¿Cuándo el grito y la palabra devienen gesto político?, ¿qué es la acción política? No es casual que estas dos preguntas sean tan difíciles de responder como estas otras: "¿cuándo el gesto y el objeto se hacen arte?", "¿qué es el arte?" Porque las respuestas posibles cavan hasta allí donde la pala se dobla en la arqueología de nuestros suelos colectivos, donde se asienta eso que unos llaman "lo cotidiano" y otros "el mundo de la vida". Y lo que hace tan dificultosas las respuestas es que en las mismas preguntas se oculta una tensión que, cuando la desvelamos, se hace visible con ella la urdimbre frágil de nuestra vida colectiva, de lo común que teje la cultura, pero que también impregna a las formas de lo social y, en general, aquello que deben llamarse "formas de vida" porque son los lugares, tiempos y armaduras sobre las que constituimos el sentido de nuestras identidades.
Tampoco es casual que hayan sido mujeres filósofas políticas las más sensibles a la importancia de estas preguntas. No es casual, simplemente, porque haya cuestiones de género en la filosofía, como nos han ido enseñando las mujeres filósofas a los varones inatentos, sino también y sobre todo porque la experiencia consciente, política, de ser mujer en un mundo patriarcal ha ido afinando las sensibilidades hacia ciertos resortes de la vida colectiva que nos son comunes a todos, pero que sólo las mujeres libres detectaron y ellas nos fueron haciendo ver con paciencia, cuidado y perseverancia, o al menos a quienes no cerraron también consciente, políticamente, los ojos y oídos. Porque no es inusual, sino todo lo contrario, que el lenguaje políticamente correcto oculte cegueras hacia lo que está realmente en cuestión, que va mucho más lejos y mucho más abajo de la discriminación de géneros, y que plantea preguntas irremediables sobre lo que consideramos humano y sobre qué vida merece la pena ser vivida. "Yo estoy por la igualdad", se dice a veces, sin reparar en lo desigual que es la reclamación de la igualdad para quienes están dentro y para quienes están fuera. Y han sido muchas mujeres pensadoras, en el entrecruce de sus varias experiencias de exclusión pero también de vínculos con la vida, quienes que nos han ido haciendo ver pacientemente que la cuestión de los espacios públicos donde se aplican mecánicamente los eslóganes políticos son pantanos donde se hunden las mejores intenciones.
Estoy entregado a un debate entre la visión de Antígona de Judith Butler (
Antigone's Claim) y la de Bonnie Honnig (
Antigone Interrupted). El mito de Antígona es uno de los tres o cuatro relatos que configuran nuestros dilemas públicos colectivos: (en mi opinión) el relato de Pilatos, que refiere al chivo expiatorio y al origen de la comunidad; el juicio de Sócrates, que relata la ruptura entre las búsquedas de lo correcto y las prosecuciones de lo justo; la historia de Edipo, que nos arroja a la condición de actores que saben y no saben lo que hacen o quieren; y Antígona. Antígona es especial, es el mito en el que se entrecruzan las líneas de fuerza que sostienen el humanismo como proyecto político y no como mero adorno cultural de la academia y los salones. La Antígona de Sófocles está en el trasfondo del pensamiento político contemporáneo en el que se confrontan ética y política. Ya no podemos leer la
Fenomenología del Espíritu de Hegel sin Antígona, como narrativa del enfrentamiento entre la ley de la sangre y la ley del estado, ni entender las commociones que recorren el mundo sino es como un enfrentamiento entre las leyes que instaura el poder vigente y otras leyes que reclama la resistencia. Hegel, y con él una larguísima tradición de pensadores y pensadoras, entienden que la exigencia de Antígona de enterrar a su hermano Polinices contra el edicto de Creonte es la exigencia de algo que está antes o más allá de la política. Creen que es la reivindicación del suelo que hace posible la política, que podría encontrarse en la ética (es la continua reivindicación cristianizante de Antígona) o en el trasfondo común de nuestra especie, de seres capaces de compasión más allá de las diferencias de política, clase, género o ideología.
