domingo, 24 de abril de 2016

Estereotipias y heterotipias emocionales




Intervengo en julio en un curso de verano sobre emociones que trata de iniciar un grupo interdisciplinar -desde la neurofisiología a la filosofía y el arte- y me piden que cierre las sesiones con un pie forzado: "¿Para qué las emociones?". Acudo a uno de los muchos manuales contemporáneos que tengo a mano, Emotion Explained, de un psicólogo experimental de Oxford, Edmund T. Rolls, relativamente reciente (2005) (antes los manuales estaban vigentes durante décadas, ahora la obsolescencia programada apenas permite límites más allá de diez años. Éste es razonablemente serio y compatible con los datos más actuales). El autor me regala en tres frases una solución rápida y barata: 

"¿Qué produce las emociones? (la respuesta general que propongo es reforzar los estímulos, es decir, premios y castigos, aunque haya también otros factores. ¿Por qué tenemos emociones? (la respuesta general que propongo es que las emociones son adaptativas evolutivamente porque dotan a los genes de un medio eficiente para influir en que nuestra conducta aumente su éxito.)"
(NT: el de los genes, aclaro en mi mala traducción, para entender el posesivo  "su")".  

Tal cual. Cinco líneas y me ha resuelto la conferencia. Ahí os quedáis, ya podéis comenzar la discusión. El peligro de esas respuestas de manual es que su éxito ha sido tan desbordante que se ha convertido en discurso oficial de las políticas públicas sobre emociones: desde los economistas ortodoxos (Alá nos libre de ellos), pasando por los psicólogos conductistas (San Miguel, ¡envíalos al infierno!) hasta los políticos con alguna lectura (Porfa dioses del Olimpo, ¡conservadlos en jaulas como patrimonio de la humanidad, ya casi no quedan!), ordenar el orden social emocionalmente implica elaborar un estereotipo de las emociones que contribuyen mediante premios y castigos al orden social que explica y a la vez garantiza el éxito: personal, social, humano, que, al final, todo es uno en este tipo de discursos. 

No abjuro de los estereotipos (acabo de eruptar uno sobre economistas ortodoxos, psicólogos conductistas y políticos leídos, y pido disculpas pese a no sentirme culpable por hacerlo). Nadie puede evitarlos, nuestro cerebro funciona por estereotipos y estereotipos de estereotipos y, cuando el mundo se hace desapacible porque soplan en contra los vientos del destino, solo entonces, pensamos que los estereotipos tienen límites muy cortos de aplicación. Nos protegen de lo difícil que es entender el mundo y nos ofrecen explicaciones rápidas que preferimos frente a las dudas que podrían poner en cuestión ciertos puntos vulnerables de nuestra existencia. 

El problema insoluble para todas las teorías fáciles de las emociones, como las que enuncian su poder adaptativo, es que es incierto que las emociones tengan una función, en el sentido usual del término función, como aquello que te ha asignado la naturaleza. Las emociones son funcionales y son disfuncionales a la vez. Llamamos loco  a quien no entendemos, pero tal vez lo que protege al loco de nuestra propia locura es que seamos incapaces de entenderlo. Me habría gustado haber hablado sobre el miedo con un teórico economista taliban de la adaptación funcional, sobr el miedo de los sujetos ahora llamados "mercados", por ejemplo, es decir, sobre el terror de los que tienen algo a tener menos;  sobre los ocultos senderos neurológicos que conectan sus heterogéneos órganos neuronales y producen, como hiedra en el bosque, las complejas vidrieras de emociones que discurren entre la ira, el terror, la autocompasión, el odio, el resentimiento, la nostalgia y otras sutiles sombras de emociones de mala definición sin las que sería imposible identificar el problema de ese pequeño burgués pillado en falta, cuyo peso le desploma y se traduce en un desorden neuronal llamado Síndrome del Pez Pequeño (SPP). Porque ese desastre que ha dejado sus trayectorias emocionales convertidas en un sendero de mulas y que le va hacer pensar sobre falsedad de su relato, es lo que con alguna colaboración de los hados le va a salvar de que su hija acabe de odiarle para siempre y su mujer acabe su vida con una sobredosis de pastillas (o viceversa). 

