domingo, 27 de enero de 2013

El siervo y la pregunta



Tarantino realiza en Django Unchained otro ejercicio práctico de lo que la gente de humanidades debería hacer: teorizar sobre la cultura popular. Recicla todo el spaghetti-western, y en particular Django (Sergio Corbucci, 1966) con el icónico  Franco Nero (que aceptó un cameo en la película de Tarantino) y todas sus secuelas. Hace poco Ignacio Pablo Rico Gustavino comentaba las derivas políticas de Tarantino, y el creciente trasfondo crítico de su obra, ya tan claro en Inglorious Basterds, un maravilloso discurso sobre el poder metamórfico del cine y sobre la condición de espectador externo del mal. Aquí continúa en la misma senda. 

La película es un ejercicio de relectura del Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie (1530-1563). Allí se pregunta:

"¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto, de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?..."

Tarantino elabora la cultura de la esclavitud, sobre los señores y los tratantes, se pregunta cómo fue posible, y encuentra una de las claves en el discurso de La Boétie:

"De esa forma, el tirano somete a sus súbditos utilizando a unos contra otros. Es protegido por aquellos de los que debería protegerse, si es que algún valor tuviesen. Pero como bien ha sido dicho, para hendir la madera se usan cuñas de madera; eso son, precisamente, sus arqueros, sus guardias, sus alabarderos. No es que éstos no sufran, pero esos miserables abandonados por Dios y por los hombres se contentan con sobrellevar su mal y causárselo, no a quien se lo causa a ellos, sino a los que, como ellos, también lo sobrellevan y no tienen  ninguna culpa.  Cuando pienso en esa gente que halaga al tirano para aprovecharse de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me siento casi tan sorprendido por su maldad como compadecido por su estupidez."

El film es una renovación de la pregunta de cómo fue posible que aquellos de los que el tirano debería protegerse fueran sus protectores. Después del Holocausto algunos se hicieron estas preguntas (Hanna Arendt tuvo una confrontación seria con el sionismo a causa de ella) y siempre será la pregunta más importante de la filosofía política. Pues la opresión de la minoría sobre la mayoría no podría ocurrir sin el asentimiento de los muchos.

De los muchos aciertos morales de la película, lo que más valoro es la capacidad que tiene Tarantino para cuestionarse la propia pregunta. Pues no son la pregunta y sus respuestas tan relevantes como quién la hace y quién tiene derecho a hacerla. En la obra, es el hacendado, un aficionado a la frenología y al evolucionismo social, quien hace la pregunta y da la respuesta: la sumisión sería algo innato en algunas razas. El hacendado sólo tiene que mirar a su alrededor para hacer comprobar al espectador su teoría.

Recientemente Josep Corbí desarrollaba la pregunta de Primo Levi de por qué se sentía culpable de haber sobrevivido a los campos de exterminio, y si acaso sería irracional sentirse así, y, sin embargo, por qué no concedía a nadie que no hubiese estado en los campos el derecho a realizar esa pregunta y juzgarla en su lugar. Tarantino comparte esta posición de Levi. Nadie que no haya sufrido la opresión está legitimado para ser juez de ella, y para responder de una forma u otra en la práctica.

Cuestionar el derecho a la pregunta significa que sólo hay una forma adecuada de hacerla y responderla: desde la experiencia de estar sometido y rebelarse. No la pregunta del señor ni la pregunta de la vanguardia, sino el asombro del sumiso al notar su situación. Hay preguntas que esclavizan y preguntas que liberan. Esta es la reflexión de Django (con "d" muda, insiste con sarcasmo el protagonista).

viernes, 18 de enero de 2013

El tiempo de las pantallas





La presentación el miércoles pasado del libro de Juan Martín Prada en La Central del Reina Sofía me había vuelto a plantear uno de los problemas más viejos de la teoría de la cultura desde la época del modernismo: cuál es el valor, si lo tiene, de la autonomía del arte (sigo, de otro modo, con mis últimas divagaciones sobre el lugar de la filosofía también como territorio autónomo).

Juan se plantea en este libro las dificultades que el arte contemporáneo (el más contemporáneo) presenta tanto al lego que se enfrenta a una obra como al crítico y teórico que tiene que dar cuenta de ella. Reconoce que ya no es posible ver al crítico como el sabio que desvela el significado profundo de la obra, del mismo modo que tampoco cabe enfrentarse a estos nuevos objetos e imágenes como acertijos que deben ser resueltos para encontrar su mensaje oculto. Su propuesta, luminosa, es pensar la obra como un nudo que debe ser desatado, encontrando los muchos hilos y conexiones con el mundo en que habita el espectador.

La obra, diría yo, parece haber perdido de su función de portadora de significado propio para convertirse en otra cosa, probablemente en una ocasión para crear sentidos nuevos en la mirada y la vida del espectador y en su momento histórico.

