sábado, 28 de junio de 2014

El poder de interpelar





Conversaba ayer con Andrea Greppi, mi amigo y compañero de filosofía política, al que acudo constantemente para ex-ponerme a sus ácidas críticas de mis ingenuas ideas de democracia, sobre el lenguaje en un espacio democrático. Considera Greppi que tal espacio exige representación, es decir, cesión de autoridad, en primer lugar, y re-presentación, cesión de la palabra y el sentido. La representación implica, pues, alguna forma de alienación en la voz de otro. Uno, que es bastante asambleario, tiende a ponerse nervioso ante estas consideraciones, pero las acepto, dado que los espacios democráticos tienen que ser grandes y abarcantes, y por tanto hay que plantearse y pensar la cuestión de la delegación y los delegados (que es el nombre que los asamblearios solemos usar para la representación y los representantes). 

Si dejamos a un lado por el momento la cuestión de la delegación de autoridad, el otro polo de la delegación es la cesión de voz, el dejar el propio mensaje en las palabras de otro, permitir una suerte de exilio del propio sentido del mundo en la voz ajena. Puede que en esta alienación encontremos muchas de las causas del malestar en nuestra democracia. Cuando en el 15M gritábamos "¡Que no! ¡Que no nos representan! ¡Que no!" había ciertamente indignación por la expropiación de poder, por la incapacidad de decidir cuestiones que importan, pero también (y diría, sobre todo) por la lejanía entre el mundo de la política y el mundo de la ciudadanía, que, dicho en otros términos  podría ser: ni nos entienden ni los entendemos. Su lengua no es la nuestra, sus palabras no son nuestras palabras. No nos representan porque se han llevado nuestra voz pero también nuestro mensaje. 

Recordaba el encuentro en el debate sobre el estado de la nación entre el candidato socialista Josep Borrell y el presidente Aznar en 1998, cuando Borrell ocupó todo su tiempo haciendo consideraciones sobre el "devengo de caja". Creo que quería decir que estaban mintiendo y que lo hacían ocultando el déficit bajo artilugios contables (a él le parecía una mentira horrible, después conoceríamos hasta donde llega el poder de mentir), pero lo hacía con un lenguaje de iniciados para iniciados que hacía incomprensible su discurso (yo al menos no entendí casi nada).  Se sobreponían aquí dos problemas serios: el primero, el de si su voz estaba o no re-presentando la demanda de transparencia; el segundo, cómo decir de modo que sea inteligible al común un mensaje que tiene contenidos técnicos que exigen un lenguaje experto. Ambos problemas se cruzan en la construcción de un espacio democrático.

Traigo esta cuestión a mi terreno, el de la filosofía como un campo y lenguaje experto y de expertos. En el espacio democrático la filosofía opera como un dominio técnico junto a otros. Sería confundente creer que la filosofía no lo es. Aunque todos somos filósofos, decía Antonio Gramsci, el filósofo profesional toma la voz de otros y la transforma, le da un tono, un ritmo y un sentido nuevos, la re-presenta en un lenguaje que a veces, o casi siempre, es críptico y oracular. Leamos este texto de Jean-Luc Nancy sobre el sentido:

"En este sentido, hoy en día vuelve a ser exacto afirmar que ya no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Ya no se trata de prestarle o de darle un sentido más, sino de entrar en ese sentido, en ese don de sentido que es él mismo. Lo que Marx pensaba a título de 'transformación' todavía permanece capturado, si no por completo  al menos ampliamente, en una interpretación, aquella de la auto producción de un  Sujeto de la historia y de la Historia como sujeto. En adelante 'transformar' debe querer decir 'cambiar el sentido del sentido', pasar del tener al ser, por decirlo así todavía una vez más. Lo cual quiere decir también que la transformación es una praxis, no una  poiesis; una acción que efectúa el agente, no la obra. El pensamiento del sentido del mundo  es un pensamiento que, sobre el filo de su pensamiento, se torna él mismo  indiscernible de su praxis, que en su propia exposición al mundo se pierde tendencialmente en cuanto 'pensamiento', o que allí se excribe, que se deja llevar por el sentido, siempre un paso más, fuera de la significación y de la interpretación. Un paso más, siempre, y en la escritura del pensamiento, una marca más que la escritura misma. Éste es, singularmente desde Marx y Nietzsche, el 'fin de la filosofía': cómo el fin del mundo del sentido abre la praxis del sentido del mundo"  (El sentido del mundo)