Las emociones nos protegen y nos destruyen. Depende de las historias: históricas (en el sentido épico o académico), culturales, sendas neuronales dominantes, o "neurotípicas" (agradezco el término a Israel Roncero y sus auties y aspies). Hay emociones que salvan a algunos y otras que salvan a muchos. Emociones que destruyen a algunos y emociones que destruyen a muchos. 

Estamos en los prolegómenos para elaborar una geografía política de las emociones. Estamos en ello. 


domingo, 17 de abril de 2016

En el teatro de la acción



No sabemos si los seres humanos somos los únicos animales capaces de agencia, es decir, de acción y no mera conducta. Tampoco sabemos qué quiere decir "seres humanos". Israel Roncero está terminando una tesis donde protesta con razón infinita contra el prejuicio que solamente concede agencia a las personas "neurotípicas", categorizadas en una cierta escala de reconocimientos sociales, mientras se la quita a todas aquéllas que se encuentran en espacios de diversidad mental (su tesis estudia el espectro Asperger, pero sus conclusiones hay que extenderlas a las múltiples formas de variedad mental que caracterizan a los humanos). Suponiendo la diversidad humana, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la acción?

Pasear con amigos, hacer una carrera o hacer la revolución son formas de acción humana que tienen microestructuras muy diferentes y que tienen, claro, grados de éxito en los objetivos mucho más diferentes aún. Todas ellas son ejercicios de nuestra capacidad de embarcarnos en planes, de comprometernos en el tiempo para preservar una cierta imagen de cómo queremos que sea la realidad en un momento futuro y nosotros dentro de ella. La teoría más tradicional considera que una acción es un suceso en el mundo producido por la mente de un sujeto, que revela cuál es su preferencia y el conocimiento que tiene de lograrla. La teoría de la acción es ya una subdisciplina filosófica que le da vueltas a esta idea, aunque es raro que rompa con los prejuicios de los que nace: 1) que la persona es un ser neurotípico que se autoconoce, es decir, que sabe lo que quiere y cómo lograrlo, y 2) que la acción es un suceso básicamente individual e individualista, es decir, que se compone de la suma de acciones básicas producidas por individuos tomados uno a uno, aunque la acción sea colectiva.

No diré que esta descripción sea falsa, de hecho nos sirve para explicar por qué nos comemos un bocadillo en vez de una ensalada, pero apenas nos ilumina para entendernos en los contextos reales, en lo que podríamos llamar el "teatro de la acción", entendiendo aquí por teatro varias de las acepciones del Diccionario de la Real Academia, a saber: 2. sitio o lugar donde se realiza una acción ante espectadores o participantes, 3. escenario o escena, 4. lugar en que ocurren acontecimientos. En este mundo real, la acción humana se manifiesta de maneras más nebulosas y a la vez más interesantes.

Creo que deberíamos pensar la acción abandonando los supuestos de la teoría tradicional, en la que curiosamente coinciden bastante líneas analíticas y continentales. En primer lugar, deberíamos abandonar el supuesto del autoconocimiento. Por más que sea deseable saber lo que queremos y cómo lo queremos, tal caso es la excepción más que la regla. Es en el escenario de la acción donde vamos aclarándonos sobre lo que estamos intentando, si es que lo logramos. Si yo supiera lo que pienso no me pondría a escribir estas líneas, por ejemplo. Es el hecho de escribirlas lo que me ayuda a saber lo que pienso, y no al contrario.

En segundo lugar, mucho más relevante, la acción humana es siempre acción ante el Otro. Somos seres agonales: "X quiere O que Y tiene" La acción humana básica, que comienza desde el nacimiento, es siempre una negociación, a veces conflicto y a veces colaboración, con los otros de los que dependemos o a los que nos enfrentamos. Es en la acción, ahora sí, teatral, es decir, en la que actuamos bajo la máscara de personajes, donde aprendemos y entendemos qué es la acción. En el monólogo que oímos al niño que juega a dar de comer a una muñeca podemos descubrir cómo estamos aprendiendo a actuar. Somos personas porque antes hemos sido personajes y somos agentes porque hemos aprendido las reglas básicas de la comedia y la tragedia. Tenía razón Aristóteles en la Poética cuando dice que la tragedia es el espejo de la acción humana. Debería haber concluido que la acción humana es el espejo del teatro: porque estamos en una continua representación sabemos lo que hacemos o al menos intentanmos conjeturarlo.

