen una cálida tensión: término o límite de un  territorio y último término a que alcanza la vista. 

Leí hace muchos años la novela de José Luis Sampedro El río que nos lleva, que relata las circunstanciales vidas de varios personajes que ejercen de gancheros de maderadas Tajo abajo, de biografías lejanas (un irlandés errante, un americano emigrado, una mujer envuelta en sombra. Confinados por la eterna metáfora de la vida, el río que nos lleva. Jorge Manrique escribió el emocionante canto a la vida que son las Coplas a la muerte de su padre, en donde hila la vida con los ríos que van a dar en la mar: "partimos cuando nascemos/ andamos cuando bivimos/ y allegamos/ al tiempo que fenescemos/ así que, cuando morimos/ descansamos". 

En confines, confinar, confinamiento hay restos de parábolas que hablan a la vez de lo espacial y del tiempo juntos, de la vida en sus dos dimensiones que los antiguos premodernos jamás habrían entendido separados: lo liminal del espacio y lo final del tiempo. Y la preposición latina que enreda en un hato las vidas de la gente, pues también está en el origen de "común" (cummunis, oficios, tareas, obras, acciones conjuntas). 

Las tensiones que desvelan las parábolas que están tras de las etimologías son tan profundas como las que constituyen las sociedades: confines habla de escapes, huidas casi siempre imaginarias a unas lejanas fronteras en el espacio y el tiempo. Manrique nos avisa de la futilidad de los imaginarios del allende en el tiempo (y pues vemos lo presente/ como en un punto se es ido/ y acabado/ si juzgamos sabiamente/ daremos lo no venido/ por pasado/ no se engañe nadie, no/ pensando que a de durar/ lo que espera/ más que duró lo que vio/ porque todo ha de pasar/ por tal manera). La nostalgia es la emoción que el guerrero poeta de los Lara adscribe a la conciencia de los confines, él que anduvo por las fronteras de los reinos y fue confinado en cárceles y asaltó fortalezas, veía claramente que las fronteras del pasado están siempre más abiertas que las del futuro. 

La modernidad habría de romper estas asimetrías e incluso alejar ilimitadamente los confines del futuro con su noción de progreso. Esta extraña forma de modernidad que son los inicios del milenio parecen haber reconfinado los confines en una suerte de retromodernidad en donde la nostalgia y la amplitud del pasado se confronta con un futuro que parece encerrarnos en un pequeño planeta agonizante, en un río que se seca y en que la maderada nos estrecha y los roces son más fuertes que los abrazos. 

domingo, 26 de junio de 2022

Los cuerpos pacientes (fenomenología)

 


Cuenta Andrew Feenberg una anécdota que le hizo pensar en los cuerpos en estado de dependencia: asistiendo a un partido de fútbol de su hijo en el colegio, uno de los compañeros, particularmente bruto en el juego, lesionó a un niño que quedó en el sueño. El jugador gritó "¡eh, padres!" y, efectivamente, los padres corrieron al campo haciéndose cargo de aquél cuerpo que dejaba de ser parte del juego para pasar a un estado pasivo de ser cuidado y curado. En la filosofía contemporánea tendemos (yo el primero) a subrayar la agencia, es decir, la modalidad en la que el cuerpo está en estado activo y hace cosas, trabaja, se objetiva en un mundo que es producto de su acción transformadora.  La acción -pensaba Hannah Arendt- es el comienzo de una cadena causal cuyo inicio es la voluntad personal. Se introduce así una asimetría fenomenológica que hace de la intencionalidad una calle unidireccional, quizás mediada por herramientas, utensilios, vestidos, y en general artefactos.

Y sin embargo en una parte sustancial de nuestra vida el cuerpo se relaciona con el mundo de forma dependiente de otros. Foucault centró su filosofía en estas partes de la vida que denominó "cuerpos sumisos", pensando en los grandes dispositivos del biopoder: clínicas, escuelas, prisiones. Y es cierto porque son los espacios en que los cuerpos son sometidos a la mirada y el orden de otros. Pese a ello, la dependencia es una de las experiencias más fundamentales de la vida y no siempre es una experiencia de poder, en el sentido foucaultiano, que en esa etapa tenía aún resabios individualistas y liberales, aún en su actitud crítica frente al estado. La experiencia de dependencia es también experiencia de cuidado y atención por parte de otros. De hecho es la experiencia básica que inicia la vida, cuando el niño corretea conquistando el espacio contra sus padres hasta ese momento en que ya no se sabe mirado y vuelve la cabeza lleno de ansiedad.

Poco se ha trabajado sobre la experiencia paciente, tal vez porque se escribe siempre desde una posición de poder y autoridad, incluso en los cuidados. Con todo, la experiencia primigenia de ser cuidados no nos abandona nunca, incluso en los momentos en que nuestras vidas las ordenan otros. La ambivalencia de la vida ordenada por los otros: en el ejército, el soldado soporta las órdenes de oficiales y sargentos y sufre la continua humillación. A cambio su vida es predecible, sigue patrones estables. En mi paso por el ejército en el servicio militar observábamos la crisis de ansiedad que sufrían los jóvenes que se aproximaban a la fecha de licencia y se sabían pronto en modo libre. Se generaba así un extraño sentimiento de esperanza y desconsuelo. Un sentimiento que nos ha abordado a todos quienes hemos pasado por las instituciones educativas: cada graduación (sin fiestas o con ellas) tenía el doble componente de la alegría y la angustia. Hay testimonios de que incluso el final de la cárcel conlleva esa ambigüedad emocional en los que dejarán pronto de ser reclusos. 

Habiendo llegado a ciertas edades, la experiencia paciente va tomando el mando. Es raro el mes en que nuestro cuerpo no se pone en manos de los servicios médicos, en esa forma desmañada en que suprimimos la vergüenza de ser mirados y manipulados la sustituimos por una suerte de paciencia, la emoción constitutiva del cuerpo paciente. Va por géneros, quizás. Los varones suelen padecer terror a ser pacientes e incluso los más hipocondríacos retrasan la visita para evitar convertirse en pacientes.

