miércoles, 30 de diciembre de 2015

La hipótesis Eagleton







En un provocativo artículo  en The Guardian, que ha sido multiplicado por las redes sociales, el teórico de la literatura y crítico social Terry Eagleton plantea en breves trazos este razonamiento: 1) las humanidades están siendo atacadas en todos los frentes de la enseñanza y en la universidad ("los hombres reales --ironiza-- estudian derecho e ingeniería, las humanidades son para mariquitas"); 2) las humanidades están en peligro de desaparición de las universidades; pero 3) (1) y (2) son inconsistentes con la misma existencia de las universidades. Las humanidades forman uno de los núcleos esenciales de la universidad y de la formación integral de los universitarios (así, dice, en USA están menos amenazadas porque se consideran parte de dicha formación integral); 4) las universidades y el capitalismo nacieron juntos. Las universidades se ocupaban, en espacios y tiempos aislados de la vida cotidiana de los negocios, de dilucidar y reproducir las ideas que el capitalismo no tenía tiempo de tratar;  5) la hipótesis más verosímil, sostiene Eagleton, es que el capitalismo y las universidades sean incompatibles.

Es un escrito corto que apunta a otras ideas más profundas que no se desarrollan y que querría hacer explícitas también con cierto apresuramiento. Primero: me parece que lo que sostiene Eagleton sobre las humanidades puede extenderse mucho más a toda una forma de educación que ha transmitido la universidad al menos desde las grandes reformas humboldtianas del siglo XIX. Los idealistas alemanes desarrollaron la idea de cultura como Bildung o formación (de la persona, de los pueblos), bajo cuyo concepto estaba una idea de perfeccionamiento que incluía tanto las letras como las ciencias, las artes y las teorías. Si consideraban que la filosofía entraba en este marco como un elemento fundamental era porque su función básica era preservar el gran programa de la educación de la humanidad. Luego las cosas se fueron torciendo y aparecieron las disciplinas en competencia y la doble cultura humanística y científica, pero el proyecto romántico sigue teniendo un punto que debe ser considerado.

Veamos: a lo largo de esta campaña electoral me vi implicado de varias formas en las discusiones previas de los programas de Podemos en los dos campos de la cultura: en Cultura (donde seguí las discusiones al comienzo, aunque no en la formulación final del programa) y en Políticas científicas (donde participé también en la formulación del programa). Eso me permitió también leer los programas de los demás partidos y hacerme una idea general de lo que son las argumentaciones comunes en los dos campos. Me di cuenta de que las argumentaciones centrales que acompañaban las medidas no podían resistir la tentación de lo que llamaré el argumento de la utilidad: la inversión en cultura y en investigación científica es necesaria porque en ambos casos es productiva económicamente. No negaré que es cierto, ni negaré la fuerza retórica (de poder de convicción) que tiene el argumento, pero la fuerza retórica y la argumentación política no tienen por qué coincidir.

Segundo) Me explico: aún si fuera correcto el argumento de la utilidad, no debería ser el núcleo fundamental de la apelación a la sociedad para que apoye las culturas humanística y científica. Este núcleo, desde mi punto de vista, es que la creación humanística y científica es central en la trama de capacidades de una sociedad y en la distribución justa de estas capacidades: distribución del conocimiento, distribución de las sensibilidades. En una democracia avanzada las capacidades cognitivas, prácticas y estéticas forman la trama fundamental sobre la que se asienta la justicia, comprendida, tal como propone Amartya Sen, como libertad, es decir, como capacidad para proyectar futuros nuevos y llegar a realizarlos. La utilidad económica es aquí instrumental pues lo télico del argumento es la capacidad de una democracia para plantearse futuros posibles.

No era el momento, claro, de entrar en discursos filosóficos, pero estos discursos deben ser desarrollados y defendidos. Las democracias contemporáneas no pueden funcionar ya sin una compleja distribución de las capacidades técnicas, científicas, reflexivas y estéticas. Todas son centrales para que funcione la democracia como expresión de la voluntad colectiva en un mundo tan complejo como el actual. Caer en el puro argumento utilitarista es no comprender la relación que existe entre democracia y conocimiento y capacidad creativa.

Llego así, de nuevo, a la hipótesis Eagleton. Ciertamente hay una creciente tensión entre los intereses del capitalismo contemporáneo y el modelo tradicional de universidad. Pero esta tensión no se da únicamente con la universidad sino con muchas otras instituciones. En realidad, con lo que nos estamos encontrando cada vez más claramente es con una tensión creciente entre capitalismo y democracia. Como comprobamos bien en Europa, la lucha por el poder político es cada vez menos entre ideologías y partidos como entre instancias económicas (en general de una amplia tecno-estructura más compleja financiera, de control de recursos, de control militar y cultural) y las instancias políticas que sostienen las democracias.

Lo alarmante de la hipótesis Eagleton no es la posible decadencia y marginalización de las universidades, sino la decadencia y marginalización de casi todas las instituciones que forman parte de nuestros sistemas de distribución del poder. Entendiendo el poder como poder hacer, poder saber, poder sentir, poder decir, poder decidir, La democracia se justifica porque garantiza y distribuye la libertad, pero la libertad no es sólo el conjunto de libertades de los filósofos modernos (propiedad, creencia, opinión) sino también y sobre todo las capacidades que nos permiten realizar nuestros proyectos.

La defensa de la cultura, la defensa de las humanidades, la defensa de la ciencia y de la investigación creadora es así parte de un programa más amplio de defensa de la democracia. Precisamente era esto lo que tenían en la mente las mejores cabezas del romanticismo: Schiller, Fichte, Hegel. Ninguno de ellos hubiera sido ingenuo al plantear los discursos argumentativos a favor de la cultura. Las políticas del conocimiento y la creación, para decirlo en dos palabras, son ya los territorios donde se enfrentan las fuerzas básicas de la democracia y el capitalismo.

martes, 22 de diciembre de 2015

Residuos de identidad



¿Qué responderías si un extraño te preguntase: "¿cuál es tu patria?, ¿dónde está?".  No excluyo que haya gente que tenga una respuesta rápida a las dos preguntas, pero me atrevo a pensar que en la España contemporánea la gente entre la que me siento cómodo tardaría un rato en responder a la pregunta, e incluso algunos responderían con otra pregunta sobre qué significa "patria" o algo parecido.  No serían pocos los que diesen una respuesta "cosmopolita" como "mi patria es el lenguaje", "mi patria es la humanidad" " mi patria es la constitución" y otras expresiones parecidas.

Una de las más profundas transformaciones que ha producido la globalización que nos trajo el siglo pasado ha sido la transformación de los afectos en los que se habían apoyado las patrias decimonónicas: un pueblo, una lengua, un territorio, un estado. Estas condiciones han pasado a la historia cultural. Lenguas múltiples, culturas diversas, territorios en conflicto, estados difusos entrelazados por las grandes convergencias (Unión Europea, OTAN,...). Las partes reales e imaginarias de la identidad patria han comenzado a predominar sobre las bases más o menos históricamente justificables bajo el rubro de "patria".

Ya interesan poco las  respuestas  decimonónicas en las que nadie quiere sentirse categorizado. Pongamos por caso, el imperialismo del término "España" que quiso aprovechar el franquismo de charanga y pandereta ya no es presentable salvo para mi vecino de arriba que me castiga todas las mañanas con un disco de canciones falangistas. Tampoco las respuestas excluyentes de las nacionalidades históricas: ni en Euskadi ni en Cataluña, nadie querría ser asociado con el concepto romántico que ya sólo produce chistes y monólogos de comedia. Se acepta en general una concepción más abierta y difusa de la frontera patria. Lo que queda es una zona nueva inexplorada donde los sentimientos, la percepción de la historia y las estructuras objetivas del ser y el pertenecer se desvelan inestables, paradójicamente más tensos entre la fuerza de los afectos y la inefabilidad de los discursos.

Los nacionalismos de ahora se han adentrado en un territorio aún si cabe mucho más imaginario: "¿cómo nos imaginan?", "¿cómo nos tratan?", "¿qué piensan de nosotros?", "¿por qué nos odian?", "ellos son los atrasados" etcétera.  Las formas explícitas e implícitas de nacionalismo navegan en las aguas turbulentas de la dinámica  cultural, social y económica. Sería muy interesante investigar sobre las fronteras entre ellos y nosotros en los distintos territorios. Saber las respuestas a la pregunta de quiénes son ellos y quiénes nosotros en Sevilla, Vigo, Salamanca, Vich, Eibar, Mahon o Pamplona, nos daría una topografía horizontal invaluable. Hacerlo, además, por sectores de capital económico y cultural, nos proporcionaría una información imprescindible para entendernos. El conocer quiénes son los sectores que se imaginan a uno u otro lado de las fronteras o cosmopolitismos nos permitiría también levantar un alzado de la ruina en la que se ha convertido este país y que ha roto los hilos que enlazaban las diversidades de este pueblo.

No solo pienso en los nacionalismos explícitos catalán y vasco, sino en los mucho más sutiles y, sin embargo mucho más efectivos, andaluz, castellano y gallego. Están formados por redes de afectos, argumentos y estadísticas, estigmas percibidos y relatos reiterados. Son gritos que vienen de las profundidades de un tiempo histórico largo que tiene peores pronósticos de cura que la que podrían facilitar los consensos meramente legales en la forma de arreglos constitucionales.

Reconocer la pluralidad de las españas es tan difícil, quizá mucho más, que reconocer la diversidad y labilidad de las fronteras de lo orgánico, social y cultural: géneros y diversidades funcionales puede que sean reconocidas en lo políticamente correcto. Las diversidades funcionales del concepto de patria tardarán aún mucho más en ser admitidas que las que están tardando las diversidades de la condición humana. Cuando alguien dice "mi patria es...." no siempre es capaz de situarse en una topografía cada vez más confusa de identidades que, por otra parte, son el material más maleable para la manipulación política. En realidad está levantando un muro imaginario donde cree que su identidad (ortodoxa o disidente) se encuentra a salvo. Lástima que cada vez necesite más de alambres emocionales.

Seguramente me equivoco, pero no acabo de ver las diferencias entre los nacionalistas catalanes y el PSOE andaluz, que usan los mismos recursos subpersonales para formar discursos de exclusión.




domingo, 13 de diciembre de 2015

El gesto más radical
























La exposición en el Museo Reina Sofía de la obra de Constant Niewenhuys (Constant), La Nueva Babilonia, merece ser visitada por muchas razones, pero sobre todo porque es un documento de arqueología política del arte: es una obra que da fe de un momento histórico, del tiempo (años cincuenta y sesenta) donde aún eran visibles las utopías estéticas.