Sin actuar en el teatro de la acción no tendríamos siquiera emociones. Las tenemos porque aprendemos a nombrar esas reacciones viscerales (que conmueven nuestras vísceras) y que poco a poco logramos identificar como miedo, deseo, envidia, nostalgia o esperanza. Antes de saber cuáles son nuestras emociones las vemos reflejadas en los ojos de los otros y es entonces cuando transformamos las hormonas y neurotransmisores en ese cemento de lo humano que son las pasiones. Es en los ojos de los otros, y en sus sonrisas o reproches, donde localizamos las direcciones de nuestros actos, el nivel de implicación que tenemos en la situación agonal en la que construimos nuestra vida y empezamos a entendernos verdaderamente.

Me asombra que aún haya gente que trate de comprender la acción humana estudiándose la teoría de la decisión y la teoría de juegos. Son buenos instrumentos, claro, pero es como buscar las llaves que hemos perdido debajo de la farola simplemente porque allí hay luz. Observemos a los economistas en el teatro de la acción y sabremos cuánto saben de la acción humana real; observemos a los pedagogos dando clase y sabremos algo de la validez de su discurso; observemos a los filósofos, también, en el teatro de la acción y pondremos a prueba sus recomendaciones. Lo nuestro es puro teatro.


domingo, 10 de abril de 2016

El tiempo del fracaso



Aprovechando que la editorial Delirio, que se sostiene sobre la espalda de Fabio Rodríguez de la Flor, abre una colección pensada para que jóvenes autores que tengan algo que decir y que aún no se hayan sometido al estilo académico puedan empezar a publicar, y que comienza su viaje con Sea usted exitoso, un inteligentísimo análisis de la cultura contemporánea del muy joven Emmanuel Godínez, me atrevo a esbozar un par de ideas sobre el éxito y fracaso.

La cultura dominante, y aún dirigente, es la cultura del éxito obligatorio. Una suerte de neodarwinismo teológico, que se cierne sobre toda manifestación vital, ha resucitado la vieja creencia protestante de que Dios señala a sus elegidos con el éxito y, como recordamos desde Weber y su ensayo sobre los orígenes del capitalismo, con tal creencia nace también el mecanismo cognitivo inverso que obliga al éxito para mostrar los signos de haber sido elegido por la historia. Correr, correr, adelantar, como en la novela negra de Horace McCoy ¿Acaso no matan a los caballos? (que Sydney Pollack llevó al cine, traducida al español con el poco afortunado título de Danzad, danzad, malditos) ganar como objetivo sin pensar en la dirección de la carrera ni siquiera si tal carrera merece la pena emprenderse.  Allí donde debería haber una biografía ahora solo queda un curriculum vitae.

Cada vez me interesan más los autores y autoras que hace un siglo vivieron tiempos de oscuridad y pensaron sobre la condición de fracaso histórico. No cultivaron la estética del fracaso, una cultura en negativo de la cultura del éxito, una suerte de melancolía progresista que combina el desencanto con la acomodación, sino la teoría de por qué hay fracasos históricos que parecen acabar con las utopías y sueños de emancipación, al tiempo que nunca dejaron el camino. Hanna Arendt, una de ellas, llamó la atención sobre otros y otras de la generación anterior en su colección de ensayos Hombres en tiempos de oscuridad. Es un libro necesario, que nos recuerda que aún en los tiempos oscuros alguna gente no pierde la capacidad de lucidez. Para estas autoras y autores el fracaso nunca fue el fracaso personal, que daban por descontado, sino el fracaso histórico de las esperanzas colectivas, con el que había que convivir pero nunca resignarse.

