Las emociones humanas son sutiles y tienen matices que
deben distinguirse para entender su funcionamiento, sobre todo cuando se extienden
y son compartidas por multitudes o capas de la población, convirtiéndose así en
políticamente activas. He escrito ya sobre el resentimiento como una emoción
que es muy sugestiva como emoción política. Se trata de una emoción ligada al daño,
que persiste mientras el mundo no haya resuelto aceptablemente dicho daño y
vuelto a resituar a la víctima en su lugar en el mundo. Aunque hay formas nocivas
de resentimiento, otras son muy positivas como base de la resistencia política
contra la desigualdad y la falta de reconocimiento. En cierta forma, la conciencia de clase y de
opresión están ligadas a la activación del resentimiento, que se convierte así
de pura demanda al mundo, en seña de identidad del grupo oprimido.
A diferencia del resentimiento, sin embargo, el odio es
una emoción incapacitante y destructiva. Es una emoción fácilmente manipulable,
de hecho la más fácil de construir y manipular. A diferencia del resentimiento,
no es una pasión en sí misma política, es decir, que pueda despertar la
conciencia de la opresión. Por el contrario, es una pasión manipulada, que
destruye la agencia y se pone al servicio de intereses extraños. Es cierto que
a veces el resentimiento deviene en odio, en vez de en conciencia de la
opresión. Ocurre, precisamente, cuando es manipulado para desviar la atención
de las causas reales del daño hacia otros objetos que son del interés de
quienes lo manipulan.
Mientras que el resentimiento generalmente está ligado y
producido por un daño, y se ordena a que la sociedad reconozca y arregle lo
ocurrido, el odio es una emoción dirigida contra personas o grupos. Es una
emoción cegadora cognitivamente, que se resuelve en sesgos estables por los que
se culpabiliza a los objetos del odio de todos los males que sufre el que odia,
independientemente de su aquellas personas tuvieron algo que ver, lo que
generalmente no es el caso cuando el odio es parte de la estrategia política de
alguien, interesado en cegar a la gente.
El odio está unido generalmente a lo que el psiquiatra
estadounidense Josep Westermeier llamó Sindrome Amok. Es una violencia ciega y
homicida que afecta en ocasiones a personas y grupos convirtiéndoles en puros
instrumentos de agresión. Proviene de un término malayo, que hace referencia a
esa violencia salvaje. Todas las culturas han reconocido esta forma de locura
que transforma a la gente en algo así como animales con rabia. En la tragedia
Ayax, Sófocles describe con acierto este síndrome: Ayax, quien se considera
desfavorecido porque no le ha sido concedida la armadura de Aquiles, y se le ha
donado a Odiseo, es cegado con una furia asesina por Atenea, quien le hace
creer que una manada de reses son sus enemigos. Ayax mata animales y se lleva a
otros a casa para torturarlos. Al final, Ayax acaba sucidándose. Sófocles mira
con tanta compasión como distancia este final trágico de quien ha sido cegado
por los dioses.
El odio, como le ocurre a Ayax, es una emoción que suele estar
construida socialmente. Su capacidad para cegar a quien lo siente, haciéndole
insensible a las causas, volviéndole incapaz de examinar el orden de lo real,
haciéndole vivir en un mundo imaginario de culpas y castigos, hace del odio un instrumento
eficiente y útil para el poder. Desvelar la manipulación subyacente, sin
embargo, es muy difícil y es una de las tareas más importantes de los usos
sociales de la epistemología, el de hacer visibles las metacegueras (la ceguera
a la propia ceguera) y sus orígenes en las estrategias del poder.
Muchos conocerán el caso: en 1998, un muchacho gay,
estudiante de la universidad de Wyoming, en Laramie, fue conducido al campo por
dos jóvenes Aaron McKinney y Russell Henderson, haciéndole creer que le
llevaban a su casa. Allí, atado a una valla, fue torturado, dejándole la cara
ensangrentada. Durante dieciocho horas permaneció abandonado en una agonía
interminable hasta que fue descubierto por un ciclista. Fue llevado al
hospital, donde llegó en coma y falleció más tarde. Sus agresores volvieron al
pueblo, en donde fueron detenidos casualmente por haberse metido en otra pelea.
El sheriff relacionó las manchas de sangre de la culata de la pistola con la
que le habían torturado con Mathew, y les detuvo.
Su juicio se convirtió en una noticia nacional y condujo
al establecimiento jurídico del delito de odio. Mathew era un joven hermoso, de
poca consistencia física, sociable y entusiasta, muy preocupado políticamente,
que nunca ocultó su orientación y preferencias sexuales. En el juicio los
defensores intentaron la defensa de que había sido Mathew quien se había
aproximado a los dos asesinos provocándoles, decían, un “pánico homosexual”.
Gracias al camarero, quien conocía a Mathew y recordaba la noche, se pudo
cortocircuitar esta alegación que, posiblemente, hubiera llevado a una leve
condena de los agresores. La madre de Shepard se convirtió en una activista
contra el odio y la homofobia.