Desde Kant, definimos el agravio y el daño por la objetificación de nuestros cuerpos. El filósofo incluso definía la Ilustración como la salida de la niñez de la humanidad, por el atreverse, por la actividad. Y no obstante, la experiencia última y más profunda de ser humanos es la experiencia de ser dependientes de otros. Sartre, siempre tan agudo, hablaba sobre las relaciones sexuales acudiendo también a esa objetivación del cuerpo en las manos del otro, y sería mala fe pensar la sexualidad solo como actividad, sin tener en cuenta los placeres de la pasividad y el cuidado. 

El modo agencia del ser humano tiende a producir metacegueras sobre nuestras dependencias corporales. Tiende a producir desmemoria de la atención del otro, a generar la ilusión de no ser mirado y movido. Quienes nos ocupamos de la educación tendemos muchas veces a seguir esta senda del olvido y a reproducir el individualismo, la competencia, la independencia y la autonomía. En los tiempos difíciles el entrenamiento tiene que girar hacia la cooperación y la dependencia. Así en los deportes de equipo y sobre todo en el entrenamiento militar, donde se activa la supresión de lo individual para fomentar la conciencia de la dependencia de los otros, hasta grabarla literalmente en la piel. 

La experiencia de pasividad, de heteronomía, de obediencia y dependencia es tan primigenia como la contraria. Creo que solamente Simone Weil pensó sobre ello de un modo que ni era crítico, al modo de la filosofía de la autonomía, ni autoritario, como lo son las filosofías de la sumisión al poder. Está por hacer una fenomenología y también una ética de la dependencia que no sea la de la filosofía conventual o militarista. 

sábado, 4 de junio de 2022

Epistemologías de la reacción




Esto fue siempre una carrera coevolutiva del cazador y la presa, como la velocidad del guepardo y la agilidad del impala. Las insurgencias de los oprimidos suelen terminar frente a legiones antidisturbios, detenciones y cárceles, Al cabo del tiempo suceden los desánimos, divisiones, anomias y reflujos en general. Empiezan entonces nuevos escenarios de tensión en donde los grupos privilegiados desarrollan legislaciones, ordenamientos y nuevos discursos ideológicos que nacen de sus ansiedades y miedos a que el espacio social se descomponga. En el otro extremo, a las manifestaciones les suceden estrategias de resistencia, de reflexiones para dar nombres y conceptos a lo aprendido y desarrollo de nuevas prácticas por debajo del radar y la inspección que ocurren bajo un paisaje de ojos abatidos y almas deprimidas. Se ha hablado y escrito mucho sobre los momentos de revolución, sobre el tiempo de las cerezas, como canta aquel himno de la Comuna, y muy poco sobre tiempos y años de derrota, como si la vergüenza impidiera crear un relato que no sea el de la memoria de la represión o las múltiples reproches de debilidad o traición. Es un error que cometen muchas veces tanto la historiografía como los aparatos de quienes un día representaron a las insolencias multitudinarias y ahora están fuera de los focos, quizás sin trabajo y en esa triste condición que cantaba Pedro Ruy-Blas  en "A los que hirió el amor". Pero esos largos tiempos de reflujo son tiempos creativos, tiempos de adaptación y rearme de la insurgencia y la contrainsurgencia, de la resistencia y la reacción. Veamos:

La cultura, con sus prácticas, entornos materiales, rituales y discursos es el modo en que una sociedad se reproduce en sus estructuras y dominaciones. Esta reproducción exige tanto conocimiento como ignorancia. Si una sociedad no puede existir sin enormes cantidades de conocimientos tampoco puede hacerlo sin opacidades estructurales, sin puntos ciegos y sin estrategias industriales de negacionismo, de "no querer saber". La ignorancia estructural, la voluntaria y la involuntaria es una parte nuclear de la cultura. En los alegados tiempos de derrota es cuando las zonas estratégicas de los mecanismos materiales de reproducción, la cultura, vaya, se recomponen en nuevas prácticas, espacios, rituales y discursos. Estos tiempos son más difíciles de analizar porque hay que mirar alternativamente arriba y abajo, a cómo las oclusiones e iluminaciones van cambiando en los modos newtonianos de acción y reacción.

Hagamos memoria de las últimas seis décadas en el planeta: a la ordenación y pacto social que reordenó el mundo tras la II Guerra mundial, un pacto de aparente estabilidad y dominio en los planos estratégico, económico y político, le sucedió un par de décadas de insurgencia: descoloniales, de abandono del trabajo en las economías más avanzadas, de huelgas salvajes y sabotajes en las más y las menos avanzadas, de nuevos movimientos que expresaban no simplemente ira por la desigualdad, sino sobre todo deseos de otra vida y alumbramientos de esas posibilidades. Fueron esos tiempos en los que se fue construyendo la reacción que el filósofo francés Grégoire Chamayou ha documentado con el cuidado por los datos de un historiador avezado en La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Una reacción que produjo un apariencia ideológica que transformaba los deseos de otra vida en utopías rebajadas de una imaginaria clase media y los impulsos libertarios en formas libertarianas, que doblaban, resignificaban y desarmaban los nuevos conceptos, vocabularios y prácticas, y, sobre todo y bajo todo, una reordenación de los modos de organización de la vida y el trabajo: las viejas formas fordianas del industrialismo cambiaron. Las cadenas de montaje se deslocalizaron a los países donde la mano de obra estuviese a precio de saldo y las policías externas e internas fuesen más expeditivas; nacieron nuevas formas de empresa organizadas por el compromiso con la marca, la ansiedad de los directivos por el beneficio (los accionistas quedaron en la sombra, dejando el trabajo sucio a los CEOs, pero exigiendo crecientes tasas de retornos). Una mezcla de discurso liberal y estado autoritario de las cosas. 

