Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 22 de febrero de 2015
El yo que se engaña
No hay cosa más frágil ni objeto que deseemos proteger con más ahínco que el yo que se expone a la mirada del otro. "Cuidar la imagen" es la estrategia habitual de presentación en público: la cobertura del vestido, el arreglo del pelo, el ademán vigilado, la palabra y el silencio administrados, la información insinuada que provoca inferencias,... Todo forma parte de una loriga que escuda el yo en los lances sociales. Aumentamos o disminuimos el tamaño del ego para apabullar o escabullir, dependiendo de cuál sea la mirada que deseemos o temamos.
Para desgracia de nuestro orgullo, la presentación siempre contiene metadatos que informan al otro de muchas más cosas de las que querríamos comunicar. Las mínimas incoherencias en el gesto señalan con crueldad el rasgo culpable que pretendíamos dejar en la sombra. El juego de mostrar y ocultar se juega desde el origen de la humanidad. Resulta de una coevolución entre el yo y los demás. Desarrollamos tantas estrategias de presentación como capacidades de inquisición. El mejor actor se encuentra con el avisado espectador que observa con cuidado los detalles.
"La primera impresión es la que cuenta", nos decimos, de manera que ensayamos las entradas en escena como si todo se jugase en la apertura de la puerta de entrada y la fijación de miradas en el yo que irrumpe en espacio de los otros. No dejo de admirar a las personas que han desarrollado el arte de la irrupción. Gente "segura de sí", decimos, que se sabe impresionante y ejerce el poder de la impresión. Tampoco dejo de admirar el arte del encubrimiento y la desaparición. Kim Ki-duc dirigió en 2004 Hierro 3, una hermosa historia sobre un indigente que había desarrollado la maestría de la desaparición. El personaje cuidaba de las cosas y las personas desde un segundo plano invisible. Pero la invisibilidad es también un arte de presentación que deja huellas sutiles sobre la persona enmascarada.
Porque el problema es el tiempo. Creemos que el espacio es todo lo que cuenta en la exposición a la mirada cuando es la contingencia de la interacción la que se encarga de desnudar al yo. Se puede gestionar el autorretrato, como la impostación del ego que ejecuta Durero en su retrato, en un gesto de autorreferencia que pretende dejar clara su divinidad. No sabemos, sin embargo, que haría este personaje con sus manos ni con sus ojos impávidos si la conversación continuase. Tal vez su pupila recorriese la escena explorando los ojos ajenos inquiriendo el resultado de su gesto. Es común entre los que toman la palabra que sus ojos se muevan rápido al finalizar una frase que consideran rotunda o provocadora. Algunas personas, oí a Javier Moscoso describir con sorna, cuando hablan se vuelven bizcas, un ojo en el texto, el otro, como el ojo de Sauron, abarcando ansioso la audiencia. El tiempo deshace la cobertura del maquillaje y la coherencia de la imagen. Las palabras y los silencios, los movimientos y las inmovilidades esclavizan al yo a la mirada cruel de los otros. El tiempo es el infierno del yo en peligro.
De ahí el autoengaño. Sería opresivo y agobiante sostener la doble mirada a los otros y a sí mismo en el tiempo de la conversación si no pudiésemos cerrar los ojos a una de las dos partes en conflicto y continuar como si todo fuese bien. Algunas veces nos atrevemos y nos decimos "así soy, si no te gusto es tu gusto el que está en juego". Pocas veces logramos este nivel de sinceridad. No es imposible que incluso la sinceridad sea una estrategia de ocultamiento. Aunque, sí, en ocasiones somos valientes y nos exponemos vulnerables a la inspección ajena. La mayoría de las veces, sin embargo, cerramos los ojos al yo que somos. Creemos o queremos creer que la espontaneidad con la que nos comunicamos transparenta y a la vez protege nuestro ego. Pero no hay espontaneidad, nos enseñó Sartre. Todo es una larga negociación entre el yo que somos y el yo que no somos y queremos ser. Y la espontaneidad nos traiciona en una continuidad de detalles incoherentes que desvelan las entretelas de nuestros temores.