Constant, (1920-2005) fue un pintor, escultor y practicante de artes múltiples holandés que durante la Guerra permaneció escondido para no colaborar en el trabajo forzoso que los nazis imponían a los artistas. En los años cuarenta participó como fundador del grupo CoBrA (1948-1951), un grupo de artistas de la vanguardia, muy comprometidos políticamente cuyo manifiesto aún puede ser leído con tanta nostalgia como deseo:

"En el vacío cultural sin precedentes que ha seguido a la guerra [...] cuando la clase dominante ha llevado al arte a una posición de total dependencia [...] Se ha establecido una cultura del individualismo condenada por la misma cultura que la ha producido porque su convencionalismo impide el ejercicio de la imaginación, el deseo y la expresión de la vida [...] En tanto las formas artísticas sean una imposición histórica no podrá haber un arte popular ni siquiera cuando se hacen concesiones al público mediante la participación activa. El arte popular se caracteriza por expresar vida de un modo directo y colectivo."
 "Está a punto de nacer una nueva libertad que permitirá a la gente satisfacer sus impulsos creativos. Como resultado de este proceso, la profesión artística dejará de ocupar su posición de privilegio. Ésta es la razón de que algunos artistas contemporáneos se resistan a ello. En el periodo de transición, la creación artística está en guerra con la cultura existente, a la vez que anuncia el advenimiento de una cultura futura. Debido a este aspecto dual, el arte tiene una papel revolucionario en la sociedad."
Amigo de Guy Debord, en 1957 participa en la Internacional Situacionista, uno de los movimientos que más ha influido en el arte y la política contemporánea. También su manifiesto nos habla de tiempos de imaginación:

"Contra el arte fragmentario, será una práctica global que contenga a la vez todos los elementos utilizados. Tiende naturalmente a una producción colectiva y sin duda anónima (en la medida en que, al no almacenar las obras como mercancías dicha cultura no estará dominada por la necesidad de dejar huella). Sus experiencias se proponen, como mínimo, una revolución del comportamiento y un urbanismo unitario dinámico, susceptible de extenderse a todo el planeta; y de propagarse seguidamente a todos los planetas habitables.
Contra el arte unilateral, la cultura situacionista será un arte del diálogo, de la interacción. Los artistas -como toda la cultura visible- han llegado a estar completamente separados de la sociedad, igual que están separados entre ellos por la concurrencia. Pero antes incluso de que el capitalismo entrase en este atolladero el arte era esencialmente unilateral, sin respuesta. Esta era cerrada de su primitivisrno se superará mediante una comunicación completa.
Al llegar a ser todo el mundo artista en un plano superior, es decir, inseparablemente productor-consumidor de una creación cultural total, se asistirá a la disolución rápida del criterio lineal de novedad. Al ser todo el mundo situacionista, por decirlo así, se asistirá a una inflación multidimensional de tendencias, de experiencias, de "escuelas" radicalmente diferentes, y no ya sucesivamente sino simultáneamente.Inauguramos ahora lo que será, históricamente, el último de los oficios. El papel de situacionista, de aficionado-profesional, de anti-especialista, es todavía una especialización hasta el momento de abundancia económica y mental en que todo el mundo llegará a ser "artista", en un sentido que los artistas no han alcanzado: la construcción de su propia vida. Sin embargo, el último oficio de la historia está tan próximo a la sociedad sin división permanente del trabajo, que se le niega generalmente, cuando hace su aparición en la I.S., la cualidad de oficio."

La Nueva Babilonia es una propuesta de organización utópica del espacio para una humanidad liberada de la dicotomía entre trabajo esclavo y creación estética. Fue inspirada por la cultura gitana: nómada, resistente, basada en la música (Constant diseñó una ciudad movible para un asentamiento gitano en Alba en 1956). Como todos los situacionistas, pensaba que la modelación de la experiencia en la sociedad capitalista se realiza de formas muy sutiles, entre ellas a través del diseño del espacio en el que habitamos. Creía en una ciudad cambiante, unitaria, reciclada, donde caminar ya fuese un acto creativo. No se entendería la estética de Sol en el 15M sin la pervivencia de estas ideas, por un milagroso hilo conductor que une dos épocas con muchas connotaciones paralelas.

Todo esto es bien conocido por los estudiantes de arte y arquitectura, por la gente que se dedica a estética o simplemente por quienes se interesan por el arte contemporáneo. Es menos conocido o ya olvidado en la filosofía política contemporánea, donde las propuestas estéticas (el programa romántico de Schiller, o el nuevo de Spivak, del que hablaba la semana pasada) son abiertamente propuestas políticas para el cambio social.





Recordaba mientras volvía del Reina a Basurama, la iniciativa radical de arquitectos madrileños que tantas intervenciones han realizado en el espacio público con materiales reciclados, a la Galería LaPieza, promovida por Antón Lloveras y Esther Lorenzo, a la obra literaria y de ensayo de Remedios Zafra. Caminando por Lavapiés, recalé en La Juan Gallery, promovida por Juan Gómez Alemán, una galería dedicada exclusivamente a la performance, un espacio en el que grupos de artistas desarrollan escenas de arte vivo durante unas horas viernes y sábado.  Hacen que Madrid sea habitable, pues hay dos Madrid: el oficial, la finca de los pijos aristócratas faltones y el oculto, creativo, lleno de artistas precarios y precarias que aún resisten (difícil de saber cómo) la tentación de pasarse al individualismo.

Volví a encontrar el hilo que une los gestos más radicales de los años cincuenta y sesenta con el nuevo siglo. Gestos, solo gestos, pero también acciones que contribuyen a romper el muro que Frederick Jameson diagnosticó como el peor mal de nuestro tiempo: el muro en la imaginación, en un tiempo donde es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.




domingo, 6 de diciembre de 2015

Después de la era de la educación de la humanidad


Fue en el seminario que hicimos esta semana con Rosi Braidotti, sobre poshumanismo y feminismo. Me sentí irritado por la intervención de un asistente, quien en tono un poco displicente despreciaba todo este rollo del poshumanismo crítico (Braidotti, Haraway) como no otra cosa que la nueva ideología del capitalismo. Le pregunté si no había captado el tono paródico y estuve a punto de preguntarle si creía que también el feminismo era la nueva ideología del capitalismo. Pero me contuve. Ramón del Castillo, a mi lado criticó el tono de cierta superioridad que destilaba su discurso “no se puede hacer nada, van más deprisa que nosotros” (fueron sus palabras). Más tarde Ramón me confesó que él entendía en cierto modo lo que aquél quería decir, a pesar de haberle criticado. De hecho yo también repensé más tarde sus palabras y las mías. Si no hubiera estado tan cansado y hubiera habido más tiempo probablemente podríamos habernos aclarado mejor.

Estaba recordando al intentar responderle el libro que estoy leyendo con calma y pasión de Gayatri Chakravorty Spivak, The Aesthetic Education in the Era of Globalization (2012). Spivak es una personalidad más que interesante del panorama de la cultura contemporánea. Traductora de Derrida al inglés, sucesora de Paul de Man en lo que respecta a la influencia del estilo deconstruccionista en la Teoría Literaria en Estados Unidos, es más conocida mundialmente por su teorización de la poscolonialidad como dimensión imprescindible de la cultura contemporánea. Cuanto trato de explicar sus ideas en mis clases observo las caras aburridas de los alumnos, como indicándome: “estas son cosas de progres que piensan en negritos” o algo así. Comienzan a atender cuando les pregunto por cuántos creen que van a ser capaces de desarrollar su carrera de humanidades en inglés. Y no en el inglés académico, que a lo mejor logra alguno, sino en el inglés real que es capaz de cambiar el mundo. Les hablo entonces de los pocos que lo han conseguido: Navokov, Conrad, Santayana o la propia Spivak, nacida en Calcuta. Y ya empiezan entonces a entender algo del problema de por qué el sujeto subalterno no puede hablar, y cuando lo logra lo hace en una lengua que no es suya.

Spivak responde en este libro a La educación estética de la humanidad de Friedrich Schiller. Fue aquél un manifiesto y programa político que ha perdurado por dos siglos.  A partir de la tercera crítica de Kant, Schiller proponía la educación de la sensibilidad de la “humanidad” en pro de una nueva era de libertad. En dicho manifiesto está, sin duda alguna,  lo mejor que hemos heredado de la Ilustración tardía que se prolongó en lo que llamamos Romanticismo. Cada vez que defendemos a las humanidades en esta era de neoliberalismo estamos renaciendo las propuestas de Schiller tal vez con palabras diferentes. Desde Schiller a Hegel, desde Ruskin y William Morris a Raymond Williams, desde Unamuno a Ortega, este programa ha suministrado el discurso por el que las humanidades han exigido un lugar en el proyecto educativo del ciudadano.

Spivak abandona esta senda y lo hace sumándose a una línea ácida en el proyecto educativo, mucho más crítica con nuestra tradición. Comienza Spivak por reprochar a Schiller que abandonase lo que Kant tenía muy claro en su teoría del juicio estético (que era lo que estaba en juego): la tensión irresoluble entre razón y sensibilidad y se creyese e intentase hacernos creer que la transformación de la sensibilidad sería suficiente. El argumento de Spivak es que sin la razón la sensibilidad está colonizada y ciega, se convierte en algo plástico a la cultura hegemónica. Frente a aquél programa, básicamente teórico, básicamente encerrado en la cultura de la academia, donde la educación tomaba el modelo de la paideia griega, basada en una relación asimétrica maestro-alumno, Spivak hace referencia a otra tradición, la de todos los educadores y educadoras (más en femenino en estos tiempos) que pensaron la educación como una forma de estar-con, de estar-entre, de transformar y ser transformado. Ella misma dedica parte de su tiempo a las escuelas de los barrios de su tierra de origen, a hablar y estar con las maestras de las escuelas primarias. Porque allí, dice, es donde la razón y la sensibilidad se pueden educar en una era de globalización. Enseñando lenguas, enseñando la tensión entre ellas y enseñando a mirar alrededor. Cita a Paulo Freire como precedente (un autor y activista olvidado ya en nuestros sistemas educativos).

En tres días tengo que defender el programa de Podemos en un debate con gestores de la ciencia de otros partidos ante un público académico. Y no dejaré de pensar en el argumento de Spivak: si abandonamos la tensión entre razón y sensibilidad, entre “ciencia” y “cultura”, si abandonamos la tensión entre teoría y práctica, la educación se convertirá en reproducción cada vez más efectiva de la cultura dominante. Una cultura paradójicamente insensible en un capitalismo de las emociones. Intentamos abandonar la idea educación (de ciencia, en mi caso en unos días, pero también de cultura, si tuviera que hacerlo en otro contexto) basada en la asimetría y en la escisión de teoría y práctica. Proponemos crear por todas partes centros donde los ciudadanos se apropien en la práctica de las tecnologías, donde desarrollen sus aspectos creativos, donde se eduquen mutuamente, en prácticas que no separen la razón de la sensibilidad, donde crear y resistir, transformar y ser transformado no sean procesos ajenos. Son acciones locales, claro, como el tiempo de Sipvak en los barrios miserables bengalíes. Son acciones que pueden promover un nuevo programa para las humanidades, en donde la razón y la sensibilidad, la ciencia y la cultura (quiero decir las dos formas de cultura) no abandonen su tensión pero no se escindan.


