El término “criollo” refiere en el uso normal a las personas
nacidas en Latinoamérica cuyo origen familiar era el de la metrópolis de los
imperios hispano o portugués. En las luchas por la independencia denotaba
también una voluntad de identidad propia que originó las sublevaciones y dio
nacimiento a los actuales estados, que poco se corresponden con las sociedades
nativas. Cabe un punto de vista decolonial donde el término se transforma en figura
de una cierta subjetividad desgraciada, doble, en la que se entrecruza una
suerte de imaginario nacionalista independiente con otro poderoso imaginario de
pertenencia a la cultura de la metrópoli, del imperio. En este trabajo lo usaré
con una intención figurativa para describir la conciencia desgarrada de las élites
del Estado español que explica ciertos rasgos persistentes de la economía, la
cultura y, sobre todo, de la articulación política del estado que se
caracterizarían por la incapacidad para desarrollar políticas de soberanía,
entendidas como proyectos autónomos, incluso bajo la condición de hegemonía y
dominio de clase de estas élites.
La literatura sobre las élites es inacabable desde los
inicios de la sociología. Todas las acepciones que la historia del concepto ha
depositado en los usos cotidianos tienen sus justificaciones y puesto que no
pretendo convencer a nadie de la superioridad de uno de estos usos sobre los
demás me limitaré a aclarar cuál es la referencia y el alcance que pretendo dar
tanto al sustantivo (élites) como al adjetivo (criollas). Estos usos pueden
resumirse en tres categorías que agrupan las diversas connotaciones y
características con las que clasificamos a una parte de la sociedad en este
apartado.
La primera es la concepción elitista que está en el origen
del nombre y que predomina en la literatura y filosofía política de comienzos
del siglo pasado. Refiere a una minoría con capacidad movilizadora sobre las
masas de un país. Élites y masas son dos maneras complementarias de mirar a una
sociedad que generan una misma concepción de la dinámica de la historia de
orígenes románticos y naturaleza autoritaria. No es ya una concepción tan de
moda como en otros tiempos, pero reaparece ocasionalmente en las quejas
superficiales sobre la decadencia de una sociedad, o más habitualmente en las
legitimaciones ideológicas del poder de las élites reales mucho menos
movilizadoras que lo que representa el modelo y mucho más ordenadoras de la
sociedad. La llamada a las “élites” para transformar la sociedad que se escucha
de vez en cuando o se lee en la prensa, sin cualificar la naturaleza del poder
de estas supuestas fuerzas, es o una llamada vacía o simplemente ideológica.
La concepción más habitual de las élites es la concepción
funcional, que refiere al conjunto de cargos intermedios que modelan el funcionamiento
de la cultura, la economía, la política y en general las instituciones
sociales. “Élite” connota aquí sin más el ejercicio de un cierto grado de
influencia e incluso de poder. El problema de esta noción, como todo el
funcionalismo, es que supone tanto un orden armónico de la sociedad como una
gradación continua del ejercicio del poder que termina diluyendo todas las
responsabilidades en las crisis cíclicas y en los daños y agravios que
organizan estructuralmente la sociedad.
La tercera y mi opción preferida es la concepción que
sostiene que “élite” es un nombre para el poder que garantiza el dominio de
clase a través de instrumentos políticos, económicos y culturales. En lo que se
refiere a los depositarios, las élites son los grupos que ejercen directamente
el poder o que pueden ejercerlo indirectamente a través de mecanismos de
control político e ideológico. Corresponde a una noción gramsciana del poder en
la que el dominio no se ejerce necesariamente por medios violentos sino por la
mediación de un sentido común que considera natural el poder del grupo
dominante, o que considera que no hay alternativa o que cualquier alternativa
es peor. En la creación de este sentido común cooperan múltiples operarios
ideológicos, pero no por ello son necesariamente élites. La élite es la
depositaria del poder real de clase, la que en última instancia es responsable
de las formas estructurales que adopta la sociedad a lo largo de su historia en
tanto que tiene la capacidad de orientar, manipular o detener los cambios que
puedan amenazar a sus estatus.