Hanna Arendt escribió unas crueles observaciones sobre Heidegger. El zorro que cae en sus propias trampas, juzgaba con sarcasmo. Ella conocía el percal y sabía bien qué era lo admirable y que era lo despreciable de aquél ser que tanto tiempo había dedicado a "hacerse una personalidad". Impresionante. Todo impresión. Todo autoengaño. Es uno de esos juicios que nos ganamos después de tanto esfuerzo por impresionar. El yo es más frágil cuanto más protección pretende. En el allí y el cuándo de sus pretensiones.
viernes, 13 de febrero de 2015
Injusticia epistémica
Explico estos días en clase cuál es el lugar del conocimiento en una sociedad bien ordenada como es aquella a la que aspira la gente de buena voluntad. Pensaba desarrollar la explicación como una suerte de captatio benevolentiae de los alumnos en una introducción a la epistemología, pero a medida que discurría mi intervención me iba dando cuenta de que era algo más que una introducción, que de hecho me estaba dando razones a mí mismo de por qué estudiar el concepto de conocimiento es imprescindible para desarrollar una visión correcta de la democracia.
Ninguno de los teóricos de la sociedad negaría que el concepto de justicia es uno de los puntos nucleares del pensamiento político. Rawls diría que la búsqueda de un consenso en este concepto es de hecho el corazón de la política. He repasado más de una vez las obras principales de Rawls buscando alguna referencia al lugar del conocimiento en una sociedad bien ordenada y no he encontrado nada, y los especialistas en su obra a los que he consultado me remiten a sofisticadas interpretaciones de algunos párrafos. Algo parecido me ocurre con Habermas, quien, a diferencia de Rawls, sí se ha acercado al problema del conocimiento, pero cuando lo pone en relación con nuestros modos de organizar en común la existencia, nunca supera la barrera de las "pretensiones de verdad" como horizonte último. Mucho más grave es el caso de los filósofos de la cuadra posmoderna, con Rorty a la cabeza, quienes defienden que para pensar la democracia hay que olvidarse de la epistemología.
Hasta que llegó la crisis. Porque la crisis económica se origina en una inmensa injusticia epistémica perpetrada por quienes estaban al cargo del conocimiento. Pongamos que el capitalismo es un mal menor de las posibles formas de organización económica (for the sake of argument), Vale. Pero todos sabemos aunque solo hayamos leído un manualillo de "Economics for dummies", o sea economía para tontos, que una base necesaria del mercado como sistema eficiente de distribución es que fluya la información de manera equitativa e igualitaria. Junto a los monopolios, el control de la información es una de las corrupciones del mercado. Por ello, cuando el capitalismo se hizo esencialmente financiero, se pusieron en pie ciertas instituciones garantes de la información, cuya función básica era evaluar la situación real de las empresas e instituciones y asignar indicadores y proyecciones que guiaran los movimientos del mercado. Que las grandes corporaciones de la información aprovechasen la confianza generalizada en el sistema para usar la información en beneficio propio no tiene otro calificativo que el de injusticia epistémica.
Mintieron las grandes corporaciones de la consultoría y asesoría económica. Mintieron los bancos a sus clientes. Pero, reparemos en cómo fue posible este engaño, es decir, en qué condiciones hacen virtualmente rentable la mentira. La primera y más importante es que la mentira no esté generalizada. El mentiroso solamente puede profesionalizarse en una sociedad basada en la confianza epistémica. En otro caso se expone a un control demasiado costoso para su acción de mentir. Los mentirosos son los primeros interesados en que la confianza se estabilice. Ahora bien, observemos que lo que ocurrió con la crisis es que quienes estaban a cargo de la gestión de la confianza abusaron de ella para manipular el mercado.Hay muchas formas de describir lo ocurrido pero la primera que se me ocurre es la de piratería epistémica.