La primera de ellas podría ser sin dudarlo Rosa Luxemburgo. Poca gente en la izquierda de su tiempo se atrevió a decir que Marx se equivocó, que si bien fue el mejor intérprete del capitalismo de su época, marró en su diagnóstico sobre la inminencia de colapso económico debido a sus contradicciones internas. Frente a quienes creían en la necesidad del progreso, ella miró con más cuidado los procesos contemporáneos. Ciertamente, sostenía, el capitalismo tiene un límite en su capacidad de explotación de una parte de la sociedad, pero a cambio desenvuelve un proceso continuo de invasión de los modos precapitalistas de existencia, tanto en su sociedad como, más tarde a lo largo y ancho de la geografía terrestre. Anticipó la globalización como una huída hacia adelante en la que ningún rincón del mundo quedaría al margen de la lógica del beneficio. Supo que ese proceso sería largo y destructivo a menos que se ofreciese resistencia. Su voluntad fue, como sabemos, quebrada por los paramilitares respaldados por la unión de socialdemócratas y conservadores. Explicó los mecanismos del fracaso pero también se convirtió en una de las avisadoras de lo que vendría si no se detenía el proceso de destrucción progresiva de las formas de vida diversas y la uniformización de la lógica del éxito. Hablaba con fluidez media docena de idiomas, recitaba de memoria a Goethe, escribió hermosísimas cartas de amor y, sobre todo, amaba las flores y la vida.



El segundo autor teórico del fracaso fue Antonio Gramsci. A diferencia de Rosa Luxemburgo, quien no llegó a ver la derrota de la revolución espartaquista, Gramsci sí vivió el final del bienio rojo, cuando se llenó Turín de consejos obreros que tomaron las fábricas y las mantuvieron en producción, desarrollando así una forma nueva de levantamiento distinta a la huelga. Gramsci vivió la emergencia de las camisas negras, la marcha sobre Roma y la toma consentida del poder por el fascismo. Fue encarcelado y antes de que su cuerpo frágil sucumbiera tuvo tiempo de hacer del fracaso de la revolución italiana un relato profundo de por qué un pueblo que tendría razones ilimitadas para levantarse prefería consentir en la subordinación. Fue el primero en mostrar que cultura es un nombre de derrota, que la fuerza cultural podía dominar las tensiones sociales que nacían de la situación de necesidad y precariedad económica. No aceptó la simplificación marxiana según la cual la religión es el opio del pueblo. Investigó los mecanismos por los que la religión es capaz de torcer las voluntades y producir consenso y consentimiento. Su conocida frase de que "todo hombre es filósofo" debería ser pensada y repensada por quienes siguen despreciando desde la derecha y la izquierda el poder del sentido común y la fuerza de lo cotidiano. Sus cartas a su hijo contándole cuentos de esperanza desde su celda donde ya agonizaba son testimonios necesarios de que el fracaso es tan ilusorio como el éxito y que lo que queda de la vida se mide por la voluntad.



El tercer autor, claro, es Walter Benjamin, el teórico de la degradación de la experiencia. Benjamin mira a los ojos de los soldados que vuelven del infierno de la guerra y explica su silencio. Hemos perdido la capacidad de narrar, de hacernos cargo de la experiencia. En Imágenes que piensan, Benjamin explica la diferencia entre la sobreabundancia de información y el misterio de los relatos que unas generaciones se transmitían a otras y con ellos una experiencia abierta, insondable, entre el testimonio de la catástrofe y la esperanza que trae la fuerza del relato. En esta colección de pensamientos,  encontramos estas palabras sanadoras: "Y también es sabido que la narración que el enfermo le hace al médico al principio de su tratamiento puede convertirse en el inicio del proceso de su curación. Surge así la cuestión de si la narración no formará el clima correcto y la condición más favorable para la curación. Si no sería curable en realidad toda enfermedad si pudiéramos avanzar lo suficiente -- hasta alcanzar la desembocadura-- por el río de la narración. Si tenemos en cuenta que el dolor es un dique que se opone al torrente de la narración, vemos claramente que ese dique siempre se desmorona cuando el río tiene la potencia suficiente para arrastrar al feliz mar del olvido todo lo que se encuentra en el camino. Las caricias le marcan un cauce a ese río". Decidió bajarse del camino antes que caer en manos de los nazis. Su relato quedó inconcluso como todo buen cuento de experiencia. Su "fracaso" no ha dejado de ser iluminador desde entonces.