Stuart Hall y mucha otra gente levantó acta de la derrota al tiempo que daban cuenta de lo otro que estaba fuera de los focos: en las rebeldías en formas alternativas de vida, en la radicalización conceptual y organizativa de los movimientos de respuesta a otras formas de opresión no menos intensas y destructivas que el trabajo en la máquina: modos de represión en los espacios cercanos de la vida cotidiana; en las columnas culturales que reproducen la sociedad bajo la forma familia que construye géneros y estructuras afectivas; en la supremacía racial visible e invisible que reproduce una necesaria exclusión social, sin la que serían evidentes las estructuras de dominación sobre la mayoría; en la no menos necesaria destrucción sistémica del medio ambiente para soportar la base material de la sociedad liberal: el consumo adictivo, la especulación inmobiliaria, la base extractiva de la economía globalizada. Cada una de esas formas de resistencia se manifestó paralela y no siempre convergentemente en movimientos sociales que no tardaron, cada uno de ellos y en distintas propuestas, en desbordar teórica y prácticamente las fronteras y líneas rojas de la sociedad capitalista: en la primera década del siglo XXI la aparente derrota había dado lugar a una nueva cultura insurgente que apelaba a una nueva humanidad alterecológica, alterpatriarcal, altersupremacista, altercapitalista, una humanidad del noventa y nueve por ciento que incluyera la vida misma en su esplendorosa diversidad. 

El siglo XXI nacía bajo el signo de nuevas y explícitas insurgencias que recorrieron el planeta y se manifestaron en plazas y calles desde Tiananmen, Tahrir, Sol, Manhattan, a Seattle, Santiago, Buenos Aires, Ciudad de México, Kiev, ...Los tiempos y prácticas de resistencia que se habían ocultado allí donde parecía dominar sin alternativa el liberalismo autoritario, ahora llevaban de la mano nuevas formas de organización, nuevas palabras y conceptos, nuevos deseos comunes esperanzadoramente realizables. Llevamos una década de contrainsurgencia práctica y conceptual. Las élites repararon en la necesidad de nuevos discursos, nuevas contrautopías, nuevas movilizaciones rituales que legitimaran nuevas estrategias de sumisión y disciplina. Como en los años ochenta del siglo pasado, las estrategias se hicieron complejas: en primer lugar, la contrainsurgencia epistémica, a través de la resignificación y distorsión de los conceptos, a través de técnicas de diferenciación entre radicales y menos radicales, técnicas de estereotipia, estigmatización, complejas maniobras de ironía silenciadora. En otros niveles, se produjeron movilizaciones de aquellos grupos y colectivos que parecían sentirse desplazados por la misma máquina del capitalismo globalizador: los desplazados por la externalización de la economía a insoportables jornadas de trabajo "autónomo", los residuos de las sociedades rurales vaciadas de gente y reemplazadas por formas de agricultura industrial altamente capitalizada y con mano de obra emigrante y estacional, las fuerzas del orden que parecían haber perdido su suelo de ideales y compromisos, … 

Si en los años setenta y ochenta la reacción reclutó a las élites de las ciencias sociales que disfrazaron de ciencia y determinismos sus nuevos discursos de "necesidad técnica" de las transformaciones económicas y políticas, en el siglo XXI, la reacción actual ha reclutado a gente resentida y desmoralizada, presuntamente agraviada afectiva o materialmente por los movimientos sociales y organizó batallones tácticos de resignificación: nació el feminismo liberal, las estrategias contra lo que se llamó "lenguaje políticamente correcto", las caricaturas de feminazis, queer,, negros e hispanos dealers, gafapastas,... Se dividió el trabajo en una batalla que empleó las armas del adversario, armas gramscianas de la guerra de posiciones y desgaste: hacia abajo, las estrategias de división, de fractura. Estrategias eficientes de imaginarios de viejas esencias que habrían sido traicionadas (obrerismos nostálgicos elaborados por quienes habían huido del barrio y la fábrica y ahora tenían empleos precarios en medios de comunicación o asesorías de partido); hacia arriba, la creación de nuevas contrautopías aprovechando las transformaciones geoestratégicas: dioses, banderas, utopías de la comunidad perdida.

 Lenguajes de guerra y violencia que sirven de contrapunto ideológico a las estrategias de ironía y distorsión conceptual. En lo positivo, promesas de un nuevo altercomunitarismo: una lengua, una patria, un líder; una nueva fortaleza de lo seco frente a la inundación de los húmedos lodos que presuntamente nos han dejado sin el hogar de antaño. En lo negativo, una implacable guerra cultural y desarrollos de nuevos;y estigmatizaciones para señalar a la gente peligrosa. Impalas y guepardos. Entramos ahora en una era de creatividad invisible, de culturas bastardas que tardarán en aparecer. Como espárragos en primavera, solo son visibles pequeños y esporádicos abultamientos en el suelo del paisaje después de la batalla. Están ahí, pero hay que aguzar la vista. 

Todo esto, pensando sobre la teoría de las ideologías de Sally Haslanger

sábado, 21 de mayo de 2022

La escala humana



Humanismos y antihumanismos son siempre cuestión de escala. Las unidades de medida definen la escala en la que nace el sentido y el valor. En la escala cósmica desaparece la vida y con ella lo humano. Produce el vértigo de los espacios infinitos que aquejaba a Pascal. En la escala de la historia natural, la especie humana es una recién llegada al reino de la vida y según algunos es una especie efímera que desaparecerá como otras pandemias que le ocurren a los seres vivos. En la escala de la historia, la violencia, el poder y la opresión definen los sucesivos marcos sociales que, a su vez, construyen al modo de crueles demiurgos a los individuos y sus agrupaciones. Cada humanismo y cada antihumanismo se sitúa en una escala y con ella toma sus medidas. 

