Nunca un Premio Nobel en economía tuvo tanta importancia para la filosofía política como el que se
concedió en 2009 a Elinor Ostrom (1933-2012) por su trabajo pionero sobre los
bienes comunes. Ostrom dio expresión económica a la forma de vida más olvidada
de la historia del pensamiento político: la vida en común. Hasta que ella
desarrolló su tesis, la teoría económica y la filosofía política distinguía únicamente
dos tipos de bienes que la sociedad habría de repartir con formas de gobierno
más o menos justas: los bienes privados y los bienes públicos. Ella señaló y
explicó muy claramente que existían, desde antes de que la humanidad fuese
humanidad, otro tercer grupo de bienes: los bienes comunes. El poder teórico de
su descubrimiento está todavía por desarrollar en todo su potencial ético y
político.
La teoría
económica estándar distingue los bienes por dos características que sobresalen
entre otras para la clasificación: la extraibilidad y la exclusividad.
Un bien es extraíble si su uso o consumo por una persona o grupo impide que
otros lo empleen o consuman. La exclusividad se refiere a la posibilidad de
fijar accesos al bien o excluir de su propiedad, uso y consumo a personas y
grupos. En la clasificación tradicional, los bienes se agrupan por su grado de
extraibilidad y exclusividad. Los bienes privados son los que tienen un mayor
grado de extraibilidad y exclusividad. Por ejemplo, una tarta puede ser divida
en porciones y repartida de forma que quienes consumen una de ellas impiden que
otros lo hagan. El pastel, un ejemplo que usamos muchas veces en las
conversaciones, es un bien extraíble y exclusivista. En el lado contrario,
tenemos los bienes públicos, que son aquellos de baja extraibilidad y
exclusividad. Un teorema matemático, por ejemplo, es un bien público: su uso y
consumo repetido no agota nuevos usos y, una vez conocido, no puede excluirse a
nadie de su disfrute. Ciertamente, como comentaré más adelante, hay un cierto
grado de convención y construcción social en la declaración de privado o
público. Muy pocas cosas caen naturalmente en una u otra categoría, pero la
división es muy clara desde el punto de vista teórico.
La filosofía
política reflejó desde sus comienzos, pero sobre todo en la época contemporánea, esta dicotomía en la diferenciación entre dos modos de repartir los bienes.
Según la fórmula más conocida, el mercado sería el dispositivo más eficiente
en el reparto de los bienes privados de acuerdo con los ideales que establecen
el óptimo de Pareto y el equilibrio de Nash. Lo que queda fuera (lo que suele
denominarse «fracasos de mercado»), es
decir, los bienes públicos, se suele encomendar el reparto a un gerente
poderoso, y en particular al Estado en la forma de políticas públicas:
educación, salud, medio ambiente, seguridad, etcétera, se consideran bienes
sociales que hasta el neoliberalismo se solían encomendar a las políticas
públicas más allá de las formas e intereses del mercado.
En los años
sesenta, en los que se fue gestando el pensamiento que habría de convertirse en
la alternativa neoliberal, se extendieron varias teorizaciones pesimistas sobre
las que habrían de apoyarse más tarde las políticas privatizadoras. Las dos más
importantes fueron la llamada tragedia de los comunes de Garrett Hardin,
publicada en 1968, en donde desarrollaba la idea de que el consumo de ciertos
bienes dejado al libre albedrío de una comunidad resultaba en una completa
catástrofe. Por ejemplo, la explotación de las tierras comunes para pasto,
llevaban a dilemas de consumo por parte de los campesinos. Un monte común
presentaba el dilema de que si alguien llevaba solo un par de cabras dejaría el
campo para que se enriquecieran los demás, y si llevaba cien, pero los demás
llevaban solamente una, no ocurriría nada. La teoría predecía en desastre y
recomendaba introducir derechos de propiedad. El filósofo Jon Elster, que había
comenzado como marxista analítico, hizo un uso sistemático de este dilema para
recomendar políticas siempre conservadoras. El historiador Jared Diamond, la
usó para explicar las muchas catástrofes ecológicas de la historia de la
humanidad. La otra teoría pesimista fue el llamado dilema del prisionero,
que se desarrolló en la Rand Corporation, la gran fundación norteamericana de
la Guerra Fría en los años cincuenta para fundamentar la política de la
disuasión por destrucción mutua en la carrera nuclear, explicaba que en el
dilema entre cooperar o no hacerlo, siempre lo segundo era lo más racional
desde el punto de vista económico. Ambos resultados, junto con otras teorías
intermedias fueron empleadas como instrumentos para legitimar las políticas de
privatización de todo lo que, según la mirada neoliberal, estaría sometido a
alguno de estos dilemas. El rechazo de muchos votantes norteamericanos a la
extensión general del sistema de salud se basa en un empleo sistemático de los
argumentos que dan estas teorías.
