El consumo, el por qué, cómo, qué y cuándo consumimos
bienes, es algo mucho más misterioso y enigmático de lo que han considerado las
tradicionales teorías económicas y sociológicas. No es en la economía donde
vamos a encontrar la respuesta a estas preguntas que nos llevan al enigma del
valor, es decir, al extraño proceso por el que las cosas se convierten en
objetos y estos en bienes de consumo. Marx iluminó mucho este rompecabezas en
el primer tomo de El Capital, en las
profundas páginas dedicadas al fetichismo de la mercancía y al proceso de
formación del valor de cambio. No es accidental que Marx eligiese un término
tomado del vocabulario de su tiempo descriptor de las variedades o perversiones
del erotismo. Pues el fetichismo, como el propio Marx relata, es un
desplazamiento del deseo, un detournement
que sitúa el eros donde no debía estar y donde se produce un olvido de su
origen. Para Marx, el desplazamiento ocurre entre el valor de uso y el valor de
cambio. El valor de utilidad que convierte a través del trabajo las cosas en
objetos y artefactos se olvida y desplaza a su nueva naturaleza de mercancías o
a su valor de cambio. El desplazamiento opera aquí como olvido y represión, al
modo en el que la conciencia olvida y reprime los deseos, según el
psicoanálisis. No está nada claro, sin embargo, que la alternativa marxiana
entre valor de uso y valor de cambio explique de forma clara cuál es la
naturaleza del consumo, por más que pueda explicar la circulación de las
mercancías. No es en la economía donde encontraremos respuestas a este enigma.
La antropóloga Mary Douglas, en un texto escrito en 1979 con
Baron Isherwood, El mundo de los bienes.
Hacia una antropología del consumo, busca en el relato antropológico las
raíces del valor en los bienes de consumo. La teoría económica concibe el consumo como un acto esencialmente
individual producto de un cálculo de intereses y presupuestos por parte del
individuo. Esta mirada nunca podrá explicar los hábitos cotidianos de consumo,
ni los de la madre que llega a casa con las bolsas del supermercado ni el
potlatch que estudiaron los antropólogos, una fiesta en la que el convocante,
un prócer de la tribu, derrocha alimentos, ornamentos valiosos e incluso
destruye aquello que sería un bien acumulable como riqueza.
El consumo comienza en gran medida allí donde acaba la
mercancía. Consumo, define la antropóloga es el “uso de bienes materiales que
está más allá del comercio y goza de libertad”. Si todo fuera equivalente en el
ámbito del consumo éste no estaría sometido a las reglas tan reales como
invisibles que son ajenas al valor monetario. Por supuesto que hay distinción
entre las capacidades de consumo dependiendo de la riqueza, pero esa desigualdad
no afecta a cómo el consumo de bienes ordena nuestras vidas. Pensemos por un
momento en los regalos e invitaciones: regalamos algo que suponemos que agrada
al receptor, pero no cualquier cosa. Si una amiga ha tenido un niño, le
llevamos flores a la clínica, pero quedaríamos en muy mal lugar si le
entregásemos el valor monetario para que ella se compre flores. En una cena de
las clases altas de Nueva York, observa Mary Douglas, una nueva rica dolida
porque otra hacía regalos a sus invitados en las cenas en su salón, optó por
envolver billetes de cien dólares en la servilleta de cada uno. Rompió la
lógica del don que no se basa en el valor de cambio sino en el acto de entregar
un bien cuyo valor lo calibran bien los receptores en función de los lazos sociales
que los unen al donante. Si el consumo estuviese sometido completamente a la
lógica utilitarista del comercio cualquier cosa podría ser vendida. Pero
tenemos problemas de muchos órdenes morales y políticos para hacerlo.
Rechazamos que se vendan los favores políticos o sexuales, que se adquieran los
títulos académicos.
En el consumo se encuentra la solución al enigma de los
bienes, a aquello que no es sólo valor de uso o de cambio. Mary Douglas
resuelve la pregunta de esta forma: “si se ha dicho que la función esencial del
lenguaje es su capacidad para la poesía, asumiremos que la función esencial del
consumo es su capacidad para dar sentido”.
Y efectivamente, en el consumo se crea significado, se construye lo
central de nuestro lugar en el mundo que es la relación social. “Olvidémonos -
sigue Mary Douglas- de que las
mercancías sirven para comer, vestirse y protegerse. Olvidémonos de su utilidad
e intentemos en cambio adoptar la idea de que las mercancías sirven para
pensar”. Sirven para reatar los vínculos
sociales y para expresar el perfil propio con el que la persona quiere ser
reconocida. El consumo es, en definitiva, nuestro principal sistema de
información sobre la sociedad.
Este carácter de sistema de información nos conduce lo que
quizás ya se estará preguntando quien lea estos párrafos. Si es un puro sistema
de información, ¿qué ocurre con la riqueza, la pobreza y la desigualdad?
