domingo, 23 de febrero de 2020

Lo que queda del posmodernismo







Desde los años noventa hasta avanzado el comienzo del siglo XXI se desarrollaron las Guerras de la Cultura  contra el posmodernismo. La academia más modernista se unió a las fuerzas del conservadurismo y el papado. Stephen Jay Gould o Richard Lewontin fueron crucificados por los darwinianos ortodoxos como Dawkins. No les perdonaban ni el marxismo ni la visíón holística de la evolución. Derrida fue el destinatario de infinitos chistes, de acusaciones de incompetencia por parte de John Searle y de peticiones colectivas contra el doctorado honoris causa que le había concedido Cambridge. En Yale, la autoridad universitaria intervino los departamentos de humanidades que había contaminado Derrida. El gobierno inglés se apresuró en cuanto pudo a cerrar el centro de Birmingham donde habían florecido los estudios culturales. Benedicto XVI lanzó una campaña agreste y general contra el relativismo de los posmodernos. En el siglo XXI, el marxismo ortodoxo recogió toda esta siembra y se alineó contra las trampas posmodernas.

¿Qué ha quedado y qué hemos superado del posmodernismo?

Lo primero es admitir que los rasgos sociológicos con los que se describió la posmodernidad (no el posmodernismo como su lógica cultural) son parte de nuestro mundo: la globalización, la sociedad digital, la omnipresencia de lo espectacular y la vida en la pantalla, el poder de la imagen,… Tanto los discursos celebratorios como los más pesimistas pueden mostrar rasgos y razones para sus tesis. Aunque, en cierto modo, nada nuevo hay en la posmodernidad que no estuviese ya presente en la modernidad y modernización. Las descripciones de Benjamin de las urbes modernas y el arte en la era de la reproducción mecánica siguen siendo textos de referencia, y la crítica cultural de Adorno se  puede aplicar sin muchos cambios al mundo contemporáneo.

¿Qué ha quedado de las tesis filosóficas del posmodernismo y en qué no ha logrado convencernos? Cincuenta años son un intervalo suficiente como para permitirnos hacer un balance cabal de sus luces y sombras.

En su haber: Pese a Searle y a toda la teoría austiniana de los actos de habla que parecía distinguir bien claramente los actos realizativos o performativos de los que tenían una semántica pasiva con respecto al contexto de enunciación, Derrida parece haber tenido razón en su extensión del concepto de performatividad más allá de los estrechos límites de la pragmática analítica. Cuándo la enunciación cambia el mundo y cuándo no, es decir, cuándo la expresión lingüística desvela las relaciones de poder o resistencia en la situación de habla puede ser algo no inscrito en el lenguaje sino en la complicación del lenguaje y la realidad en cada contexto de uso. Que un adjetivo denigratorio como “marica” sea un insulto o un acto de orgullo no depende ni del diccionario ni del analista del lenguaje sino de cómo estén los equilibrios de poder en los antagonismos cotidianos.

La inestabilidad de los fundamentos, la fluidez de las legitimaciones es también algo que ha de reconocerse al posmodernismo. La construcción de un centro resistente a los cambios y una periferia en continuo cambio en todos los órdenes de la existencia y de las formas culturales es algo que resulta bastante irreversible en cualquier proyecto de legitimación. Desde la filosofía no francesa ni alemana, es decir, desde el campo analítico, Neurath, Wittgenstein y Quine lo habían explicado muy claramente, pero no eran autores con tanto sex appeal entre los círculos de la teoría literaria y estética. El marxismo oficial,  por razones ideológicas, tampoco apreciaba estas lecturas holísticas de las realidades culturales. Es curioso leer ahora, cincuenta años después, el desprecio de los althusserianos, con Perry Anderson a la cabeza, contra Gramsci, quien por tantas razones estaba tan cerca, mutatis mutandis, de Wittgenstein, como rápidamente reconoció su amigo común Piero Sraffa.