En lo que se refiere a España, no puede tratarse la cuestión
de las élites desde una perspectiva puramente sociológica y descriptiva sin
tener en cuenta lo que tradicionalmente se considera la diferencia española, es
decir, las características singulares de los procesos de modernización que
conducen desde un estado imperial a un estado con problemas de articulación en
la compleja división internacional del trabajo. La historia de España
contemporánea, reconoce Paul Preston (Un pueblo traicionado), está
organizada en ciclos largos de dominio conservador que mezcla el despotismo con
la corrupción, intentando detener el cambio social y periodos cortos de fervor
revolucionario que terminan siempre mal. Entre las notas más claras de la
diferencia española ha sido la entrada del país en el capitalismo sin que
mediase una revolución burguesa que instaurase regímenes políticos capaces de
asimilar el cambio social por medios pacíficos. Como explica Tuñón de Lara en
su historia de las élites españolas en el primer tercio del siglo XX (Tuñón de
Lara, 1967), tales élites se forman por una fusión entre la gran burguesía y la
aristocracia a través de sendas como la concesión de nobleza a los grandes
capitales o la más directa de lazos matrimoniales: no era inhabitual que el
financiero o industrial tomase por esposa a la hija de un terrateniente
aristócrata. El ejercicio del poder se realizó a través de un efectivo sistema
oligárquico asentado sobre el poder directo caciquil sobre el territorio. Los
partidos liberal y conservador en el largo periodo de instauración del
capitalismo fueron nada más que clubes de caciques provinciales con poder en
Madrid. Fuera del sistema, republicanos y el movimiento obrero raramente
lograron parcelas de presión suficientes como para amenazar el bien armado
edificio del poder, salvo en el corto y trágico periodo republicano. En algunos
breves momentos de crisis como la huelga general de 1917, cuando parecía que el
poder militar entraba en crisis por las Juntas de Defensa, se producía un
rápido reagrupamiento de las élites, como volvió a ocurrir poco después de la
proclamación de la República.
La formación del estado moderno español, en las postrimerías
y secuelas de la pérdida de un imperio colonial y de la intervención continua
de las potencias europeas, se ha explicado desde muchas perspectivas, pero desde
el siglo XIX arrastra dos hilos de discusión persistentes que están presentes
en los imaginarios de las distintas generaciones que han sucedido en la
historia contemporánea. El primero es acerca de la diferencia de España en lo
que refiere a sus extrañas sendas en la modernidad.
Desde los siglos XVII y XVIII se desarrolla en España una
larga controversia sobre el atraso español en todos los aspectos de la
modernización, desde el económico hasta el cultural y científico como
ejemplifica la polémica sobre la ciencia española, que debatía si acaso la cultura
no había podido aportar al mundo otra cosa que literatura y arte. Intentos
modernizadores como los varios procesos de desamortización, cuya intención
primaria era generar una clase media campesina innovadora y productiva,
condujeron a todo lo contrario, a reforzar las élites latifundistas y el
caciquismo. La mezcla de la hegemonía integrista de la Iglesia Católica con la
fusión de la burguesía y el latifundismo, más proclive a la especulación y al
rentismo que a la inversión, junto al miedo a la revolución de los todavía
débiles, pero ya nacientes movimientos revolucionarios en el campo y en la
industria, produjeron unas élites que contradecían el papel transformador que
Marx y Engels le concedían en el Manifiesto comunista. El segundo hilo
de debate se entrelaza con el del fracaso socioeconómico y cultural. Se trata
de la controversia paralela sobre la incapacidad para gestar un estado
integrador y liberal. La II República no logro resolver ni la persistente
guerra carlista (en parte una reacción antiliberal integrista y religiosa al
estado liberal y en parte reflejo de los deseos de autonomía del País Vasco y
Cataluña) ni la organización del estado basada en una descentralización
administrativa, política y cultural. El federalismo y cantonalismo fracasaron
como proyecto sin que eso implicase, por el contrario que se producía una
homogeneización política centralizada. Todo lo contrario, el largo periodo de
la Restauración fue básicamente una alianza oligárquica de caciques
provinciales y regionales que instauraron una suerte de división del trabajo
del poder entre lo estatal y lo local dejando sin resolver el fondo
Hasta que, a principios del siglo XX, comenzaron a organizar
sus propios partidos, los fabricantes textiles catalanes tendían a apoyar a los
liberales debido a su interés común por los aranceles, en su caso, para
proteger el mercado español de la competencia de los productos británicos e
indios, más baratos. En cambio, los vascos, que exportaban mineral de hierro,
solían apoyar a los conservadores librecambistas. Sin embargo, debido a su
falta de representación, la burguesía industrial catalana se veía obligada a
actuar como poco más que un grupo de presión. Así, a pesar de sus intereses
comunes con los proteccionistas agrarios, tanto liberales como conservadores
podían atacarlos como portavoces del nacionalismo catalán. Preston, Paul. Un
pueblo traicionado (Spanish Edition) Madrid: Random House Grupo. Edición de
Kindle, pos. 561
Como es sabido, la cuestión de la desestructuración del
estado se aceleró a medida que en Cataluña la Lliga logró sustituir el sistema
turnista y el centralismo del sistema dejó de controlar también el País Vasco.
La incapacidad de modernizar la cultura y el sistema
político, el miedo al pueblo, que estaba excluido del acceso a la representación
política en parte por voluntad del movimiento anarquista o la manipulación de las
elecciones y la creciente conciencia de diferencia de las regiones
industrializadas de la periferia peninsular, fueron el producto de unas élites
cuya visión apenas alcanzaba más allá de su deseo de mantener o incrementar los
beneficios.
