Cuán difícil es hacer un comentario de El árbol de la vida de Terrence Malick. Hay obras cuya lectura o visión implica adoptar un punto de vista y ciertos puntos de vista nos abisman sobre las grandes fracturas de la cultura contemporánea. Todas las grandes revistas de cine le han dedicado monográficos. Me referiré solamente a la edición española de septiembre de Cahiers de Cinema en la que se hace visible esta división. Una película pretenciosa, mística, enrevesada y de compromiso más o menos abierto con el pensamiento neocon, (kitsch, ha juzgado un compañero). Una película fascinante llena de matices visuales e intelectuales tocada por una gracia especial que nos lleva hacia las profundidades de la experiencia. ¿Tendría que unirme a una de las dos posturas? ¿tendría que callarme y dejar pasar la ocasión? El problema es que ciertos acontecimientos culturales no pueden, no deberían, dejarse a un lado. En una cierta lectura es una mezcla, suma más bien, de imágenes de deep ecology y de biografía de familia a la Capra, es decir, misticismo natural y trascendentalismo americano. En otra lectura, es una película sobre la no resolución de la angustia humana por un pasado irredento y por un destino trágico entre la naturaleza y la gracia. Ambas lecturas son coherentes, ambas posibles y defendibles, ambas plantean una cuestión sobre el lenguaje del arte en esta era post-postmoderna.
Hay un tipo de discurso sobre el arte y el cine contemporáneos al que me resisto y del que me quiero alejar. Es el discurso que se mueve en los territorios intermedios, que no concede los extremos. Por ejemplo: ni Goddard ni Malick , ni Bataille ni Simone Weil, ni contracultura ni cercanía a la mística. Es el discurso que se mueve en los límites de Sabina y Saramago, entre lo políticamente correcto y la crítica amable al sistema. No es un discurso del que podamos aprender mucho, precisamente por ser causa y efecto del mundo cultural que nos afixia. Las dos lecturas a las que me refiero (que deberían alejarse de este territorio, que no es el intermedio entre los dos extremos anteriores sino un erial de palabras vacías) pueden ser coherentes en su radicalidad.
Aceptaría una negación total o una entrega total de esta obra si viniesen acompañadas por una razón sobre cómo es posible encajar lo excesivo (en términos de Bataille) o la gracia (en términos de Simone Weil) en la experiencia humana sobre los pasados que nos atormentan: la muerte de un hermano, la violencia de un padre, la hermosura moral de una madre, la experiencia de la culpa, la vaciedad de la vida de éxito, la irrelevancia de la civilización. Malick quiere señalar esta dirección con un pensamiento particularmente visual y poco discursivo. Es una película de silencios. Las imágenes, sin embargo, se alejan también del brutalismo o feismo que está asociado a la contracultura y tienen un punto de documental.
No sabría cuál de las dos lecturas es la válida. Pero sí cuál no.
En una lectura, Malick estaría poniendo en imágenes la pseudomística neocon; en otra lectura, El árbol de la vida es una historia natural de la angustia humana.