El texto es bello y profundo, interesante en su mensaje, pero incluso a mí me cuesta entenderlo y por ello me llevaría un poco de tiempo y trabajo interpelar al autor o a sus palabras para demandarle respuestas o requerirle con preguntas o inquietarle con objeciones. Porque en eso consiste sustancialmente un espacio democrático. Es un espacio que hace posible la interpelación. Interpelar implica interrumpir el discurso del otro y presentar una demanda, una queja, una petición de cambio de tema, una exigencia de atención. Hay que irrumpir en la lengua del otro para que el otro escuche y entienda. 

Delegados y expertos se convierten en casta cuando consiguen que la interpelación sea imposible porque se ha levantado un muro invisible en el lenguaje; "tú no entiendes", que quiere decir que "tu no tienes autoridad suficiente en esta cuestión", "no sabes lo que dices". En realidad lo que ha ocurrido es lo contrario: ni el representante ni el experto entienden ya la demanda del otro. Se ha refugiado en el lenguaje para ocultar la pérdida de un sentido común, de un sentido que es común a todos los que están en el ágora. El espacio democrático necesita poner límites a la re-presentación: los límites del sentido. Estoy seguro de que no es un problema de las palabras sino del oído. El que impide la interpelación a través de un lenguaje de casta ha empezado por perder el oído. Ya hace tiempo que no oye las voces de los otros.

Aunque soy filósofo prefiero muchas veces la literatura a la filosofía como espacio democrático de sentido precisamente porque allí si se escuchan voces ajenas. Novelistas, dramaturgos y poetas tienen oído y re-presentan voces. Permiten la interpelación sin abandonar la re-presentación. La exigen, de hecho: interpelan al lector para que el lector interpele al texto. Los filósofos perdemos oído (algunos, como el que suscribe, literalmente) y nos cuesta mucho permitir la interpelación. Desde Platón tenemos problemas con la democracia. 



domingo, 22 de junio de 2014

La soledad de Mónica Vitti





De 1960 a 1964 Michelangelo Antonioni rodó cuatro pasmosas películas (La aventura, La noche, El eclipse, El desierto rojo) que, a través de un cine de mirada entre cruel y compasiva más que narrativo, dibuja la vida de la burguesía como una condición caída , como una trayectoria errónea en la historia humana. El desierto rojo fue la primera rodada en color por Antonioni y sin embargo es la más gris de la cuatrilogía sobre la equivocación de la modernidad. Ya no hay fiestas, sólo una torpe insinuación de orgía en una barraca en medio de un páramo. Grises sucios, barro, desperdicios industriales, humo contaminante y barcos que llenan la pantalla como metáforas de huida. En ese desierto (los alrededores industriales del puerto de Ravena), Monica Vitti nos muestra a una mujer cuyo interior es el espejo de la aridez que la rodea. Entre un intento de suicidio, un intento de amor (con Richard Harris actuando como empresario a punto de deslocalizar su empresa en la Patagonia)  y un intento también fallido de huida en un mercante,  asistimos al errático caminar de una mujer que se ha perdido en el desierto de la existencia. 

He elegido esta película como complemento visual de una de las siete miradas o narrativas sobre la identidad contemporánea que preparo para el próximo curso. La identificamos con la atmósfera existencialista, pero tiene un recorrido mucho más largo. Bergman y Antonioni son dos referentes claros en cine que ahora continúan Victor Erice, Abbas Kiarostami, Terrence Malick o Lars von Trier entre otros. En literatura elegiría a Albert Camus,  Iris Murdoch y  J.M. Coetzee. Es el relato de la caída humana, de su condición irredenta en un mundo que los dioses han abandonado. 

