Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 26 de marzo de 2017
Las cosas que olvidamos
Ya no se estila, ya sé que no se estila, acusar de idealista a este o aquel pensamiento o teoría. Pasaron a mejor vida aquellas incriminaciones, ahora sustituidas por nuevos adjetivos deprecatorios como "dualista", "constructivista" y otros similares. Pese a todo me pregunto si aún tiene sentido preguntarse por la posibilidad de una filosofía materialista. Lo digo porque yo todavía sigo creyendo que una gran parte de la filosofía contemporánea sigue instalada, con perdón, en diversas formas de idealismo. Y quizás convendría recordar algunas ideas y motivaciones que estaban detrás del materialismo. Con "materialismo" me refiero al viejo programa filosófico que trata de indagar en las condiciones materiales de la conciencia y de la existencia como trasfondo de las ulteriores dialécticas que puedan adscribirse al desenvolvimiento de las formas cotidianas de existencia o al desarrollo de la conciencia.
Seguramente ya estará pensando el lector formado filosóficamente que se me han olvidado los grandes desarrollos de la filosofía contemporánea, que han seguido la senda de la superación del idealismo a través de la crítica de las diversas formas de dicotomía sujeto/objeto. Y quizás sea cierto. Tengo que reconocer que las últimas décadas han puesto de manifiesto líneas de trabajo muy interesantes, pero, si se me permite, recordaré una sistemática insuficiencia en la mayoría de estas nuevas trayectorias que resumiría en el olvido de las condiciones materiales de existencia. En el olvido de las cosas y de cómo se construyen las sociedades, las instituciones, las morales y políticas con cosas. Me referiré con más premura que cuidado a alguna de las novedades filosóficas para recordar este olvido. Voy a usar el viejo término de "giro" para dar cuenta del mapa de las filosofías más extendidas en el mundo académico.
El giro de las prácticas: tras el "giro lingüístico" y la fenomenología, que caracterizaron las filosofías del siglo pasado, incluyendo el positivismo, existencialismo y formas cercanas, la idea de prácticas como instancias donde se desarrolla la existencia generó una mirada mucho más fresca y productiva. La filosofía del segundo Wittgenstein, los paradigmas kuhnianos, las nuevas formas de pragmatismo, el inferencialismo, expresionismo, y otras modalidades del giro de las prácticas, situaron en el reconocimiento desde la comunidad de las acciones y expresiones de cada uno de sus miembros el lugar donde nacen las normas, valores y estatus de las personas. Ciertamente, ha sido un avance sustancial sobre el individualismo dominante desde la filosofía moderna y la ilustración. Pero si uno profundiza en las prácticas, habitus y campos similares descubre que se han olvidado de las cosas, espacios y trasfondos materiales donde ocurren. Así, por ejemplo, Pierre Bourdieu, con una mirada de antropólogo, reivindicó en su luminoso libro De la distinción, las prácticas cotidianas de comer o vestirse. Fue un gran avance sobre el idealismo, pero inmediatamente esas prácticas se convirtieron en formas de acumulación de capital (cultural, simbólico) y se olvidó de poner en cuestión la materialidad de los hábitos de consumo, de las las condiciones de producción y de cómo se producen las configuraciones de cosas y prácticas para volver de nuevo a las dinámicas abstractas de lo social.
El giro corporal: también ha sido un sustancial avance sobre los rastros de idealismo en la ciencia y filosofía contemporáneas. Las ciencias cognitivas, por ejemplo, regidas durante décadas por el computacionalismo y el modelo de la mente como un ordenador han dado paso a nuevos modelos de procesamiento "embodied" (encarnado) y "embedded" (incrustado), donde los esquemas corporales y las interacciones con el medio abandonan las circunvoluciones digitales. La fenomenología, por su parte, siguiendo la filosofía de Merleau-Ponty, ha reivindicado de forma convergente lo corporal, las emociones, el modo encarnado de pensar el ser humano. Cierto. Otro gran avance al que nos adherimos con todo entusiasmo. Pero de nuevo este giro se ha olvidado de las cosas. Incluso textos que han supuesto cambios de mirada tan importantes como el Cuerpos que importan de Judith Butler, aunque reivindican la materialidad, no lo hacen con todas las consecuencias. Cuerpos sin contextos, sin hábitos de alimentación y vestido, sin murallas y daños, todavía sin atender a los lugares donde se produce el sufrimiento.
El giro discursivo: Foucault, Derrida, ... Fue también una pequeña revolución en nuestros hábitos de pensamiento. Situar el pensamiento en sus marcas materiales: los discursos, los textos, las circulaciones y repeticiones performativas de modos de clasificar y ordenar el mundo. Asociado a este giro está la reivindicación del acontecimiento, de lo singular que cambia en las inestabilidades que generan las repeticiones. Esta línea ayudó a superar las concepciones más idealistas del sujeto como autor del mundo a través del ejercicio de su conciencia. Subjetividades que se forman en la circulación, traducción, transformación de textos y ordenamientos. Bruno Latour, en este marco, ha llevado el giro hacia las proximidades de los objetos. Pero el textualismo, a pesar de reconocer la materialidad de las inscripciones, sigue preso en un mundo intelectual ajeno a las funcionalidades materiales de las cosas.
Todavía, Marx, en su mirada al trabajo, y Walter Benjamin, en su estudio de los objetos como depositarios de las contradicciones del presente en las destrucciones del pasado, siguen siendo ejemplos disidentes en la filosofía que constituye nuestra cultura. Podemos y debemos volver a releerlos para aprender otras maneras de mirar. Sin embargo, también en ellos hay insuficiencias que notamos en la falta de atención a los objetos. Marx abandona pronto su fenomenología del trabajo para irse demasiado rápido a la forma mercancía como unificadora y homogeneizadora de los objetos, abandonando la antropología crítica que está presente en obras como los Manuscritos y los Grundisse. Benjamin, desgraciadamente, tuvo una vida truncada por el fascismo antes de terminar su proyecto de Los Pasajes, que inaugura lo que sigue siendo un modo materialista de análisis de la vida cotidiana.