La tercera, sin tampoco dudarlo, es Simone Weil. Como a Gramsci, le consumió la tuberculosis y la pasión. Fue disidente allá donde estuvo: dejó el judaísmo, su cristianismo fue condenado por herético, fue sindicalista revolucionaria, casi anarquista, platónica allí donde Platón no se habría atrevido a mirar, y escribió los más bellos textos del pensamiento contemporáneo. En un proyecto de artículo "Meditación sobre la obediencia y la libertad", leemos: "La fuerza social no puede ser ajena a la mentira. Todo lo que hay de más altto en la vida humana, todo esfuerzo de pensamiento, todo esfuerzo de amor es corrosivo para el orden. El pensamiento puede también, con toda justicia, ser señalado como revolucionario de un lado, como contrarrevolucionario del otro. En la medida en que construye sin cesar una escala de valores "que no es de este mundo", es enemigo de las fuerzas que dominan la sociedad. Pero no es tampoco favorable a las empresas que tienden a cambiar o transformar la sociedad, y que, antes incluso de haber triunfado, deben implicar necesariamente en quienes se consagran a ellas la sumisión de la mayoría a la minoría, el desdén de los privilegiados por la masa anónima y el menejo de la mentira. El genio, el amor, la santidad, merecen plenamente el reproche que se les hace a veces de mostrar una tendencia a destruir lo que hay sin construir nada en su lugar". Weil construyó toda su vida en medio del fracaso histórico de la esperanza.




Si su memoria no hubiese sido ya expropiada por el pensamiento más conservador, fundamentalista y casposo, incluiría tal vez en esta lista a nuestro Miguel de Unamuno. Necesito aún tiempo para recuperarme del rencor que me produce el uso sistemático de sus textos por la cultura en la que he crecido. Pero no desespero de volver a leer a Unamuno para encontrar allí luz en la oscuridad del fracaso histórico.

Lo contrario del éxito no es el fracaso sino la lucidez.









domingo, 3 de abril de 2016

La escritura como duelo




Hay un cuadro de  Georges La Tour, "Magdalena penitente", que se expone estos días en el Museo del Prado, que me hizo entender la última obra de Remedios Zafra, Los que miran. Y que, por extensión, me acerca y acompaña en un sinuoso sendero de preguntas y tartamudas respuestas acerca de nuestros duelos, entre ellos los duelos que realizamos, o queremos hacer, por nuestros yoes pasados de los que nunca volveremos a saber más que por algunas imágenes que ya no son nuestras. Magdalena ha perdido a su amante/amado y, tal como define Freud el duelo, se mira en un espejo narcisista de dolor en el que parece reprochar a la persona ida que lo haya hecho. Pero nosotros no vemos la imagen especular que Magdalena está viendo. El cuadro nos permite ver un reflejo  monstruoso de una calavera que, apoyándose en una resma de papel, quizá ya escrito, nos oculta la luz que ilumina el cuadro. Ella, nosotros, la imagen ida que ya queda solamente como un recuerdo cadavérico.



El texto de Remedios Zafra está en ese entredós, que comenzó con Flaubert y definió la escritura contemporánea, en el que la poesía inundó el relato y el pensamiento y reformó irreversiblemente el lugar de la escritura en la literatura y la vida. Es un texto en el que alguien que ha perdido a alguien trata de recuperar en el papel y en la imagen lo que la muerte le ha robado, y que acaba de descubrir como irreversible. La imagen de la persona que se ha ido ya solo cuenta como foto fija que está ahí y te dice en cada segundo que fue y que ya no está y que tú estás y esa persona ya no está. Un texto que camina por los bordes de la poesía, el relato y el pensamiento ensimismado en la situación de extrañeza que es no estar con alguien ya.