Hagamos balance también de la historia de uno de los grandes lemas del posmodernismo, el que quizás tuvo una mayor proyección popular hasta el punto de que hubo un tiempo donde era imposible escuchar un discurso progre que no usase la bandera posmoderna: “superación de los binarios”. En su haber: tienen razón las tesis posmodernas en que las categorías binarias (sin las que no existiría el estructuralismo) esconden una concepción esencialista de las identidades que tratan de definir las categorías. El esencialismo, tienen razón, impone una normatividad injustificada que solamente se sostiene sobre las relaciones de poder cultural hegemónico. Una categoría social, afirman con razón, contiene un núcleo estereotípico que tiende a dejar fuera las formas no normativas, disidentes y extrañas, calificadas como obscenas, aberrantes o monstruosas.

Tuvieron también razón los estetas y artistas posmodernistas en sus distancias, a veces educadas, a veces sarcásticas y paródicas, con respecto a las vanguardias artísticas y literarias que un día aspiraron a cambiar el mundo  cambiando las formas sin cambiar los contenidos. La reivindicación del humor, que Umberto Eco recogió en uno de los iconos pop del posmodernismo, El nombre de la rosa, es también un logro de la cultura tardomodernista.

Veamos, desde las profundidades de la crisis del siglo XXI, en qué cosas el posmodernismo se pasó de frenada y desbarró completamente. Algunas, desde luego. Un examen serio es algo que está por hacer y compete a los historiadores del pensamiento y la cultura.

La primera de todas, desde mi punto de vista, tiene que ver con la superación de los binarios. Mientras que es correcta su crítica al esencialismo, los binarios existen porque las dicotomías forman parte de la dialéctica y los antagonismos que constituyen la realidad. Así, las identidades son excluyentes, ciertamente, pero esa es parte de su función. No habría resistencia sin buscar confluencias y lealtades identitarias, sin los largos procesos de lucha que definen las categorías como expresiones de las esperanzas de multitudes que se organizan en común contra aquello que les oprime. Las identidades, y con ellas los binarios, se apoyan en asimetrías ontológicas que no se pueden superar con la cabeza sin superarlas en la realidad. Asimetrías sobre las que se apoyan los contrafácticos en los que, a su vez se apoyan nuestras teorías de lo real. Así por ejemplo: si las mujeres no tuviesen capacidad reproductiva el patriarcado no las habría explotado sexual y laboralmente. O, sobre la categoría de género: si el patriarcado no hubiese sido la cultura dominante el cuerpo y la vida de las mujeres no habría sido oprimido históricamente. O, si no se hubiese desarrollado la forma mercancía como elemento autónomo económico, el trabajo humano no habría tomado la forma de una mercancía intercambiable por un salario. Sin categorías e identidades los agravios no habrían podido dar lugar a movimientos sociales resistentes, incluidos los que se apoyan en la disolución de las categorías como bandera.

Un segundo error histórico del posmodernismo fue su intento de borrar la epistemología del vocabulario ciudadano y político. La “ansiedad epistémica” por la verdad y los hechos, que tanto estigmatizó el posmodernismo es uno de los malignos regalos que la historia les ha concedido. El mundo de la posverdad de Trump y de la cultura mediática está en el haber del posmodernismo, pero difícilmente podríamos considerarlo una conquista histórica de la democracia como soñaba Rorty. Los dioses te conceden tus deseos en la forma de pesadillas. La distinción entre apariencias y realidad fue, desde la revolución científica a las revoluciones históricas del siglo XIX, bandera de combate contra las naturalizaciones y las hegemonías del poder. En algún momento, incluso los movimientos que han hecho de la lucha contra el binario realidad/apariencia una componente básico de su estrategia, necesitan los hechos con una absoluta necesidad para dar cuenta de su subordinación.

Si la metafísica y la epistemología posmodernas hacen aguas por todas partes, la estética posmoderna no es menos defectuosa. En el haber del posmodernismo está el que ha servido de plataforma para una de las grandes transformaciones de la industria de la cultura: el ascenso a posición dominante de la figura del comisariado, como factor decisivo en la visibilización del arte, sustituyendo al galerista y al coleccionista. Hay, ciertamente, algo de más democrático en el comisariado que en el elitismo y coleccionismo. En su contra, hay bastantes entradas la columna de las deudas. Alberto Santamaría ha diagnosticado con acierto la trivialización y “descafeinamiento” de la cultura en las nuevas formas de neosituacionismo y estéticas relacionales. Pensar que se puede cambiar el mundo en una sala de exposiciones seleccionando instalaciones y obritas que crean una atmósfera minipolítica es contribuir a asentar el juicio que Franco hizo de la vanguardia de los cincuenta: “si es así como quieren hacer la revolución… no importa mucho”. 

