Hay objetos que se integran de tal forma en nuestras acciones que prácticamente se convierten en transparentes e invisibles y sólo su falta o falla los hace presentes. Debemos a Heidegger esta idea, que él consideraba central en nuestra experiencia del mundo, y que recientemente se ha desenvuelto en el debate sobre la mente extendida. Andy Clark y David Chalmers propusieron que ciertos artefactos de los que nos valemos para realizar operaciones mentales, tan habitualmente que parecen incorporarse a nosotros, pueden ser considerados como extensiones reales (con la realidad que son las funciones) de la mente. Ponían como ejemplo la libreta que una persona con alzheimer usa para recordar lo que debe hacer. Se han discutido mucho las condiciones que tendrían que tener las interacciones para ser consideradas parte de la mente pero no me importan aquí los detalles sutiles de esta discusión y sí la idea de apertura de nuestro cuerpo y mente a funciones que se completan más allá de la piel.
En un cierto sentido, toda la vida consiste en la realización de funciones que se completan más allá de la piel. En el caso de los animales, todas las funciones, desde las cognitivas a las biológicas, se realizan en la interacción con un entorno. Se denominan accesibilidades, o affordances a las características de este entorno. Así, el flujo de campo magnético de la Tierra es lo que posibilita la orientación de las aves migratorias, o la dirección de los rayos solares es lo que permite la orientación de las abejas. El cuerpo es siempre un sistema abierto que se completa con la física y química del entorno. Una característica central de la cultura humana es que, además, produce una apertura del entorno natural. Las capacidades de acción y las funciones humanas cambian al cambiar los entornos culturales y sociales. Nuestras funciones fisiológicas, afectivas y cognitivas cambian al modificarse estos nichos culturales, materiales, humanos, en los que habitamos.
En las sociedades más complejas los entornos, a su vez, se diversifican: entornos familiares, entornos educativos, entornos de trabajo, etc. Cada uno de ellos contribuye a modelar nuestros cuerpos y almas. La obra de Bernard Shaw Pigmalión, (1913) que casi todos conocemos a través de su versión cinematográfica My Fair Lady, fue una de las primeras reflexiones sobre las posibilidades y peligros de esta modelación cultural de las identidades. Mucho más épica, La máquina del tiempo (1895) de H.G. Wells conjeturó la posibilidad de que las desigualdades del capitalismo condujesen a una diferenciación radical de los humanos en dos especies. La teoría de los campos sociales del francés Pierre Bourdieu, de los diversos espacios de capital (económico, cultural) y del habitus que define las diferentes formas de acción humana, son nuevas aportaciones a esta idea de la doble apertura del cuerpo y del entorno humanos. Todos y cada uno de los cambios técnicos, culturales, económicos y políticos pueden entenderse como modificaciones de estos entornos abiertos. El sociólogo Richard Sennett ha dedicado varias obras a las modificaciones de identidad que produce el ascenso del capitalismo, La corrosión del carácter (1998), La cultura del nuevo capitalismo (2006) y otras varias más. Es uno de los autores imprescindibles para entender la cultura material de nuestra identidad contemporánea.
En la doble apertura del mundo humano se encuentra un marco metafísico y antropológico para pensar la idea de justicia más profundo que aquél en el que se sitúan la mayoría de las obras de filosofía política, casi todas herederas de una idea humanista y de sociedad demasiado esencialista (en la controversia entre Habermas y Sloterdijk sobre la posibilidad de modificar el "parque zoológico humano" se abrió en parte esta discusión, aunque de manera disparatada, desde mi punto de vista). El principal punto es el del determinismo que parece implicar la idea de apertura. En muchas discusiones informales de café oigo a mis amigos sostener la inevitabilidad de los cambios técnicos, como si hubiesen leyes históricas que rigiesen las expansiones y contracciones de la cultura. Mucho más peligrosa es la idea de que son las fuerzas del mercado las que deben modelar estos cambios (pues la técnica no sería sino un subproducto de la investigación interesada).
Una de las visiones deterministas que más me subleva, por lo que me afecta por mis orígenes, es la idea de que las culturas y sociedades rurales están destinadas a desaparecer en los agujeros negros de la urbanización sin planificar. Recorro habitualmente los entornos en los que me crié, ahora yermos y abandonados de todo cuidado, con aldeas vacías, con una población envejecida que vive de sus míseras pensiones, esperando la muerte propia y de la cultura que los crió y me enerva que la idea de destino que heredamos de la religión aún siga dominando la política. También por interés propio, me asombra la candidez con la que se repite que las instituciones educativas deben adecuarse a las necesidades del mercado, como si las necesidades del mercado no dependiesen de las instituciones educativas.
En fin, ahora que es el tiempo del solsticio de invierno (en este hemisferio boreal), tiempo de rituales de muerte y renacimiento del sol, es tiempo también de volver a recordar, como Lawrence de Arabia, que el destino no está escrito. Que el mundo no es un libro escrito en una lengua oculta sino, en todo caso, un cuaderno en el que escribimos cada día nuestro relato.