Acciones que quieren resistir el argumento de “no se puede hacer nada”. No voy a responder que ésa sí que es la nueva ideología dominante (ya se me ha pasado la irritación) porque estoy seguro de que quienes lo esgrimen en realidad están preguntando "¿qué es lo que se puede hacer?"

sábado, 28 de noviembre de 2015

La angustia por la verdad: dentro, fuera


 Esta proposición del Tractatus de Wittgenstein me ha producido desasosiego desde que comencé a leerlo con seriedad, es decir, pensando en cómo esa larga secuencia de semiaforismos de la que consta el libro me interpelaba a mí, no a la filosofía ni a la cosa académica sino a mi perspectiva sobre el mundo y sobre mí mismo:

4.463 Las condiciones de verdad determinan el campo que la proposición deja libre a los hechos. (La proposición, la figura, el modelo, son en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio)

Leída en forma idealista expresa una trivialidad aburrida que no merece demasiado la pena comentar: "el lenguaje crea el mundo" y todo ese rollo barato que sólo sirve para una clase de primer curso de filosofía o para una discusión de madrugada con unas cuantas copas, como decía uno de los personajes de El topo de John Le Carré. Si uno la lee en clave materialista la proposición manifiesta su cara oscura y terrible, y me parece que Wittgenstein lo tenía muy claro. El lenguaje establece posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Una pistola establece posibilidades. Limita el movimiento de los otros "en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio". ¿Se entiende ahora mejor?

Hemos sobrevivido a duras penas a varias décadas de idioteces sobre si una representación es un espejo de la realidad o una distorsión, o sobre si vivimos en un mundo de textos que hablan de textos que hablan de textos,... Pero Wittgenstein (el primero, el segundo, no hay diferencia en esto) ya había establecido los límites del lenguaje en un sentido que (depende de cómo leamos a Kant) ya había comenzado a trazar Kant: una proposición es como una pistola: instaura posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Las proposiciones habitan nuestro mundo igual que las pistolas. Establecen posibilidades, las coartan, las delimitan y, también, hablan de quién manda y quién las establece y delimita.

Me he dejado arrastrar como un imbécil estas últimas semanas por el encrespamiento que me produce cada cierto tiempo el viejo debate sobre las responsabilidades del lenguaje con la realidad, que tiene una de sus manifestaciones en la relación entre el arte, la literatura, y la política, Me importan bastante poco las políticas de distinción, y mucho menos las nuevas olas (son olas que se repiten incansablemente) que insisten en la pureza del arte, de la literatura, de la filosofía, de ..., que subrayan la independencia y autonomía, el alejamiento de los intereses políticos o de los temas sociales o de..., el viejo sociorollo de los exquisitos y las narices alzadas. Vanos manifiestos de quienes desean reafirmar la pureza de su compromiso con el campo intelectual ( y que, como desvela el viejo dicho, la excusa no pedida ...).

Me inquieta mucho más, al tiempo que releo a Bourdieu y su Las reglas del arte, al tiempo que releo y comento con mis compañeros de seminario El buen relato de Coetzee y Arabella Kurtz, la cuestión de nuestro compromiso con la verdad cuando nos dedicamos a actividades que tienen que ver más con la comprensión o el sentido que directamente con la verdad, es decir, con las humanidades, con el arte y la literatura. Es posible que, como decía Franz Zappa y su The mothers of invention, estemos aquí por la pasta, pero internamente al menos nos creemos que estamos aquí por algo más, y uno diría que en las humanidades y el arte (no voy a distinguir más la cosa, todos formamos parte de la misma trama), estamos aquí para entender lo que pasa.

Hablando de El buen relato, Carlos Thiebaut suscitó el ejemplo de Austerlitz de W.G. Sebald (incluso los parnasianos de ahora tendrían que reconocer que es una de las cumbres de la literatura fin de siglo) donde el personaje queda destruido por su búsqueda de la verdad de sus orígenes.Un  historiador que descubre la falsedad de su propia historia personal y se autodestruye buscando de manera la verdad de su relato.  Y este es el problema:¿qué compromis, y hasta dónde, liga al escritor con la verdad? y, lo mismo, ¿qué compromiso, y hasta dónde, ata al lector con la verdad?  (Austerlitz se destruyó a sí mismo, es mi interpretación, por no saber que las representaciones forman parte de lo que somos, como las camas y los frigoríficos).

No importa que leamos El Quijote o El señor de los anillos. En los dos, el problema de la verdad es absoluto. En El Quijote, Cervantes lo señala sin ambages: en los dos momentos en los que permite a don Alonso salirse del texto, cuando le permite preguntar por dónde está, cuando el retablo o cuando la cabeza parlante en Barcelona, Don Quijote pregunta "¿era verdad?". En El señor de los anillos, pura fantasía popular, sin, aparentemente, tanta complejidad literaria como El Quijote, la obsesión de todos los personajes porque su historia quede escrita no es menos retóricamente compleja que la de Cervantes.

Y aquí viene el problema de Coetzee: ¿ por qué no mentirnos? ¿por qué no consolarnos con un relato perfecto literariamente, con un artículo que seguramente será publicado en oMind , Alfaguara o en alguna de las grandes revistas o editoriales? ¿cuál es nuestro compromiso con la verdad?, ¿por qué no ceder a la tentación más simple de Pilatos, '¿qué es la verdad'?,  ¿por qué no transformar la teoría literaria o la filosofía para evitar la pregunta?. ¿por qué no ceder a la tentación de creer que la representación no tiene que ver con el mundo?.

Los tontos dirán que la representación siempre distorsiona la realidad, como si uno no lo hubiera aprendido de niño leyendo el cuento de la cigarra y la hormiga, como si necesitara veinte años de filosofía y teoría literaria para saberlo. La cuestión agobiante la formula Wittgenstein en su texto: una proposición es como una pistola que limita el libre movimiento. 


lunes, 23 de noviembre de 2015

Política, moral, arte, filosofía y otras contradicciones



Pierre Bourdieu, en dos obras imprescindibles, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario y Manet. Une révolution symbolique estudió los procesos por los que se formaron en el siglo XIX las estructuras culturales contemporáneas, caracterizadas por géneros, disciplinas, lo que él llamó campos. En la primera analizaba el caso de Gustave Flaubert, y en particular su novela La educación sentimental, en el segundo la obra de Édouard Manet. Ambos constituyen dos ejemplos paradigmáticos de esa forma de moral interna que llamamos "el arte por el arte", Allan Janeck y Stephen Toulmin, en La Viena de Wittgenstein, y Eduardo Rabossi, en En el comienzo Dios creó el canon: Biblia Berolinensis, hicieron algo muy parecido con la constitución del campo de la filosofía. Thomas Kuhn, a su vez, había hecho lo mismo con la ciencia unos años antes. Aunque todas las sociedades hayan producido obras que calificamos como arte (incluye la literatura), filosofía o ciencia, solamente habría Arte, Filosofía y Ciencia a partir de la creación de los respectivos campos normativos.

En los tres casos, se observa en esta perspectiva, ya central en la sociología cultural contemporánea, se termina concluyendo que las relaciones de autoridad internas al campo y las normas de "seriedad" en el trabajo y dedicación a la forma respectiva son las que hacen que podamos considerarlas "profesiones", donde el profesar, que tiene tantas resonancias religiosas, implica aquí una cierta conducta simbólica por la que las autoras y autores dan muestras de su inapelable compromiso por encima o por debajo de cualquier otro interés, y en particular de los intereses morales, políticos y económicos. De Gaugin, que destrozó su familia, a David Foster Wallace, que destrozó su propia vida, encontramos en los distintos campos una ingente hagiografía que ejemplifica la santidad de estas profesiones.

Desde luego, para esta perspectiva, la "función social" (política, moral, económica) del arte, el pensamiento y la ciencia podría admitirse siempre que mirásemos a los efectos y no a las intenciones. "Moralicemos", decía sarcásticamente Flaubert contra los realistas de derecha e izquierda. Las intenciones deben estar prohibidas o, como diría Vázquez Moltalban, colgadas en la entrada al campo creativo. Lo propio es la forma (el método, se decía antes en la ciencia), no el contenido. Los efectos vendrán como resultado de la eficiencia de la forma, no de las buenas intenciones. El creador transforma el mundo transformando la forma, no por el contenido de su obra. Los tiempos educativos de los respectivos campos se ordenan no solo a la adquisición de habilidades sino también y sobre todo a formar a los pretendientes en los signos de la "seriedad" de su compromiso.

Es sorprendente cuán profundamente inscrita está en nuestros cuerpos (los de quienes nos dedicamos a estas profesiones) la ley fundamental del campo intelectual: "ofrece tu vida al arte, a ....". No se quiere decir, claro, que no haya intereses o compromisos, sino que todos ellos son "ajenos", uno los puede intentar realizar pero siempre de manera externa, es decir, en los "ratos libres".  Cualquier mezcla contribuirá rápidamente a la acusación de vulgaridad, a la pérdida de "reconocimiento" (capital simbólico en el campo respectivo) y por tanto de autoridad. El trabajo de quien se muestre interesado por algo se rebajará inmediatamente a lo popular, a la vulgarización, a la "obra de tesis", al sesgo imperdonable en definitiva.

A pesar de que esta ley parece imponerse de manera universal, lo cierto es que la sociología (sociología del arte, los estudios de ciencia, técnica y sociedad) han mostrado una y otra vez cuán poco realista es esta visión interna de los campos intelectuales. Los intereses y valores internos se han desvelado menos desinteresados de lo que parecía, y las opciones formales menos formales de lo que parecen. El propio Bourdieu, aún cuando defiende esta ley de hierro, al analizar el caso Flaubert tiene que reconocer que el valor de su obra tiene un componente nuevo social: hace artístico lo vulgar, dice, convierte en arte la vida cotidiana, del mismo modo que Manet hizo visible el "voyerismo" del arte pompier al mostrar que sus desnudos ideales podían ser puestos de manifiesto al representar a una prostituta ofreciendo su cuerpo. Hicieron visible lo cotidiano. Y su valor ya no puede ser desprendido de estos efectos sociales de sus obras. Jacques Rancière ha convertido esta idea en el hilo conductor de su teoría estética y de su conocida fórmula sobre el "reparto de lo visible".