He calificado más de una vez la filosofía posmoderna como un desastre cultural. Mi argumento es el del párrafo anterior: al abandonar la preocupación por el conocimiento y retirarse al dominio del intercambio de opiniones, esta filosofía nos dejó inermes para entender la colosal injusticia que ha proliferado y se ha asentado en nuestras sociedades. Nos dejó imposibilitados para entender por qué la distribución injusta del conocimiento es una de las peores formas de desigualdad. Porque, entre otras cosas, la información correcta es lo que permite a las personas, grupos y comunidades organizar su vida con eficiencia, desarrollar sus planes, o sea, vivir en libertad. Pues la libertad es al final la capacidad personal y colectiva para hacer posibles los planes de vida.
Si la mayoría de los responsables de todo este desastre no han sido condenados se debe en parte a que tampoco el sistema judicial es sensible a la importancia del conocimiento y del daño que causa la injusticia epistémica. Los juristas han sido formados en la doxocracia, donde lo que cuenta son los argumentos y los intercambios de opinión. No entienden lo que significa el conocimiento como bien público y como garante de la confianza social. Claro que nunca han tenido un solo curso de epistemología, todo los más estos sucedáneos que se llaman "pensamiento crítico" o "argumentación" (precisamente el título de mi asignatura).
Nos sublevamos cuando quienes están al cargo de nuestros bienes comunes como la salud, la seguridad, el medio sostenible, la educación, etc. se corrompen y aprovechan su posición para organizar las cosas a su favor. Y no reparamos en que la distribución correcta del conocimiento y el cuidado de la equidad de los flujos de información es uno de los más poderosos instrumentos de dominio y poder. Pensemos, por ejemplo en un gobierno que utilizase a su favor la información sobre los ciudadanos que posee por razón de su conocimiento, por ejemplo, de las contribuciones a Hacienda, o de los muchos datos que poseen por medio de los diferentes dispositivos de inteligencia del Estado. ¿Cómo calificaríamos este comportamiento? ¿Es simplemente corrupción? ¿No es el núcleo de la organización autoritaria de la sociedad? ¿No se basaron las grandes dictaduras contemporáneas en un sistema de injusticia epistémica?
La filósofa inglesa Miranda Fricker es la autora que ha puesto de manifiesto esta forma de injusticia en su libro Injusticia Epistémica. Ella pensaba, con mucha razón, que una de las manifestaciones de la sociedad patriarcal es la desigualdad en la credibilidad que tienen las personas por el hecho de pertenecer a uno u otro género (o a una u otra etnia, cultura, etc.). Ha dado con una de las claves, que tiene que ver con los déficits de credibilidad que tienen los que están en precariedad epistémica. Pero el hecho, quizá aún más grave, es el exceso de credibilidad que tienen los poderosos y los señores del conocimiento. En la época posmoderna se desarrolló el movimiento de Ciencia, Técnica y Sociedad, como un activismo crítico contra la hipercredibilidad presunta del sistema científico. Sin embargo nunca se atrevieron a poner de manifiesto la injusticia epistémica que comenten las grandes corporaciones, los estados y sus dispositivos. También, porque pensaban que la epistemología no cuenta. Pero cuenta.
Comenzamos en nuestras clases discutiendo el debate entre Calicles y Sócrates, que en buena medida se refiere a la relación entre conocimiento y poder, y a qué formas de distribución son legítimas. Y nos encontramos discutiendo de los trasfondos políticos de la epistemología, o mejor, de los trasfondos epistémicos de la política.
domingo, 8 de febrero de 2015
Las leyes del deseo
(Ilustración de Jorge González)
Releo Memorias del subsuelo de Fiódor Dostoievski, que en el recuerdo se me entremezclaba con La caída de Abert Camus (inspirada en aquélla) y he vuelto a sentir el frío ácido de un texto que te cae en el alma como aguanieve que deja los sentimientos helados. La atmósfera es mucho más desapacible que cualquiera de las que se respira en las obras de Kafka. En Kafka, al final, sentimos simpatía o compasión por sus personajes perdidos en lo absurdo de la vida. En Memorias del subsuelo, Dostoievski se niega a permitirnos el más corto paso de aproximación al personaje misterioso que se nos confiesa delante de los ojos poniendo perdida de suciedad nuestra estima por la naturaleza humana y nuestra autoestima por pertenecer a ella.