Protágoras, el adversario de Platón, es conocido por trazar una de las primeras enunciaciones del humanismo al situar al ser humano como la medida de todas las cosas. Frente a él estaban las religiones y las cosmologías de los primeros filósofos. Seguramente pensó "si todo es agua, nada importa, la toalla también es agua". Como un Guadiana que emergiese en ciertos espacios y tiempos de la historia, el humanismo renueva la máxima del sofista cada vez que la cultura de desquicia y pierde la escala. Los florentinos contra el poder papal e imperial; los flamencos contra el poder del Leviatán de los nuevos estados; los ilustrados contra el despotismo; los románticos contra la burguesía; los proletarios contra el capital; las mujeres contra el patriarcado. Los movimientos sociales que transforman la historia comienzan por redefinir el canon de lo humano. El eco-socialismo feminista de Haraway redefine lo humano en una zona de confluencia de lo técnico, lo animal y lo social. Podremos seguir defendiendo la máxima protagórica a condición de resituar la escala. 

No el individuo, no la nación, no la clase, no la identidad apriori: la escala humana define el punto de vista desde el sentido y el significado desde la apelación a una humanidad no esencialista, no algo que tengamos en común sino algo que se construye en la historia apelando al único punto de vista que permite cuidarse de otros, de la vida y de las generaciones futuras: la apelación a la humanidad como lugar desde el que es posible enunciar medidas de supervivencia, de emergencia, de posibilidad. Sin apelar a la humanidad es imposible entender por qué la opresión es un daño que excluye a personas y grupos del carácter de seres humanos completos. 

Otras formas de vida se hacen presentes en la historia por las fuerzas que definen las interacciones biológicas, en un mundo de simbiontes y parásitos. Una gran parte de la historia humana es también, como la historia de cualquier especie, un relato de subproductos y resultados no queridos ni deseados. De hecho una gran parte de la historia social así como individual es un subproducto, un ensamblamiento de acciones de todo tipo de actantes. Pero esos ensamblamientos por sí mismos no definen un punto de vista, ni siquiera el de la contingencia del ensamblamiento. La apelación a la humanidad no es un extrañamiento de esas continuas acumulaciones de resultados no previstos, no deseados, no buscados. La apelación a la humanidad implica la capacidad de relato y de imaginación, por más que  relato e imaginación sean frágiles y evanescentes, pero es la unidad sobre la que se establece el sentido. Entraña la conciencia de esa fragilidad pero por ello mismo la voluntad de renovación de aquello que estaba en la base de la llamada de Protágoras: estamos solos en el universo. Nadie cuida de los humanos ni nadie cuidará de la vida si no son los humanos: ni Dios, ni Gaia, ni la Historia. 

domingo, 15 de mayo de 2022

La escritura en invierno. J.M. Coetzee y el antagonismo entre representación y verdad

 


Coincide mi lectura de Hombre lento de J.M. Coetzee con la contingencia de que he acumulado últimamente lecturas de varios ejemplares del género, por llamarlo así, escritura en invierno, donde el autor hace declaración de cuerpos y almas vulnerados o de hastío con el mundo y nostalgia de lo pasado: los Diarios  de Rafael Chirbes, tan abundante en autodeprecación como en desprecio a otra gente; el reciente libro de Eloy Fernández Porta, Los brotes negros, en donde  nos informa de sus recientes periodos de ansiedad y depresión; otro ejercicio de la nueva nostalgia del imaginario perdido de la clase obrera que revisa  Antonio Gómez Villar en Los olvidados: en este caso Los rotos. Las costuras abiertas de la clase obrera, del ubicuo periodista Antonio Maestre, donde se abre a las perplejidades  y tristezas de su vuelta al barrio donde creció en una familia obrera; De años anteriores está por ahí el texto de Santiago López Petit, Hijos de la noche, en el que describía su fibromialgia como una resistencia política del cuerpo, o el más declarativo de Rafael Narbona, Miedo de ser dos, en el que daba noticia de su experiencia de coexistencia con procesos bipolares. En un tono menos de autoconfesión que de queja por las derrotas que ha seguido la realidad, a mayor velocidad que la vida cotidiana de su autor, está el erudito texto de osé María Ripalda Filosofía en tiempo de descuento o de Hegel a la velocidad de la luz. Estos y otros más que podría citar son variaciones de un cierto tipo de escritura masculina autodeclarativa y seguidora de la vieja tradición de la confesión de las debilidades propias o del fracaso de la realidad. Llamo esta agrupación, más subjetiva que objetiva, "escritura en invierno" porque, sea por causa de la edad, sea por causa de una alegada derrota cultural, social o política, se queja la voz para hablar de lo propio y ajeno en tono dolido y desesperado. Hombre lento de Coetzee, un libro escrito en el otoño vital del autor pero con una paradójica lucidez filosófica y maestría literaria, sitúa en el diván de la vida de su personaje a estos ejercicios de vida cansada y convierte el relato en una inquisición filosófica sobre la verdad y el autoengaño tanto así en la escritura como en la vida.

Coetzee pertenece a una tradición literaria que hace de la literatura un modo de pensar filosófico en donde la ficción indaga sobre los dilemas permanentes de la existencia. Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Beckett, están siempre presentes en su obra, a veces como tema, a veces en continuidad con sus preocupaciones. En el último Coetzee, sin embargo, el tono filosófico domina la misma fábrica de la ficción. Si en sus primeras obras la historia, y en particular la barbarie de su Sudáfrica, se hace relato metafórico como en Vida y época de Michael K. o Esperando a los bárbaros, en su última etapa, la que comienza con Desgracia y se hace patente en Diario de un mal año, Hombre lento hombre lento y La infancia de Jesús, la escritura se desdobla en el relato en sí y en un metarrelato que cuestiona tanto a los personajes como al propio acto de escribir y la posición tanto del narrador como del autor. La voz que representa estas irrupciones suele estar encomendada al personaje de Elisabeth Costello, una señora irritante que convierte el hilo de la fábula en preguntas sobre las elecciones que el autor ha tomado en la escritura.