Porque lo cierto es que las revoluciones del arte, el pensamiento y la ciencia contemporáneos han sido también (no quiero decir sobre todo) revoluciones en el contenido. La banalización de los contenidos, la democratización, más bien, el hacer de cualquier cosa ordinaria materia estética, epistémica, científica, ha sido una línea central de la cultura contemporánea. En una discusión reciente, escuchaba a dos escritores jóvenes y buenos escritores que protestaban contra la "moda" nueva de reintroducir temas sociales y políticos en la novela, como si se estuviera volviendo al viejo realismo que implicaba una "obra de tesis", pero me parece que el tema no está ahí sino en lo contrario, en la prohibición implícita de tratar estos temas, que estaría en el ADN de los creadores, como denunciaba Belén Gopegui en su ensayo Un pistoletazo en un concierto (en el título se refiere a la frase de Balzac de que la política en literatura es como un pistoletazo en un concierto).

Si uno lee, sin embargo, obras que transformaron el mundo literario ve por el contrario que la revolución no ha sido sólo la forma sino el dejar entrar al vampiro en la habitación propia: Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, por ejemplo, se atreve a tratar el tema prohibido, el shock de guerra como eje central de uno de los dos discursos de la novela, junto al más "literario" de la banalidad de la vida de las clases altas. Foster Wallace, otro ejemplo, en La broma infinita, se atreve a dejar entrar en la novela la adición al consumo y la televisión como tema configurador de la identidad generacional. Las marcas como contenido, y como parodia del posmodernismo.

El compromiso creador, en definitiva, tiene más caras que el formalismo. Atreverse a hacer visible el agua es a veces, para los peces, algo revolucionario.




domingo, 15 de noviembre de 2015

Vivir con miedo



Este fin de semana me encuentro con tres choques de naturaleza diversa que coinciden en plantearme la misma cuestión: ¿qué es vivir con miedo?, ¿qué es vivir en el miedo?

El primero es el comentario del libro "El mundo según Garp", de John Irving que hemos realizado en un seminario permanente sobre literatura y pensamiento al que asisto hace varios años. Es un relato escrito, me parece, por alguien que vive con miedo y que vive en el miedo: miedo a no triunfar, miedo a no ser buen escritor, miedo a que sus seres queridos, sus hijos, sufran en un mundo que se ha vuelto desapacible, peligroso, en brazos del azar.

El segundo, al final del día, antesdeayer, los atentados de Paris y la tensa distancia que me produce siempre el dolor y la reacción al dolor de las víctimas cuando estas son lejanas (cuando son cercanas todo se hace opaco y nebuloso, la víctima de al lado, plantea una pregunta directa sobre la propia fragilidad que pocos sabemos responder).

El tercero ha sido la visita hoy a la exposición de Edvard Munch en el Museo Thyssen. No sé decir si Munch vivió con miedo, en el miedo, pero los personajes de sus cuadros habitan en ese infierno en donde el interior es tan inaccesible como las ventanas iluminadas de las moradas lejanas que enmarcan muchos de sus cuadros. Para Munch las caras son fachadas: o las oculta o cuando las presenta son impenetrables, ventanas cuya única luz es la destructora luz de la angustia.

Cada accidente, cada acto terrorista, cada crimen o fracaso de la vida confirma al que vive en el miedo que la vida es así, que el único camino es el de protegerse, el de aislar el topos donde se habita real o imaginariamente mediante murallas que palien la angustia de la inseguridad. Me intrigan los ojos de los celosos de Munch que son incapaces de mirar a lo  que creen que ocurre a sus espaldas y se iluminan con una suerte de locura que nace de un mundo al que no podemos acceder porque en el miedo no hay representaciones, hay solo una sucesión interminable de imágenes que activan emociones que, a su vez, activan fantasmas. El que vive en el miedo es adicto al miedo, necesita nuevas imágenes del miedo para sobrevivir un día más en su búsqueda de seguridad.

No seré yo el primero ni el último en decir que el fascismo (de derechas, de izquierdas) se alimenta del miedo, y que el miedo es siempre miedo a la libertad. Padres que levantan muros en la vida de sus hijos para protegerlos de su miedo, estados que levantan muros (inefectivos siempre) para protegerse de su miedo, partidos que cambian sus programas para protegerse de su miedo a perder, escritores, pensadores, artistas, que viven en el miedo a no ser reconocidos.

Me gusta de Munch cómo relata la muerte, la enfermedad. Aquí parece ser mucho más claro que cuando habla del deseo. Saberse en el borde del desastre, mirarlo a los ojos, pensar que la vida es sobrevivir al miedo. Los griegos, Aristóteles, lo sabían mucho mejor que nosotros. Las virtudes morales que cultivaban comenzaban por estas sucias propiedades que no pueden ser descritas en términos puramente "morales" intrínsecos, sino que están constituidas por actos, emociones, normas y, también, por hechos que no dependen del agente. La acusación de cobardía probablemente era la peor acusación para un griego, para una griega. Y pienso igual: en el amor, en la política, en la guerra, en lo que llamamos la vida de familia, ser incapaz de superar el miedo al miedo es el horizonte más oscuro que nos cabe esperar.

No es sorprendente que en los momentos iniciales de la Transición española, cuando la niebla del miedo impedía la visión certera, el día del asalto fascista al Parlamento, cuando el "se sienten, coño", sólo tres personas fueron capaces de superar el miedo al miedo. Las tres eran conscientes de la fragilidad humana. Aquella noche dejé mis discrepancias políticas con Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo y, como muchos, me dije: quién viviera en un país donde nadie se tirase al suelo, o a la ira, o a todo eso que trae el miedo, cuando las cosas vienen mal dadas.

Por cierto, el cuadro, claro, es "La muerte de Marat" de Munch.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Articulación y experiencia



Luismi trabajaba hasta ayer en una tienda de novedades de provincia. Llevaba quince años en ello y había asistido al declive del pequeño comercio. Su tienda, que abastecía a las pequeñas mercerías de la provincia, se vio desbordada por las franquicias que llenaron las calles del centro. Ayer le comunicaron el despido. Ahora solamente se colocan en el ramo jóvenes de hermosa factura y contratos precarios. Está por el momento en la fase de hiperactividad enviando currículos y realizando entrevistas en las que sólo le piden su edad.

Juani es una maestra de un colegio público. Activa en todas las acciones de defensa del sistema público se descubre superada por la situación: directores, inspectores y una administración cada vez más autoritaria que se apoya en los profesores interinos aterrorizados por la pérdida de su puesto de trabajo. Está en tratamiento psicológico desde hace un año y ya sólo cuenta los días que quedan para su jubilación.

Fátima acabó su MIR en medicina familiar y comenzó una larga cadena de trabajos temporales en la sala de urgencias de hospitales de otra comunidad autónoma, en una lengua que no entiende. Pasa días y noches abriendo la puerta de su sala de consulta para tranquilizar a pacientes y familiares que llevan esperando horas para ser atendidos. En los breves momentos en los que la puerta cerrada no acoge a un paciente le amenazan lágrimas de desesperación. Ha perdido el hilo de sus amigos en la ciudad en que estudió y su vida es una secuencia de estresantes jornadas y meses en paro en los que vive de los ahorros en una ciudad extraña que no le acoge.

Asistí a un reciente debate en el que dos jóvenes inteligentes escritores (también críticos y responsables de decisiones editoriales) razonaban sobre la dificultad de encontrar un modo de literatura política y popular que no se rindiese a lo que denominaban la moda de la escritura política o la novela de tesis. La gran literatura, sostenían, siempre es política sin que la política entre en el discurso. La gran literatura deja entrever las fracturas sociales sin hacer didáctica. Todo eso pertenece a un pasado que no debería volver.

Yo, la verdad,  no estaba del todo de acuerdo con lo que estaba oyendo pero entendía lo que querían decir. Una novela, como una obra de filosofía, debe hacer presente una experiencia histórica y acaso hacerla comprensible sin ceder a la tentación de ocupar la voz de aquellos que no la tienen. O debe tal vez mostrar los dilemas de la subjetividad de un momento sin resbalar hacia una transparencia tramposa que despeje artificialmente la niebla que oculta la verdad personal o social. Pero al mismo tiempo ni el pensamiento ni la literatura (o, mejor, ni la literatura ni el pensamiento) pueden legítimamente renunciar a esa labor que el analista realiza en su consulta: la de hacer posible la comunicación de una experiencia de fractura.

No sabemos cuánta verdad personal hay en la Carta al Padre de Kafka, ni tal vez importe mucho, pero la experiencia que hace presente, la de un padre dominante, que desquicia la puerta por la que el hijo se asoma a la vida social (cultural, literaria) de su tiempo, es un descubrimiento de no menor importancia que cualquier otro descubrimiento científico. La carta de Kafka es política en el mejor sentido de la palabra política: hace voz un daño que no es privado sino que corresponde a una fractura social, cultural, que se da en la familia pero también en una sociedad donde la religión o la cultura, o el lenguaje apantallan todo impulso creativo. No sabemos cuánta precisión sociológica incluye La educación sentimental de Flaubert, pero nadie puede dudar de que transmite el desastre afectivo de la burguesía francesa, más o menos radical pero compartiendo la misma incapacidad de hacerse cargo de la existencia propia. También es una novela paradigmáticamente política.

La comunicación de la experiencia histórica, esa forma de estar en el mundo que tiene la especie humana, una especie capaz de experiencias que son algo más que meros asaltos causales del mundo, es difícil. No basta ser un "buen escritor" o un pensador dotado técnicamente. La capacidad para "comunicar", articular, poner en contacto lo que le ocurre al yo privado y al yo generalizado que habita un espacio y tiempo exige una atención que no es diferente de la persona que se distancia de su momento y experimenta en su carne el discurrir histórico.

Cuando Simone Weil decide ir a una fábrica para entender en qué consiste la experiencia obrera, el estar diez horas de pie en un tren de montaje, pedir permiso para ir al baño, aguantar el dolor de piernas, el paso interminable de las horas, y después escribe en sus diarios textos que comentan a Platón articula experiencias heterogéneas, distantes, inverosímiles. Weil es una de las heroínas epistémicas que hizo visible la comunidad de la alta cultura y la experiencia cotidiana. Su carácter político está precisamente en esta capacidad de articulación de lo diverso, en su extraordinaria habilidad para comunicar lo incomunicable, la alta cultura y la cultura popular.