Ciertamente, hay trabajos que sí han profundizado en las condiciones materiales de existencia, trayendo los objetos a su lugar natural en nuestras vidas. Pondré tres ejemplos que me parecen muy promisorios: Uno, el libro de la socióloga y filósofa hebrea Eva Illouz. El consumo de la utopía romántica: el amor y las contradicciones culturales del capitalismo, (1992). En este trabajo, la autora describe con precisión cómo las emociones del amor romántico han nacido a la vez, y en interacción con los hábitos de consumo que trae la segunda revolución industrial, y que trasforman la familia en planes de vida de consumo. Las cosas se convierten así en el trasfondo sobre el que se construyen las emociones. Dos, Lisa Guenther, Solitary Confinement and its afterlives (2013). La fenomenóloga de Vanderbilt entra en las cárceles de Estados Unidos, en particular en las celdas de detención provisional, y describe lo que son vidas bajo la condición de muerte social y existencia de ultratumba. Los espacios carcelarios se convierten así en modos de indagar sobre una civilización basada en el ocultamiento y el encierro. Tres, Beatriz Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en "Playboy" durante la Guerra Fría (2010), donde la filósofa catalana estudia cómo las configuraciones de vivienda y consumo construyen el modelo de varón sobre el que descansa en buena parte el imaginario contemporáneo. No es casual que sean tres autoras. En la mirada feminista hay una materialidad metodológica que tiende a evitar espontáneamente el idealismo.
No están solas, lo admito: Henry Lefevre, Guy Debord, Michel de Certeau, Donna Haraway, ... representan la disidencia contra los trasfondos idealistas aún presentes en las líneas académicamente dominantes. Pensar que las personas y las sociedades se constituyen, se construyen, literalmente, con cosas, que están cargadas de significados, de relaciones de injusticia y desigualdad, de modos de destruir el planeta. Volver a las cosas mismas, sí. Pensar en Monsanto-Bayer, en Ikea, Apple o Inditex y en cómo construyen nuestras emociones y actitudes políticas. Bajar al mundo.
domingo, 19 de marzo de 2017
Nunca fuimos posmodernos
El término “posmoderno” ha adquirido matices y usos denigratorios
que no tuvo durante los años en los fue un adjetivo epocal, usado desde la
arquitectura a la filosofía, pasando por el conjunto de las artes y literatura
en el último tercio del siglo pasado. No es raro oír o leer “hípster
posmoderno” para descalificar a personas o líneas políticas. No era raro oírlo
hace treinta años para calificar ciertas posiciones, estéticas y poéticas que
pretendían enfrentarse a las teorías “críticas”, “universalistas” e
“ilustradas”. En estas breves líneas querría abogar por un uso neutro, parcial,
poco calificativo y, si es posible, irónico del término por dos razones
básicas: la primera, porque no es posible definir “posmoderno” más allá de unos
cuantos rasgos estereotípicos que se aplican a un “aire de familia” y que no
definen en absoluto características que cumplan todas las obras y autores
calificados de posmodernos; la segunda, porque me parece que lo que llamamos
“posmoderno” es un conjunto de líneas, no siempre coherentes, que no son otra cosa que derivas y modos de
modernismo tardío.
Si es bastante sencillo identificar los autores y las líneas
que se inscribieron en la lista de la posmodernidad, no lo es tanto, sin
embargo, detectar qué tendrían en común tales autores y obras. Por ejemplo: es
clara la influencia de ciertas lecturas de Heidegger y Wittgenstein (los
heideggerianos franceses, como Derrida, los italianos como Vattimo, los
norteamericanos como Rorty o Dreyfus…); es clara también la línea literaria
basada en el uso y abuso de la fragmentación, la metaficción, la ironía y la
parodia, en general asociada a la influencia de Navokov (DeLillo o Thomas
Pynchon); también la negación de las acartonadas dicotomías entre alta y baja
cultura; tal vez, la distancia de las formas políticas relacionadas con la Guerra
Fría (no es incierto denominar “posmodernidad” a la posguerra de la Guerra Fría
y a la Caída del Muro de Berlín); quizás, por último, la defensa de ciertas
modalidades de relativismo contra las formas de objetivismo fuerte (y puede que
algo autoritario). Una vez que agotamos esta lista de estereotipos, es casi
imposible construir con ella un relato coherente que nos permita identificar de
forma clara el posmodernismo, y mucho menos definirnos pro o contra.
