domingo, 11 de enero de 2015

Incompetencia y poder





Me cuesta imaginar lo que  pudo haber pasado por la cabeza del presidente Harry Truman los primeros días de agosto de 1945 antes de la decisión de autorizar el lanzamiento de la bomba atómica de uranio Little Boy sobre Hiroshima, el día 6, y la bomba de plutonio Fat Man sobre Nagasaki, el día 9.  Existe una enorme documentación sobre la decisión de lanzar las bombas (aquí) y no hay duda de que fueron muchos los actores e instituciones implicados en la deliberación. Pero la decisión, al final, la toma quien tiene el poder para hacerlo y lo hace sabiendo que es su responsabilidad hacerlo.

Cabría pensar que Truman tenía sus razones aunque uno discrepe de ellas. Con bastante repugnancia, hago un intento de reconstruir vagamente su posible razonamiento, al menos según lo que nos cuenta la historia más extendida: los americanos habían tenido más o menos un millón doscientas cincuenta mil bajas en la guerra, de las cuales un millón se habían producido desde 1944, incluyendo los desastres de Las Ardenas y de Okinawa. Era previsible, se argumentaba, que, a medida que el cerco al Japón central se estrechara, la curva de bajas siguiera su ascenso exponencial. El temor a una invasión directa sobre Japón estaba en un brazo de la balanza y en el otro el informe final del Proyecto Manhattan acerca del inmenso poder destructor de las dos formas de bomba que acababan de crear y probar en el desierto. Usar las bombas para doblegar la voluntad de resistir del enemigo era una tentación irresistible. Y no se resistió a ella a sabiendas de que implicaba la destrucción de dos ciudades. Al fin y al cabo se llevaba haciendo lo mismo sobre Alemania varios años. A grandes rasgos, esto es lo que uno imagina sobre los sucesos mentales en la cabeza de Truman para responderse seguidamente: "¡qué barbaridad!"  (y si uno fuese un adicto a la Escuela de Frankfurt diría, además: "esto prueba que la lógica instrumental es culpable de los genocidios", o algo así).


Puede que los razonamientos discurrieran de este modo  (también pudiera ser que no sean más que reconstrucciones a posteriori para justificar lo injustificable). Se tiende a creer en la inteligencia de los poderosos y se habla de la lógica del poder y de mecanismos y dispositivos (curiosamente este lenguaje, ha nacido para en los círculos de pensamiento crítico). Apreciaciones como estas dejan un cierto aroma a escondida admiración cuando no a miedo, y tal vez a una implícita comparación entre la supuesta implacable lógica de aquellos y el desbarajuste y debilidad propios. La realidad, sospecho, es que las grandes decisiones tienen mucha menos lógica de la que quieren mostrar. Hace años me interesó, intrigó y divirtió el libro del Norman F. Dixon, un militar británico retirado, Sobre la psicología de la incompetencia militar, en el que relata las abundantes irracionalidades de los jefes militares británicos que condujeron a desastres y matanzas en la historia reciente. Algunas de las que se han hecho pasar por grandes gestas, nos relata, son producto de prontos emocionales de borrachos, orgullosos, resentidos, o todas estas cosas cosas a la vez. Todo lo contrario a lo que uno imagina en un oficial que tiene que enviar a la muerte a sus soldados. Si se tiene la paciencia de leer los tan pormenorizados como descomunales libros sobre la Segunda Guerra Mundial de Anthony Beevor se extraerán parecidas conclusiones. Grandes batallas y operaciones lanzadas para competir con otros jefes, o planificadas con desprecio a los datos, decisiones que  causaron cientos de miles de muertes, como si sacrificar vidas de amigos y enemigos fuese como jugar en una consola. Cito el caso militar porque usualmente se toma como ejemplo de competencia frente a la siempre criticada incompetencia de los políticos. Podría haber elegido igualmente las decisiones de los economistas, que creen de sí mismos ser paradigmas de racionalidad, pero mi indignación con ellos  a causa de la crisis que sufrimos, debida en parte a una enorme dosis de estupidez de los señores de los mercados, me haría perder la distancia intelectual.

Aunque se cree en la inteligencia de los poderosos, a veces, de ciertos miembros de los círculos exquisitos, se dice son tontos y de inteligencia limitada  (quizá dotados de una simple astucia aprendida en los pasillos del poder). De hecho, los chistes sobre la falta de inteligencia de los políticos nos invaden recurrentemente. Como ejemplo, en los periódicos americanos se hizo mofa copiosa de la falta de inteligencia de Bush (hijo), y se recontaban con sorna sus patochadas, su lenguaje tan peculiar abundante en tantas patadas a la gramática o sus alardes de incultura. Otro error. Creer que detrás de alguien irracional está un tonto. El psicólogo Keith Stanovich (The Psychology of Rational Thought) nos advierte que esta convicción tan generalizada suele estar equivocada, y lo hace precisamente con el ejemplo de Bush. En medio de las polémicas sobre su inteligencia se descubrió el dato de que su coeficiente de inteligencia, medido en su juventud, era bastante alto, sobre 120. No el de un genio, pero tampoco el de un tonto. Y sin embargo poca gente ha sido tan incompetente y desastrosa como el mentado presidente. ¿Cómo puede ser esto -se pregunta Stanovich? La respuesta es que tendemos a unir (y confundir) inteligencia y racionalidad.

