Un reciente artículo de Alberto Olmos en El Confidencial, en donde protesta contra el estilo "francés" en la escritura ensayística, replicado por mí en mi muro de FaceBook con un comentario más bien distante de su tesis, ha provocado una larga secuencia de comentarios a favor y en contra, a los que me costaba responder en una breve frase, por lo que he ido demorando mi opinión. Ahora encuentro en este espacio y tiempo la ocasión de hacerlo.
Asevera en este artículo Alberto Olmos: "Como los
perfumes, que no lo sé, el pensamiento perfumado se inventó en Francia, y sobre
él tiene una novela muy divertida Laurent Binet: 'La séptima función del
lenguaje' (Seix Barral). La conocida como French Theory establece que todo
puede decirse de una manera aún más complicada, con otro pellizco de pachulí y
otro prefijo. Jacques Derrida, Michel Foucault o Pierre Bourdieu son los
perfumistas maestros, y gracias a ellos se nos vino encima todo lo demás." Expresa en este texto el autor una opinión muy generalizada y se alinea en una larga controversia que ha tenido numerosos hitos, entre ellos la conocida división del claustro de la Universidad de Cambridge, en mayo de 1992, cuando por 336 placet contra 204 non placet votó a favor de la concesión del doctorado honoris causa a Jacques Derrida.
Esta y otras muchas anécdotas forman parte de una larga polémica cuyas batallas se libraron sobre todo a lo largo del último tercio del siglo pasado en los campus de las universidades norteamericanas y que conocemos como "Guerras de la Cultura", en las que nunca se acabó de firmar paz alguna y, como demuestra el artículo de Olmos, continúa con una cierta intensidad. Mi amigo y compañero de equipo de investigación Jesús Navarro Reyes ha escrito un magnífico libro sobre la controversia entre John
Searle (filósofo de la mente y el lenguaje) y Derrida (Cómo hacer filosofía con palabras) que recomiendo mucho como ejercicio de cómo comprender y leer a las dos partes. Abunda poco esta actitud abierta de leer de todo y hacerlo con la mente abierta a captar las ideas del autor, sobre todo cuando ni las ideas ni el estilo de expresarlas le gusta a uno o simplemente no está acostumbrado a él o iniciado en sus códigos particulares.
Esto me lleva a uno de los dos temas que quería comentar en esta breve entrada. El primero es sobre la cuestión de la norma o estilo que debería tener la escritura ensayística para que podamos considerarla de una cierta calidad tanto en términos literarios (si tal adjetivo pudiera ser aplicado al género) como conceptuales y de pensamiento. Con Hegel ya comenzó la controversia de si la medida de la calidad de un texto es su claridad. "Hegel el oscuro" tituló Adorno un artículo en el que mediaba en el debate. Las universidades más analíticas norteamericanas como NYU y Harvard tienen sendas recomendaciones de estilo (cf. el vínculo) sobre cómo escribir un texto de filosofía. Se promueve así un estilo que introduzca definiciones de todo término ambiguo o poco familiar al lector ilustrado que se supone como narratario del texto, que haga patente la estructura argumental y que se atenga a una prosa simple, austera en metáforas y en alusiones implícitas a autores que no tiene por qué conocer el lector. Frente a este estilo analítico está el que suele llamarse "continental" que sigue una norma muy distinta, que admite o directamente promueve el aforismo, la metáfora, el retruécano, el quiasmo y, en general figuras retóricas más o menos complicadas. Se permite o estimula así mismo el juego con las etimologías, el neologismo para expresar conceptos o ideas propios, el uso y abuso de la alusión a autores que se suponen familiares al lector,..., en fin, un estilo muy distinto al ascetismo analítico.
La elección y formación del estilo es muchas veces un resultado puramente contingente y también muchas veces instrumental: si quieres publicar en una revista filosófica Q1, en la que generalmente los referees son jóvenes autores con un furioso ardor guerrero en la defensa del estilo, lo más recomendable es seguir las normas de la casa. Si quieres tener éxito entre un público más amplio, que se deje subyugar por la forma y que no tenga un especial interés en el examen crítico de la lógica argumental, probablemente elegirás un estilo más suelto literariamente. Ahora bien, lo que no es instrumental es la necesidad de encontrar un equilibrio propio, alcanzar una voz, un tono dice Stanley Cavell, en el que la escritura y el pensamiento personal se acompasen. Este estilo puede muy bien ser un estilo neutro, si no se tienen demasiadas ambiciones de escritura, o puede tener una marca más personal, si uno cree que la forma debe ser también modelada y no solo concebirse como un medio neutro y transparente de comunicación.