Me atrevo a afirmar que lo que llamamos posmodernismo es más
una construcción desde las afueras, una continua apelación a lo importante por
parte de quienes veían en la época cambios que afectaban a algunos aspectos de
la hegemonía ideológica, estética o política del momento. A pesar de que la
historia reciente admite múltiples descripciones en relación con el
posmodernismo, ofrezco algunas pinceladas sobre el contexto histórico
del posmodernismo que no siempre han sido suficientemente señaladas:
Una, las Guerras de la
Cultura, y en particular las Guerras
de la Ciencia. Por estos nombres conocemos las protestas en universidades,
revistas y periódicos por parte de una cierta élite cultural contra lo que
consideraba la invasión de irracionalismo en la educación superior. El episodio
más conocido fue la broma que el físico teórico Alan Sokal gastó a los estudios
culturales enviando a una de las revistas del ramo un artículo sin mucho
sentido, pero con una jerga biensonante. Descubierto el pastel publicó el
best-seller Imposturas intelectuales
que formó parte de una gran polémica que había comenzado en literatura,
liderada por Harold Bloom (originariamente posmoderno) a favor de un canon literario que debería ser
respetado por encima de todo. Fue seguida de una tremenda controversia entre
darwinistas ortodoxos, representados por Richard Dawkins, contra los más
críticos (y marxistas) como Stephen J. Gould y Richard Lewontin. Y, en general,
fue una protesta generalizada contra la invasión de la universidad por
departamentos de “Estudios Feministas”, “Estudios Africana”, “Estudios
Hispánicos”, “Estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad” y temas parecidos. El
claustro de la Universidad de Oxford, por ejemplo, se rebeló contra la
concesión del doctorado honoris causa
a Derrida; John Searle escribió un panfleto contra Derrida; Martha Nussbaum hizo
lo propio contra Judith Butler,…, En fin, fue un tiempo. Están por relatar las
Guerras de la Cultura y animaría a hacerlo a gente joven. Pero quisiera dejar
un rápido apunte sobre este periodo: nunca se pudo distinguir cuánto había de
defensa de la objetividad y cuánto de pensamiento neoconservador. Cuando el
papa Ratzinger abrió su guerra contra el relativismo, desde la objetividad y la
verdad, uno de los momentos más centrales de las guerras, empezamos a pensar
cuánta ambigüedad y posible connivencia había entre Sokal, declarado “ilustrado
de izquierdas” y el integrismo católico. Estos días próximos interviene Sokal
en Madrid, en unas conferencias organizadas por ElCorteInglés (Fundación Ramón Areces, una de las fundaciones más
neoconservadoras de este país).
Dos, la era de la
frivolidad. En España conocemos bien esta época, pues coincide con la movida, un proceso que clausuró en una
nube de conciertos pop las grandes olas de protestas que habían inaugurado la
Transición. El primer cine de Almodóvar, en España, o American Pycho, en Nueva York, dan cuenta de aquél tiempo del
“danzad y enriqueceos, malditos”. Mucha de las caricaturas que se hacen de la
posmodernidad y el posmodernismo provienen de aquella experiencia, que tan
gráficamente describió Sabina en su copla Estaban
todos, menos tú. Que, en el caso de España, esta movida fuese liderada por la nueva hegemonía socialdemócrata y los
nuevos grupos de comunicación como PRISA, de ideología declaradamente
“ilustrada” y, por consiguiente (y uso aquí el “por consiguiente” en recuerdo
del latiguillo de Felipe González), teóricamente enfrentada a la posmodernidad,
no parece importar ahora. Que Solchaga declarase barra libre para enriquecerse
y dar pelotazos en España, desde una ideología contra-posmoderna, pero envuelta
en un halo de posmodernidad, no
parece encajar bien en la frivolidad posmoderna. Que el perrito de Jeff Koons,
que preside el Guggenheim de Bilbao fuese promovido como icono de una
reconversión de una ciudad industrial en un parque temático dedicado al “ARTE”,
por parte de un gobierno demócrata-cristiano apoyado por la socialdemocracia,
todo ello en un complejo teóricamente contra-posmoderno, tampoco parece
compadecerse con la frivolidad que habría instaurado el posmodernismo contra la
seriedad ilustrada. NO hablaré de Valencia y sus parques temáticos culturales
por falta de espacio. Pero me gustaría.
Tres, la era del
neoconservadurismo. Fredric Jameson, un crítico marxista, aunque de estilo
literario más bien posmoderno (French Theory) escribió un artículo que se ha
repetido ilimitadamente: “El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo
tardío”. Parecería que en el mismo saco de la posmodernidad entraría todo lo
que justifica y sostiene el capitalismo contemporáneo. Que las revueltas de
Seattle contra la globalización, los movimientos altermundistas, los “Occupy”
desde El Cairo hasta Manhattan, pasando por Sol, se incardinasen en una lógica
de pensamiento posmoderno (todos sus teóricos, incluidos, o sobre todo, los que
ahora parecen abjurar del “posmodernismo”, citasen con asiduidad autores
posmodernos, poscomunistas, y no solo Laclau-Mouffe, sino otros muchos mucho
más alineados. David Harvey, por ejemplo) no parece que contrabalancee esta
declaración tan asertiva en las redes, difundida con pasión muchas veces por
quienes no podrían especificar qué quieren decir con “posmoderno”. Que el anti-autoritarismo
de Guy Debord y los neo-dadaismos que le siguieron formen parte de una nueva
sensibilidad política tampoco parece haber hecho mella en estos aceros.
Parecería que estoy defendiendo el posmodernismo. No. Me he
pasado la vida discutiendo muchas de las tesis que pasan por “posmodernas”. Lo
hice ya en mi tesis doctoral, en 1980, y desde entonces he seguido. Tengo la
completa convicción de saber cuál es el terreno que estoy pisando. Mi
diagnóstico es que lo que llamamos posmodernismo es una forma más de modernismo,
reiterado a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. El modernismo es una
reflexión a veces ácida, a veces rupturista, sobre la cultura y los procesos de
la modernización. Sobre el gusto burgués, sobre las formas “fáciles” y los
relatos sencillos de leer, sobre la sumisión activa basada en el chantaje
cultural. Desde Heidegger y Wittgenstein, desde Adorno (quien hoy pasaría por
posmoderno en muchos ambientes) J.M. Coetzee, Sebald o David Foster Wallace, la
búsqueda de una lucidez no basada en panfletos ha constituido la mejor
tradición del modernismo tardío.