Pero sabemos que el personaje no es un ser singular y ajeno, que habita las escalas funcionariales de la Rusia ilustrada del Petersburgo decimonónico. Sabemos que el personaje está indeterminado porque es un espejo donde se reflejan como sombras las oscuridades del subsuelo de todos y cada uno de nosotros. Nietzsche confiesa en 1887 la sorpresa de haber descubierto a Dostoievski a través de las Memorias del subsuelo, encontradas casualmente en una librería. Las juzga con precisión: "son un autoescarnio del gnothi sauton", del "conócete a ti mismo socrático". Cuando fue escrita, en 1864, aún no había comenzado Freud a explorar las sombras de la conciencia. Dostoievski se anticipa a la filosofía de la sospecha y esboza un retrato en negro de la subjetividad humana, una deprecación incompasible de lo que llamamos "agencia" que, en muchos aspectos, es más perspicaz de los mapas de la desolación que levantarían Nietzsche y Freud:
El personaje, del que solamente conocemos que es un funcionario de escala inferior, dedica la primera parte de la novela a un monólogo sobre la opacidad de lo mental y la inexplicabilidad de la acción que luego, en la segunda parte, nos ejemplificará en una memoria sobre dos episodios de su vida. En el primero asistimos a una fiesta de despedida de un viejo conocido, alguien quien su juventud humilló reiteradamente al funcionario. El protagonista se endeuda para asistir a la fiesta como reivindicación y quizá venganza por los desprecios sufridos. Todo resulta en sinsentido y en un nuevo episodio de degradación, vituperio, abyección. El segundo episodio narra el encuentro con una joven prostituta a la que humilla y degrada con una contradictora actitud que demuestra su incapacidad para sentirse amado. Un caso de "avoidance of love", tal como mostró Cavell sobre el personaje de Lear y que, ahora, en Memorias del subsuelo se postula como condición general del sujeto.
Cuando se examinan las teorías vigentes de la racionalidad, conductas como las del funcionario dostovieskiano se presentan como equivocaciones ocasionales producidas por la inadecuación de deseos y opiniones. Dostoievski nos dice lo contrario. La acción humana es como es porque la equivocación y el actuar contra los propios intereses es la regla cotidiana. Entre un posible cálculo que acabará con la fuerza del deseo y la errática trayectoria de decisiones que autoinfligen dolor al agente, la vida discurre por un territorio sin sentido. Nunca se había blasfemado con tanta pasión contra la naturaleza humana. Nunca el pesimismo había cavado tan hondo.
Por eso no podemos dejar de leer a Dostoievski.
Releo Memorias del subsuelo de Fiódor Dostoievski, que en el recuerdo se me entremezclaba con La caída de Abert Camus (inspirada en aquélla) y he vuelto a sentir el frío ácido de un texto que te cae en el alma como aguanieve que deja los sentimientos helados. La atmósfera es mucho más desapacible que cualquiera de las que se respira en las obras de Kafka. En Kafka, al final, sentimos simpatía o compasión por sus personajes perdidos en lo absurdo de la vida. En Memorias del subsuelo, Dostoievski se niega a permitirnos el más corto paso de aproximación al personaje misterioso que se nos confiesa delante de los ojos poniendo perdida de suciedad nuestra estima por la naturaleza humana y nuestra autoestima por pertenecer a ella.