Por último, en un plano más formal, hay que hacer balance también del estilo del lenguaje posmodernista. Tienen razón las autoras y autores posmodernos que muchas veces la claridad aparente esconde el desgaste y la trivialización de los términos. Que a veces hay que refugiarse en términos y formas aún no colonizadas por el poder dominante. Así, hemos heredado de Gramsci un complejo aparato léxico y conceptual que no solamente fue inventado para escapar a la vigilancia de la policía fascista que le censuraba las cartas y escritos, sino también a la omnipresente vigilancia de los comisarios políticos de la Tercera Internacional, a quienes no podía criticar abiertamente. En contra del posmodernismo hay que señalar que ha creado un estilo de comunicación enrevesado, confuso, lleno de neologismos y de guiños y sobreentendidos al lector cercano, pero que a quien se acerca sin entrenamiento a estos textos le resulta a veces ininteligible y casi siempre lleno de paradojas e inconsistencias y metáforas bizarras. El abuso de las metáforas científicas y del criptolenguaje psicoanalítico será, me atrevo a anticipar, una de las obsolescencias más probables del discurso posmoderno, lo mismo que le ocurrió a viejo marxismo ortodoxo o troskista, que hoy, en un tiempo de feliz renacimiento del marxismo, resulta ya intragable como estilo de escritura.

En fin, solo unos apuntes rápidos para lo que creo que es una tarea pendiente, la de hacer un balance sensato, más afinado y acertado que este mío apresurado, de las luces y sombras del posmodernismo.

domingo, 16 de febrero de 2020

Antinomias de la ubicación




Charles Taylor, el filósofo canadiense crítico de la modernidad, ha sostenido que el desarraigo es una de las enfermedades de la subjetividad moderna: tener una perspectiva de sí mismo desde ningún lugar, desde ningún espacio de lealtades, afiliaciones y pertenencias o, lo que es lo mismo, verse a sí mismo desde una cumbre universal, siempre llena de cegueras y torpezas. Así, quien se pone en el lugar del “ser humano” o, en las habituales discusiones nacionalistas, quien responde “no, yo soy ciudadano del mundo”.  La inmediata reacción universalista es la tentación que aqueja al sujeto educado política y culturalmente en la nunca desaparecida modernidad.

Simultáneamente, como ha señalado Fredric Jameson en sus caracterizaciones de la posmodernidad, la nostalgia y melancolía de la pertenencia a un mundo quizás desaparecido es otro de los rasgos que nos señalan en esta contemporaneidad. No es inusual encontrarse en la gran urbe con mucha gente que presume de su “pueblo”, a veces imaginario o simplemente ocasional en algún veraneo. O las continuas recurrencias al barrio donde se jugaba en la niñez. Manuel Castells llamó la atención en la década de los ochenta del poder de la identidad en un mundo globalizado. De hecho, las banderas de la identidad han sido las fuerzas movilizadoras más importantes en el siglo XXI, incluidos los episodios de terrorismo y de violencia imperial que han llenado el casi primer cuarto de siglo.

El universalismo no se opone al particularismo en los tiempos que vivimos. En una era de paradojas, la tentación universalista y la bandera de la identidad de interdefinen en un inacabable juego que enfrenta a adversarios y que fragmenta y enfrenta a las partes mismas que se confrontan en la tensión por la hegemonía.  ¿Acaso es una novedad el que quienes se refugian en las trincheras del universalismo lo hacen porque esconden una profunda lealtad a causas bien particulares? En el otro extremo, los reclamos de identidad y diferencia muchas veces, casi todas, se presentan contaminados de universalismo, generalmente bajo el paraguas del lenguaje de los derechos humanos de los cuales habrían sido excluidos los colectivos que levantan los signos de la identidad. No es infrecuente que la identidad vaya acompañada de un “derecho (humano, político) a la autodeterminación". Cuando no es un mensaje religioso  -que por su propia naturaleza aspira al universalismo y a la exclusión de los otros dioses y la eliminación de los impíos- el que reclama el respeto a la identidad.