El relato mesiánico de la caída y redención ha sido el gran relato cristiano, secularizado más tarde en varias filosofías mesiánicas en las que se espera una salvación al final de la historia. El relato contemporáneo, por el contrario, empieza con el loco de Así hablaba Zaratustra, que busca a los dioses que los humanos han asesinado. Después de Nietzsche, Freud insistiría también en que la existencia humana comienza con un asesinato ritual del dios o el padre cuya sangre no se lava nunca. Macbeth y Edipo vuelven como los mitos que resuenan en diversos armónicos en la narrativa de la caída. 

Varias filosofías han explicado la naturaleza de esta caída: Heidegger como olvido del ser, el existencialismo como absurdo y falta de sentido de la existencia, Foucault como ubicuidad del biopoder, el posmodernismo como el fin de los grandes relatos. Son discursos diferentes que indagan en la experiencia de la falta de sentido. Son discursos que a veces tienen un carácter apocalíptico: el hombre es un error de la naturaleza; a veces un color sociológico: la modernidad equivocada; a veces es la metafísica críptica de la nada; en Wittgenstein, es el escepticismo como condena. 

Sería un error acusar a este relato de teología enmascarada (entre las críticas de El árbol de la vida de Malick este error fue abundoso). No lo es al menos en el sentido trivial. Al contrario, es una suerte de contrateología. Es el discurso que abandona la religión como respuesta a la condición de caída sin abandonar la experiencia cósmica de asombro y desolación. La pregunta filosófica originaria es "¿por qué hay algo en vez de nada?".  Una pregunta que tiene una respuesta religiosa y otra respuesta científica a lo largo de la historia. La pregunta que está en el trasfondo del relato de la caída es diferente: "¿por qué la nada?", "¿por qué el desierto? Es la aportación de la cultura contemporánea a la metafísica de la existencia.

Sería un error también pensar que esta pregunta es un síntoma de desesperación y de horror por la existencia. Como toda pregunta esencial en la cultura y la filosofía es el fruto de una experiencia. La experiencia de ser humanos. El bello rostro de Mónica Vitti, enmarcado por un leve despeinado, muestra todos los matices del asombro ante la falta de sentido. La soledad de Monica Vitti nos acompaña. 




















sábado, 14 de junio de 2014

Edipo detective



No hay figura más clara que describa la condición contemporánea que la del detective y no hay mito más iluminador de esa condición que Edipo Rey, tal como fue imaginado por Sófocles. El detective no es una persona de certezas, viene del país del desencanto y nada que le sea revelado le sorprenderá. Su experiencia es larga y su conciencia se ha endurecido en la infernal herrería de la ciudad. Al detective le ha sido encomendado investigar la peste que asuela a sus ciudadanos. Edipo sabe que la polis  está corrupta, no tiene más que abrir lo ojos y ver lo que ocurre. Edipo es buena persona en apariencia. Le guía el hambre de conocimiento y ha jurado castigar al culpable. Edipo detective desciende a las cloacas  para descubrir el origen del mal que la afecta. Solo después de bajar a los infiernos habrá cambiado lo suficiente para saber lo que sabía.

Sabemos que el mal estaba en él y sabemos que su deseo de saber será castigado por su propia mano con la ceguera permanente. Sabemos que el mal se origina en su pasado y sabemos que Edipo lo sabe aunque no lo sabe. Tiresias el ciego ya se lo ha anunciado:

Tiresias .-  "Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando"
Edipo.- "No dirás impunemente dos veces estos insultos"
Tiresias.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites más?
Edipo.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
Tiresias .- Afirmo que tú has estado conviviendo, muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás"

Nada está oculto. Edipo tiene todos los datos a la vista pero el mundo, su propio mundo, se ha vuelto niebla. "Di cuanto gustes, que en vano será dicho", responde a Tiresias. Edipo niega saber pero ya sabe. La solución cognitiva está ya dada al comienzo de la investigación, pero el detective no sabe porque aún tendrá que transformarse para aprender a saber. Saber que su responsabilidad no puede ser descargada en otro, saber que estaba ciego porque miraba hacia afuera cuando debería investigar dentro de sí, saber que deberá perder los ojos para ganar sabiduría. Saber que no hay nada más oculto que lo que está a la vista.