De ahí mi pregunta inicial: ¿cuál es el valor de la autonomía del arte? El hecho de que no haya un rastro limpio entre las características de la sociedad y las del arte nos lleva a esta pregunta. Cada sociedad produce su forma de arte, pero seguramente no en el modo que les gustaría a los grupos sociales. Ni a los hegemónicos ni a los subordinados.

Juan nos plantea otra segunda pregunta: ¿qué arte cabe hacer y pedir en un tiempo en el que los medios culturales fagocitan toda actitud crítica y la desarman o convierten en propaganda propia a mayor velocidad que la de la invención creativa? ¿Qué arte cabe en el tiempo de las pantallas?

La respuesta está también en la idea anterior. Si no hay nada que desentrañar, tampoco hay nada que  pueda ser utilizado. Una obra como una pregunta que debe ser respondida por el espectador cambiando su vida. Desde esa manera de entender el arte, la obra no es tan claramente susceptible de ser apropiada: cuando puede ser apropiada por todos, porque nadie es dueño de su significado, el acto de apropiación se convierte en otra cosa: en crear nudos nuevos de relación entre la obra y la vida.

Da igual que los picasos ya sean  fotos de calendario y que Telefónica use las asambleas del 15M para hacer publicidad de sus tarifas. La imposibilidad de apropiación del arte nace de la extraña propiedad que tiene de tejer referencias, matices, sugerencias, deseos y promesas de otra forma de vivir sin el orden y concierto sobre los que se asienta el poder. Tiene más de siembra que de fruto.

Hay, sin embargo, que matizar: autonomía se puede entender en el sentido culturalista, el de los elitistas como Harold Bloom y señores del canon, que se sienten dueños de las llaves del sentido y el valor, es decir, en tanto que una tradición histórica que sólo rinde cuentas ante la propia academia del arte, y la autonomía como extraño don que tienen algunas obras humanas para trascender a su tiempo y condición para convertirse en preguntas sin respuesta.


viernes, 11 de enero de 2013

Ortega y el béisbol


La sombra de Ortega sobre el pensamiento contemporáneo español es alargada. Densa, oscura y alargada. No porque se le lea mucho (salvo quienes se han dedicado a la industria Ortega, en general, se le tiene por leído) sino porque Ortega define el canon de cómo ser y estar. Viene a cuento esta entradilla porque sí, yo estaba leyendo a Ortega, La rebelión de las masas en concreto, preparando el programa de Teoría de la Cultura Contemporánea, examinando las décadas de la irritación contra la cultura de masas (Horkheimer, Adorno and all that jazz, incluyendo también, en cierta forma, a Ortega) y se me cruzaron los cables con una entrevista que El cultural de El Mundo realiza a Félix de Azúa esta semana. Como a Ortega en su momento, como a muchos en el nuestro, a Félix de Azúa le preocupa discernir qué ocurre y qué nos cabe esperar en estos tiempos, qué le ocurre a la cultura, qué le ocurre a la universidad y qué le ocurre al país en general. Mucho malestar y, sobre todo, mucha niebla y opacidad (no es extraño que Salomón pidiera discernimiento, ojalá  pudiera uno pedirse las virtudes preferidas).

Se queja Félix de Azúa de la decadencia del arte contemporáneo (hace treinta años, sostiene, que  el arte está postrado) y de la decadencia de la universidad (han destruido la universidad, también añade). No voy a discutirle las críticas ni a reprocharle el malestar. En muchas cosas estaríamos de acuerdo y en otras no. Me interesa, ahora como observador participante de la cultura contemporánea, por lo paradigmáticamente representativo de una cierta actitud muy del momento presente. Una actitud entre indignada y pesimista respecto a la mediocridad presente y nostálgica de la aristocracia del pasado.

Y pensando sobre ello recordé un artículo, divertido como todos los suyos, que hace tiempo Stephen Jay Gould dedicó a quienes se quejaban que los bateadores de béisbol del momento ya no alcanzaban las estadísticas de aciertos de los grandes de los tiempos dorados de la posguerra (siento no poder citar ahora el artículo, consecuencias de tener repartida la biblioteca en tres lugares), pero Gould se refería allí a cómo la estadística engaña mucho cuando no tenemos en cuenta la tasa base ni las formas de las curvas de distribución. Daba cierta razón a los que se quejaban de la escasez de grandes lanzadores y bateadores, pero observaba, mirando las estadísticas, que las curvas de aciertos de las grandes ligas se habían movido sustancialmente hacia la derecha. Se habían hecho más planas y se habían movido a la derecha. Es un efecto que produce la ampliación de la base y la educación generalizada (la masificación del béisbol y el entrenamiento generalizado, en su caso).