Pero sabemos que el personaje no es un ser singular y ajeno, que habita las escalas funcionariales de la Rusia ilustrada del Petersburgo decimonónico. Sabemos que el personaje está indeterminado porque es un espejo donde se reflejan como sombras las oscuridades del subsuelo de todos y cada uno de nosotros. Nietzsche confiesa en 1887 la sorpresa de haber descubierto a Dostoievski a través de las Memorias del subsuelo, encontradas casualmente en una librería. Las juzga con precisión: "son un autoescarnio del gnothi sauton", del "conócete a ti mismo socrático". Cuando fue escrita, en 1864, aún no había comenzado Freud a explorar las sombras de la conciencia. Dostoievski se anticipa a la filosofía de la sospecha y esboza un retrato en negro de la subjetividad humana, una deprecación incompasible de lo que llamamos "agencia" que, en muchos aspectos, es más perspicaz de los mapas de la desolación que levantarían Nietzsche y Freud:
"---Hum....--- decidan ustedes mismos---, la mayoría de las veces nuestra voluntad resulta errónea a causa del equívoco punto de vista que tenemos sobre nuestras ventajas. Por ello, a veces deseamos cosas absolutamente absurdas, pues a causa de nuestra estupidez, vemos en ellas el camino más fácil para la consecución de alguna presunta ventaja. Pero el día en que todo esté explicado y calculado sobre el papel (lo que es muy probable, ya que resulta repugnante pensar que haya leyes de la Naturaleza que el hombre haás descubrirá), entonces sera cuando desaparezcan los así llamados deseos. Porque el día en que la voluntad esté completamente confabulada con la razón, será cuando razonaremos y ya no desearemos, pues será imposible desear algo que no tenga sentido para la razón"La obra explora las vías desacertadas por las que las acciones se forman en direcciones distintas o contrarias a las leyes de la naturaleza y la razón. Es una de las primeras y pocas veces que alguien se atreve a tratar la conciencia como una enfermedad que sufren los animales que llamamos "humanos". El cálculo de utilidades que ordena las preferencias se desvela en esta obra como una zona errónea de alternativas contradictorias, habitada por fuerzas ciegas del deseo de subsistir y de venganza por estar haciéndolo.
El personaje, del que solamente conocemos que es un funcionario de escala inferior, dedica la primera parte de la novela a un monólogo sobre la opacidad de lo mental y la inexplicabilidad de la acción que luego, en la segunda parte, nos ejemplificará en una memoria sobre dos episodios de su vida. En el primero asistimos a una fiesta de despedida de un viejo conocido, alguien quien su juventud humilló reiteradamente al funcionario. El protagonista se endeuda para asistir a la fiesta como reivindicación y quizá venganza por los desprecios sufridos. Todo resulta en sinsentido y en un nuevo episodio de degradación, vituperio, abyección. El segundo episodio narra el encuentro con una joven prostituta a la que humilla y degrada con una contradictora actitud que demuestra su incapacidad para sentirse amado. Un caso de "avoidance of love", tal como mostró Cavell sobre el personaje de Lear y que, ahora, en Memorias del subsuelo se postula como condición general del sujeto.
Cuando se examinan las teorías vigentes de la racionalidad, conductas como las del funcionario dostovieskiano se presentan como equivocaciones ocasionales producidas por la inadecuación de deseos y opiniones. Dostoievski nos dice lo contrario. La acción humana es como es porque la equivocación y el actuar contra los propios intereses es la regla cotidiana. Entre un posible cálculo que acabará con la fuerza del deseo y la errática trayectoria de decisiones que autoinfligen dolor al agente, la vida discurre por un territorio sin sentido. Nunca se había blasfemado con tanta pasión contra la naturaleza humana. Nunca el pesimismo había cavado tan hondo.