El modernismo es la reacción cultural a la modernización y las sucesivas revoluciones industriales y técnicas, del mismo modo que el romanticismo lo fue a las revoluciones contra-estamentales. Se extiende desde finales del siglo XIX hasta nuestra época en sucesivas oleadas que se transforman a la par de los tiempos. Fueron modernistas Heidegger, Wittgenstein y Ortega, autores todos que podrían ser ya llamados posmodernos en su momento. Fueron modernistas las varias oleadas de vanguardias que trataron de romper con la dicotomía entre arte y vida cotidiana. El modernismo es la reflexión sobre los claroscuros de la vida urbana, la fragmentanción de la experiencia y la crisis de valores en un mundo donde los lazos afectivos se han desarticulado. Así, el posmodernismo es el modernismo de la globalización, los mestizajes de culturas y las reivindicaciones de otra vida en otro mundo posible.
La cultura de la Transición fue dirigida por una visión básicamente "ilustrada"(lo que en el momento histórico significaba la cultura occidental de la Guerra Fría) y el fin del Telón de Acero dejó sin sentido muchos de los lemas que habían constituido las bases de la carrera científico-tecnológica: la neutralidad científica, la insistencia en separar lo subjetivo y objetivo, la preocupación por difundir la mentalidad científica. La ideología neoliberal sustituyó a la metodología basada en los modelos de las ciencias físicas y formales con los modelitos matemáticos de los microeconomistas, que se reducían al final a un juego de fuerzas newtonianas, ahora con intereses en vez de atracciones gravitatorias. Los movimientos posmodernistas fueron en cierto modo paralelos: a veces, en su versión conservadora, meros acompañantes de la máxima "¡enriquecéos!", a veces críticas ácidas e irónicas de esos nuevos horizontes. Sin embargo, ahora, vemos que fue más excesivo el tono épico que adoptaban muchos de sus promotores: "esto está ya superado"; "las dicotomías (el pensamiento binario, en la jerga del tiempo) están ya superadas", "la metafísica está ya superada", "la epistemología ya está superada", "el realismo está ya superado". Tanta superación era agotadora. Hoy, era de esperar, vemos resucitar con toda vitalidad los muertos superados. Pero no hay que hacer sangre con aquellos discursos. Era el tiempo. Hubo desaciertos y perspectivas que ya han quedado incorporadas a nuestro modo de pensar. Algunos autores emergen ya como clásicos de esta época: Sebald, Coetzee, D.Foster Wallace, Bernard Williams, Hilary Putnam, Stanley Cavell, ... Y no podremos ya entender nuestro mundo sin el modernismo posmoderno.
El modernismo es la reacción cultural a la modernización y las sucesivas revoluciones industriales y técnicas, del mismo modo que el romanticismo lo fue a las revoluciones contra-estamentales. Se extiende desde finales del siglo XIX hasta nuestra época en sucesivas oleadas que se transforman a la par de los tiempos. Fueron modernistas Heidegger, Wittgenstein y Ortega, autores todos que podrían ser ya llamados posmodernos en su momento. Fueron modernistas las varias oleadas de vanguardias que trataron de romper con la dicotomía entre arte y vida cotidiana. El modernismo es la reflexión sobre los claroscuros de la vida urbana, la fragmentanción de la experiencia y la crisis de valores en un mundo donde los lazos afectivos se han desarticulado. Así, el posmodernismo es el modernismo de la globalización, los mestizajes de culturas y las reivindicaciones de otra vida en otro mundo posible.
La cultura de la Transición fue dirigida por una visión básicamente "ilustrada"(lo que en el momento histórico significaba la cultura occidental de la Guerra Fría) y el fin del Telón de Acero dejó sin sentido muchos de los lemas que habían constituido las bases de la carrera científico-tecnológica: la neutralidad científica, la insistencia en separar lo subjetivo y objetivo, la preocupación por difundir la mentalidad científica. La ideología neoliberal sustituyó a la metodología basada en los modelos de las ciencias físicas y formales con los modelitos matemáticos de los microeconomistas, que se reducían al final a un juego de fuerzas newtonianas, ahora con intereses en vez de atracciones gravitatorias. Los movimientos posmodernistas fueron en cierto modo paralelos: a veces, en su versión conservadora, meros acompañantes de la máxima "¡enriquecéos!", a veces críticas ácidas e irónicas de esos nuevos horizontes. Sin embargo, ahora, vemos que fue más excesivo el tono épico que adoptaban muchos de sus promotores: "esto está ya superado"; "las dicotomías (el pensamiento binario, en la jerga del tiempo) están ya superadas", "la metafísica está ya superada", "la epistemología ya está superada", "el realismo está ya superado". Tanta superación era agotadora. Hoy, era de esperar, vemos resucitar con toda vitalidad los muertos superados. Pero no hay que hacer sangre con aquellos discursos. Era el tiempo. Hubo desaciertos y perspectivas que ya han quedado incorporadas a nuestro modo de pensar. Algunos autores emergen ya como clásicos de esta época: Sebald, Coetzee, D.Foster Wallace, Bernard Williams, Hilary Putnam, Stanley Cavell, ... Y no podremos ya entender nuestro mundo sin el modernismo posmoderno.
Los grandes movimientos como el altermundismo, los Occupy o
el 15M han sido las últimas reediciones de levantamientos cíclicos que han
exigido la realización de posibilidades alternativas. Incluso en las
apariencias, en la presentación en público, la voluntad de imagen ha variado a
lo largo de estos ciclos de resistencia: los moods, que nacieron en los barrios obreros ingleses y escoceses se
vestían de traje y corbata para dar libertad a su insolencia contra la City;
los hippies eligieron la ropa country para negar la alienación urbana; los
indies y grunges, antecesores de lo hípster, arramblaban con los armarios de
sus padres para protestar contra las marcas y el consumismo (fue la moda más
característica del tiempo de la posmodernidad). Es sorprendente que la estética
de los nuevos partidos políticos reivindique en su apariencia las ropas grunge
al tiempo que estigmatizan el posmodernismo. Paradojas del tiempo presente.