A diferencia de las vanguardias, obsesionadas por la ruptura de las formas clásicas del relato con una intención intrínsecamente literaria de explorar nuevas herramientas, para Coetzee, situar el acto de escribir y representar bajo el foco de la reflexión y la pregunta es un acto moral en el que la verosimilitud de la ficción, y sus mismos artificios constructivos, que él domina tan bien, dejan paso a una pregunta por la verdad en la ficción, por la verdad oculta tras los mecanismos de autoengaño tanto de los personajes como presentes en el mismo hecho de escribir. Aunque no son autores que le sean cercanos, en esta etapa Coetzee deja entrever una veta existencialista como la de Irish Murdoch o el mismo Sartre.

La fábula de Hombre lento son los dilemas de un sesentón, Paul Rayment, quien pierde una pierna en un accidente y se niega a llevar una prótesis, por lo que su vida comienza a depender de los cuidados de varias asistentas sociales y en particular de la croata Marijana Jokic por la que desarrolla un afecto básicamente erótico y a la que ofrece como estrategia para conseguir sus favores encargarse de su hijo Drago Jokic, al que acoge en casa por un tiempo. En este relato, precisamente en el momento cumbre en que Rayment declara su pasión irrumpe Elisabeth Costello, la escritora australiana que en la ficción se hizo famosa recontando el Ulises de Joyce desde la perspectiva de Molly Bloom y que se ha convertido en una activista de las vidas de los animales. Costello ocupa tanto la casa como el propio relato al que somete a una persistente crítica especular, algo parecido a los primeros capítulos de El Quijote. Las preguntas de Costello van dirigidas a indagar en la verdad profunda de las decisiones que toma Rayment, en apariencia altruistas, de hecho probablemente más oscuras. Hombre lento es una obra poliédrica, con muchas formas de lectura, pero quisiera referirme a una de las posibles: una meditación sobre qué es lo humano en el invierno de la vida, eso que llamamos vejez.

La vejez no es algo que se viva como un descenso lento y continuo, sino algo que nos sucede casi en un momento de transición en la vida, como le ocurre a Paul Rayment cuando un accidente le envía al hospital y le devuelve a casa sin una pierna. Un día te levantas, ocurre algo, y sabes con certeza que ya eres viejo. Antes todo era una existencia más o menos arreglada en que había comparaciones pero no convicciones. Coetzee nos lleva a una historia en la que importa menos la vida del personajes que la de la persona que ha dedicado su vida a la cultura, sea en la modalidad de la ficción, del arte en general o del pensamiento en particular. Paul se niega a aceptar una nueva funcionalidad provista por la técnica y sustituta de las funciones corporales. Prefiere los cuidados a las prótesis, sin que tampoco los cuidados le agraden. Sin embargo, la vejez (o discapacidad) le cae encima y abre una historia de aprendizaje en su nueva condición, algo así como una Bildungsroman heterodoxa de aprender a morir lentamente.

En Hombre lento se entrecruzan ortogonalmente la tensión de qué es escribir o pensar, sabiendo que lo que se escribe tiene una vida propia más allá de lo que pretende representar, cuál es la posición de la autoría en un tiempo de otoño o invierno, de distancia respecto a las viejas normas que articulan el espacio estético o conceptual, las reglas del arte y, por otro lado, una meditación profunda sobre las trampas del autoengaño en la condición de la vejez, precisamente cuando estas trampas cubren más el territorio, haciendo de la vida un campo minado, y más dañinas, como esas minas que hacen perder las piernas.

Paul ha perdido una pierna, pero eso es lo de menos, su discapacidad es más profunda, nace de la incapacidad de gestión de su economía moral. La vejez es, en un polo, un tiempo de hospitalidad y de reflexión; en el otro polo, representa una creciente incapacidad de dominio de las emociones, (especialmente las más ácidas) y una etapa de autoengaños y empecinamientos.

Paul no es mala persona, así concluye la novela con este juicio de Marijana, tras una historia de tensiones entre ella y aquel. Ha acogido a su hijo, acoge a su crítica más feroz, Elisabeth Costello, y manifiesta un claro desinterés por lo económico. Su límite está en su colección de fotografías de autor en las que ha depositado su vínculo simbólico con lo real, al modo del punctus de Barthes. Se enfrenta a Drago, que le ha sustraído una fotografía para jugar con ella digitalmente y es incapaz de entender las razones benjaminianas que el joven le da, que acuden a que la fotografía es múltiplemente repetible y transformable, y poco fiable como vínculo con lo real. Paul es hospitalario y profundamente atado a la representación. Es, diríamos, un boomer que nació en la era modernista, la era de la representación. No es mala persona pero sus razones están llenas de trampas.

Al igual que en Desgracia, que comienza también con la historia de un viejo que desea eróticamente, Paul no es consciente de que sus deseos y su expresión en la forma de las demandas que hace a Marijana son deseos de alguien que tiene poder. Es aquí donde se muestra la más profunda discapacidad de Rayment: una discapacidad moral que le impide entender su posición enunciativa. Elisabeth Costello se lo explica, al igual que la hija del viejo profesor en Desgracia le desvela los puntos ciegos que llenan su vida. Está en una situación de poder, no tendría problemas si quisiera para seguir manteniendo una vida erótica, pero de un modo similar a la historia del Rey David con Betsabé, la esposa de su general, se ha empecinado en destruir una familia para satisfacer su deseo. No le importa gastarse sus ahorros ni llenar su casa con habitantes como Drago y sus amigos.