La irrupción de la imagen en el espacio común donde construimos nuestros relatos de identidad distorsiona la experiencia premoderna del duelo, cuando la imagen desaparecía con la memoria, y en donde el duelo era esencialmente un trabajo del relato. Recordar las anécdotas, los dichos, las experiencias pasadas, que se hacían verbo y al ser expresadas en público iban curando el recuerdo y despidiendo a la persona que se había ido. Al comienzo eran relatos insistentes, doloridos, repetitivos de las últimas palabras. Más tarde aparecían anécdotas que ensalzaban la virtud del ser querido. Por último, la conversación discurría hacia las pequeñas o grandes faltas, hacia su humor y temperamento difícil, y en esos momentos el duelo caminaba a su fin de la mano de  los relatos, mostrando la distancia de la persona que aleja en la memoria dejando a los vivos.

La imagen llegó para distorsionar la memoria. Es sabido que la fotografía comenzó a extenderse popularmente en el siglo diecinueve como retratos postmortem, como andamio de la memoria que hacía pervivir la imagen de la persona querida, aunque fuese bajo esa máscara que adopta el cuerpo cuando deja de vivir. Más tarde se popularizó como registro de los momentos rituales de la vida: la boda, la mili, acaso la escuela, el carné de identidad. Virxilio Vieitez, el fotógrafo gallego convirtió esta tarea notarial de la vida de un pueblo en arte y antropología. Aún así, hasta la edad del consumo, la imagen fotográfica era escasa y no interrumpía el poder evocador y terapéutico del relato. Ha sido el tiempo presente el que nos ha llenado de imágenes que, poco a poco invaden nuestros ojos aún llorosos. Nos pasamos los hermanos fotografías de los padres que guardamos en la caja de latón, ya amarronadas por el tiempo, portadoras de un evento que habíamos olvidado y que acaso ya no podemos recordar, pero que nos devuelve insistente la imagen en vida de quien nos acompañó tantos años.

Se nos pueblan ahora los recuerdos de imágenes que no podemos desterrar, presentes en los archivos del móvil, en múltiples videos que recuerdan la vida cotidiana y que persisten en una eternidan que impide el trabajo del duelo, el alejamiento en la memoria de la persona querida. El relato de Remedios Zafra es un relato sobre las imágenes en el duelo: la imagen persistente que asalta a la persona adulta, que, como el espejo de Magdalena,  tuerce el recuerdo y nos devuelve una máscara que querríamos a la vez conservar y alejar. Sobre las imágenes del niño que ha perdido a alguien muy cercano y se rebela contra las imágenes, y se vuelve al calor de una pantalla donde encontrar otras imágenes lejanas, tal vez documentales de leones depredadores en los que refugiarse de la vida depredadora que le rodea.

Los viejos relatos de duelo permitían la magia de las apariciones del muerto, el encuentro inesperado con el fantasma, mezclando el sueño y la vida en un flujo de recuerdos que convertían la falta en certeza, el dolor en nostalgia. La hiperpoblación de imágenes invade la conversación con su pretensión de verdad, de imposición de realidad y presencia dañando la necesaria tarea del olvido. Es entonces el cuaderno, el retiro a la escritura el posible remedio para el daño. Escribir para olvidar, para hacer que las palabras detengan la intrusión de las imágenes. Recomendaba Gloria Anzaldúa a todas las mujeres el guardar un cuaderno donde la palabra escrita se convirtiese en afirmación diaria de su capacidad de resistencia. Remedios Zafra nos muestra cómo la escritura puede ser el último espacio del olvido que nos permite el universo de las mil pantallas.

Aunque no abundante, la escritura del duelo tiene ejemplos conmovedores en la literatura contemporánea. Pienso en Los autonautas de la cosmopista, de Julio Cortázar, en Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes o en Tiempo de vida de Marcos Giralt, más reciente. Los que miran, de Remedios Zafra, se incorpora a esta tradición que sustituye la elegía por el relato poético. Es un texto de una asombrosa valentía en donde la voz narradora se expone ante el lector dejando que las palabras discurran por la piel como lágrimas. Es un texto que, como todos los grandes relatos tiene a la vez funciones estéticas y terapéuticas. Cura a quien lo escribe y cura a quien lo lee haciendo de la memoria olvido que disuelve las imágenes en la distancia a la vez que deja los sentimientos en su sitio.