Al final, sí, toda la gran literatura y la gran filosofía es política. Pero lo es en tanto que logre comunicar, articular, experiencias que permitan entender un momento preciso con un impulso generalizador. No importa que sea la historia de una obrera o el comentario de un texto de Homero. Quien renuncia a articular las diferencias, las tensiones: entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el deseo y el miedo, entre la identidad y la diferencia, está haciendo de su trabajo una pura escalera que usa el lenguaje para conseguir poder en su campo de distinción o en su campo intelectual. Porque comunicar, articular, es un trabajo que implica algo más que el dominio de la técnica o la audacia formal: exige una forma de estar en la vida. Comunicar instancias fracturadas del yo no es más fácil ni más difícil que cooperar en la articulación de identidades, deseos, horizontes, tensos y complejos del contexto social. Articular exige atención, sensibilidad, una modo de estar en la política que tal vez sea lo contrario de lo que habitualmente se entiende por política.







lunes, 2 de noviembre de 2015

Hegemonía y poshumanismo



He aquí dos términos de derrota. De sendas derrotas de la promesa moderna. "Hegemonía" es un término que nace en una doble prisión: la física y la lingüística que sufre Antonio Gramsci en las cárceles del fascismo italiano. Sus censores vigilan sus escritos y lecturas por lo que tiene que construir un nuevo lenguaje para expresar las viejas ideas del marxismo, que resulta ser, sin embargo, una inyección de fuerza semántica en un discurso gastado y descalabrado. La promesa de un cierto marxismo acerca de la inevitabilidad de la revolución por decadencia del capitalismo se ha traducido en una ola de fascismos por toda la Europa industrial. Gramsci, sin embargo, no se siente derrotado e inquiere en las razones y causas que han conducido a que la bestia salga fuerte y triunfante de sus heridas y desarrolla una de las grandes aportaciones a la filosofía de la historia del siglo: la cultura no es ya un subproducto de otras fuerzas más básicas, sino una potencia esencial en el dominio y desarrollo del capitalismo.

El cansado, enfermo y contrahecho dirigente no se rinde en la cárcel. Su amigo Piero Sraffa le trae múltiples y extraños libros de filosofía y literatura italiana que usa como un trampolín para responder a la pregunta por la derrota de la revolución. Allí desarrolla una nueva respuesta a la antigua pregunta por la servidumbre voluntaria y encuentra en la capacidad que tienen las clases dominantes de resignificar a su favor las formas de vida, los significados de las grandes cuestiones y los deseos básicos de las clases subalternas la respuesta a la derrota de una vana promesa de redención histórica no demasiado distinta a la que habían hecho las religiones.

Hasta los años setenta, cuando la perspectiva abierta de la nueva izquierda europea haga trizas el anquilosado marxismo del frío Este, la respuesta de Gramsci no será tenida en cuenta. Serán las nuevas voces de Raymond Williams y Manuel Sacristán las que, bajo nuevas formas de tensión, lean con luz propia las casi olvidadas páginas de los Diarios de la Cárcel de Gramsci. Se avistaban ya en el horizonte nuevas derrotas que la subida al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan habrían de comenzar a convertir en realidad. Las derrotas serían también y sobre todo culturales: lo que llamamos neoliberalismo, el mantra del fin de la historia y el dogma del mercado y la competencia universales como escenario ahistórico que anunciaba la eternidad del capitalismo. Pero no era sino una recomposición de la hegemonía en un mundo globalizado.

"Poshumanismo", en segundo lugar, alude a la derrota del humanismo que desde el Renacimiento al Romanticismo constituyó la parte dura del hueso de la filosofía y la ideología occidentales. El humanismo se había construido sobre frágiles bases por más que prometiese una victoria del hombre sobre la materia y la naturaleza. Medio animal, medio ángel, el dios le habría concedido al hombre, en el discurso de Pico della Mirandola, el señorío del universo, la culminación de la creación. Al hombre. Así. En el centro del universo. A un "hombre" que no era sino un término de exclusión: de lo animal, de lo femenino, de lo no viril, de lo no occidental e imperial, de lo no culto, de lo técnico y práctico, de todo aquello que no coincidía con el canon que la cultura dominante había convertido en vértice de la pirámide cultural.

En los años ochenta y noventa todas estas exclusiones habían generado sendas fuerzas de resistencia y lucha contra el dominio del un humanismo dolido por su incapacidad de lectura y comprensión del nuevo mundo: poscolonial, posviril, posfeminista incluso, bajo el temor a la hibris de la metafísica imperial que encarnaba el humanismo. Con el añadido de su incapacidad para decirlo en términos heideggerianos de responder a "la pregunta por la técnica", es decir, por la forma en la que la técnica ha conformado a los humanos modernos.

En los años noventa el término grasmciano de "hegemonía" se hizo cargo de esta nueva deriva de la cultura contemporánea, incorporando las formas sutiles de dominio que no eran las puras y descarnadas del dominio del capital económico. Las nuevas sociedades creaban y reproducían y se reproducían sobre nuevos sujetos en donde el género, la etnia, el lenguaje, las preferencias sexuales, la normatividad fisológica, la cultura o el acceso al mercado de trabajo configuraban a la vez que inestables topologías en el espacio social vulnerables formas fracturadas de identidad y subjetividad.

El poshumanismo, a su vez, cambió radicalmente el significado que "hegemonía" había adquirido en el pensamiento político de la nueva izquierda de los años setenta. Ya no se trataba de un horizonte en donde la "clase trabajadora" representase de un modo universal a la especie humana. La especie humana, la historia humana era ya una historia de catástrofes, daños y esclavitudes que habría que revisar en sus complejos entrelazamientos. Una clase obrera triunfante, en un mundo de robots y desarrollos tecnológicos podría ser quizá un horizonte distópico que ocultase un dominio antiecológico, masculino, occidental, de un grupo privilegiado de gente sindicada para ejercer una nueva forma de dominación. "Hegemonía", así, se convirtió en un término dramático, agonístico, de conflicto permanente entre maneras de dejar de ser "humanos" en el viejo sentido "humanístico"  para señalar la creación de nuevos lazos y reconocimientos entre los damnificados por el neoliberalismo: exiliados, nómadas de la historia que reclamaban un puesto en el espacio público.

La nueva hegemonía nacida de las dos derrotas se configuró simbólicamente en los movimientos de ocupación del espacio público mediante una transformación de las visibilidades, la irrupción de vínculos débiles como fuerzas de institución social y la aspiración a crear plazas no ocupadas ya  por multitudes (que, como "masas" seguían siendo términos del antiguo significado), sino por nuevos sujetos que llevaban en sí, dentro, la marca del conflicto y las subjetividades construidas por lealtades diversas, por la conciencia de que la abyección (el haber sido arrojados fuera) y la obscenidad (el quedar fuera de escena) eran las nuevas marcas de identidad. La nueva hegemonía como horizonte emancipatorio se configuró como un proceso que comenzó por transformar las palabras, los signos y símbolos de reconocimiento mutuo. Banderas multicolores que escapaban de la identidad. Deseos de reconciliación con la tierra, con el animal que somos, con la máquina en la que hemos devenido, con el género extraño que configura nuestros afectos, con nuevas pieles artificiales donde el artificio tatúa figuras que hacen olvidar el color de fondo. Alzando, en la feliz expresión de Germán Cano, fuerzas de flaqueza.

No es difícil ver, salvo para los epistémicamente ciegos, es natural, que este mundo globalizado, neoliberalizado, ecológicamente amenazado, ya ha dejado de ser humano para abrirse a nuevas posibilidades hegemónicas donde los antiguos humanos están siendo sustituidos por comunidades de sujetos, de personas que reproducen o quieren reproducir sus identidades complejas, fragmentadas, en nuevos marcos de solidaridad local y al mismo tiempo cósmica, sostenible, sin más promesas que las de atender a los gritos (a veces inaudibles) de los excluidos, de los abyectos y obscenos, abriendo continua e interminablemente las fronteras de los espacios y plazas de lo común.

domingo, 25 de octubre de 2015

Religión y populismo



Se me cruzan esta semana pasada varios sucedidos que me llevan a tener que escribir sobre uno de los temas que he evitado con más cuidado: la relación entre religión (entre religiones realmente existentes) y democracia (democracia radical). El primero: alguien de mis amigos argentinos más o menos sintonizantes con la Cámpora  (la facción izquierdista del peronismo, tan difícil de explicar en la España educada en la ortodoxia democrática de la Transición y la Europa realmente existente nacida de las configuraciones políticas de la Guerra Fría), en una pequeña aclaración de lo que ocurría en las elecciones que suceden hoy, cuando escribo estas líneas, sostuvo: "la desgracia es que tengas un papa de tu país" (y encima, se sobreentendía, con ínfulas populistas y acaso progres)). Se quejan de la adición a utilizar las afirmaciones religiosas como instrumento de legitimación.

El segundo: esta misma semana leo la última novela de Enmanuel Carrère, El Reino. Sólo un escritor francés puede tener los redaños suficientes como para reescribir Los hechos de los apóstoles y venderlo como una novela. Carrère fue creyente, pero cuando escribe El Reino es ya agnóstico (eso dice de sí), aunque más bien certifica ser ateo. La novela pertenece al género que inaugura en Francia Renan y que intenta comprender desde una radical historicidad el poder que alcanza el cristianismo en occidente. Carrère lo observa desde sus simpatías orientalistas por el yoga y el budismo, pero esto es accesorio. Lo central es que se toma muy en serio el examen histórico de los relatos que se convierten en el marco de referencia de los cristianismos.

El tercero: ocurre también estos días que el PSOE anuncia en su programa su enésimo propósito de denunciar el Concordato entre la Santa Sede y el Estado Español (una de las herencias intactas del franquismo). No es ni curioso ni accidental que en la España de la Transición las concesiones más sustanciosas en términos reales que se hayan dado a la Iglesia Católica (en financiación y en derechos en educación) fuesen firmados por las fracciones más aparentemente anticlericales del PSOE. Alfonso Guerra y sus adláteres lograron la milagrosa combinación de un anticlericalismo verbal radical con acuerdos sustanciosos en temas estratégicos. El gobierno de Zapatero, a través de su ensalzada presidenta María Teresa Fernández de la Vega, continuaría con cierto éxito (parcial) esta farisaica política de aggiornamento.

Necesitaría mucho espacio para desarrollarlo, que no es el caso en un texto de blog, pero me reafirmo en una creencia que me ha acompañado estos años. Hay un fenómeno de autoengaño grave en las políticas de izquierda sobre la religión. Se consuelan con un vago anticlericalismo verbal que luego abandonan al tener que reconocer las dificultades reales de cambio en las estructuras reales de poder económico y cultural de la Iglesia Católica (no me voy a referir a otras formas de relación entre estado y religión que no sean las que conozco con cercanía). Hay cierto pensamiento mágico en la izquierda: como si elevando el tono, encrespando la voz y radicalizando los mensajes antirreligiosos conjurasen el poder real que las religiones realmente existentes tienen en nuestra sociedad. La peor de las opciones es la del presunto radicalismo "presuntamente" ateísta que mezcla (con naturalidad) una confianza radical en soluciones "naturales" como el mercado y la evolución con una ira "racional" contra las creencias religiosas. Y paga, por ejemplo, anuncios en los autobuses proclamando la inexistencia de los dioses, como si el problema de la verdad fuese lo que está en juego y no la operatividad política de las creencias.  Fueron Gramsci y Benjamin quienes contemplaron la derrota de las formas elementales del radicalismo político, que originaron la era de los fascismos, y tuvieron una actitud muy distinta y nueva ante la religión que aún es difícil de explicar en los círculos progres, donde el anticlericalismo parece ser el último nivel de buena conciencia.