Coetzee siente que su personaje se le escapa y hace que los requerimientos de Elizabeth Costello de visibilizar la verdad profunda del personaje sean infructuosos. Probablemente, porque Coetzee ha reconocido el fracaso radical de la literatura y el pensamiento para hacer emerger la verdad profunda en el alma. En un hermoso ensayo sobre las trampas de la literatura de autoconfesión, Coetzee repasa gloriosos ejemplos de la literatura autodeclarativa: Montaigne, Rousseau, Tolstoi, Dostoievski. En todos ellos encuentra una irreprimible sospecha sobre las capas que bajo los textos confesionales se oculta una verdad sobre la propia condición de quien hace ficción de su vida y creencias. En los Ensayos de Montaigne, Coetzee encuentra que la sinceridad sobre las propias miserias es solamente acerca de los pecados veniales; las Confesiones de Rousseau, como ya nos contaron Starobinsky y después Bernard Williams, están llenas de un más que sospechoso ejercicio donde el filósofo quiere hacernos concluir la rectitud de su carácter en la trastienda de sus ocasionales errores; en La sonata a Kreutzer,  Tolstoi da cuenta a través de la confesión de un personaje, de la manifiesta incapacidad de encontrar la verdad en la ficción, dejándonos con la pregunta de si la escritura no es otro modo de engaño. Coetzee, en este escrito examina también Memorias del subsuelo de Dostoievski una obra cumbre de la escritura en invierno y de la confesión más que probable del propio autor. Que por cierto, la historia del irritante personaje de Dostoievski con Anya, en la segunda parte de la novela, está explícitamente presente en Hombre lento

Como antes Sartre, como Irish Murdoch, como Beckett, Coetzee, sabe que la incapacidad de distinguir la verdad del autoengaño es un déficit que aqueja a quienes les ocurre la vejez de pronto y sienten la necesidad de justificar su propia vida bajo una ficción literaria o filosófica. Tanto el autor, como el personaje, pero también el lector, quedan sumidos en el escepticismo cuando ese doble que en Coetzee representa la pesada de Costello hace preguntas inoportunas a quien vive, escribe o lee. Sartre, más que Wittgenstein, diagnostica con perspicacia la inevitabilidad de este escepticismo sobre sí: la vejez es darse cuenta de que uno no ha sido lo que quería ser ni quería ser lo que ha sido. 


domingo, 8 de mayo de 2022

Etica del desdoblamiento

 



 

J. M. Coetzee practica en su novela Hombre lento el ejercicio de desdoblamiento que ya realizó Unamuno en Niebla: poner al autor especularmente frente al espejo de un personaje y hacerle pensar sobre la ética de quien escribe sobre la condición humana.  Paul Rayment es un hombre mayor que tras un accidente pierde una pierna y es atendido por una asistenta de origen croata Marijana, por la que siente un otoñal deseo sexual. En esa historia, que es narrada con la maestría habitual en Coetzee, y que nos lleva por los fríos campos de la decadencia que es la vejez, con sus penurias corporales y las no menos molestas emocionales, irrumpe el irónico alter ego habitual de Coetzee, Elizabeth Costello, la escritora animalista, activista del punto de vista moral. A partir de ese momento, la novela se abre literalmente al antagonismo entre el personaje y el autor, quienes debaten sobre la ética de la ficción y la tensión entre la moralidad y la obediencia a una suerte de verdad que no tiene que ver necesariamente con el carácter ficcional del personaje sino con una fidelidad profunda a los hechos que relata la novela y a su significado moral sin disfraces.

Coetzee ha escrito mucho sobre la ética y epistemología del acto de escribir, otra forma de decir el acto de vivir, particularmente en El buen relato, en el que da cuenta de sus conversaciones con la psiquiatra Arabella Kurtz. Traigo a cuento estas dos obras de Coetzee no solo por su valor literario sino sobre todo por la valentía de escarbar en la herida que produce el acto de escribir sobre el que habitualmente se ponen paños calientes en literatura y sin excepciones en filosofía.

En filosofía raramente se encarnan las ideas en personajes, pero no por ello es menos evidente que quien escribe se desdobla en sí mismo y sus ideas o las ideas y prácticas de otro sobre las que discurre y juzga. Platón lo practicó asiduamente en sus Diálogos, en los que no somos capaces de distinguir con claridad entre el Sócrates como personaje real y el Sócrates que imagina ser Platón redivivo en sus escenas de controversia. Como nos enseñan en secundaria, Sócrates es el maestro de la ironía, que él entiende como una trampa que pone a sus contertulios haciendo como que no sabe y en la que caen todos ingenuamente. Sócrates maestro de jesuitas y confesores ha sido también maestro de la escritura filosófica en la que el desdoblamiento contiene siempre una trampa tendida al lector para que caiga en las redes del autor y termine convencido de su superioridad intelectual y moral.

El canon de filosofía, el canon del bachillerato, que sigue dejando al margen tanta escritura filosófica imprescindible, especialmente femenina y ocasionalmente literaria y científica, es un desarrollo de la vía platónica del desdoblamiento. Nunca el pensamiento se cuestiona ante el espejo de su propia creación y de su desenvolvimiento, nunca el filósofo (aquí escribo en masculino) deja entrever sus dudas. No esas que sí están presentes y que forman parte del esquema formal del argumento, que consisten en las preguntas irónicas sobre las posiciones ajenas disfrazadas de preguntas propias, que pronto serán respondidas por un autor omnisciente, sino esas otras donde se cuestiona la propia sinceridad del pensar y el escribir sobre ello.

No lo hacemos nunca. Nadie, ni siquiera Nietzsche, o sobre todo él, tan lejano y al tiempo tan cercano a Platón. Mucho menos Descartes en sus Meditaciones y con él toda la gran filosofía de la modernidad y el romanticismo. Solo Montaigne en los Ensayos y Cervantes en El Quijote se alejan de la omnisciencia y la superioridad moral y se atreven a explorar el terrorífico bosque del desdoblamiento. Lo que nos atrae de Simone Weil, María Zambrano e Iris Murdoch es justamente lo contrario, el que, como la obediencia de la Weil, la realidad impone la tensión entre la gravedad y la gracia y hace habitar la escritura en una casa desolada de incertidumbres.