Elinor Ostrom
demostró que Hardin estaba equivocado al concebir los bienes comunes, y que lo
hacía de un modo ideológicamente muy sesgado. En primer lugar porque sus
ejemplos repetidos no eran bienes comunes sino simplemente bienes de
acceso libre sin restricciones. Es decir, en segundo lugar, que no contemplan
que alguien sea excluido del disfrute si atenta contra la sostenibilidad del
bien. En tercer lugar suponía, sin fundamentarlo, que el autointerés egoísta
era la actitud básica por defecto de usuarios y consumidores (la psicología evolucionista
(Leda Cosmides) ha postulado que los humanos venimos de fábrica dotados de una
sensibilidad muy fina para detectar injusticias o faltas de cooperación). En
cuarto lugar, presuponía que la única alternativa era la privatización o el
gobierno autoritario. Ostrom comenzó a estudiar una innumerable cantidad de
ejemplos que probaban lo equivocado de estos oráculos del egoísmo. Sus análisis
mostraban que en las zonas comunes se establecían autoorganizadamente normas de
uso y gestión que permitían que la colectividad excluyese del uso a quienes
atentasen contra el bien. O si no se excluía definitivamente se establecía un
sistema de sanciones para los incumplimientos. Uno de los casos más notorios es
el sistema de uso común del agua en la Huerta Valenciana a través de mecanismos
como el del Tribunal de las Aguas (en los años de niñez que viví en Valencia
llegué a ver alguna de sus actuaciones).
La teoría de lo
común de Ostrom es compleja y distingue al menos estos elementos: el recurso
común, que suele ser un bien con un grado variable de extraibilidad, a
veces alto, como el agua de riego o la pesca en un caladero, o a veces bajo
como el conocimiento y la información. En segundo lugar, el grupo de usuarios
que lo mantiene, los comuneros (esta es mi versión, como castellano, del
término inglés commoners). En cuarto lugar, la institución de lo
común, a través del sistema de normas y sanciones de uso. Por último, y en
cuarto lugar, la propiedad de lo común. Cuando se constituye la teoría
de los comunes, la historia de la economía y la sociedad comienza a entenderse
de otro modo porque el paisaje se llena de espacios se han constituido y
mantenidos a través de la constitución de lo común.
La experiencia
primaria que tenemos en la vida es la experiencia de lo común. Así, el uso y
consumo en el espacio doméstico es un ejemplo palmario de lo común. El baño de
una casa, o el frigorífico, son objetos que siguen la lógica de lo común. En
las sociedades patriarcales, la madre es generalmente quien carga con el trabajo
de preservación, limpieza y gestión de lo común, es cierto, pero también lo es
que es de las madres de quien aprendemos desde niños qué la gestión de lo
común: “sube la tapa del váter cuando vayas a hacer pis; limpia lo que
ensucies, ordena tu habitación…”. La educación maternal, que reproduce la
humanidad desde que la especie es especie humana, ha sido siempre una educación
en lo común que más tarde se desarrollará en múltiples iniciativas.
Es sorprendente
que la filosofía política solamente haya contemplado la dicotomía entre
espacios y políticas privados y públicos. En parte, el fracaso de la
socialdemocracia hay que entenderlo desde esta limitación teórica. En la medida
en que han aceptado que únicamente están las opciones del mercado para lo
privado y la política gubernamental para los bienes públicos, han dejado fuera
de foco todo el gran espacio de lo común. La socialdemocracia, que se proclama
heredera de los grandes movimientos obreros del siglo XIX y de la primera mitad
del siglo XX ha olvidado que los movimientos obreros nacieron como empresas de
lo común. El sindicato, que durante décadas representó la organización
de clase, fue una institución que nació como una institución de lo común,
incluido su nombre. La historia del movimiento obrero es una historia de
constituciones de comunes. Cooperativas, economatos, clases de adultos y
universidades populares, cajas de resistencia, grupos de teatro,… Las
asociaciones obreras de la historia mantuvieron su fuerza y su presión contra
el capitalismo constituyéndose como organizaciones de resistencia en común.