Wendy Brown, una de las más finas y radicales filósofas políticas del momento, en una obra de finales de los años noventa, Estados del agravio, recientísimamente traducida, mete el dedo en la llaga de la dialéctica entre universalismo y particularismo que ha sido tan persistente desde la posmodernidad. El centro del libro es un examen de las tesis de Catherine McKinnon, una muy conocida filósofa feminista cuya carrera ha estado dirigida en buena parte a la prohibición de la pornografía. McKinnon toma el lenguaje marxista, desarrollado para la clase obrera como clase universal y lo aplica a la dominación patriarcal. Las mujeres, como categoría e identidad, son dominadas a causa de la voracidad sexual patriarcal que infecta todos los ámbitos y en algunos como la pornografía se convierte en una clara explotación similar a la que el salario ejerce sobre los obreros. Wendy Brown no entra en el debate sobre la pornografía ni en la cuestión del patriarcado como forma de explotación, sino en la base conceptual con la que McKinnon aborda el debate creando una categoría “mujer” sobre la base de la sexualidad.



Frente a esta estrategia, que une una batalla concreta, como lo es la de la explotación de mujeres en la pornografía, con una determinación de la identidad de la mujer sobre una característica como es la de la sexualidad, Wendy Brown, a quien no puede reprochársele no estar comprometida con el feminismo, responde con dos argumentos que son muy relevantes para el tema de las antinomias de la ubicación. El primero, que toma de los textos clásicos de Judith Butler, es que caracterizar a las mujeres como clase por la sexualidad es aceptar la normatividad que impone el patriarcado que naturaliza de forma universalista a la mujer como orientada por la biología a la reproducción y quizás al placer heterosexual. No es solo que las mujeres no heterosexuales inmediatamente caigan fuera de la categorización de mujeres, que así ocurre (lo que paradójicamente aproxima esta forma de normatividad a los viejos estereotipos de “marimachos” o “quedarse para vestir santos” que tantas veces se han aplicado a las mujeres con otras tendencias eróticas o simplemente sin ningún deseo de comprometerse con varones). Es que, además, esta forma de construir una categoría tiene enormes puntos ciegos, como los que ha detectado la también feminista Silvia Federici: el trabajo de la mujer ha sido una causa fundamental en la acumulación primitiva que genera el capitalismo. Su trabajo no pagado en el cuidado y reproducción de la mano de obra es fundamental en la acumulación. Ese tiempo nunca reconocido ha de ser sumado a la plusvalía explotada por el capital. Recordar esta historia de las mujeres rompe con el modelo esencialista que propone McKinnon.

El segundo argumento me parece más poderoso y mucho más relevante para las nuevas controversias entre universalismo y particularismo. El reproche que Wendy Brown dirige a la estrategia de McKinnon es que después de toda la épica de usar la analogía de la lucha de clases para definir a la categoría “mujer” todo termina en una simple exigencia de censura y prohibición de la pornografía. Brown señala con toda razón que esta estrategia es parte de un proceso de despolitización de la vida que acompaña a la cultura neoliberal contemporánea y que afecta también a quienes aparentemente se resisten a ella. Y lo hace usando precisamente la analogía que ha motivado la posición de McKinnon. La clase obrera, recuerda, tal como se organizó en los grandes movimientos alrededor de la I y II Internacional y otras afines, no estaba movida simplemente por un rechazo de la explotación capitalista. Marx, entre otros, enseñó muy claramente que la lucha contra la explotación era una parte de la génesis de una nueva sociedad sin clases y con una organización completamente nueva. Marx criticó con acidez el lenguaje de los derechos como argumento o instrumento en la lucha de clases. Un lenguaje siempre cargado de fosilizaciones discursivas de luchas largas de resistencia en la historia. Si a todo lo que aspira una identidad es a una reclamación de un derecho y a una prohibición, con toda seguridad está derrotada antes de comenzar, sostiene Wendy Brown.