Precisamente el hecho de que el consumo represente un sistema de significados
que expresa los lazos sociales nos descubre muchas cosas sobre el sistema
capitalista como creador de desigualdad y sobre la creación de pobreza al
tiempo que riqueza. La pobreza se define siempre en función del acceso a bienes
de consumo así como a sistemas de salud, vivienda, educación y otros bienes más
inmateriales. En el extremo contrario, la riqueza nos habla de la desigual capacidad
de consumo y, sobre todo, de la capacidad de acumulación de capital así como
otras formas de poder asociadas a la posesión de capital. Pero si miramos con
una cierta distancia la historia, la cultura y la sociedad, esta división tiene
que ser situada en contextos singulares. Por un lado, el nivel de consumo de la
fracción más dañada de nuestras sociedades puede que sea no inferior incluso al
de las clases altas de otras sociedades. Por otro lado, sociedades con una
capacidad de consumo mucho menor que la nuestra no se considerarían a sí mismo
pobres. Todo lo contrario. La pobreza y la riqueza tienen que ver con la
capacidad de consumo pero sobre todo tiene que ver con el significado y con la
reproducción social y, por ello, con la economía del deseo en una sociedad en
particular.
En las sociedades fundadas sobre los rituales del don, sobre
el trabajo procomún y sobre la imprescindible necesidad de preservar los lazos
sociales, el consumo y el tiempo se subordinan a la salvaguarda de los vínculos
que atan a la sociedad. En las fiestas del potlatch se derrochan los excedentes
del año. Son más importantes los vínculos que la acumulación. Son sociedades en
las que el tiempo no está sometido a un cálculo de “futuros”, que es, en
definitiva, la lógica de la acumulación sino que bajo la forma de destino se
ordena por los ciclos de la vida. En la lógica del capital la acumulación, como
afirmó Keynes, es fruto de ese cálculo que en cierta forma trata de atrapar un
tiempo en fuga, de detener el futuro. En
la creación de la mercancía no solamente hay un olvido del valor de uso, como
nos explicó Marx, hay sobre todo un olvido del significado. La presión del
cálculo, la conversión de todo en un sistema abstracto de mercancía tiene mucho
que ver con la pérdida del tiempo como tiempo de vida y su conversión, también,
en mercancía abstracta.
Es curioso, pero no sorprendente, cómo en la lógica de la
invasión de la mercancía en todos los aspectos de la vida se violan incluso las
más profundas reglas del intercambio de significados. Las nuevas formas de
consumo, por ejemplo, crean estos extraños dones que son los “cheques regalo”
que, bajo la apariencia de dar libertad al receptor para el consumo lo que
hacen es simplemente traducir nuestro vínculo emocional en un valor monetario.
La lógica de la acumulación genera las
espirales de consumo que constituyen nuestras sociedades. La obsolescencia programada
y la renovación inagotable de bienes y marcas acompañan al destejido progresivo
de nuestros lazos sociales. Mientras que en el ámbito doméstico de la familia
aún seguimos vistiendo los viejos jerséis de los que nunca somos capaces de
desprendernos, dedicamos los fines de semana a renovar incansablemente los
armarios para presentarnos en un espacio social en donde nuestras identidades
están cada vez más definidas por el precio de la ropa que llevamos encima, los
automóviles que conducimos y los smartphones
que nos separan de los otros. La liquidez de nuestras relaciones y la
mercantilización van juntas. Se realimentan y realimentan la acumulación de
deseo insatisfecho que acompaña a la acumulación de capital. El sociólogo
Pierre Bourdieu lo explicó muy bien: son estrategias de distinción. Cada grupo
social constituido por hábitos de acumulación emprende una carrera para
preservar su estatus a través de una competencia por un consumo que excluya a
quienes no pertenecen a la clase, a la casta. Se ordena la sociedad para que
los de abajo no conozcan ni las marcas ni los precios, para que piensen que por
haberse cubierto con un traje de grandes almacenes en rebajas ya pertenecen al
grupo. La estrategia de distinción lleva oculto para los de abajo el precio de
las cosas, solamente los de dentro saben lo que vale un peine, lo que vale un
traje a medida y la boutique o sastrería donde se encuentra. La acumulación
también es acumulación de barreras de conocimiento: que los otros ignoren
protege a los de arriba y preserva las señas de su poder.
Se objetará, quizás con razón, que si a uno no le gusta esta
sociedad por qué no se va a una comunidad de la selva o al campo. La respuesta
no es difícil. Primero, no hay que despreciar el creciente número de personas
que optan por rebajar sus deseos de consumo, limitan su gasto y sus ingresos
voluntariamente y se trasladan a habitar en comunidades donde se pueden retejer
vínculos emocionales más fuertes. Pero no es necesario que esta sea la única
respuesta ni la única alternativa. En primer lugar, el hecho de que uno se
sienta parte de una sociedad explica por qué nos acomodamos a la lógica del
consumo. Abandonarla implica un exilio social y no está nuestra psicología
dotada para estas rupturas, que solamente ocurren cuando la desgracia entra en
nuestras vidas. Si el consumo expresa el sentido de nuestras vidas y la trama
de significados define a una sociedad y a sus vínculos emocionales, cabe una
respuesta que no es necesariamente el bajarse del mudo, la expatriación y el
desarraigo. Se trata de cambiar el rumbo, de transformar la sociedad frenando
la lógica de la acumulación y la colonización de la mercantilización de todos
los espacios de la vida. Transformar la sociedad entraña modificar el tiempo y
el consumo. Orientar el consumo hacia el don y la reproducción de nuestros
lazos en una recuperación de lo común. Hacer de la sociedad un hogar para que
podamos estar en ella con los viejos pantalones y jerséis, transformando las
estrategias de distinción en tácticas de amor.