No me gustan algunas cosas de la novela de Carrère, su excesiva egolatría, su abuso de la autoficción -- ese nuevo mal francés que nos aqueja-- pero tiene muchísima razón en su reconstrucción histórica: en ciertas épocas se extiende el milagrerismo, la invasión de profetas y prometedores de toda laya que realizan maravillas que todos creen y no importa la verdad de los milagros sino las razones de su extensión. El imperio romano fue una de esas épocas. El problema de la verdad de los milagros, de la resurrección en particular, el núcleo esencial de la fe cristiana, es poco importante cuando se observa todo en una perspectiva histórica. La pregunta es por qué ciertas formas de discurso y de organización social logran sobrevivir a su momento e inician trayectorias tan robustas como el cristianismo. La novela de Carrère es sobre Pablo, no sobre Cristo, con algunas  interesantes alusiones a Pedro y Juan. Su punto es una tesis absolutamente gramsciana: cómo ciertos mensajes (el extraño contenido de la moral que promueve amar al enemigo) se articula y enreda con una forma política de organización que se incrusta en las sociedades que configuran el imperio romano dando respuesta a preguntas que se hacían sus ciudadanos y ofreciéndoles una nueva manera de ordenar sus tensiones entre lo simbólico y lo real.

Gramsci y Benjamin promovieron (sin éxito aparente) el repensar las relaciones entre el poder de lo simbólico, oculto en un referente flotante, que alude siempre a lo que obra pero no se expresa en palabras,  y las contradicciones de la vida real, que incluyen la política. Gramsci lo tenía claro. La Iglesia Católica gana siempre porque es maestra en el dominio de los significantes vacíos. Carrère diagnostica muy bien cómo se formó ese ADN en las trayectorias paulinas que concibieron el mensaje en términos de una organización bien definida: "nosotros"-"ellos". Pablo fue capaz de entender que el mensaje esencial de recuperar la voz de los sin voz (prostitutas, delincuentes, marginales, publicanos) era compatible con un programa universalizador del cambio. Se enfrentó a las ortodoxias centradas en las identidades judías y acertó cuando captó cuáles eran las contradicciones del imperio. El desastre ideológico de una izquierda que es incapaz de entender los poderes causales reales de las religiones, la expresión de esta impotencia en su reducción a lemas anticlericales, se explica por la mucho más profunda ineptitud de la izquierda realmente existente para entender las dinámicas profundas y el poder de la cultura en el orden (y también en el cambio) de la sociedad. Es patético leer las viejas propuestas de la Transición de quienes "valoraban" el compromiso de los curas obreros y rechazaban la teología. No sabían cuánta teología ocultamente cristiana seguían ellos mismos haciendo realidad por otros medios.

Pablo de Tarso y Lenin forman parte de una misma tradición de cómo tejer el poder político de lo simbólico. No saber hacerse con los nudos de esta trama es condenarnos a repetir eternamente la historia por más que el anticlericalismo nos evite el duro trabajo de entender la vida real de la gente. Por el contrario, interpretar que las demandas de otra forma de organizar la vida y la sociedad, que están como significantes vacíos de tantas formas de queja, puede ser el modo de revertir siglos de perversión de lo simbólico como fuente permanente de antagonismo, de crítica de la democracia realmente existente. Habrá innumerables "franciscos" y  "pablos" que entiendan mejor que la izquierda estos mensajes. Es nuestra responsabilidad tanta ignorancia de por qué lo consiguen.

viernes, 16 de octubre de 2015

Topografía del desencanto



Hay una serie de estados afectivos de larga duración y de carácter negativo (con pronóstico leve o reservado) que se convierten en rasgos constituyentes de la forma de vida del sujeto en que habitan. Muchos de ellos han sido tratados en la filosofía como estados que tienen un componente identitario tanto personal como cultural. Está el resentimiento, sobre el que Cristina Peralta está realizando una perspicaz tesis doctoral (la moral aparece cuando el resentimiento se hace creativo, sostiene Nietzsche). Está la melancolía, quizá el estado depresivo más visitado por los analistas de la cultura; afecto característico de épocas enteras y lugar de instalación de filósofos románticos o neorrománticos (como Walter Benjamin, si se me permite calificarlo así). Está el tedio, definitorio desde Baudelaire a Heidegger de la condición en la modernidad urbana o urbanizada. Hay otros como la nostalgia, la tristeza y la soledad, y con ellos un largo espectro de matices donde se cocinan actitudes reactivas mezcladas todas ellas relacionadas por una actitud de desapego con el presente.

Querría examinar en una aproximación superficial uno de estos estados que me importan ahora por la dimensión política que alcanzan cuando se extienden como rasgos definitorios de un modo de mirar la realidad. El desencanto, como su nombre señala, indica una pérdida de la magia o aura de algo, de alguien. Oscar Wilde decía que el encanto del matrimonio es que produce el desencanto mutuo, como si fuese una condición de subsistencia. Max Weber, en una expresión mucho más extendida, afirmaba que la modernidad traía el desencanto del mundo. Parece, pues, que el desencanto lo asociamos al sentimiento subjetivo de pérdida de un estado anterior de luminosidad donde otro, otra, otros, la realidad, parecían investidos de esperanza y promesa. El desencanto sucede a algo así como la convicción de que no hay diferencia con los demás, con lo demás, con lo mismo de siempre. A diferencia de la decepción, que es una actitud reactiva ante el incumplimiento (activo o pasivo) de una promesa, el desencanto tiene un componente más afectivo, más ligado a una pérdida de potencial de entusiasmo con lo real. El desencanto sitúa a la persona en la realidad, la instala en una suerte de desacople y distancia y parece afectar al poder de la convicción.

Tengo que confesar que de entre los varios estados afectivos negativos que me aquejan de forma persistente (la melancolía, la tristeza, la nostalgia), el desencanto es algo que apenas he tenido, casi diría que no recuerdo haberlo sufrido. Tal vez sea porque desde la adolescencia muy temprana acepté una suerte de materialismo radical donde ni el mundo ni la gente estaban dotados de magia, y donde el entusiasmo (eso si lo suelo sentir a menudo) estaba ligado más al optimismo de la voluntad que al cálculo de la razón. A pesar de ello intento entender por qué el desencanto se convierte a veces en una suerte de atmósfera en la que respira una época. He vivido al menos dos etapas de desencanto y las dos veces me ha sorprendido por mi dificultad para entenderlo. Voy a referirme principalmente al desencanto político y social (el personal tiene componentes que dejaré para otra ocasión).

La primera era de desencanto que viví comenzó con la Transición, de hecho había comenzado en sus albores. La conocida película de Jaime Chavarri de 1976 sobre la familia Panero, El desencanto, detecta muy tempranamente un aire que no haría sino extenderse hasta, digamos, 1985, en las postrimerías del referéndum sobre la entrada en la OTAN, cuando se convirtió en una seña de identidad generacional. La segunda era es la que me parece estar instalándose, aunque no sé si como signo generacional. Comenzó, al menos así lo siento, con el cansancio y desmovilización después de dos años de asambleas y manifestaciones que asociamos con el nombre de 15M, y que fue más o menos una expresión colectiva de indignación que produjo, no sorprendentemente, inusitados vínculos de afectividad y esperanza.

Cuando el desencanto se instala como una nube, llueve encima de quienes no tienen paraguas. Ahora le ha tocado a Podemos, pero le habría tocado a cualquier iniciativa. Cae sobre aquello que se mueve a lo que se acusa de ser la razón de la pérdida de aura. Es un signo, no una causa ni un resultado. (Carlos Taibo cree que hay una relación de efecto-causa entre la desmovilización en la calle y la aparición de Podemos, pero si uno tiene cierta memoria sospecha que la relación se invierte: fue el agotamiento de la política del grito el que produjo Podemos y no a la inversa). Me gustaría tener más razones en las que apoyarme, pero tengo la intuición de que el poder político del desencanto no es mayor ni menor que el de la indignación. Cuando ocurren, producen expresiones, son causas de conductas, pero por sí mismos no son estados con significación política, es decir, por sí mismos no se convierten en fuerzas de transformación del mismo modo que el quejido de un enfermo no es por sí mismo un generador terapéutico.

He visto a mucha gente desencantada, pero pocas veces a los/las activistas y militantes. El desencanto está en sus genes: no creen en la magia, y generalmente tampoco en la esperanza. De hecho trabajan contra toda esperanza. Saben de la condición humana y, a diferencia de quienes al decir "siempre es lo mismo, no hay nada que hacer" están diciendo "no puedo o no quiero hacer nada", esta gente está diciendo "hay mucho que hacer" (unos bellos versos de Jorge Riechmann lo expresan mejor que yo). El desencanto les suele ocurrir a quienes se asoman momentáneamente al balcón para ver el estado nuboso del cielo de lo real y se animan por un momento a bajar a la calle sin paraguas. Cuando llueve y se vuelven al portal y al mirar atrás ven a gente que sigue caminando no es raro que diagnostiquen "es que son "políticos"".

Se equivocan tanto quienes creen en el poder político de la indignación como en el poder paralizante del desencanto. El PSOE fue aupado por inmensas mayorías absolutas en los tiempos de mayor desencanto (1982, 1986), y lo mismo ocurrió con el PP en la época de mayor indignación (2012). Se equivocan (a Podemos le ocurrió) quienes ponían todas sus esperanzas en los sentimientos y estados colectivos perdiendo de vista el cálculo racional que hace la gente sobre sus expectativas. En fin, tengo que pensarlo con más cuidado pero, a diferencia del resentimiento y la melancolía, que son dos estados de poderoso potencial político, la indignación y el desencanto me parece que no sobrepasan el estado de burbujas afectivas que apenas influyen sobre la dinámicas de los fluidos sociales.



lunes, 12 de octubre de 2015

La literatura en la filosofía



Que la filosofía necesita a la literatura es algo establecido implícita pero no curricularmente desde que se fundó la filosofía (como sostenía Eduardo Rabossi, digamos, allá por los tiempos de la fundación del canon filosófico, en Berlín, entre la Ilustración y el Romanticismo: No es broma, es una tesis de las más profundas y serias que he escuchado jamás). Hay que haber leído Antígona para entender la Fenomenología del Espíritu y, desde entonces, buena parte de la historia de la filosofía se entrevera con la de la literatura. Pero no están nada claras, para nada, las relaciones entre los dos campos intelectuales.