A medida que estos procesos ocurren es cada vez más difícil discernir la aristocracia cultural, artística, filosófica, deportiva, etc. Y, claro, no es difícil explicar la nostalgia por los tiempos de autoridades bien notorias, que marcaban sus diferencias incontestablemente con el resto. Son sesgos estadísticos de los que no suelen ser conscientes muchos críticos culturales (el desprecio a las matemáticas también tiene sus costos).

 Entiendo que, en lugares tan dependientes del prestigio como es una universidad o el mundo cultural (donde cada cual se cree situado en el percentil más alto), muchos miren a lo que hay y comparen sus capacidades y obras con las de quienes fueron otrora príncipes de las letras. Es comprensible y explicable el mecanismo. A Ortega ya le ocurría algo parecido intentando diagnosticar su época. La tentación de dividir el mundo entre "yo" y "las masas" a veces es a veces irresistible. Pero, como les ocurrió a muchos intelectuales de entonces, no repararon en  que las masas habrían de resultar mucho más creativas de lo que parecían.

"De hecho no hay masas. Hay solamente formas de ver al pueblo como masas" (Raymond Williams, Cultura y Sociedad (1780-1945))

sábado, 5 de enero de 2013

Ejercicios de atención


Son muy conocidos los experimentos que llevó a cabo Milgram en los años sesenta para comprobar el grado en que la gente es capaz de conductas inmorales por obediencia a la autoridad. Se trataba de observar a sujetos que se habían ofrecido voluntariamente como ayudantes para un supuesto experimento en el que otros sujetos (en realidad actores) simulaban el dolor producido por descargas eléctricas que se les ordenaban dar a los ayudantes. Se les contaba una historia sobre el pretendido experimento al que ayudaban, pero la cuestión era hasta qué punto estaban dispuestos a obedecer al profesor que les indicaba que siguieran aumentando el voltaje de la descarga. Se realizaron varias veces y en diversas circunstancias, observándose que una mayoría de aproximadamente 65% seguía esas órdenes a pesar del sufrimiento que infligían. También es cierto que una minoría (alrededor de un 14%) rehusaron seguir las órdenes y se retiraron de aquella historia. Milgram quería poner a prueba la capacidad de las sociedades para mirar a otra parte, e incluso colaborar, en casos de injusticia extrema.

Las conclusiones sobre la naturaleza humana que resultan de estos experimentos no son nada optimistas. Se comprobó en situaciones artificiales lo que por la historia ya se sabía: la capacidad humana para producir o convivir con el sufrimiento de los otros es ilimitada. Ninguna situación de injusticia sería posible sin la aquiescencia de la mayoría. Cuando acaba, todos se refugian en "era la dictadura", "era una situación de conflicto" "no había otra alternativa"...

Es interesante preguntarse por qué, sin embargo, una mínima minoría significativa fue capaz de desobediencia. Responder que sus principios morales estaban por encima de las órdenes no arregla mucho porque siempre cabe diseñar experimentos en los que sean los principios morales los que produzcan sufrimiento, y entonces la cuestión sería cuántos estarían dispuestos a responder a la súplica de la víctima antes que a los principios. Ni siquiera la Primera Ley de la Robótica ("No causarás daño a un humano") serviría para evitar estas situaciones. Bien sabemos de varias religiones que respetan el principio de "no matarás" sin que tal máxima les haya impedido perpetrar incontables matanzas.

Josep Corbí se plantea esta pregunta en su reciente libro Morality, Self-Knowledge and Human Suffering. An Essay on the Confidence in the World ( Routledge, 2112) y responde con una profunda meditación sobre qué voces callan o hablan en las situaciones de daño. Está la voz del torturador y la voz de la víctima, dice, pero está también la mirada y el silencio de terceros agentes que deberían haberla protegido. El interrogatorio, sostiene, el "hacer hablar a la víctima" es el recurso que justifica y tranquiliza a esas voces que no se levantan para impedir la tortura. "Hay una razón para ese daño" se dicen. En realidad, afirma Josep Corbí, están escuchando otras voces internas:  la voz de la autoridad que han introyectado y el miedo que les produce. Un miedo que les vuelve ciegos al rostro de la víctima y a su súplica de ayuda. Pero eso no evita que la víctima haya perdido ya su confianza en el mundo: la confianza que esas instituciones como la familia parecían ofrecer en que estarían siempre allí para ayudar. Esa confianza ya no se recupera.

Quienes levantan la voz y rehusan a colaborar también oyen voces. Pero atienden más. Oyen la voz de su propio miedo, no lo ocultan, oyen la voz de la víctima y ven su rostro, no esconden sus culpas justificándose bajo la voz del verdugo y por ello son capaces de dar ese pequeño paso que salva a la humanidad de la miseria moral absoluta. Cuestión de mirar y escuchar con atención: la voz de la autoridad, la voz del miedo, la voz de la víctima. No es inútil un ejercicio práctico: observar (auto-observar sobre todo) a lo largo de un día las estrategias que seguimos para velar la mirada y cerrar los oídos. Ejercicios de atención.