Intervengo en julio en un curso de verano sobre emociones que trata de iniciar un grupo interdisciplinar -desde la neurofisiología a la filosofía y el arte- y me piden que cierre las sesiones con un pie forzado: "¿Para qué las emociones?". Acudo a uno de los muchos manuales contemporáneos que tengo a mano, Emotion Explained, de un psicólogo experimental de Oxford, Edmund T. Rolls, relativamente reciente (2005) (antes los manuales estaban vigentes durante décadas, ahora la obsolescencia programada apenas permite límites más allá de diez años. Éste es razonablemente serio y compatible con los datos más actuales). El autor me regala en tres frases una solución rápida y barata:
"¿Qué produce las emociones? (la respuesta general que propongo es reforzar los estímulos, es decir, premios y castigos, aunque haya también otros factores. ¿Por qué tenemos emociones? (la respuesta general que propongo es que las emociones son adaptativas evolutivamente porque dotan a los genes de un medio eficiente para influir en que nuestra conducta aumente su éxito.)"
(NT: el de los genes, aclaro en mi mala traducción, para entender el posesivo "su")".
Tal cual. Cinco líneas y me ha resuelto la conferencia. Ahí os quedáis, ya podéis comenzar la discusión. El peligro de esas respuestas de manual es que su éxito ha sido tan desbordante que se ha convertido en discurso oficial de las políticas públicas sobre emociones: desde los economistas ortodoxos (Alá nos libre de ellos), pasando por los psicólogos conductistas (San Miguel, ¡envíalos al infierno!) hasta los políticos con alguna lectura (Porfa dioses del Olimpo, ¡conservadlos en jaulas como patrimonio de la humanidad, ya casi no quedan!), ordenar el orden social emocionalmente implica elaborar un estereotipo de las emociones que contribuyen mediante premios y castigos al orden social que explica y a la vez garantiza el éxito: personal, social, humano, que, al final, todo es uno en este tipo de discursos.
No abjuro de los estereotipos (acabo de eruptar uno sobre economistas ortodoxos, psicólogos conductistas y políticos leídos, y pido disculpas pese a no sentirme culpable por hacerlo). Nadie puede evitarlos, nuestro cerebro funciona por estereotipos y estereotipos de estereotipos y, cuando el mundo se hace desapacible porque soplan en contra los vientos del destino, solo entonces, pensamos que los estereotipos tienen límites muy cortos de aplicación. Nos protegen de lo difícil que es entender el mundo y nos ofrecen explicaciones rápidas que preferimos frente a las dudas que podrían poner en cuestión ciertos puntos vulnerables de nuestra existencia.
El problema insoluble para todas las teorías fáciles de las emociones, como las que enuncian su poder adaptativo, es que es incierto que las emociones tengan una función, en el sentido usual del término función, como aquello que te ha asignado la naturaleza. Las emociones son funcionales y son disfuncionales a la vez. Llamamos loco a quien no entendemos, pero tal vez lo que protege al loco de nuestra propia locura es que seamos incapaces de entenderlo. Me habría gustado haber hablado sobre el miedo con un teórico economista taliban de la adaptación funcional, sobr el miedo de los sujetos ahora llamados "mercados", por ejemplo, es decir, sobre el terror de los que tienen algo a tener menos; sobre los ocultos senderos neurológicos que conectan sus heterogéneos órganos neuronales y producen, como hiedra en el bosque, las complejas vidrieras de emociones que discurren entre la ira, el terror, la autocompasión, el odio, el resentimiento, la nostalgia y otras sutiles sombras de emociones de mala definición sin las que sería imposible identificar el problema de ese pequeño burgués pillado en falta, cuyo peso le desploma y se traduce en un desorden neuronal llamado Síndrome del Pez Pequeño (SPP). Porque ese desastre que ha dejado sus trayectorias emocionales convertidas en un sendero de mulas y que le va hacer pensar sobre falsedad de su relato, es lo que con alguna colaboración de los hados le va a salvar de que su hija acabe de odiarle para siempre y su mujer acabe su vida con una sobredosis de pastillas (o viceversa).
Las emociones nos protegen y nos destruyen. Depende de las historias: históricas (en el sentido épico o académico), culturales, sendas neuronales dominantes, o "neurotípicas" (agradezco el término a Israel Roncero y sus auties y aspies). Hay emociones que salvan a algunos y otras que salvan a muchos. Emociones que destruyen a algunos y emociones que destruyen a muchos.
Estamos en los prolegómenos para elaborar una geografía política de las emociones. Estamos en ello.