Sé que no soy capaz de ser fiel al desgarramiento entre la verdad y la ficción, entre el deseo de certeza y el de verdad. Sé que hemos abandonado la ética de la autenticidad porque, como los personajes de Sartre (quizás lo más parecido a Coetzee en este punto), tendríamos que reconocer y aceptar que no queremos ser lo que somos ni somos lo que queremos ser, precisamente esa mentira que contamos al lector desde la altura de un discurso ya amañado entre conceptos y desde esa red ocultada en una maraña de citas de autores y de aparato académico.


domingo, 24 de abril de 2022

Conspirar (respirar juntos), confabular (narrar juntos) en Belén Gopegui

 


Aunque nunca desaparecida del todo, la reciente literatura en español ha visto surgir un cierto número de obras de carácter político o social que, para usar la metáfora de Belén Gopegui, son como un Caballo de Troya adornado para que el capital las deje entrar en la espera de que el beneficio económico sea mayor que cualquier otra consideración. Las hay descriptivas y las hay prescriptivas o simplemente enunciativas de posibilidades alternativas, de otras formas de existir en las que la precariedad se convierte en reclamo de lo político. De entre ellas, de las que ha dado buena cuenta David Becerra en varios libros, tomo Existiríamos el mar de Belén Gopegui como un caso de refutación de la tesis Jameson- Fisher del fin de la imaginación. En una larga tradición ancestral de textos que hablan de la irrupción de la palabra en el espacio de lo político, la novela de Gopegui indica algo así como la búsqueda en el basurero de la historia de restos de fraternidad suficientes para reconstruir vidas dañadas. Las narraciones afirma Gopegui son como guerreras ninja que parecen vencer a la gravedad y anticipar las reacciones ajenas. No lo diría de todos estos textos recientes, pero sí de Existiríamos el mar: considero su relato como un nuevo ejercicio de la literatura sapiencial, como una exploración en lo ficcional de las posibilidades de lo real bajo condiciones de precariedad. Es un relato de la vulnerabilidad y precariedad humana y de interpelación al poder y es un ejercicio de confabulación, de “hablar en común” para transgredir los mandatos del destino. 

Jara no tiene empleo, a diferencia de sus compañeros de piso: Lena, Camelia, Ramiro, Hugo. Su vida discurre en la precariedad y la desesperación por no saber si cae sobre ella o sobre el mundo la culpa de su estado. Huye de sus amigos para encontrar empleo y respuesta antes tal vez lo segundo y deja en estado de desolación a los habitantes del piso compartido. Aunque la existencia de los amigos discurra en situación de contingencia, no están (¿aún?) en el estado de opacidad de Jara, a quien asaltan dudas sobre la naturaleza de las causas de lo que le ocurre. No es que no haya trabajado, por el contrario, ha recorrido el habitual sendero de trabajos de mierda que caracteriza a su generación, solo que al final no ha encontrado ni siquiera ese mal acomodo con el que sus compañeros de piso se han conformado en su vida.

Jara cree que la asimetría de tener o no tener trabajo es una asimetría de ser o no ser. Su vida dañada no admite los consuelos ocasionales que, como los compañeros de Job, no aciertan a dar solución ni siquiera respuesta. Esta asimetría es radical en el tiempo y la economía, y la decisión de abandonarles es ahora un recuerdo permanente que les obliga a considerar su propia posición y si acaso pueden hacer algo en lo que aparece como una imposibilidad de romper el aislamiento voluntario de su amiga. Su concepción de lo que se puede o no puede hacer queda bien definida en una referencia de la narradora al espíritu de Lena: “En su vida, sin embargo, y es una descripción más que una queja, hay bruma, complicaciones, las cosas suelen girar en torno a la necesidad de no perder, que no se parece a ganar, sino a mantenerse en esa zona donde no hay victorias ni derrotas absolutas y donde la tensión cansa. Eso no es lo que ella entiende por una promesa.” Es en esta zona gris donde se plantea el conflicto que presenta la novela. En la capacidad de los lazos emocionales por sobreponerse al sentimiento de derrota y anomia, en la voluntad de restaurar un lazo de amistad que la economía ha roto.

Los personajes habitan una casa alquilada como se habita un rincón por imposibilidad de tener un gran espacio. Las parejas estables, los amores a largo plazo y el patrimonio y el salario van juntos. “La clase social es concreta, los cuerpos se tantean en el enamoramiento pero después vienen los cálculos.” afirma la autora al informar de los ingresos y biografías sentimentales del grupo.

Si en La conquista del aire Belén Gopegui había planteado la hipótesis de que la amistad no sobrevive a las presiones del dinero, aquí opta por el camino contrario: la fraternidad salva las zanjas que el mercado de trabajo abre en las comunidades. Son personas solidarias, como Lena, que acude al centro social del barrio para enseñar software libre a pesar del cansancio del día de trabajo. Pero tal vez la solidaridad no sea suficiente y se necesite una fuerza más poderosa que solo da la fraternidad, el hermanamiento en situaciones de emergencia. La solidaridad alcanza a compartir el tiempo, a servir de ayuda pero no a descubrir juntos la trama de las cosas.

La novela se articula alrededor del misterio de la huida de Jara pero discurre por las vidas de gente que comparte un piso por razones que desbordan lo económico en una ciudad de altos alquileres. Quieren vivir juntos aunque sea con más estrecheces, desean verse por las mañanas o por las noches y comentar los avatares de sus vidas y la desaparición de Jara les deja en suspenso con la pregunta del qué hacer colgando del techo de la vivienda cada vez que vuelven por la tarde. La voz desaparecida de Jara interrumpe, como Antígona y Job, las conversaciones de los amigos, entra en ellas como una interrogación permanente: “¿qué hiciste?” le pregunta a Ramiro (qué tendría que haber hecho, cuestiona si la complejidad de las situaciones disculpa el arrepentimiento por lo que no hizo). La madre de Jara, Renata, explica que su hija ya no está en la división del mundo entre perseguidores (quienes buscan algo en la vida, como el Charlie Parker de Cortázar) y quienes se han rendido. Jara, afirma, es perseguida por la falta de trabajo, ha intentado buscar un acomodo en el mundo a veces, pero está fuera, como los tres millones de personas que están en ese exilio entre interior y exterior que es la precariedad.