Poco después, Moises Kaufman, dramaturgo neoyorquino,
propuso a su grupo, The Tectonic Theater Project, la realización de una obra
sobre este caso que ya era muy conocido por la opinión pública. En lugar de
hacer un guion y representarlo, los miembros del grupo decidieron viajar a
Laramie y convivir con la gente del pueblo y realizar muchas entrevistas para
informarse directamente sobre el caso e investigar cómo había sido vivido por
la gente. La obra, The Laramie Project, se representó en el año 2000 en
numerosos lugares y más tarde se convirtió en una película con el mismo título.
Posteriormente, dio lugar a la Fundación Laramie Project-Mathew Shepard, que
aún existe y participa activamente en campañas contra el odio.
La obra consiste en la representación de las entrevistas
que realizaron los miembros del grupo. Cada uno de los actores se convierte en
múltiples personajes que dibujan un muro de escenas que rehacen la historia.
Más allá del relato de los hechos, lo más interesante de la obra es la
profundidad con la que excava en las conciencias de la gente. En numerosas
entrevistas se mezcla una superficial compasión por Mathew Shepard con un más
sincero enfado porque se haya atraído la atención hacia el pueblo por este
suceso. Todos declaran ser partidarios de “vivir y dejar vivir”. Los miembros del grupo, intrigados por estas
declaraciones, visitaron sistemáticamente las iglesias de las diversas
acepciones del pueblo y asistieron a las homilías dominicales, donde se formaba
sistemáticamente la conciencia de los fieles. Hablaron con los párrocos y les
preguntaron su opinión. Bajo la usual condolencia, latía el odio profundo a los
homosexuales, que era predicado desde los púlpitos, en una hipócrita distinción
entre el “pecado” y “pecador”.
La homofobia, como el racismo, la xenofobia y el sexismo,
las formas más activas de odio, son alimentadas por discursos sistemáticos que
subyacen muchas veces a lenguajes políticamente correctos, pero activamente
violentos en los estratos inferiores. Son discursos ordenados para desviar la
atención y producir disposiciones estratégicas a la violencia. Aunque los
discursos de odio son efectivos en todas las capas sociales, son
particularmente eficaces en las personas con menos recursos culturales. Las
capas medias bajas, los habitantes de zonas rurales abandonadas y depauperadas,
de barrios sometidos a la presión de la emigración, los expulsados de los
trabajos por la deslocalización, … En cada época y contexto se crean las
condiciones para que lo que eran comunidades se conviertan en masas ciegas por
el amok.
La construcción cultural del odio es la tarea básica de lo
que Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”: religiones institucionales,
periodistas, propagandistas,…, cuya función es la distorsión sistemática de las
causas y, sobre todo, la creación de imaginarios emocionales que produzcan la
conversión del otro en un zombi amenazante. La construcción cultural es muy
comprensible gráficamente como “zombificación” del otro: en primer lugar, se
elabora una teoría naturalizadora del mal que sufre el otro. Se le medicaliza,
se le explica biológicamente, se le degrada a un puro cuerpo deseante. En
segundo lugar se construye el asco al otro. El imaginario produce sutilmente
emociones de desagrado y asco sistemático. En tercer lugar, se le convierte en
cuerpo deseante que amenaza a los “nos-otros”, en cuerpos ciegos que quieren
apropiarse de lo propio. En cuarto lugar, se justifica la violencia como
recurso necesario contra esos zombis.
El mecanismo es eficiente, barato, simple, fácilmente
practicable, incluso, o sobre todo, sin muchos recursos culturales. No se
necesita sofisticación, todo lo contrario. Cuanto más bruto sea el periodista,
el político, el párroco, cuanto más capacidad tenga de reproducir los
eslóganes, su eficiencia será mayor. Una vez puesto en marcha el dispositivo,
se genera una subestructura social que es fácilmente utilizable
políticamente.
Todas las películas, novelas o cómics de zombis dejan
saber que están hablando del ahora, pero ninguna ha sido tan explícita como la
segunda temporada de The Walking Dead.
El grupo de Rick Grimes está refugiado en la granja del antiguo veterinario
Hershel Greene, quien se niega a aceptar el estado de las cosas y afirma la
humanidad de los “caminantes”. De hecho, como descubrimos a lo largo de los
episodios, ha dado también refugio a alguno de ellos en su granero y los cuida
y alimenta. Toda la temporada gira alrededor del debate que plantea este último
idealista a quien los pragmáticos peregrinos contemplan como si él fuese el
verdadero zombi de este mundo en destrucción. En una escena que podría
calificarse de postrimerías kantianas, los muertos vivientes del granero quedan
en libertad, pero acaban de morir por la balacera de los no contaminados,
quienes descubren que acaban de matar a Sophia, la niña a la que buscaban desde
hacía tiempo.
Albert Camus, en La Peste, y esta temporada de The Walking
Dead, dejan muy clara la paradoja de la construcción cultural del odio:
mientras que los procesos de naturalización tratan de ver al otro como víctima
de una infección contagiosa, la infección real la sufren los que son víctimas
de esta ceguera. José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, de 1998 trató también
esta paradoja de la contaminación. Cuando se crean vallas, las primeras
víctimas de la peste son los supervivientes, que se creen los sanos.
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