Como muchos de mi edad, sufrí en la  mi educación la adición de los directores del colegio a los "test" de inteligencia. Todos los cursos nos castigaban con varios, especialmente antes del innumerable número de reválidas de las que constaba el bachillerato que realicé. Nos decíamos que los resultados de los cuestionarios eran una especie de mano selectiva darwiniana que causaba cada curso un indeterminado número de bajas para incrementar la calidad de los estudiantes. No sé si algunos colegios privados mantienen este método, pero lo cierto es que otras muchas instituciones siguen practicando métodos de selección basados en los coeficientes de inteligencia. Estas prácticas son un error funesto, sobre todo cuando lo que que se necesita es gente para puestos de responsabilidad, donde lo que cuenta son las capacidades racionales. Sospecho que las sofisticadas técnicas de entrevista de los departamentos de personal siguen buscando inteligencia y olvidando la racionalidad.

Racionalidad e inteligencia se relacionan de maneras muy extrañas. No está nada claro que sean compañeras habituales. Por el contrario, en ciertos campos sociales donde se ha establecido una suerte de carrera por la inteligencia, y son campos casi siempre asociados al poder y al capital (político, social, económico o cultural), no es difícil encontrar como resultado una  acumulación de inteligencia poco habitual en campos menos competitivos, pero lo que es casi seguro que vamos a encontrar es un colosal hacinamiento de gente irracional, estúpidos medio locos que pasean su hibris, insolencia y poderes por las salas y pasillos tomando las peores decisiones de todas las alternativas posibles, solo porque pueden hacerlo. No es imposible encontrar también, ciertamente, gente de enkrateia y fronesis, modesta, trabajadora y prudente. No es imposible encontrarla, es verdad, pero generalmente subordinada, sometida a acoso, olvidada en los oscuros lugares donde no se toman las decisiones.

Pese a los adictos admiradores del "poder del poder" (los miles de foucaultianos que proliferan por la academia y fuera de ella), el secreto del poder es su incompetencia e irracionalidad. Se cuenta del mariscal de campo Joachim Napoleón Murat que elegía a sus coroneles por la siguiente regla: "al inteligente trabajador, désele empleo en Estado Mayor. Al inteligente vago, désele mando en plaza. Al tonto trabajador, sin dudarlo, que se le fusile de inmediato". Esta parece haber sido la regla del poder desde tiempos inmemoriales. Pero a veces esta regla es tan ciega como la gente que selecciona: gente proclive al autoengaño permanente, al orgullo sin fin, a la inmodestia y a la prepotencia, sorda a los argumentos (mucho más racionales) de quienes consideran inferiores y, sobre todo, ciega a las demandas de la realidad y al sufrimiento de las víctimas de sus decisiones.

La incompetencia de los poderosos no se debe a su inteligencia. Vamos a concederles que la tienen. Se debe a su falta estructural de racionalidad. Y no es por casualidad sino porque la carrera del poder está organizada para que quienes suban por las escalerillas lo hagan impulsados por formas de juicio, decisión o acción que bordean sistemáticamente la sociopatía. Quizá tenga su lógica (en ciertos contextos lo más efectivo es comportarte como un loco), pero cuando miramos desde lejos el bosque del poder descubrimos con terror que está lleno de monstruos (o casi).






4 comentarios:

  1. Excelente entrada, muy clarificadora y de consecuencias interesantes. Me ha recordado mucho a la película de Kubrick Senderos de gloria, en concreto, a la relación entre el coronel Dax (Kirk Douglas) -sensato y racional- y el general Mireau -de una ambición y orgullo desmedidos-. El tema también aparece con claridad en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Me pregunto si esta ceguera hacia la racionalidad es deliberadamente provocada o un nuevo signo de irracionalidad.