El interés del segundo argumento de esta filósofa es que entra directamente en las controversias de otro signo que han estado de moda en nuestro país y aún lo están bajo el lema de la “trampa de la diversidad” en la que presuntamente habría caído la izquierda al aceptar una sustitución de las políticas de clase por políticas de identidad. La división y la lucha simbólica y cultural habría sustituido a la unidad y las luchas económicas. El argumento de Wendy Brown no es difícil de aplicar a la idea de clase obrera que está implícita en la parte acusadora: ¿define la clase obrera la lucha económica? De nuevo resuenan las palabras de Marx: una clase que llevaba en sí las semillas de una nueva sociedad y de una nueva forma de ser humano, que, entre otras cosas, aspiraba a la abolición del trabajo asalariado y de las clases, ha quedado reducida ahora a un conjunto de tácticas sindicales y a una política socialdemócrata de defensa de derechos. No es extraño que a estas formas abstractas y aparentemente universalistas de categorización de clase le suceda una general despolitización de la vida cotidiana, tanto en el trabajo como fuera de él.

La ubicación es siempre problemática. Es una necesidad intrínsecamente humana: ¿quién soy?, ¿de quién soy?, ¿a qué pertenezco?, ¿cuáles son las fronteras invisibles que me definen? Pero las respuestas a estas preguntas nunca son transparentes. Nunca están ayunas de autoengaños y de refugios. Es fácil que al trazar fronteras caigamos en la trampa que Sartre consideraba la condición humana y que denominaba “mala fe”: no quiero ser lo que soy/ no soy lo que quiero ser. A esta tensión, que tiene que ver con la crueldad de la autoaceptación de nuestra fragilidad y complejidad, se une la dificultad que supone la opacidad o falta de transparencia que recorre el ser y querer ser: Nietzsche lo diagnosticó con claridad. Las debilidades de la voluntad no pueden resolverse simbólicamente. Llegar a ser lo que se es, cuando no se sabe lo que se quiere ni lo que se es, deviene en la mayor dificultad de nuestra existencia.

sábado, 8 de febrero de 2020

saberes de esclavo




¿Es posible enseñar lo inenseñable? Esta es la paradoja que Menón le propone a Sócrates en el diálogo homónimo:

Men. — ¿Y de qué manera buscarás, Sócrates aquello que ignoras totalmente que es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es esa que buscas, desde el momento que no la conocías?
Sóc» — Comprendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del argumento erístico que empiezas a entretejer: que no le es posible a nadie buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni podría buscar lo que sabe —puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna enton­ces de búsqueda—, ni tampoco lo que no sabe — puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar—.- Menón, 80d 1-4, e 1-4


Es la paradoja de quien desea aprender y quien desea enseñar. Una paradoja que refleja el drama del aprendizaje bajo el que todos vivimos como tensión permanente. Quienes nos dedicamos a la enseñanza como profesión; quienes están obligados por su condición de padres y madres; quienes se ocupan de los asuntos públicos porque tendrían que saber que la democracia es aprendizaje colectivo y experiencia en la historia; todos, por cuanto la contribución a esa forma de estar en común que es cuidarnos unos a otros implica también enseñarnos y aprender de los demás.

La pregunta de Menón está en el contexto del debate con Sócrates sobre si se puede enseñar la virtud (areté) que tiene múltiples formas, aunque Sócrates cree que hay que encontrar imperiosamente el concepto, o lo que él entiende por concepto, es decir, lo uno, las condiciones necesarias y suficientes de cualquier forma de virtud. En particular, una forma muy especial de virtud: aquella que no puede poseer un esclavo porque -afirma Sócrates- entonces no sería esclavo. A saber, la capacidad de gobernar y gobernarse, la autonomía y la condición de ciudadano. Que Sócrates tenga razón es una de las razones que convierten al Menón, en general, en un diálogo paradójico y espinoso. Comenzando por el hecho de que un texto que es consciente y abiertamente antidemocrático (está escrito para denostar a la forma ateniense de democracia) es a la vez uno de los grandes tratados de filosofía de la democracia.

A quienes nos interesa la rama de la filosofía que llamamos "epistemología" o "teoría del conocimiento", el Menón es sin la menor duda algo así como el texto inicial e iniciático. Es en él donde, además de la paradoja, se plantea el problema del valor del conocimiento, se anuncia lo que será un concepto de conocimiento tan persistente como equivocado (opinión verdadera justificada). A quienes nos interesa, además, la epistemología política, el Menón nos plantea las preguntas fundamentales: ¿qué conocimiento es necesario para participar en democracia?, para formar parte del demos sea como ciudadanos o dirigentes; ¿es la democracia algo más que una agregación de opiniones?, ¿debemos considerarla además como un medio de aprendizaje colectivo?