Cuando uno se dedica a la filosofía ya conoce la dificultad de la escritura, aunque no sepa mucho de la dificultad de la escritura literaria. Cuando uno se dedica a ser profesor de filosofía, sabe de la dificultad de la lectura (de la filosofía, mayormente, de la literatura, también: éste es el tema de estas líneas). Yo me he pasado muchos años diciendo y enseñando que la filosofía y la ciencia y la técnica no deben estar separadas, y que un analfabeto científico y técnico tendrá siempre muchos déficits en epistemología, metafísica y, cada vez más, en humanidades. Pero he rechazado siempre - de hecho he despreciado - a los filósofos que se creen científicos (ciencia de salón, sin pagar los precios del sudor del laboratorio y el lápiz y papel). He ido aprendiendo que lo mismo ocurre con las relaciones entre filosofía y literatura. No saber leer literatura es un déficit tan serio como lo anterior para quienes quieren hacer del interpretar lo que pasa su profesión. Pero también me molestan los filósofos que creen ser escritores sin pagar los duros precios que paga el novelista o el poeta (como no los conocen, es difícil que los aprecien. Creen que un lenguaje-sonajero es suficiente para estar entre filosofía y literatura. Tampoco daré nombres).

Ahora sé que el filósofo necesita de la ciencia y de la literatura de un modo asimétrico al del científico y el escritor. Ambos (ambas) son oportunistas filosóficos para quienes las ideas son como otros instrumentos con los que crean mundos. Y lo que de verdad creen, en términos metafísicos, éticos o epistemológicos hay que deducirlo de la lectura, de sus obras, si tal cosa fuese posible. El filósofo necesita de las dos tradiciones porque son, junto a su vida cotidiana, sus accesos al mundo real.

La filosofía que a veces se enseña en la academia sostiene que nuestro acceso al mundo real es a través de los sentidos y los conceptos, pero todos sabemos que es a través de la trama de la experiencia compartida: de nuestro estar en el mundo, de la división social del trabajo cognitivo y práctico y de la imaginación que sólo la literatura puede concedernos. Necesitamos todo eso como el pez necesita el agua.

Pero no es fácil saber qué aprendemos de la literatura para hacer filosofía. La peor de todas las opciones es la de quienes usan la literatura (a estas alturas debería haber aclarado: el teatro, el cine, las series, todo aquél mundo donde se construyen vidas que no son planas y esquemáticas), para sostener normas y morales, la de usar los guiones, historias y personajes como ejemplos o estereotipias de ideas o modelos de vivir. Hay que respetar el trabajo del escritor, que nos ofrece toda su angustia para construir personajes y situaciones oscuras, ambiguas, plurisignificativas, en la forma de aquello que hace de las grandes escritoras grandes: su capacidad para hacer preguntas.

Un filósofo debe tomar una obra literaria como una pregunta. Si no es capaz de hacerla explícita, es que no ha hecho su trabajo como lector. Ser capaz de responderla es el trabajo que le tomará muchos años.

domingo, 4 de octubre de 2015

El post del poshumanismo




Es difícil saber qué se esconde tras los adjetivos "post..." .  La era cultural del posmodernismo recibió tantas que, dejando  a un lado el Thiller de Michael Jackson, las canciones de Mecano y el Doggy de Koons, no es fácil ponerse de acuerdo en qué era o no era posmodernista y qué significaba serlo.  Algo parecido le sucede al poshumanismo, que posee múltiples descripciones y señalamientos culturales. Los ejemplos paradigmáticos los hallamos en la cultura pop: el cyberpuk en sus versiones literarias y fílmicas, pobladas de cíborgs y otros seres intermedios. La teoría, por su parte, se diversifica en trayectorias que incluso divergen en el prefijo: poshumanismo, transhumanismo o antihumanismo. Quizá, aunque solo tentativamente, podríamos distinguir dos grandes corrientes basadas en sendas afirmaciones: la primera, que es posible mejorar artificialmente la especie humana; la segunda, que el antropocentrismo como forma de cultura está llegando a su fin.

En la primera de las corrientes encontramos a múltiples optimistas que se apuntan a una cierta promesa técnica. Todo comenzó con la universalización del mundo digital y con las múltiples teorizaciones que ha recibido desde su extensión epidémica en los años ochenta. Quizá había comenzado ya cuando se comenzaron a desarrollar los microdispositivos de control que en su día constituyeron lo que se denominaba "cibernética"o "automática" y hoy asociamos más a la robótica. Convergían dos líneas tecnológicas: la de la "desencarnación" o virtualización de los sistemas causales a través del control de la información que supuso la digitalización, que llevaba a que pudiera manejarse en múltiples formatos: silicio, ondas electromagnéticas, etc., y la de la "encarnación" de las máquinas, que progresivamente iban asumiendo funciones cuasi-biológicas, incluidas las inteligentes. Mas tarde llegaron las bioingenierías, nanotecnologías y, en general la mezcla de múltiples técnicas en la exploración de nuevos senderos.

Dejando a un lado las muchas teorizaciones desde la sociología y la filosofía (en particular la estética) sobre el impacto cultural y social de las nuevas tecnologías, lo más característico de esta forma de poshumanismo ha sido la idea de que la especie humana no está al margen de las posibilidades de intervención técnica. La intervención médica ha generalizado la protésica con implantes y múltiples dispositivos biónicos (que, por cierto, ha producido una creciente brecha y desigualdad entre los incluidos y excluidos del acceso a estos cambios) hasta el punto que la mayoría de quienes vivimos en estos entornos podemos ya considerarnos cíbors literales y no metafóricos. Junto  estas realidades no han faltado propuestas de ampliar la escala de intervención técnica sobre el cuerpo imaginando posibilidades más o menos locas, dependiendo del grado de libertad que los autores concedan a la "loca de la casa". Las más divertidas son las posibilidades de inmortalidad a través de supuestos volcados de la mente, e incluso del cuerpo en imaginarias nubes informáticas trasunto del cielo, ahora construido tecnológicamente. Tiene su gracia recorrer estas propuestas: el desarrollo técnico siempre va asociado a múltiples ejercicios de futurismo, (que, como tantos futurismos, suelen tener un trasfondo político bastante conservador) y no es ocioso tenerlos a la vista, aunque sea con una saludable distancia..

Mucho más sustanciosa es la línea que asocia el poshumanismo al final del antropocentrismo. Las bases filosóficas están cimentadas en la filosofía del siglo XX y en particular al pensamiento post-nietzscheano que va desde Heidegger a los post-estructuralismos franceses. La aportación de toda esta galaxia filosófica ha sido convencernos de la historicidad del concepto "hombre" y proponer una genealogía histórico-social de las versiones metafísicas del humanismo, en particular de sus relaciones con la modernidad. Sin embargo, pese a que se ha convertido ya en la "mainstream" de la academia, el poshumanismo interesante es el que encontramos como una deriva crítica de aquellas reflexiones filosóficas. Las dos grandes aportaciones que unen la teoría y la praxis, haciendo del poshumanismo un marco político para pensar el mundo contemporáneo han sido el feminismo de tercera ola y el pensamiento poscolonial.

En primer lugar está la reflexión, difícilmente rebatible, de que "hombre" y "humanismo" son términos cargados de connotaciones de género y cultura: se identifican con modelos patriarcales y etnocéntricos, cuando no directamente imperiales. Feministas irónicas como Donna Haraway comenzaron a usar los seres intermedios: cíborgs, mujeres, simios, como figuras alternativas y críticas a las antropocéntricas. El potencial contrahegemónico de lo fronterizo se desarrolló en múltiples formas de pensar la resistencia a la dominación. Apareció así la intersección de reivindicaciones étnicas, antirracistas, con sociales y culturales (de género y vida afectiva) y, más allá, con una intersección de lo metafísico y lo político.

De todos los cambios que han supuesto (y supondrán) todas estas formas de poshumanismo el más importante ha sido el unir la lucha por la igualdad con la lucha por la diferencia y por la diversidad "poshumana". Articular la igualdad social, jurídica económica con el reconocimiento de las múltiples trayectorias por las que discurre nuestro mundo globalizado: reconocer que hay que devenir animales, tierra, para poder sobrevivir, devenir seres que no estén condicionados por las normatividades de raza, cultura, género y clase, devenir seres que sean conscientes de su artificialidad y de la contingencia de sus clasificaciones. En todo este cambio hay un trasfondo de pensamiento que, desde mi punto de vista, resulta revolucionario: una nueva dialéctica de identidad y otredad. La voz del otro se encarna en la voz propia, del mismo modo que el sujeto colonial asume la lengua del imperio y su identidad se escinde y se eleva a un nuevo territorio de inestabilidades y preguntas, mucho más interesantes que las respuestas hegemónicas del modelo dominante.

No se trata pues de una superficial articulación "política" de los múltiples movimientos sociales que han caracterizado nuestro tiempo más reciente, sino la encarnación identitaria de las voces ajenas como interpelaciones constantes, que hacen que las respuestas a las preguntas "¿qué soy?", "¿qué somos?" ya sean necesariamente polifónicas, tensas, perplejas, instaladas en una persistente atención a las voces ausentes, a las voces de los que no tienen voz y a la parte de los que no tienen parte. Esta forma de negatividad sin solución es, me parece, la gran aportación del poshumanismo.




domingo, 27 de septiembre de 2015

La fábrica del yo narrativo



Esta semana se me cruzan dos lecturas muy diferentes que convergen en suscitarme de nuevo algunas cavilaciones sobre el carácter narrativo del yo. La primera ha sido un trabajo fin de máster muy ilustrativo sobre la primera temporada de la serie True Detective y la segunda un artículo con el que coincido completamente de Gianluca Consoli en el Journal of Consciousness Studies sobre "Auto-invención, narrativa y arte".

En True Detective Nic Pizzolato aprovecha y recicla dos tradiciones  literarias muy estadounidenses. Las dos tienen su punto de comienzo en Edgar Allan Poe: la primera es el horror de origen incierto que cala en las profundidades de nuestro origen antropológico, que en TD aparece en las referencias a Carcosa, un lugar de confusión y terror que aparece en el cuento de Ambrose Bierce "Un habitante de Carcosa" y que se extiende por toda la Pulp Fiction y en especial influye en Robert V, Chambers, (El rey de amarillo). El aire de misterio, la atmósfera de confusión y terror, son recreadas por Pizzolato mediante el recurso a ciertas construcciones cuasi-arbóreas que inspiran tanto temor como repugnancia. La otra tradición es la del detective norteamericano: un ser que descubre que las apariencias engañan, las del yo y las del nosotros, que por debajo sólo hay violencia y corrupción. Un ser que, buscando en la basura, se encuentra siempre con su propia desolación.