Más complicada es una segunda norma, mucho menos instrumental que la de la claridad y que es la de la profundidad de las ideas expresadas. En parte porque es difícil definir bien la profundidad, pero en todo caso podemos usar como ejemplos a las grandes figuras de la historia: Kant, Hegel, Nietzsche, Simone Weil o Iris Murdoch son figuras de profundidad unida al estilo. La profundidad tiene que ver, como ya nos contó Hume en su desesperación por esta misma cuestión del estilo, con el alejamiento de los clichés, tópicos y supuestos conceptuales que la historia deja como suciedad en el lenguaje cotidiano. Profundidad es un término topológico, que habla de descensos hacia zonas alejadas de la superficie, y, usando la metáfora hidrológica, zonas donde llega poca luz. Witttgenstein es un escritor muy profundo, que protestaba mucho contra este alejamiento de lo cotidiano, pero como cualquier wittgensteiniano podría corroborar, lo cotidiano en Wittgenstein es algo tan complicado de entender como su propio pensamiento, sólo aparentemente claro y sencillo. En fin: la profundidad es una virtud sine qua non, pero es una virtud difícil del lograr. No todos aguantan las aguas oscuras en las que la presión se hace insoportable, falta el aire y amenazan objetos oscuros.
Conquistar una voz propia es difícil y exige pagar precios que no siempre se está dispuesto a pagar. La decisión (que Bourdieu nos explica muy bien, y muy claramente --no puedo entender que a Alberto Olmos le resulte oscuro--) entre tener un estilo personal y tener éxito en los círculos académicos está sometida a lo que Thomas S. Kuhn llamaba la tensión esencial entre seguir la norma o romperla. Como ocurre también en literatura, la tentación de acudir al mercado como juez a veces es insoportable y desgraciadamente mortal para la calidad del ensayo de pensamiento. Y con esto llego a mi segundo tema, que es el de cómo hay un tertium quid que ha mediado desgraciadamente en la polémica sobre los dos estilos de escritura. Me refiero precisamente a la tentación mediática del mercado.
Como bien sabemos, la presión mediática por una cierta norma de estilo está produciendo una suerte de giro en la escritura hacia una forma de ensayo que adopta las formas del best-seller: el abuso del ejemplo y la anécdota, la repetición de las ideas de otros sin ser discutidas ni expuestas en su complejidad, sino reducidas a un par de eslóganes, la construcción de un narratario simple, al que se dirige el autor con una cierta complicidad frente al "otro": "tú y yo sabemos que estas ideas que te cuento son la enseñanza básica que hay que sacar y nos dejamos en paz de discusiones eruditas y complicadas." Es un estilo que lamentablemente se ha convertido en normativo por razones de mercado. No está en mi intención descalificarlo como malo --cada cual es cada quien para elegir su voz-- pero sí me subleva el que se imponga como norma de presunta claridad cuando es simplemente un ejercicio de abaratamiento de la divulgación. Uno ve con tanta compasión como pena cómo gente a la que se comenzó a leer con atención por su originalidad, valentía y profundidad se deslizan hacia este estilo que se elige menos por razones de divulgación que por expectativas de mercado. Es un estilo que, ciertamente, no es sencillo, han de conocerse las claves y exige una gran disciplina de escritura. Pero es simplemente una opción entre otras. No debemos pensar que es la norma sino que es simplemente una elección que construye su propio lector con el que si uno se identifica sin distancia crítica probablemente esté perdiendo más que ganando. Como ocurre en literatura, no hay nada malo en leer best-sellers, lo malo es en identificarse con el "lector medio" al que van dirigidos. Sólo sabiéndose distante uno puede leer a Clarice Lispector y a Carlos Ruiz Zafón y no sufrir daño en su capacidad crítica. Pero también el lector debe educar el oído como el escritor la voz. En eso está el juego de la palabra.