Conversaba ayer con Andrea Greppi, mi amigo y compañero de filosofía política, al que acudo constantemente para ex-ponerme a sus ácidas críticas de mis ingenuas ideas de democracia, sobre el lenguaje en un espacio democrático. Considera Greppi que tal espacio exige representación, es decir, cesión de autoridad, en primer lugar, y re-presentación, cesión de la palabra y el sentido. La representación implica, pues, alguna forma de alienación en la voz de otro. Uno, que es bastante asambleario, tiende a ponerse nervioso ante estas consideraciones, pero las acepto, dado que los espacios democráticos tienen que ser grandes y abarcantes, y por tanto hay que plantearse y pensar la cuestión de la delegación y los delegados (que es el nombre que los asamblearios solemos usar para la representación y los representantes).
Si dejamos a un lado por el momento la cuestión de la delegación de autoridad, el otro polo de la delegación es la cesión de voz, el dejar el propio mensaje en las palabras de otro, permitir una suerte de exilio del propio sentido del mundo en la voz ajena. Puede que en esta alienación encontremos muchas de las causas del malestar en nuestra democracia. Cuando en el 15M gritábamos "¡Que no! ¡Que no nos representan! ¡Que no!" había ciertamente indignación por la expropiación de poder, por la incapacidad de decidir cuestiones que importan, pero también (y diría, sobre todo) por la lejanía entre el mundo de la política y el mundo de la ciudadanía, que, dicho en otros términos podría ser: ni nos entienden ni los entendemos. Su lengua no es la nuestra, sus palabras no son nuestras palabras. No nos representan porque se han llevado nuestra voz pero también nuestro mensaje.
Recordaba el encuentro en el debate sobre el estado de la nación entre el candidato socialista Josep Borrell y el presidente Aznar en 1998, cuando Borrell ocupó todo su tiempo haciendo consideraciones sobre el "devengo de caja". Creo que quería decir que estaban mintiendo y que lo hacían ocultando el déficit bajo artilugios contables (a él le parecía una mentira horrible, después conoceríamos hasta donde llega el poder de mentir), pero lo hacía con un lenguaje de iniciados para iniciados que hacía incomprensible su discurso (yo al menos no entendí casi nada). Se sobreponían aquí dos problemas serios: el primero, el de si su voz estaba o no re-presentando la demanda de transparencia; el segundo, cómo decir de modo que sea inteligible al común un mensaje que tiene contenidos técnicos que exigen un lenguaje experto. Ambos problemas se cruzan en la construcción de un espacio democrático.
Traigo esta cuestión a mi terreno, el de la filosofía como un campo y lenguaje experto y de expertos. En el espacio democrático la filosofía opera como un dominio técnico junto a otros. Sería confundente creer que la filosofía no lo es. Aunque todos somos filósofos, decía Antonio Gramsci, el filósofo profesional toma la voz de otros y la transforma, le da un tono, un ritmo y un sentido nuevos, la re-presenta en un lenguaje que a veces, o casi siempre, es críptico y oracular. Leamos este texto de Jean-Luc Nancy sobre el sentido:
"En este sentido, hoy en día vuelve a ser exacto afirmar que ya no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Ya no se trata de prestarle o de darle un sentido más, sino de entrar en ese sentido, en ese don de sentido que es él mismo. Lo que Marx pensaba a título de 'transformación' todavía permanece capturado, si no por completo al menos ampliamente, en una interpretación, aquella de la auto producción de un Sujeto de la historia y de la Historia como sujeto. En adelante 'transformar' debe querer decir 'cambiar el sentido del sentido', pasar del tener al ser, por decirlo así todavía una vez más. Lo cual quiere decir también que la transformación es una praxis, no una poiesis; una acción que efectúa el agente, no la obra. El pensamiento del sentido del mundo es un pensamiento que, sobre el filo de su pensamiento, se torna él mismo indiscernible de su praxis, que en su propia exposición al mundo se pierde tendencialmente en cuanto 'pensamiento', o que allí se excribe, que se deja llevar por el sentido, siempre un paso más, fuera de la significación y de la interpretación. Un paso más, siempre, y en la escritura del pensamiento, una marca más que la escritura misma. Éste es, singularmente desde Marx y Nietzsche, el 'fin de la filosofía': cómo el fin del mundo del sentido abre la praxis del sentido del mundo" (El sentido del mundo)
Delegados y expertos se convierten en casta cuando consiguen que la interpelación sea imposible porque se ha levantado un muro invisible en el lenguaje; "tú no entiendes", que quiere decir que "tu no tienes autoridad suficiente en esta cuestión", "no sabes lo que dices". En realidad lo que ha ocurrido es lo contrario: ni el representante ni el experto entienden ya la demanda del otro. Se ha refugiado en el lenguaje para ocultar la pérdida de un sentido común, de un sentido que es común a todos los que están en el ágora. El espacio democrático necesita poner límites a la re-presentación: los límites del sentido. Estoy seguro de que no es un problema de las palabras sino del oído. El que impide la interpelación a través de un lenguaje de casta ha empezado por perder el oído. Ya hace tiempo que no oye las voces de los otros.
Aunque soy filósofo prefiero muchas veces la literatura a la filosofía como espacio democrático de sentido precisamente porque allí si se escuchan voces ajenas. Novelistas, dramaturgos y poetas tienen oído y re-presentan voces. Permiten la interpelación sin abandonar la re-presentación. La exigen, de hecho: interpelan al lector para que el lector interpele al texto. Los filósofos perdemos oído (algunos, como el que suscribe, literalmente) y nos cuesta mucho permitir la interpelación. Desde Platón tenemos problemas con la democracia.