Por su parte, Consoli defiende la tesis de que el yo narrativo tiene un origen evolutivo que se articula sobre dos columnas: el lenguaje, sin el que no existiría tal yo narrativo, cuya aparición rediseña profundamente el cerebro humano y, sobre todo, la apoyatura en lo simbólico y lo artístico, sin la cual no se habría desarrollado el lenguaje. Coincide con todas aquellas nuevas líneas paleontológicas que sitúan la emergencia del arte como uno de los principales vectores de la evolución que daría origen a los sapiens.

Quienes se oponen a la idea de que nuestra identidad sea básicamente narrativa piensan sobre todo en que son la conciencia informacional y el pensamiento conceptual los que nos hacen sentirnos separados del mundo y en una segunda naturaleza. Pero no reparan en que el pensamiento conceptual es un producto muy tardío del lenguaje, de hecho un producto más de la escritura que de la oralidad. Es un rediseño cultural recién llegado a la naturaleza humana. Las bandas humanas anteriores se constituyen como sociedades a través de convenciones y normas que nacen de la capacidad cultural narrativa. Son los relatos los que forman y conforman las sociedades pre-históricas (antes de la historia escrita).

El yo narrativo alude a la necesidad de localización en el espacio y el tiempo. Es una manera de responder a la pregunta de quién soy mediante un punto en un espacio de trayectorias espacio-temporales. Sin responder a esa pregunta son imposibles los planes, los compromisos, los lazos estables que llamamos sociedad. Sólo los académicos atomistas e individualistas anglosajones, cuya única respuesta a esa pregunta siempre es el índice de impacto de sus publicaciones pueden poner en cuestión la angustiosa necesidad de la auto-localización en un universo de historias. La necesidad de ser detectives de sí mismos.

Pero, ¿de dónde llegaron las historias? ¿cómo fueron posibles antes de los lenguajes articulados completamente humanos? Es aquí donde aparece esta forma simbólica que ahora llamamos arte, pero que fue un modo de artesanía emocional que hunde sus orígenes en las especies que nos precedieron.  El arte es sobre todo un modo material de producir y modular las emociones: las propias, del artista, y las del espectador o receptor. Se modulan convirtiéndose en articulaciones de las que nacen las historias. El arte crea los dioses y con ellos el miedo, la piedad, la plegaria. Es una técnica material: hacer cosas que hagan cosas con la mente de los otros. Configuraciones de cosas, de espacios, de imágenes, que producen pasiones. Sin el arte no habrían sido posibles los totems, y sin ellos tampoco los mitos que sostienen las reglas básicas de los humanos, los sistemas de parentesco, de alimentación, sus espacios de identidad.

En el origen de la identidad narrativa estaba esta forma de socialidad que fue la técnica, convertida pronto, muy pronto, en técnica del yo a través del control del miedo y la esperanza. Llamamos religión a esa forma tardía de control estético que está llena de relatos, de instituciones de poder y de normas de pureza. Pero fue un producto muy tardío del control cultural de las pasiones. Llegó tarde, cuando ya estaban creadas las identidades narrativas. Pues la religión es también (y sobre todo) un producto de la técnica. Como el yo. Como el nosotros.

En el principio estaba el miedo a caer en Carcosa, un lugar de indefinición espacio-temporal donde las historias no tienen estabilidad y los yoes se disuelven en la niebla del poder y del terror. Nació la técnica para conjurar esos temores y crear caminos narrativos de salida.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Las fuerzas (de los) débiles






















Aunque no he acabado aún de leer completamente Fuerzas de flaqueza de Germán Cano, encuentro en su libro dos ideas luminosas que merecen ser trabajadas con cuidado. Son aportaciones a la teoría política que tienen un alcance mucho mayor que el de la particular coyuntura española y llegan como nuevas formas de pensar la acción política en el mundo globalizado en que vivimos.

La primera es también la primera del libro. Germán comienza recordando El ángel exterminador de Luis Buñuel, cuando, al final de la fiesta, los huéspedes se encuentran atrapados e incapaces de hallar una salida. Es una metáfora inquietante en la que deposita un diagnóstico certero sobre lo que ocurrió en España y en el mundo con los muchos movimientos indignados, que aquí tuvieron su expresión en el 15M. A lo largo de dos años, sistemáticamente, las plazas y calles se llenaron de multitudes que expresaban no solo su desesperación ante la podredumbre de un régimen político asentado sobre el trapicheo y la falta de transparencia, sobre la insolencia y la desigualdad, sino también los deseos de otra vida y otra sociedad. Fueron tiempos de lo que la filosofía política francesa, de resonancias heideggerianas llamaría "evento"o tiempos instituyentes. El caso es que la aparente fuerza que aparecía intermitentemente en las calles en las voces múltiples (en varios sentidos del adjetivo) de las multitudes, chocaba sistemáticamente contra un muro de impasibilidad (o contra muros policiales) que desvelaba los límites reales de la política de la manifestación. Al cabo de dos años, al final de la fiesta, se extendía el mismo sentimiento que los invitados de don Edmundo Nóbile en la película. Cada semana las mareas convocaban una nueva manifestación, que, también cada semana, perdía asistentes y fuerza en los gritos.

Recordaba, leyendo estas páginas, la historia del guardián en El proceso de Kafka, cuando alguien perece de agotamiento ante la puerta protegida por un guardia que impide la entrada. Al final de su vida, el personaje pregunta cómo tendría que haber hecho para entrar, a lo que el guardia le responde: "esta puerta te estaba destinada, sólo tenías que pedir la entrada".  Efectivamente, en las situaciones sin salida, cuando lo viejo muere y lo nuevo no acaba de nacer, basta a veces con dar un paso y pedir la entrada. Es un paso extraño, que es difícil identificar con los imaginarios instituyentes en los que a veces sueña la filosofía radical, una continuación de la política de la manifestación que acabaría en una toma de los palacios de invierno. A veces es simplemente agruparse y decir "vamos a cambiar". Situaciones así se dieron y se han dado múltiples veces en los tiempos más recientes, y los poderes dominantes reaccionan con tanto temor como ira. Implican puntos de inflexión en las grandes estrategias geopolíticas. Ocurrió en el sur de Europa y el fantasma de una posible infección movilizó las grandes fuerzas económicas que dejaron claro su carácter de fuerzas (fuertes) políticas. Había que cortar la infección de raíz a base de castigos ejemplares. Había ocurrido también, antes, en el sur del mundo, en latinoamérica, con mejor suerte a veces, pero también con una nueva estrategia aséptica mundial a la que se prestaron, como siempre, no solo las fuerzas más extremas sino las que mostraban una cara progresista. Felipe González, declarando en Chile que la dictadura de Pinochet hizo menos daño que el populismo venezolano, es un claro ejemplo de la nueva movilización. Los enormes esfuerzos desatados por lo que aparentemente eran pequeños movimientos, desde la escala global, las estrategias represivas, como castigar a un país entero por haber tenido la osadía de prestar oídos a quienes deseaban cambiar las cosas, las estrategias miméticas, como acomodar y enmascarar las viejas políticas rejuveneciendo las caras e imitando falsamente las nuevas gramáticas políticas, señalan claramente que la salida estaba ahí. Pero que no es fácil atravesar la puerta.

La segunda idea, para mí tan importante o más que la anterior, es el reconocimiento de la debilidad y de la fuerza de la debilidad. Recuerda Germán el dicho de Vázquez Montalbán que la lucha contra el franquismo no era una unión de fuerzas sino una unión de debilidades. Reconocer la debilidad es una de las más cosas más difíciles por parte de los sujetos. Los psicólogos y neurocientíficos hablan de un cierto dispositivo, que en inglés denominan "metacognition" que permite al sujeto diagnosticarse los problemas que está teniendo en su contacto con la realidad. En las degeneraciones graves del sistema nervioso (alzheimer, demencia senil, síndrome de korsakoff,...) es uno de los primeros dispositivos que falla y el paciente es incapaz de reconocer que algo anda mal en sus transacciones con lo real. Encuentra siempre estrategias de bypass, tranquilizadoras, recurre a trucos verbales para que el otro no repare, por ejemplo, en que ha perdido la memoria inmediata.

Pero reconocer la debilidad es, paradójicamente, uno de los recursos de mayor potencial político. Desvelar que muchas reacciones son solamente estrategias de autoengaño es poner en primer plano que lo que tienen los débiles no son más que fuerzas débiles y que tienen que hacer de la necesidad virtud. La sociología formal ha trabajado mucho sobre la idea de las fuerzas y lazos débiles, sobre cómo se generan masas críticas y cómo allí donde parece que solo hay impotencia de hecho se gesta una nueva forma de resistencia que no es visible en la superficie.

Vivo en un país de comentaristas, donde los periodistas de lo inmediato se han adueñado del poder cultural, como los nuevos intelectuales orgánicos, generando sistemáticos climas de histeria donde el diagnóstico del día, el comentario de la última encuesta, la difusión del rumor, la estrategia de la "intuición" que acompaña al momento, se convierten en nuevas pantallas que sustituyen a las viejas formas de ideología que desarrollaban los intelectuales que Gramsci estudiaba. Esta ceguera colectiva que produce el adormecer la capacidad crítica mediante dosis masivas de "información" es una de las estrategias más efectivas en la represión de los cambios. Ahora bien, si uno logra distanciarse unos pasos atrás de lo inmediato (y la gente metida en política o acodada en la barra en un bar tienen muchos problemas para conseguirlo), no es difícil ver los resultados y las ondas de largo alcance que producen las formaciones de nuevas redes de lazos débiles. He tenido el privilegio de asistir a dos o tres cambios históricos profundos en mi ya (demasiado) larga vida. En todos ellos el cambio fue negado, estigmatizado, ironizado. El primero, en el que nací a la conciencia política, se ha intentado calmar llamándolo "mayo del 68" y cosas así. Fue la gran transformación de la vida cotidiana, cuando lo personal se hizo político. El segundo, también estigmatizado de múltiples formas, fue la conciencia de la pluralidad del antagonismo, la emergencia de nuevos orgullos de género, etnia, cultura, orientaciones afectivas, modos de vivir en general. El tercero se está produciendo en los últimos años. No le pido a la vida más que un poco más de tiempo para contemplar y entender lo que está ocurriendo en el mundo, pero siento que una nueva esperanza discurre por debajo de tanto discurso de desencanto y cinismo. Tiene que ver con lo que Germán diagnostica y llama con maravillosa expresión "fuerzas de flaqueza"