La virtud no es enseñable, opina Sócrates, lo más que puede hacerse es ayudar a recolectarla a través de su método de preguntas, su mayéutica, que trata de que la mente extraiga de sí un conocimiento ancestral y eterno que radica en su naturaleza inmortal. Sócrates muestra seguidamente la potencia de su método haciendo que un esclavo reconozca la prueba de uno de los problemas pitagóricos, el de la duplicación del cubo (en el caso del Menón, el problema de encontrar un número cuadrado que sea el doble de otro dado). El problema era entonces parte de las matemáticas avanzadas, incluyendo la teoría de la prueba, que estaba entonces en su estadio inicial de método de análisis y síntesis. Hasta un esclavo, nos dice Sócrates, puede entender esto. Me hubiera gustado ser Menón y haber continuado el experimento y pedirle a Sócrates: "¿por qué no le preguntas al esclavo si considera que su condición de esclavo es justa?", "¿por qué no le preguntas por qué no se rebela y se levanta contra la esclavitud? porque quizás el esclavo no sea tan ignorante como piensas y sí tenga sentido de la justicia y sabría qué hacer si le dejasen capacidades de gobernar. Como digo, el Menón está lleno de paradojas y no solamente la que conocemos como "Paradoja del Menón".

Las teorías universalistas nos dirán, como Sócrates, que el sentido de la justicia y la capacidad de gobernar y gobernarse está presente en la condición humana como tal, y que solamente hay que despertarlas. Por muchas razones esta respuesta es muy paradójica: ¿quién las despierta? ¿cómo?; ¿es virtuosa la persona que se presenta a sí misma como maestro, aunque sea en la forma de partera de la verdad que Sócrates reclama para sí? No son pocos quienes desde la filosofía, desde su condición de intelectuales o de su condición de políticos se proclaman profetas de la ejemplaridad y de las virtudes públicas, reclamando ejemplaridad en la vida pública. La paradoja de Menón está escrita para ellos, para nosotros: "si tal cosa predicas, ¿es tu vida tan ejemplar como exiges en otros?". Está escrita también para los pedagogos y gobernantes del conocimiento, inspectores y partícipes de las agencias de evaluación: "¿qué haces tú en las clases?, ¿haces aquello que pides que los otros hagan?". Si está en la condición humana el sentido de la justicia y solamente hace falta despertarlo, y para ello hay gente que se ofrece profesionalmente a hacerlo, no habría más que examinar su vida y miméticamente aprender por ejemplaridad de ella. Pero bien sabemos que no. Mejor no andar por la vida exigiendo ejemplaridad no sea que alguien nos regale un espejo por nuestro cumpleaños.

Sócrates se presenta a sí mismo como partera de la sabiduría (en el Menón, la sabiduría (sophia), la prudencia práctica (phronesis) y el conocimiento (episteme) funcionan intercambiablemente) y como maestro de maestros. Esta pose, o postureo, ha contaminado a generaciones y generaciones de gente de la enseñanza de la filosofía que se ven a sí mismos como Sócrates renacido. No creo estar exento de la tentación y confieso caer en ella muchas veces. Pero verse a sí como Sócrates es caer en el pantano de la misma paradoja que trata de resolver con su método. La paradoja de Menón no solamente afecta al aprendizaje y la enseñanza teórica o práctica (ejemplaridad), también a esa forma tan hipócrita de enseñanza que es la mayéutica: ¿te has preguntado por si las preguntas son las correctas?, ¿por qué Sócrates pregunta al esclavo si construir un cuadrado con la diagonal de otro nos da un cuadrado doble, pero no le pregunta por cuáles serían sus palabras si le dejasen participar en la asamblea?