Por eso no podemos dejar de leer a Dostoievski.
domingo, 1 de febrero de 2015
Contornos de la abyección
Copio aquí con permiso los párrafos iniciales de uno de los trabajos que me ha entregado Octavio Escalante para Narrativas de la identidad al que agradezco tanto la información como la luz que me regala sobre la cuestión de la abyección (como lo contrario del reconocimiento con el que ando a vueltas últimamente en este blog):
"A finales de
los ochenta aparece
un personaje entre
las catacumbas del
mundo cultural de California. Su nombre de nacimiento es
Johnny Baima y su seudónimo es the
Goddess Bunny. Algunos de
sus estigmas son la homosexualidad, el
travestismo, la prostitución,
la polio, la violación, el sida, la
drogadicción, el ser una cabaretera de poco más de un metro de altura y el llevar
atravesada en la columna vertebral una barra de hierro, debido a una
negligencia médica.
Resulta cierta riqueza de lo freak al unir todas estas
cualidades en un solo sujeto. Es con mucho un queer en la expresión más
ofensiva de la palabra, y como consecuencia de esa rareza ha tenido su
éxito dentro del ámbito underground en Los Angeles y posteriormente entre los consumidores de
fenómenos desconcertantes en
internet. Su historia de
vida, que apenas alcanzaré a pintarrajear en estas
páginas, legitima su figura como representante de lo extraño e incluso de lo
inhumano o al menos de lo indeseable. Escasos momentos históricos llenan las biografías
repetidas o ligeramente modificadas de sus seguidores o calumniadores: Tuvo
polio; mantuvo (aquí no serían arriesgadas las nociones de violación)
relaciones sexuales con su padre durante la niñez; los médicos le insertaron a
lo largo de toda su columna vertebral una barra de hierro para que pudiera
mantenerse de pie, lo que le provocó que no pudiera crecer más; se convirtió en
drag queen al terminar su infancia; fue prostituta; dio positivo en el examen
de sida; comenzó su exitosa carrera artística, principalmente por un video
documental independiente de un director “llamado” Aes-Nihil. Fue ampliamente
conocido en internet por un fragmento de ese video documental donde aparece
bailando tap, vestido de niña, mientras una voz le dice:“Baila para mí, maldito
infeliz” (quienes quieran más información, pueden mirar este vídeo)
Si lo abyecto y lo obsceno son lo que se echa a la cuneta, se saca de escena y se oculta a la mirada, en la sociedad del espectáculo se invierten las visibilidades. Drag queens, y sujetos múltiplemente dañados como Goodess Bunny se manifiestan en la pantalla exhibiendo la rareza (lo queer) que les exilia de las categorías de la normalidad. La hipervisibilidad se transmuta en una suerte de venganza por la falta de reconocimiento. Grupos que han quedado en el trastero de la historia se apropian de su relato mediante la exhibición de su estigma.
Judith Butler fue la primera que puso de manifiesto este fenómeno y explicó que se trataba de resignificaciones y de ejercicios de parodia que producían una ruptura de las líneas divisorias entre lo normal y lo abyecto. Resaltar mediante lo escénico la ob-scenidad de la existencia cotidiana por parte de quienes han sido privados del reconocimiento es una suerte de transformación en las mismas tramas sobre las que se sostiene el reconocimiento. Si el abyecto no es reconocido como igual, la hipervisibilidad le hará ser reconocido como diferente.
Ahora bien, vayamos con cuidado: la exhibición de la diferencia que realizan héroes epistémicos como Goodess Bunny es algo muy distinto de las cortes de los milagros barrocas donde los seres dañados mostraban en público sus miserias para mover la compasión. Algo ha cambiado cuando los freaks y monstruos salen de los oscuros armarios de la normalización. No se mueve a la compasión sino que la escenificación de la anormalidad interpela a los que se sienten seguros en su estatus y afirmados en su lugar social. Un acto valiente que devuelve la pregunta por la ob-scenidad a la mirada desde arriba: "y tú, ¿qué?".