Mi conclusión: nunca fuimos posmodernos. Desde hace siglo y
medio hemos estado embarcados en la construcción de una cultura que
interpretase y criticase la destrucción de la experiencia por parte de la
modernización. Desgraciadamente, la banalidad, la frivolidad, la
institucionalización artística y la estupidez intelectual han acompañado,
también, a las voluntades críticas del modernismo.
domingo, 12 de marzo de 2017
Dialéctica de la educación
La educación, bien lo sabemos, es el principal medio por el
que una sociedad se reproduce. Ni la técnica, ni el poder, ni la economía, ni
siquiera la biología, servirían por sí solas para que una sociedad perviviese a
través de las generaciones. La educación reproduce las habilidades, los
conocimientos, los mitos y rituales, las normas, la memoria y el olvido, los
proyectos, las esperanzas, temores y resentimientos. Reproduce la filiación a
las instituciones y las señas de identidad.
Cada generación que se incorpora a la sociedad activa lo hace marcada
por la trayectoria educativa que hayan seguido sus miembros.
Aunque todas las sociedades, desde que los homínidos
comenzaron a reproducirse en sociedad, tuvieron medios de transmisión de la
cultura a la generación siguiente, solamente la sociedad que nace de la
revolución industrial necesitó un sistema complejo ordenado explícitamente a la
educación. El sistema educativo que tenemos lo hemos heredado de las reformas
que inició el romanticismo a comienzos del siglo XIX, cuando se diseñaron las
grandes etapas, niveles e instituciones que lo componen. Fue entonces cuando
nació la conciencia contemporánea de la niñez, adolescencia y juventud como
etapas híbridas entre lo biológico y lo cultural. Nacieron también los conceptos
de “desarrollo” y “formación” aplicados al espíritu, conceptos que eran
primariamente términos de la embriología. Nació la idea - el sueño - de que la propia
humanidad pudiese ser educable y educada. Schiller escribió con esa intención sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, que influyeron profundamente en las reformas educativas que inició Prusia y continuaron muchos sistemas educativos. Fue un sueño del romanticismo alemán, una educación universal que fue compartido por la burguesía de muchos estados-nación modernos. Fue también un sueño que muy pronto heredaron
los excluidos de la educación: jornaleros y proletarios de los países
industriales, comunidades indígenas de los países colonizados, quienes se
organizaron para acceder a la educación (el anarquismo andaluz fue modélico en la extensión de la educación a los jornaleros. Aún asombra como proyecto político y cultural). Nació así la dialéctica de la
educación: un sistema que había sido puesto en marcha para un fin, el de la
reproducción de las formas sociales imperantes, pero que se convirtió en un fin
en sí mismo: el de la reproducción de la humanidad como posibilidad abierta y a veces enfrentada a la instrumentalización de la educación.
Voy a centrarme en las contradicciones internas, las que vivimos personalmente todos los que hemos pasado por el sistema educativo, y mucho
más quienes vivimos en él (y de él), sabemos que esta dialéctica se vive como
una contradicción permanente, que se origina en la tensión entre la educación
como medio y la educación como fin, y que se ramifica arborescente en múltiples contradicciones secundarias. En todas ellas hay una disputa trágica entre dos
fuerzas que tensan cada momento educativo: el de la reproducción de lo propio y
el de la reproducción de lo común, el de la posibilidad personal y el de la
posibilidad colectiva.
En cada etapa educativa la tensión de vive bajo formas
diferentes. Surge muy explícita en la juventud: en las etapas finales de la
educación secundaria, en la formación profesional y en la universidad. Veo
ahora con lejanía mi juventud de estudiante, pero recuerdo vívidamente estas
contradicciones. Pensé sobre ellas en mi último curso de facultad, cuando se me
encargó escribir una historia del movimiento estudiantil (era el curso 75-76, y la universidad estaba, como buena parte del país,
levantada). No llegué a terminarla, tenía primero que aprobar el curso y terminar
la tesina, pero dediqué varios meses a trabajar sobre las contradicciones
del estudiante: entre un cuerpo adulto y la exclusión del sistema por no tener
salario ni vivienda propia; entre los deseos de su familia y sus inquietudes
personales; entre la necesidad de garantizar su futuro y la de vivir su
presente; entre el amor al conocimiento y la necesidad de una formación
profesional especializada; entre la asimilación pasiva de la enseñanza o la
participación activa en la investigación. Las contradicciones del estudiante se
expresaban en las de los movimientos estudiantiles: cíclicos, fragmentados,
llenos de ilusión y de palabras. También minoritarios y en tensión entre la
clase, la biblioteca y el laboratorio, de un lado, y la reunión conspiratoria, de otro. Se expresaban también en cada momento y lugar de la carrera: entre la
competitividad y la cooperación, entre destacar o mantener
lazos afectivos y educativos con los compañeros de clase.
Quienes hemos continuado en el sistema educativo hemos
aprendido que esas contradicciones se internalizan en el alma y ya son
constitutivas de la profesión. Se hacen presentes en la contradicción entre ser
un mero trabajador en una institución o ser educador, es decir, entre la pura
responsabilidad de impartir las enseñanzas que la asignatura y titulación (como instituciones jurídicas) exigen, o la más compleja responsabilidad de
transmitir con tu modo de compromiso en la clase y en la institución una
perspectiva más amplia de la educación en tanto que educación de la humanidad, de
posibilidad de su subsistencia. Soy hijo de maestros rurales y aprendí esta
tensión en la camilla del comedor, por las noches, cuando mi madre preparaba
los dibujos y recortes del día siguiente para los párvulos (así se llamaban
entonces) y mi padre preparaba a los que hacían las asignaturas del instituto
por libre, pues no tenían medios de mantenerse en la capital de la provincia.