De Philippe Marlowe a Jimmy MacNulty, generaciones de detectives que hurgan en la basura del pueblo han llenado la imaginación de generaciones de lectores y espectadores. Max Weber dividió a los nuevos héroes en científicos o políticos pero se le escapó que ya en su mismo suelo estaba naciendo el nuevo ciudadano, el detective desencantado que inquiere una verdad que ya conoce y busca una justicia que le habrá de designarle culpable.

Es un signo de los tiempos el que la crisis nos haya cegado para hacer posible que veamos. No por el insufrible discurso del poder que quiere escapar de su responsabilidad y nos dice "todos somos/fuimos culpables de lo que ocurre". No. La culpa de Edipo Detective es metafísica. Su negación a saber cuando está buscando es de otro orden. Cada vez que oigo a un economista o a un político decir "todos tenemos la culpa de esta crisis" me digo "es verdad. Tendríamos que haberos enviado antes a la mierda. Somos culpables de omisión". Pero no es ésta la culpa del edipo que somos. Está más abajo y más adentro. Está anclada en los estratos de nuestra agencia herida. Somos culpables de no saber lo que queremos. De no querer lo que sabemos que es la dirección del camino que hemos emprendido y sin embargo seguimos.

Mi experiencia del mundo es muy limitada. Pero llevo decenas de años en un barrio de la ciudad, la enseñanza superior, afectada por la peste. Una conversación interminable inquiere por los culpables. Y hay un pequeño tiresias que continuamente me hace sospechoso habitual y al que me niego a escuchar. He aprendido que en los barrios que me rodean ocurre lo mismo y que la corrupción se extiende como la niebla de invierno en las estepas castellanas. He aprendido que la condición humana es buscar en otro lado la fuente de la enfermedad que tiene en sí.

En Así hablaba Zaratustra  y en La genealogía de la moral  Nietzsche describió a los primeros detectives del mundo que habría de venir: el loco que busca a quien sabe que ha sido asesinado, el subordinado que crea morales para defender su propia condición caída. Nietzsche sabía que la condición moderna era que habíamos asesinado a los héroes (otros los llaman dioses) - horizonte  y sueño de emancipación - y que huíamos a la vez que investigábamos un crimen que nos correspondía a nosotros pagar.

Claro, estoy leyendo El capital del siglo XXI de Thomas Piketty.







sábado, 7 de junio de 2014

La cultura invertida




Hay ciertas épocas a las que, como a los individuos, los dioses las castigan concediéndoles sus deseos. La nuestra, esa que llaman modernidad, que tiene orígenes profundos en los estratos del romanticismo, se ha organizado bajo el signo de la salvación estética. Lo que antes se esperaba de la religión, que se traducía en la piedad y las buenas costumbres, ha sido ahora transferido al arte: el gusto y la educación han devenido en los dos últimos siglos en el trasunto de la gracia y la providencia. El proyecto fue diseñado por ilustrados protestantes alemanes y se extendió por las redes burguesas a lo largo y ancho del espacio occidental y a través de los avatares del nacimiento del capitalismo industrial, luego financiero. Los románticos alemanes hablaron de "educación de la humanidad", pero ya se sabe que "humanidad" es un término muy laxo, que todos entendieron  perfectamente como "gente con posibles". Que la gente de las minas y trenes de laminado tuvieran la posibilidad de una salvación estética no entraba en los planes. Lo mismo que en la religión, se trataba de salvar a los hijos de los nuevos ricos o de los nobles decadentes. El nuevo sacerdote, el PRECEPTOR, era el profeta destinado a traer la buena nueva del poder del arte. Había nacido el CAPITAL CULTURAL.