Esta interpelación no debería interpretarse como una especie de ventilador, "todos somos monstruos", "todos somos excluidos", "tú también"... No. La exclusión es un fenómeno que secciona la sociedad en grupos asimétricos. No todos son ni están excluidos. La exclusión implica una actitud proactiva por parte de quien excluye. Owen Jones ha explicado en Chavs: la demonización de la clase obrera la convergencia de las políticas que inició Margaret Thatcher de ruptura de las organizaciones, redes y lazos sociales del proletariado inglés con un proceso cultural de exclusión social. El laborismo se convierte en una ideología de escapar de la clase obrera y su cultura en una burla continua de los gestos, modos de vestir y hablar de sus miembros. Observamos así un complejo proyecto histórico de exclusión que produce la abyección de una parte de la sociedad convirtiéndola en ob-scena y maldita. Son procesos históricos reales que constan de múltiples niveles. Recuerdo aún cuando tantas adolescentes y preadolescentes de primaria y secundaria se encolerizaban con sus madres porque las prendas de vestir que les habían comprado les hacían parecer una choni, (uno de los equivalentes en español del término inglés "chavs", que viene por cierto, como "chaval" "chavala" del romaní, otro de los grupos abyectos). Fenómenos históricos como el punk fueron producto de estas resignificaciones de lo abyecto. Los chavs se convirtieron en freaks que interpelaban las miradas de quienes querían escapar al destino de clase (el iluminador estudio de Dick Hebdige, Subcultura. El significado del estilo es un lugar para analizar las transformaciones de la visibilidad que llamamos tribus urbanas como redistribución política de las sensibilidades).
La abyección como acción y como resultado tiene, pues, componentes políticos, sociales, culturales y psicológicos (Julia Kristeva ofreció en Pouvoirs de l'horror. Essai sur l'abjection una interpretación psicoanalítica de estos procesos. Es un libro que aún merece una lectura). Es una suerte de reconocimiento inverso, de política activa de exclusión que nace de los deseos de "no ser como ellos", de escapar a un cierto lugar de la sociedad. Pierre Bourdieu, el gran sociólogo del campo social, nos hizo ver los micromecanismos de la exclusión en las políticas de distinción que se producen en el seno de los círculos con diferentes cantidades de capital: económico, social, cultural, simbólico. Dibujó el mapa de la sociedad como un conjunto de fronteras y puertas de acceso. La abyección es la principal fuerza de autoprotección de estos círculos de poder. Las fuerzas de reconocimiento que rigen entre los miembros del círculo se transmutan en fuerzas de abyección para los de abajo.
Se le olvidó decir que los círculos de arriba se protegen pero no pueden evitar los espectáculos de la abyección. Si la sociedad se ha convertido en una ilimitada secuencia de puertas de acceso, también es cierto que son puertas de cristal, vallas de alambre, que no impiden la visión de los bailes de los que han quedado fuera. Que, a veces, cuando cambian los vientos de la historia, hacen que estas danzas se conviertan en conjuros contra la opresión, la discriminación, la desigualdad.
Si lo abyecto y lo obsceno son lo que se echa a la cuneta, se saca de escena y se oculta a la mirada, en la sociedad del espectáculo se invierten las visibilidades. Drag queens, y sujetos múltiplemente dañados como Goodess Bunny se manifiestan en la pantalla exhibiendo la rareza (lo queer) que les exilia de las categorías de la normalidad. La hipervisibilidad se transmuta en una suerte de venganza por la falta de reconocimiento. Grupos que han quedado en el trastero de la historia se apropian de su relato mediante la exhibición de su estigma.
Judith Butler fue la primera que puso de manifiesto este fenómeno y explicó que se trataba de resignificaciones y de ejercicios de parodia que producían una ruptura de las líneas divisorias entre lo normal y lo abyecto. Resaltar mediante lo escénico la ob-scenidad de la existencia cotidiana por parte de quienes han sido privados del reconocimiento es una suerte de transformación en las mismas tramas sobre las que se sostiene el reconocimiento. Si el abyecto no es reconocido como igual, la hipervisibilidad le hará ser reconocido como diferente.