Cada noche en alg,ún momento de la conversación, en los momentos de agotamiento, salía esta contradicción entre
el compromiso o el conformismo con la educación.
Quienes vivimos en la etapa universitaria del sistema
educativo como profesores, vivimos otras modalidades de la contradicción. La
primera, entre la investigación y la enseñanza. No renunciar a ninguna de las
dos columnas sobre las que se ha sostenido la universidad liberal desde que
Wilhelm Humboldt diseñó sus formas contemporáneas a comienzos del XIX. La
universidad actual se levanta sobre la idea de que la enseñanza debe
basarse en conocimientos de primera mano, que hayan sido adquiridos en el
proceso de investigación en las fronteras del conocimiento, en la creación y el descubrimiento personales y no en la repetición de manuales. En realidad, todos
los niveles de la educación deberían ser concebidos de esta forma, y de hecho
los mejores profesores y profesoras que conozco, desde los más iniciales años
de primaria, entienden la enseñanza como investigación, pero el caso es que en
la universidad esta concepción es prescriptiva y lo es con razón. No tiene sentido separar las dos
dedicaciones, como está ocurriendo en la nueva universidad de los rankings, que
tiende a separar la élite investigadora de un nuevo precariado docente. Pero en
lo personal, esta contradicción se vive de forma muy intensa como desgarro
entre dos compromisos, ambos muy exigentes: saber que el tiempo que estás
dedicando a tus artículos se lo quitas a tus doctorandos, y que el tiempo de
enseñanza es un tiempo que te impide trabajar en la creación es una de las
fuentes mayores de desasosiego. Mayor cuando la necesidad de encontrar una
estabilidad en el trabajo se hace urgente.
Hay otras numerosas contradicciones, como la que nace de la
necesidad de cooperar con y ser leal a tu institución, y la de dedicar tu
tiempo a los intereses propios. Dice Chomsky, y tiene razón, que la universidad es (era)
lo que más se parece (parecía) a una empresa gestionada por los trabajadores,
tal como expresaban los ideales socialistas. Todavía permanece algo, a pesar de
que hemos entrado desgraciadamente en una universidad gerencial, patrimonio de
administradores obsesionados por las medidas de calidad más que por la calidad
que habrían de medir los indicadores. Exigir lo propio o colaborar en lo posible
a no crear las tensiones que suelen recorrer las capillas de los claustros (algo
que no siempre es posible conseguir dada la presión externa a la que se somete
cada vez más a los trabajadores, a los que se les carga con una responsabilidad
que no se quiere asumir en las instancias superiores). Ser leal y cumplir las
exigencias administrativas (sin enredarte en la maraña de reuniones sobre la
que se sostiene el sistema cada vez más estúpido de la enseñanza), y atender a
las funciones esenciales para lo que está el sistema.
Está la tensión, no menor, entre vivir en un espacio que,
por su naturaleza, está, y debe estar, separado de la sociedad, pues es un
lugar y un tiempo de educación, y la de vivir tu tiempo, atender a lo que está
ocurriendo y servir de mediación para que los estudiantes (y tú mismo)
entiendan lo que está ocurriendo y participen de las tensiones del momento con
claridad y responsabilidad. Tanto la burbuja académica como el adoctrinamiento
son maneras de rendirse a esta tensión. Convertir la libertad de cátedra en
cátedra de la libertad, en ejercicio de aprendizaje del compromiso en un mundo
plural en el que hay que aprender a entender a tu adversario y a usar la razón
como única y mejor resistencia contra la violencia del poder.
Está, más importante que todo lo demás, la tensión que nace
de la asimetría que produce tu privilegio social, el que te da el poder
institucional. Sobre todo cuando eres joven, sufres las tentaciones de ser un
colega más o ser un ser superior que se impone autoritariamente. El
autoritarismo en el aula se reproduce socialmente pues es lo que aprenden los
alumnos en su periodo de aprendizaje social. No pocas veces el autoritarismo es
un signo claro de incompetencia didáctica e incluso profesional del profesor.
Saberse ignorante, saber que la enseñanza es una calle de doble dirección donde
se aprende de los alumnos tanto o más de lo que ellos aprenden de ti. Saberse
en una situación superior que nunca puedes usar para invadir la autoestima de
quien se siente bajo una autoridad. De los daños que uno termina observando en
la vida, el abuso, de muchas formas, de quienes tendrías que cuidar, me parece
uno de los más repugnantes. Repetiré sin descanso que el poder lo tienes por el
miedo, pero la autoridad se logra con la confianza que has sido capaz de
ganarte. Aceptar a la vez el compromiso de tu autoridad y la conciencia de tu
ignorancia. Es difícil.
Por último, está la contradicción entre la academia y la
crítica de la academia. Las disciplinas son las instituciones básicas de la
investigación y las ciencias desde que se instituyeron en el siglo XIX. Son
instituciones llenas a su vez de contradicciones. Como bien conocemos quienes
hemos trabajado en la filosofía de la ciencia, Thomas S. Kuhn decía que la tensión entre
la sumisión y la rebeldía es la tensión esencial en la ciencia. Sin saber los
códigos y las normas de la disciplina simplemente se está en un lugar de
trabajo privado que no es aún trabajo social dentro de la división social del
conocimiento. Pero el respeto a las rutinas, ritos de cortesía y subordinación
que rigen el mercado de las ideas es un modo de reproducir el poder en el
terreno de la creación cultural y científica y debilitar la creatividad del conocimiento.