La condición de lo humano, sostiene una voz indeterminada que nace en la conversación entre Renata y Jara, es un ramo de tres tallos: la presencia permanente de lo desastroso, de la chapuza, el impulso de la justicia, siempre frágil y a veces resistente, y la mirada a lo lejano, esa forma de trascendencia de lo presente que caracteriza la fuerza de la vida. Algunos libros son sapienciales porque portan la experiencia de una generación y la llevan más allá, la convierten en sabiduría que hace de un relato una forma de resistencia. Son, como las acciones sindicales que menciona la novela, maneras de decirle a la gente, “mira, no estás sola”. No es necesario ser héroes para ser un personaje de un libro sapiencial. No lo es Job, no lo es Ismene, la que se confabula con su hermana Antígona, que sí ha decidido, como Jara, ir por la senda difícil, no lo son Camelia, Ramiro, Lena, Hugo, Renata, que son a la vez testigos y actores de un tiempo duro, como otros, que nos muestran a la vez que la vulnerabilidad la resistencia de sus cuerpos y vidas.

En cada momento de la historia se necesitan grandes relatos que contradigan las tesis del fin de la historia y de los grandes relatos. La historia de un hombre que se queda en la calle enfermo y clama contra los dioses; la historia de dos hermanas que, como las Madres de Mayo, exigen el duelo público de su hermano querido, odiado por el poder; la historia de unas personas que no aceptan que el tener trabajo defina la condición de ser. En tiempos fueron los dioses y los tiranos los que portaron las máscaras del poder, en el relato de Gopegui lo son las fuerzas invisibles del mercado, que necesita una bolsa de paro como amenaza permanente y las mucho más visibles de los gerentes que castigan con arteras tácticas la lucha sindical. Cada tiempo exige su horizonte de chapuza, impulso de justicia y mirada trascendente.

En la historia de los habitantes del piso cerca de la Glorieta de Embajadores de Gopegui, la forma de la interpelación es la búsqueda de una compañera que parece haberse quedado en la cuneta de la historia. Narra una experiencia de no resignación, de encontrar en la amistad un reducto de resistencia allí donde los ejemplos cotidianos de derrota que saben por su experiencia diaria de trabajadoras y sindicalistas resultan insuficientes para rescatar a Jara de su desahucio como habitante del mundo. La épica no está en lo mínimo y anecdótico del caso sino en ese desborde que manifiesta la fraternidad cuando la solidaridad, ya en declive, parece haber perdido la batalla. Camelia, la Camila del sindicato, abre su puerta y ofrece té a un vendedor tímido que trabaja a destajo de puerta en puerta. Hugo resiste en su trabajo explotado de desarrollador de software escribiendo poemas que nunca leerá su amado Chema. Lena y Renata, la madre, comparten la historia de sus vidas con una cerveza. La épica ya no es la del Mahabhárata ni la de los mitos de Tebas o las asambleas de dioses de Job, pero sigue siendo la manifestación de la resistencia en la historia, de la reivindicación de lo común contra el aislamiento y la condición de precariedad.

Los amigos del piso ya saben que su vida discurre en una orilla. En la otra están sus esporádicos amantes, sus compañeros de trabajo y de acción sindical, el resto del mundo que lleva vidas más o menos normativas en esa zona gris entre la precariedad y el deseo; otras habitaciones que no son compartidas más que por los componentes de la familia, en las nuevas formas de mercado de los afectos de la era neoliberal. En esa orilla crecen tanto los desapegos como las solidaridades ocasionales. Pero en este piso, en esta heterotopía, han crecido otros lazos: “somos unos putos náufragos y esto no es nada que hayamos construido con tanto cuidado, sino un sitio de forajidos adonde hemos ido a parar, como si nos hubieran mandado a repoblar colonias a cambio de no meternos en la cárcel.” Son lazos que la autora sitúa en el ámbito de la conspiración (respirar juntos, etimológicamente) y la confabulación (fabular juntos); en ellos crece un vínculo que no es el de los afectos familiares sino en cierto sentido algo más profundo que no es otra cosa sino fraternidad, una relación afectiva y práctica que se basa en hacer un relato común de la vida en común. En un tiempo en que rige la nostalgia y el convencimiento de que no se puede hacer nada, estos náufragos eligen una senda de vivir juntos el hundimiento y convertir las paredes del piso en una balsa de resistencia.

Existiríamos el mar avanza sobre otros relatos de la vuelta de lo político en que no se detiene en la compasión ni la descripción de la precariedad, sino que bucea en las formas de acción que anticipan nuevas formas de vida. No hay épica en el relato, no es la historia de una lucha contra el capitalismo: los habitantes de esa casa ya libran esas batallas en sus trabajos y militancias más o menos desmayadas. Hay, por el contrario, una lírica de la acción que si es mínima a escala social no lo es en la conjunción de las vidas que acoge. Si es revolucionaria no lo es porque diseñe una sociedad nueva, sino porque hace desear otra manera de existir en el mundo. Es en su propuesta de rehacer los afectos en donde nace la fuerza de su ofrecimiento.

¿Cuándo una emoción compartida adquiere la naturaleza de emoción política, de impulso de orden allí donde reina el caos? Hemos vivido años estructuras de sentimiento cambiantes, en las que una emoción se alza con la hegemonía e impregna todas las manifestaciones culturales dándoles un carácter político: el ensimismamiento que ha regido en la era neoliberal, la indignación de la crisis, la nostalgia que parece dominar el supuesto fracaso del 15M, … El orden de lo político está constituido por fronteras que delimitan la condición de ciudadanía, de personas con derechos a planes de vida. En los bordes, la exclusión es una tierra pantanosa de cuyo fondo burbujean variadas reacciones emocionales que nacen de un lecho de sufrimiento. Solo algunas alcanzan a convertirse en interpelaciones al poder, temidas por este por su potencial de reordenar las fronteras. Son estas las emociones políticas, las que construyen la escalera que va desde el estado de desgracia al reconocimiento de la común condición vulnerable que permite, en la chapuza de la vida, renoval los impulsos de justicia y elevar la mirada al horizonte.