El PRECEPTOR, el señor del gusto, se transformó pronto en el INTELECTUAL, el crítico, el ser destinado a señalar los caminos de la cultura. La gran misión del intelectual durante dos siglos ha sido medir lo alto y lo bajo, lo clásico y lo efímero, establecer el peso de la cultura y la magnitud del capital cultural. Bien es cierto, con el señor del gusto nació también el señor del disgusto (es curioso que la palabra inglesa "disgust" signifique asco y repugnancia. Falsos amigos que aquí aprovecho), o sea, el ARTISTA DE VANGUARDIA. El maldito bohemio, el bohemio maldito, nació para estropear la norma del gusto, para desvelar el gusto burgués y mostrar sus entretelas. De Baudelaire a Piero Manzoni y Damien Hirst, los revolucionarios del arte ejercieron la misma función que los herejes heterodoxos en las religiones: críticos furiosos del adocenamiento, guardianes celosos de la pureza del mensaje. Y así durante doscientos años. Se constituyeron templos e instituciones donde se guardaba la palabra. Las universidades se transformaron en los nuevos teologados de la cultura salvífica. A ellas se enviaba a los hijos para que adquiriesen el capital cultural que faltaba a los padres. Porque se sabe bien que hay cosas que no pueden comprarse con dinero. Hace falta gusto. Y todo eso. Círculos de distinción en los que era fácil señalar al parvenu. Se delataba rápidamente si no era capaz de nombrar la última composición de Krzysztof Penderecki.

Pero a toda época le llega su apocalipsis. La desgracia para el Bauplan del cuerpo místico de la cultura romántica llegó con la MASIFICACIÓN DE LA CULTURA, lo que Rancière ha llamado con acierto "reparto de lo sensible". La clase obrera llegó a la cultura. Las universidades y los museos se llenaron de jubilados, el turismo cultural movió a las multitudes de abajo a ascender las escaleras de la alta cultura y las paredes se llenaron de pósteres de Picasso. ¡Ay dios!, qué sería del intelectual sin su función de delator de snobs, como el personaje de My Fair Lady que detectaba el mal gusto burgués en los mejores círculos. Qué sería del artista de vanguardia, ahora que la corrupción del gusto se había convertido en la adición universal, y la "Merda d'Artista" se había vuelto plato exquisito.

Pero todo lo que va mal puede ir peor, y así ocurrió: la terrible cultura de masas, el adocenamiento supino, el nuevo opio del pueblo, se volvió creativa. La cultura popular, el "folklore" había convivido bien con la alta cultura, porque al fin y al cabo había que conservar los lazos de lo común con los campesinos, que luego habrían de servir de reclutas para las trincheras. Pero la cultura de masas, no. No. Se podía ir al cine, claro, siempre que fuese una película de Chris Marker o alguien de similar nivel, pero sostener que Star Wars pudiera ser un producto cultural digno de examen, eso sería demasiado. La desgracia es que los productores de reality shows habían leído, y muy bien, a Roland Barthes, a Foucault, a Judith Butler, y sabían todo lo necesario sobre la polisemia y sobre la acción simbólica. Blockbusters y series de televisión se convirtieron en creadores de mitos y significados. En la era del reparto de lo sensible, cualquier post-adolescente adicto a los comics podía desarrollar con pasmosa insolencia la genealogía cultural de Batman y los significados políticos de los héroes de la Marvel, algo vedado a su profe de historia del arte. Los intelectuales que querían seguir en la carrera tenían que ir a rastras de los nativos en la cultura de masas.

Cierto, después del diluvio siempre quedan Noés supervivientes. Por ahí quedan bandas de intelectuales que guardan aún la llama sagrada del canon, que buscan ser preceptores de una nueva clase dominante. Pero los zombis culturales, los nacidos en la inversión cultural se los van comiendo poco a poco. Qué lástima.