Bonnie Honnig, que une su profesión de filósofa política con su convicción feminista, no está de acuerdo y yo me uno a su desacuerdo. Antígona no está más allá de la política, sea por arriba, en la ética, como reivindica la tradición cristianizante, o por abajo, en la ley de la sangre, como reivindican Hegel, Lacan y Judith Butler, con quienes las discrepancias en los matices, me parece, adquieren relevancia sobre nuestra consideración de los espacios públicos.
En el relato de Sófocles (que deberíamos pensar como un espejo oscuro de la democracia ateniense), Antígona expresa su respuesta al decreto de Creonte que prohíbe el entierro de su hermano Polinices, el disidente y traidor, el que ha atacado a la polis, de dos maneras distintas. La primera es mediante un ritual de duelo y memoria, donde, como nos cuenta el soldado que la ha detenido, profiere gritos ininteligibles, (como los de un pájaro, nos dice, y la referencia de Sófocles enciende las más sensibles neuronas del horror cuando alude a formas de vida que los mamíferos no entendemos). La segunda es en su canto funeral, en su propia elegía antes de morir, en la que explica a los ciudadanos de Tebas la naturaleza de su sacrificio. Judith Butler considera que Antígona representa la reivindicación del duelo por la fragilidad y su reclamación de que sea honrada la memoria también de las víctimas del otro lado significa la aparición de una suerte de humanismo basado en la común vulnerabilidad de los mortales, contra los marcos de violencia que diferencian amigos y enemigos.
Es cierto, Antígona representa esta actitud, pero, sostiene Honnig, su acción no está en algo opuesto a la política. Por el contrario, todas las acciones de Antígona están medidas para que tengan consecuencias y levanten y movilicen a los ciudadanos de Tebas. Grita, sí, de dolor y desolación, es cierto, pero grita para que se la oiga y la detengan, para convertirse en alguien que denuncia la arbitrariedad del poder. Su canto fúnebre es un canto de nostalgia por la vida, también es cierto. Pero cuando Creonte la interrumpe para que acabe, con insolencia y sarcasmo, ella reacciona con un orgullo que nace de la perfecta comprensión del significado político del duelo:
"¿En virtud de qué principio hablo así? Si un esposo se muere, otro podría tener, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido uno, pero cuando el padre y la madre están ocultos en el Hades no podría jamás nacer un hermano".
Durísimas palabras que han llevado a muchos a no creer que fuera Sófocles quien se atreviera a escribirlas. Pero son palabras que los atenienses entendían. Estaban acostumbrados a oír que los muertos en la batalla deben ser reemplazados por la familia que queda en casa. Antígona eleva un canto por la no reemplazabilidad de su hermano Polinices, y por esta singularidad está dispuesta a morir.
Su discurso es político en un sentido instituyente de la política, no en el administrativo que defiende el tirano Creonte (que busca legitimación en su capacidad de gestión, como todos los burócratas de la política). Antígona, en su grito y en su discurso, convierte su gesto en una señal de los límites de la polis, de su capacidad para dejar fuera a gente que, sin embargo, es irreemplazable. Antígonas como las Madres de la Plaza de Mayo, en su silencio y sus pañuelos lograron también convertir su gesto en símbolo de la frontera política.
Los grandes filósofos políticos contemporáneos, digamos Habermas y Rawls (a quienes se debe leer cuidadosamente y entre líneas, no son grandes por casualidad), plantean la acción política en un terreno en el que lo común se asienta, o bien en las reclamaciones de validez que están en la base de cualquier acto lingüístico (la acción comunicativa), o bien en las reclamaciones de razonabilidad que están en la base de cualquier acto político. Pero lo que Antígona revela son las líneas que definen la parte política del discurso. Porque también hay un reparto político de las palabras y en cada momento y lugar el espacio de las conversaciones queda organizado por pretensiones que son políticas, es decir, por los deseos de que nuestra existencia en común sea organizada de otro modo. Para ellos, como para el coro de los ancianos, su grito y su gesto estarían más allá de la razonabilidad. Pero no es así. Antígona hace preguntas que cuestionan las estructuras básicas del pensamiento político mejor establecido. Su grito conspiratorio dice "esto es política". Convierte en acción los rituales que otros pensaron fuera de la política, fuera del discurso y del ágora, transforma lo doméstico en público, el amor en revuelta y conspiración. Pide un nuevo reparto de la palabra.