Lo que hace tan grande al Menón es que, al modo de una de las tragedias que en Atenas representaban parte de la vida política, nos abre ante uno de los grandes dramas de la cultura y la sociedad. Podemos no simpatizar, como es mi caso, con Sócrates y reconocer la genialidad de su discípulo, Platón, quien, como un dramaturgo excelso, nos lleva a ser espectadores de este drama. El drama se convierte en tragedia si, como padres, educadores, políticos o ciudadanos nos identificamos con Sócrates. No es enseñable lo inenseñable. Ni siquiera preguntando. No sabremos nunca si las preguntas son las correctas.

Quizás el drama tenga otra posible solución si nos ponemos todas en el lugar del esclavo a quien preguntan. Estamos todos bajo la condición de esclavos: como padres, educadores, políticos o ciudadanos. La virtud no se enseña. En todo caso se reproduce, se construye, se ansía o elabora. Es siempre un subproducto de nuestra condición vulnerable, miope y opaca de sujetos a medio hacer en la historia. Si el mundo no se deshace, como pedía Camus, no es por nuestra virtud de arquitectos sino por nuestra humilde condición albañil.



































domingo, 2 de febrero de 2020

Naufragios





Hans Blumenger analizó en su libro Naufragio con espectador la potencia evocadora de la metáfora del naufragio. El cuadro de La balsa de La Medusa de Guericault se convirtió en un icono posmoderno de la supuesta debacle de la Ilustración. Yo quisiera en esta breve entrada fijarme en una de las caras que presenta el poliedro narrativo del naufragio para usarlo también como figura de la condición presente. Me refiero al tema de “náufragos en una isla desierta” que forma parte de la constelación del mito del naufragio. Constituye ya un género de la literatura moderna al que he sido aficionado desde que tengo recuerdos de lecturas infantiles. No puedo recordar ahora cuántas veces leí en mi niñez Dos años de vacaciones y La isla misteriosa de Julio Verne, o cuántas veces fui a ver Los robinsones de los mares del sur (Ken Anakin, 1960, basada en la novela de Johann David Wyss (1743 - 1818), publicada en 1812 bajo el título Der Schweizerische Robinson y conocida como El Robinson suizo). Releí también mucho Las aventuras de Arthur Gordon Pim  de Poe y más tarde he fatigado numerosas veces el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, aunque ya con una lectura filosófica, que es lo que intento hacer ahora.

Con los relatos de náufragos ocurre algo similar a los cuentos de lobos que pueblan el folklore infantil: ambos obedecen a una experiencia histórica muy cercana y amenazante. Durante milenios, la humanidad fue una presa habitual de las manadas de lobos, y desde que la navegación se convirtió en una articulación eficiente de las culturas, los naufragios fueron un peligro pavoroso. Encontramos relatos de náufragos en la Biblia y en la Odisea, pero sobre todo comienzan a proliferar al compás de la navegación de altura trasatlántica que inauguran los imperios portugués, español, holandés y británico. Muchos de los testimonios están perdidos en archivos que recientemente comienzan a explorar historiadores, geógrafos y antropólogos. Los relatos de naufragio, pocas veces recordados pues los supervivientes en islas o costas desiertas fueron escasos o volvieron mudos por los padecimientos sufridos, poco a poco permearon la imaginación literaria, que los transformó en lo contrario: en ejercicios de resiliencia y reconstrucción de la civilización bajo condiciones de aislamiento y escasez.

El relato de náufrago en una isla desierta ha sido en general un relato del origen del capitalismo. El náufrago comienza su historia desamparado y pronto encuentra un pequeño conjunto de enseres y herramientas que le permiten reconstruir a escala la sociedad de la que fue separado por el accidente. La trama suele convertir la historia en un balance de objetos poseídos, bien conseguidos a través del trabajo experto o bien donados por los propios restos de ese naufragio u otros posteriores. Pronto tendrá de defender su capital contra salvajes o piratas y, cuando logre “civilizar” la isla ocurrirá la redención en la forma de un buque que llega allende los mares para restituirle a la sociedad cuya membresía ha ganado por los méritos de su esfuerzo.