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  2. Sí, pero si el “fin” lo decidió el presidente, los “medios” los proporcionó Oppenheimer y su equipo. En este sentido se puede ver también “Creadores de sombras” (R. Joffé. 1989), en la película se aprecia como las razones de la implicación del físico van variando: la posibilidad de que Alemania estuviera construyendo una bomba similar, el logro del reconocimiento público y del éxito personal, y, en momentos de duda, la creencia en que tal capacidad destructiva nunca sería usada más que como arma intimidatoria...Al final, cuando ya no encuentra razones, la presión y la falta de libertad se muestran sin tapujos: hemos invertido en este proyecto mucho dinero y ya no es reversible. Para colmo, al científico le tenían vigilado por sospechoso de comunismo y, cuando ya no le necesitaban, lo abandonaron (y también le dieron algún cuantioso premio de consuelo). Me pregunto si hay algún logro que pueda merecer, tanto en lo colectivo como en lo personal, semejantes infiernos históricos y biográficos. Así se entiende esa idea foucaultiana de que todos con nuestro, más o menos siempre pequeño, granito de arena podemos ejecutar (o no; me gusta pensar) piramidalmente el poder tal y como de hecho se produce. De la E. de Frankfurt se puede traer esa mezcla de marxismo y psicoanálisis en Marcuse que aun sirve para explicar la unidimensionalidad que subyace al bipartidismo, al arte como mercancía, a las mentiras del lenguaje. Y ahora apliquemos todo eso a la inteligencia de los test de C.I., no ya en sus métodos ineficaces clásicos por no ser culturalmente neutrales (por ejemplo la gramática en castellano de un niño en cuya lengua materna el color, el dolor, el viaje, el paisaje, son femeninos), sino cuando llegaba a afirmar, con sorpresa y perplejidad, conclusiones tipo:¡los “superdotados” pueden llegar no sólo a ser individuos anómicos sino, incluso, peligrosos delincuentes! (o casi)
    Creo que si la inteligencia fuera inseparable de la sensibilidad se mediría por el modo en que una persona afronta situaciones de gran implicación moral y emocional. Al no ser así, estoy de acuerdo con la distinción que señalas entre inteligencia y racionalidad. Y también, si no lo entiendo mal, con que el darwinismo termina siendo una ficción sobre una competencia y aptitud justificadas en la naturaleza.
    Marisa

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  3. Al hilo de la entrada se me ocurre que hay dos problemas derivados del uso común e irreflexivo del concepto de "racionalidad"; a saber, i) qué criterio de racionalidad establecer (es decir, qué idea o modelo de racionalidad asumimos para juzgar de un conocimiento o procedimiento que es "racional"; y ii) cómo establecer dicho criterio, lo cual me parece también fundamental. Por ejemplo, podemos establecer un modelo de racionalidad ateniendo a un conjunto de determinadas concepciones o teorías que consideramos racionales (es lo que hizo el filósofo Kant cuando asumió la ciencia de Newton como el paradigma de conocimiento verdadero), para, a continuación, hacer o no extensible dicho modelo a otros conocimientos y teorías (siguiendo el ejemplo kantiano: la ciencia ptolemaica ya no sería racional) Pero también podemos establecer aquel modelo sin fijarnos en ningún ejemplo concreto, es decir, definiendo a priori un modelo normativo de racionalidad, confiando (ciegamente y sin base experimental alguna) que habrá algo de eso que hemos considerado como "la racionalidad" en cada una de las teorías o enunciados que definiríamos de "racionales". Es decir, aquí el problema sería definir el procedimiento a seguir para establecer un modelo de racionalidad.
    Ahora bien, rizando el rizo, aquí nos encontramos con un nuevo problema de más difícil solución: ¿de qué criterio de racionalidad echamos mano para asumir un procedimiento u otro?, es decir, ¿cómo podemos saber qué procedimiento es más racional si todavía no tenemos un criterio de racionalidad? Saludos

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  4. La gran aportación de Kant a la epistemología fue establecer que la racionalidad sólo tiene una función regulativa, que las concepciones generales (lo que Kuhn llamó “paradigmas” cuando alguna de esas concepciones es compartida por la comunidad e impuesta como “normalidad”) pertenecen al campo de la metafísica y de lo indemostrable (desde ese punto de vista podemos argumentar una cosa o la contraria, por ejemplo la tercera antinomia ¿determinismo o libertad?). Pero, claro, la concepción que defendamos tendrá unas consecuencias distintas a otras concepciones (y digo consecuencias, no efectos. Supongo que no habría Kant ni Newton sin Hume ni Kepler). Así el criterio de racionalidad habría que decidirlo desde el punto de vista de las consecuencias, es decir, intuir los mundos posibles que implican. Kant diría “imaginar” en vez de “intuir”, pero a mi me gusta más ésta porque me parece más completa, engloba muchos ámbitos y procedimentalmente funciona también con lo instintivo y emocional pero es capaz de, a posteriori, aplicar reglas lógicas. En el ejemplo de Las Meninas, el rostro del pintor es distinto al del resto de las figuras, que parecen máscaras, sin embargo su identidad, en el sentido de correspondencia, está menos clara, quizá la diferencia sea que él muestra una experiencia interior frente a la simple exterioridad del resto de personajes, para comprenderlo pienso en el cuadro que estaría pintando desde dentro del cuadro (¿la referencia es una imagen externa? ¿es pura invención? ¿o es una metáfora?)

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