Hardt y Negri, y
Laval y Bardot han planteado recientemente lo común como una alternativa
política, y poco a poco se va extendiendo esta idea. Sin embargo, como ha explicado Massimo
de Angelis, un economista radical de la universidad de East London, estas
iniciativas, e incluso el mismo trabajo de Ostrom, no acaban de calibrar bien
el potencial que tiene la noción de los comunes. En las popularizaciones del
tema suele aludirse a las alternativas de pequeños grupos o comunidades que se
mueven en los márgenes del sistema, como si la alternativa quedase para un
futuro muy lejano que creciese al compás de estas iniciativas. Por el
contrario, si usamos bien la noción de lo común, veremos que no es un espacio
marginal sino, por el contrario la parte mayoritaria de la historia de la
humanidad.
En lo que se
tiende a confundir Ostrom (y con ella mucha más gente) es en creer que hay algo
esencial en ciertos recursos que los convierte en comunes. En realidad, el que
algo sea común es el resultado de un proceso instituyente de puesta en común:
bienes privados y públicos pueden ser convertidos en comunes mediante procesos
de constitución comunera que instauran sistemas de producción y reproducción
común. Cada vez que en la enseñanza, en la sanidad y en otros ámbitos de lo
público se crean iniciativas de apropiación común, mediante la institución de
nuevas formas de gestión y autogestión, se establecen nuevos territorios
comunes. De Angelis, que ha recorrido el mundo estudiando estos fenómenos
señala como ejemplo las reacciones del pueblo griego después del castigo que le
infligió la Comunidad Europea. Los terribles recortes en políticas públicas
dieron nacimiento a innumerables iniciativas de clínicas cooperativas,
comedores, y otras varias formas de sostener la vida bajo las condiciones de
escasez a las que habían sido condenados los ciudadanos. Se ha comprobado en la
teoría y en la práctica que tras las catástrofes, guerras y grandes desgracias
surgen inmediatamente instituciones de lo común. Es la reacción natural de la
humanidad para la supervivencia.
En los años
cincuenta y sesenta del siglo pasado se desarrollaron horizontes políticos
críticos que trataban de diferenciarse de las políticas autoritarias y
estatistas de los partidos comunistas, así como de las políticas
socialdemócratas basadas en la división del trabajo entre mercado y políticas
públicas. Fueron las alternativas autogestionarias, que propugnaban formas de
gestión de la vida económica y social en todos sus niveles a través de modos de
acción que ahora entendemos muy bien desde la idea de los comunes.
Es paradójico el
hecho de que, si lo miramos desapasionadamente, el propio mercado —o los
mercados, como suele decirse en la prensa— solamente pueden existir mediante
formas de comunes. Un mercado desrregulado corroe con rapidez la base
fundamental de los intercambios comerciales, que no es otra que la confianza,
un bien que siempre nos recuerdan las organizaciones empresariales, que son las
primeras en socavar continuamente a través de los procedimientos de destrucción
masiva que ha articulado la nueva economía financiera, del beneficio a toda
costa y del offshoring sistemático.
Tendemos a pensar
que lo mayoritario es la lógica del mercado y lo marginal la lógica del don.
Pero la historia de la humanidad nos muestra que la regla ha sido lo contrario.
La mayor acusación que puede hacerse al capitalismo la hicieron Marx y Engels
al detectar su lógica suicida que socava todo lo que lo hace posible. Comenzó
con un vallamiento (enclosure) de los comunes y ha continuando
expropiando y depredando todo aquello que funciona por la lógica de lo común a
través de la mercantilización arrolladora de todas las dimensiones de la vida.
Lo último ha sido la atención conjunta y la conversación, que eran los recursos
de reproducción humana de la familia y la amistad. Los gadgets de la economía
de la atención depredan todo aquello que nos reproduce como el cariño, la
ironía y todas las formas de reducción de conflictos mediante
microinstituciones de lo común. Por ello mismo, las formas más promisorias de un
horizonte anticapitalista no vendrán de enormes medidas de conversión de lo
privado en público y gubernamental, por más que haya que seguir defendiendo las
políticas públicas, sino por una constitución común de lo público y lo privado,
por una conversión del ciudadano pasivo en comunero, como le enseñó su madre de
niño.