Vivir entre contradicciones es simplemente vivir. La
dialéctica de la educación es aprender a convivir con ellas superándolas a
veces, abriendo otras nuevas, o aprovechando la tensión para generar nuevas
posibilidades. Intentar evitarlas, mediante la supresión de alguno de los polos
o soluciones puramente imaginarias, es renunciar a la fuerza básica del cambio de
la humanidad y, sobre todo, al gran proyecto que se inició con el sueño de la
educación de la humanidad: ser conscientes de que el futuro depende de la forma
en que se produzca la formación de quienes han de hacerlo y vivirlo. Hay formas
plurales de concebir la educación y todas ellas son respetables, pero quienes
criticamos el cómo el capitalismo tiende a convertir la educación en una
mercancía (en un “servicio” educativo) lo hacemos convencidos de que trata de
resolver la contradicción fundamental de la educación llevándola a terreno
puramente instrumental. Salvar la educación exige salvar sus contradicciones
sin las que no podrá ser una forma de que la humanidad, y no el capitalismo,
sea capaz de reproducirse.
Hay otras muchas contradicciones que nacen del doble papel de la educación y que hacen de ella un medio de reproducción de la estructura pero también un horizonte de cambio y trascendencia. Sin la educación la crítica al sistema permanecería en el nivel de la revuelta cíclica sin proyecto, como las rebeliones de esclavos en la antigüedad o de campesinos en la edad media. La política educativa (la personal, la colectiva) exige adoptar formas y modelos para hacerse cargo de estas contradicciones, y no esconder la cabeza bajo la idea de medidas administrativas o de obediencia a las normas. Preservar la tensión en la educación es una de las principales necesidades de la democracia. También para su reproducción.
Hay otras muchas contradicciones que nacen del doble papel de la educación y que hacen de ella un medio de reproducción de la estructura pero también un horizonte de cambio y trascendencia. Sin la educación la crítica al sistema permanecería en el nivel de la revuelta cíclica sin proyecto, como las rebeliones de esclavos en la antigüedad o de campesinos en la edad media. La política educativa (la personal, la colectiva) exige adoptar formas y modelos para hacerse cargo de estas contradicciones, y no esconder la cabeza bajo la idea de medidas administrativas o de obediencia a las normas. Preservar la tensión en la educación es una de las principales necesidades de la democracia. También para su reproducción.
domingo, 5 de marzo de 2017
Los estados gerenciales
¿Descubriríamos algún secreto si confesáramos que la izquierda tiene un lío monumental con la teoría social?,¿que las dudas e incertidumbres que manifiestan las distintas alternativas se deben en buena medida a lo difícil que es hacer un buen diagnóstico sobre lo que está ocurriendo en el mundo? Paradójicamente, los movimientos sociales que se han originado de modo más o menos espontáneo en las últimas décadas han mostrado mucho mayor olfato que los partidos. Altermundistas, resistencias a los recortes en servicios públicos, movimientos occupy (como el 15M), organizaciones procomún, plataformas contra desahucios, ...todos ellos han formulado en la práctica una respuesta al nuevo orden del mundo con claridad. Mucha mayor que la de los partidos que pretenden más tarde interpretarlos, dirirgirlos, darle expresión política.
No es extraño, pues, que una poderosa corriente de personas desencantadas afirmen que la única política posible y necesaria es la que hacen esos movimientos y abandonen los partidos en favor de aquéllos. Más extraño es que los mismos partidos, o sus dirigentes, pretendan hacer lo mismo, sin reparar que las condiciones que hacen posible esos movimientos es precisamente la negación de las políticas que representan tales partidos. Es sorprendente que Podemos acabe de aprobar un documento que establece a la vez un programa de corte socialdemócrata clásico y un deseo explícito de reintegrarse en "los movimientos", en los que si hay alguna cosa en común entre todos ellos quizás sea el abandono de la política al viejo estilo que representan los partidos, por más de izquierda o radicales que se presenten.
Pero la intuición práctica de las explosiones de resistencia no es lo mismo que el desarrollo teórico de algún modelo alternativo a lo que llamamos neoliberalismo?. Bueno, sí, hay una reivindicación común a la que debe atenderse con cuidado. Es, para decirlo con la canción de Battiato, "se quiere otra vida". Ocupantes de la calle, resistentes en las aulas, e incluso votantes de extraños partidos viscerales, de oscuros programas, quieren que las cosas sean de otra forma, aunque luego cada uno concrete su deseo en la negación de aquello que les indigna.
¿Qué es esto que llamamos "neoliberalismo"?, ¿acaso no lo sabes? -se me podría responder-- ¿no te has dado cuenta de lo que pasa cada día? Pues sí, pero es difícil levantar un plano de lo que le ocurre al mundo simplemente con un nombre. Y sobre todo no sabemos cómo funcionan los micromecanismos que han hecho posible este mundo, y que articulan prácticamente todos los aspectos de nuestra existencia, desde las naranjas que compramos en el supermercado y la angustia de los padres porque sus hijos no encuentran trabajo a la vida pautada cada minuto del trabajo semiesclavo de un call center.
Yo no tengo, por supuesto, una respuesta clara a esa pregunta, aunque empiezo a encontrar respuestas iluminadoras en algunas recientes exposiciones que voy reseñando cada vez que hallo iluminación en ellas. Como el libro de Esteban Hernández, Los límites del deseo, del que ya he hablado, o el que ahora comento: El pueblo sin atributos de Wendy Brown. Ella es una de las más clarividentes filósofas políticas actuales. Militante contra la privatización de la universidad pública californiana, ha escrito profundos análisis de los estados contemporáneos. Ahora se traduce El pueblo sin atributos, un libro dedicado al estudio de lo que el neoliberalismo está haciendo con el mundo.