Del mito del náufrago rescatado deriva la pregunta popular “¿qué te llevarías a una isla desierta?”, que trata de dirigir la atención del oyente cuestionado hacia algún ordenamiento de sus cosas por un ranquin simbólico o instrumental. El mito del náufrago en la isla desierta, pues, se erige sobre tres actantes narratológicos: el sujeto (o sujetos) en cuestión, el paisaje desconocido, que debe explorar para encontrar sus riquezas escondidas y, en tercer lugar, la cornucopia de bienes con los que cuenta para su tarea. En las versiones de Julio Verne, sin embargo, se añaden las relaciones sociales del grupo de náufragos, que son descritas como una sociedad en pequeño convirtiendo el relato en una suerte de experimento mental sobre la reconstrucción de la sociedad.

Como en El perro de los Baskerville, lo que más me asombra de los relatos de isla desierta es lo que no parece ser un problema a tenor del ruidoso silencio que llena las historias: la soledad del náufrago sea en solitario o en la pequeña compañía de quienes se salvaron con él. En una historia cultural y filosófica de la soledad deben figurar los relatos de náufragos precisamente por su sonora ausencia. Conjeturo que si la soledad no aparece en tales novelas es porque socialmente no era un problema apreciable, por más que hay que sospechar que los accidentados la sufrieran como cualquier persona. Una ausencia similar encontramos en los relatos de cautiverio, comenzando por La vida es sueño. Lisa Guenther, en su profundo libro Solitary Confinement. Social Death and Its Afterlives, en donde explora la fenomenología de los county jails de Estados Unidos, donde los prisioneros pueden pasar años hasta que salga su juicio, da cuenta de cómo la ruptura de los lazos sociales sumerge a estas personas en una suerte de desorientación y desquiciamiento de nada fácil recuperación.

Curiosamente, fue Charles Dickens quien nota cómo la mayor crueldad de la prisión es precisamente la soledad, por encima de cualesquiera otros sufrimientos. En su viaje a América de enero a junio de 1842, Dickens visitó varias cárceles en Nueva York y Filadelfia. A su vuelta, con estas experiencias y otras del viaje escribió American Notes for General Circulation en donde encontramos esta conclusión sobre la pena:

 Over the head and face of every prisoner who comes into this melancholy house, a black hood is drawn; and in this dark shroud, an emblem of the curtain dropped between him and the living world, he is led to the cell from which he never again comes forth, until his whole term of imprisonment has expired. He never hears of wife and children; home or friends; the life and death of any single creature. He sees the prison-officers, but with that exception he never looks upon a human countenance, or hears a human voice. He is a man buried alive; to be dug out in the slow round of years; and in the meantime dead to everything but torturing anxieties and horribledespair. (100–101)  
 La descripción es desoladora: sobre la cabeza del prisionero que llega a esta casa de melancolía ponen una caperuza negra y con  este sudario, emblema de la cortina que le separa del mundo vivo será conducido a la celda de la que no saldrá hasta que cumpla su condena. Nunca oye nada acerca de su mujer e hijos o de la vida y muerte de la gente. Cuando describe la salida de los prisioneros, cuenta Dickens que pierden todo sentido de la orientación. No saben caminar, la luz del sol los ciega y apenas oyen. Sus lazos sociales se han roto y con ellos el tejido que ata su mente al mundo. Si Dickens hubiera escrito un relato de náufragos, seguramente esta sería la descripción que haría de la fenomenología de su experiencia. Pero decidió escribir sobre la nueva forma de prisión que comenzaba a ser el Londres industrial. 

Muchos años después, Raymond Williams escribió un libro sobre la novela inglesa del XIX y lo tituló, precisamente: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dicknes a D.H. Lawrence (1970). Williams era muy consciente de que el aire que se respiraba en las novelas de la modernización era precisamente el de la soledad. En la película Cast Away (Zemekis, 2000), traducida en España como Náufrago, el ejecutivo Chuck Nolan, interpretado por un Tom Hanks inmenso, naufraga en más de un sentido en una isla desierta y lo que hará allí, a diferencia de los relatos tradicionales, es redescubrir los lazos sociales que su trabajo le había hecho perder. Mucho más importante que lo material será su relación con un amigo invisible que le salvará de la locura. Tanto Williams como Zemekis tienen claro cuál es el producto más importante de la civilización bajo el capitalismo y la metropolización del mundo: la soledad construida industrialmente. El naufragio se produce ya en los mismos quicios que sostienen la vida cotidiana.