Ahora bien, vayamos con cuidado: la exhibición de la diferencia que realizan héroes epistémicos como Goodess Bunny es algo muy distinto de las cortes de los milagros barrocas donde los seres dañados mostraban en público sus miserias para mover la compasión. Algo ha cambiado cuando los freaks y monstruos salen de los oscuros armarios de la normalización. No se mueve a la compasión sino que la escenificación de la anormalidad interpela a los que se sienten seguros en su estatus y afirmados en su lugar social. Un acto valiente que devuelve la pregunta por la ob-scenidad a la mirada desde arriba: "y tú, ¿qué?".
Esta interpelación no debería interpretarse como una especie de ventilador, "todos somos monstruos", "todos somos excluidos", "tú también"... No. La exclusión es un fenómeno que secciona la sociedad en grupos asimétricos. No todos son ni están excluidos. La exclusión implica una actitud proactiva por parte de quien excluye. Owen Jones ha explicado en Chavs: la demonización de la clase obrera la convergencia de las políticas que inició Margaret Thatcher de ruptura de las organizaciones, redes y lazos sociales del proletariado inglés con un proceso cultural de exclusión social. El laborismo se convierte en una ideología de escapar de la clase obrera y su cultura en una burla continua de los gestos, modos de vestir y hablar de sus miembros. Observamos así un complejo proyecto histórico de exclusión que produce la abyección de una parte de la sociedad convirtiéndola en ob-scena y maldita. Son procesos históricos reales que constan de múltiples niveles. Recuerdo aún cuando tantas adolescentes y preadolescentes de primaria y secundaria se encolerizaban con sus madres porque las prendas de vestir que les habían comprado les hacían parecer una choni, (uno de los equivalentes en español del término inglés "chavs", que viene por cierto, como "chaval" "chavala" del romaní, otro de los grupos abyectos). Fenómenos históricos como el punk fueron producto de estas resignificaciones de lo abyecto. Los chavs se convirtieron en freaks que interpelaban las miradas de quienes querían escapar al destino de clase (el iluminador estudio de Dick Hebdige, Subcultura. El significado del estilo es un lugar para analizar las transformaciones de la visibilidad que llamamos tribus urbanas como redistribución política de las sensibilidades).
La abyección como acción y como resultado tiene, pues, componentes políticos, sociales, culturales y psicológicos (Julia Kristeva ofreció en Pouvoirs de l'horror. Essai sur l'abjection una interpretación psicoanalítica de estos procesos. Es un libro que aún merece una lectura). Es una suerte de reconocimiento inverso, de política activa de exclusión que nace de los deseos de "no ser como ellos", de escapar a un cierto lugar de la sociedad. Pierre Bourdieu, el gran sociólogo del campo social, nos hizo ver los micromecanismos de la exclusión en las políticas de distinción que se producen en el seno de los círculos con diferentes cantidades de capital: económico, social, cultural, simbólico. Dibujó el mapa de la sociedad como un conjunto de fronteras y puertas de acceso. La abyección es la principal fuerza de autoprotección de estos círculos de poder. Las fuerzas de reconocimiento que rigen entre los miembros del círculo se transmutan en fuerzas de abyección para los de abajo.
Se le olvidó decir que los círculos de arriba se protegen pero no pueden evitar los espectáculos de la abyección. Si la sociedad se ha convertido en una ilimitada secuencia de puertas de acceso, también es cierto que son puertas de cristal, vallas de alambre, que no impiden la visión de los bailes de los que han quedado fuera. Que, a veces, cuando cambian los vientos de la historia, hacen que estas danzas se conviertan en conjuros contra la opresión, la discriminación, la desigualdad.