El subtítulo del libro, "la secreta revolución del neoliberalismo", me llamó la atención más que el título, mas ambiguo y poco indicativo. Su diagnóstico es que lo que nos está ocurriendo son dos procesos paralelos: por un lado la "economización" de la existencia. La extensión de la jerga del mercado a todos los niveles de la existencia, desde la pareja al gobierno de los pueblos: "sea empresario de sí mismo" es la expresión que cualifica este proceso. Concebir cada sujeto: persona, institución, gobierno, como "empresa" que tiene "capital humano" que pide que otras personas, instituciones, gobiernos "inviertan" en ese capital. Organizar la vida no tanto en términos monetarios cuanto, mucho más profundamente, en términos de un nuevo orden del que el mercado sería la única forma de adquirir conocimiento sobre los méritos logrados. Valor de mercado como indicativo verosímil de la propia virtud.
El proceso paralelo, no menos destructivo, es la extensión de nuevas formas de organización, orden y gobierno que sustituyen a las viejas formas de racionalidad política. La universalización del homo oeconomicus en todos los estratos desplaza la política y la vida en común, entendidas como lugares en los que hay que tomar decisiones, formar planes de futuro, examinar los errores, generar culpas o producir afectos. Se ha extendido una jerga en la que aparecen términos como "gobernanza", "excelencia", "benchmarks", "calidad", "rankings", ... que tratan de sustituir al viejo lenguaje de la racionalización que había estudiado Weber sobre los procesos de modernización.
Porque lo que ocurre no es que se extienda racionalización alguna, sino todo lo contrario. Es un "NewSpeak" donde cada término significa exactamente lo contrario. Así, el término de términos es "accountability", responsabilización, que presuntamente sería que cada nivel de una organización dé cuenta de sus acciones ante la institución o ante el sistema público o el pueblo. Pero lo que ocurre es lo contrario: cada instancia, cada dirección, cada jefe, organiza las cosas para hacer responsables de lo que ocurra a grupos, auditores, consultores, departamentos, etc., que están por debajo, a los que carga con pesadas responsabilidades, que les llevan a una loca carrera por descargárselas al nivel inmediato inferior, hasta llegar al "capital" humano que termina siendo responsable de los fallos de todos los niveles superiores. Los recortes, despidos, tornillos de presión sobre los de abajo no es más que la expresión de cómo funciona el sistema.
La loca carrera que crea y mueve dinero que no existe dada la realidad económica es un resultado de este desgobierno general que se llama "gobernanza". La creciente estupidificación y homogeneización de las universidades (pongo este ejemplo que conozco) es la respuesta a lo que se llama la "universidad de la excelencia", pues excelencia ya solo significa "posición" en un ranking generado por los "benchmarks", (comparadores) que previamente han producido una loca carrera por generar una vida de acuerdo a esos indicadores. "Excelencia" ya solo significa "número de profesores con alto índice H", lo que a su vez, significa, contratos de una élite de personas que han organizado sus vidas para tener un alto índice H (que hace mucho tiempo dejó de indicar el grado de conocimiento, la relevancia y originalidad de los descubrimientos, y ha pasado a ser un indicador de cómo el sistema de publicaciones ordena la agenda de investigaciones).
Otra de las palabras que significa lo contrario: "buenas prácticas", que desgraciadamente está sustituyendo a los términos de la política cotidiana: significa códigos de conducta que simplemente desarman bajo su corrección política toda comprensión política de la existencia. Que un rector sea descubierto como un plagiador sistemático (otro producto del mercado de las publicaciones), se formulará un código de buenas prácticas (en vez de examinar los problemas de fondo de la producción organizada de irrelevancia). En una entrada anterior hablé de cómo la sociedad del conocimiento oculta en realidad un creciente vallado del conocimiento y la construcción de ignorancia estratégica.
Si este proceso no hubiera contaminado tanto nuestras vidas no sería tan catastrófico como de hecho es. Podríamos soñar con que aún quedan residuos espaciales donde construir prácticas de resistencia y no, como ocurre nuevas formas de melancolía de izquierda donde se esconde nuestra impotencia. Así, si uno atiende a la vida cotidiana verá cómo el periodista dejó de escribir lo que pensaba para estar pendiente cada minuto de las replicaciones en red de su artículo, de las lecturas que le da la pantalla del número de personas que abrió el texto y cuánto tiempo estuvo abierto. Pero si uno atiende a la política verá que donde antes había militantes y dirigentes ahora hay observadores atentos al twitter, angustiados por la repercusión cuantitativa de su última declaración.
No sabemos muy bien cuándo comenzó el proceso, pero sí conocemos lo destructivo que ha sido. La desaparición de lo público no tiene que ver ya con la propiedad de los sectores, sino con la expulsión de la política y la sustitución por formas gerenciales tomadas de las conversaciones de ejecutivos que los políticos oyen en el AVE. Cuando los partidos de izquierda hablan de tomar la calle, de hecho están diciendo que van al llevar a la calle los mismos procedimientos gerenciales, tuiteros, de "capital" mediático y propaganda, de irrelevancia política con los que han organizado su partido. Allí donde se quería otra vida queda un desierto de vida, de pasiones, afectos y cuidados convertidos en shows televisivos, de futuro sin futuro, de gritos cada vez más estentóreos e insultos que son el reflejo político del nuevo gerente dedicado a insultar a los de abajo para "motivar" su trabajo de equipo que ha de sustituir a sus propias responsabilidades. Allí donde se hablaba de vida común ya solo queda un mercado de indicadores.
A medida que bajamos hasta los sótanos de la historia, donde se fabrican las camisetas de algodón, donde se vive de las caridades marginales del estado o de las organizaciones no gubernamentales, todos estos términos adquieren un significado aún mas negro y criminal. Es lo que comienza a significar "neoliberalismo": cada vez menos libertad real, cada vez mayor sujeción a la nueva gobernanza de los gerentes.