Como fantasmas del
desván, las dos largas controversias que recorren la historia de España nunca
desaparecieron sino que se revuelven en las conciencias y en las páginas y
pantallas de los medios de comunicación: ¿acaso acabó la transición con la
diferencia española?, ¿acaso la definitiva incorporación de España a la
división internacional del trabajo y la implantación de una economía basada en
el turismo, la construcción y el montaje no habría cambiado la naturaleza de
las élites, homogeneizándolas, aireándolas, llevando a sus hijos a los
prestigiosos títulos de negocios de las grandes escuelas?, ¿acaso el
relativamente largo poder socialista y de los nacionalismos vascos y catalanes
no habría significado una definitiva pérdida de la insoportable mochila de un
destino de estado fracasado?, ¿acaso no había manifestado la cultura popular
una creatividad inusitada, admirada por todo el mundo, abierta a un
posmodernismo que ni incluso los países del centro lograban imponer?, ¿acaso el
15M, más que la primavera árabe, más que Occupy Manhattan, no había sido
el fermento de una nueva resistencia a la élite tradicional, la aparición de
sino una nueva élite al menos de nuevos movimientos y grupos de presión
absolutamente contemporáneos?
Las redes de poder en España se han ido renovando al compás
de las transformaciones históricas, cambian los nombres, algunos permanecen
como los March, otros siguen los vaivenes de la política: las élites que crea
el franquismo a través de las concesiones del gobierno, las élites que crea la
entrada en la Unión Europea y la era de boom inmobiliario, las que crean las
privatizaciones de industrias y bancas públicas, las que crean la nueva
economía global en el sector de la moda, el turismo, los viajes. Es curioso, en
este sentido, leer las listas de nombres asociados al poder en cada década
reciente. Algunos de la primera década de este siglo han caído y sufrido la
presión mediática y jurídica, otros se han salvado y otros, como los March de
nuevo, Sol Daurella o los Ortega, vuelan por debajo de los radares. Los datos, por otra parte, no permiten
concluir que el poder se haya desvanecido por el hecho de que las formas
democráticas no sean comparables a épocas anteriores y el estado de derecho
tenga algunas bases más sólidas. Pese a ello, la acumulación de riqueza e
influencia ha crecido en el siglo XXI, y con ella las posibilidades de
influencia y ejercicio del poder bien directamente a través de las decisiones
que orientan las trayectorias económicas, bien indirectamente a través de las
capacidades de realizar presiones sobre el estado.
La doble cara del recambio/continuidad de las élites suscita
varias cuestiones en relación con los ejes que proponía como descripción de la
condición histórica del estado español y/o de la nacionalidad española: la diferencia
respecto a los procesos de modernización y la invertebración del estado.
La primera es cuál es el grado de responsabilidad de las
élites en estos dos rasgos de la singularidad del estado español en una marco
tan amplio como la historia mundial. La segunda es cuán grande ha sido la
transformación que han experimentado las élites españolas a lo largo de la
historia y si persiste su posible responsabilidad en ellos en el momento
contemporáneo, a saber, desde la integración en la Unión Europea hasta la
secuencia de crisis económicas que hemos sufrido en el siglo XXI, y, como
resultado de estas dos preguntas, cuál sean los prospectos para el futuro.
La debilidad industrial de España está fuera de discusión.
Dos historiadores de la economía contemporánea de tendencias neoliberales como
Gabriel Tortellá y Clara Eugenia Núñez señalan esta debilidad citando una
entrevista al economista Lester Thurow:
¿Cuál va a ser la ventaja competitiva española? En el mundo
del futuro, la principal fuente de ventaja será el poder del cerebro. Necesitan ustedes una estrategia
competitiva para jugar este juego.
Corea, con una población similar a la de
ustedes, es un buen ejemplo. Su estrategia consiste en desarrollar tres o cuatro empresas
mundialmente competitivas por medio de la investigación y el desarrollo. ¿Cuáles son esas empresas en España? No las
tienen ustedes. No veo su estrategia de competencia industrial de cara al siglo XXI
(Entrevista en El País, 20
enero 1993
Esta imaginaria ventaja de un país sin recursos naturales
notorios nunca se ha hecho realidad. La poca competitividad de la industria
española, diagnostican los autores, ha dependido siempre de la influencia de
empresarios extranjeros o de la dependencia del Estado: “El hecho es que los
españoles que se han decidido a asumir el papel de empresarios han tendido con
gran frecuencia a apoyarse en estructuras no competitivas: cárteles, aranceles,
monopolios legales o de hecho, protección estatal de todo tipo y modalidad.”
(o.c. 271)
Es razonable pensar que esta debilidad tiene las raíces muy
profundas en la estructura social, política, cultural de España, pero ello no
disculpa la responsabilidad de las élites. Una economía basada en las ventajas
competitivas de la innovación exige inversiones estratégicas en investigación y
miradas empresariales a largo plazo, que implican independencia real de los
avatares políticos y, sobre todo, trayectorias vitales como familias
empresariales de largo alcance. Lo que sucede, por el contrario, es más bien la
caída en la tentación de una vida de rentistas basada en la especulación de los
capitales logrados a costa de las dependencias estatales. Una y otra vez, las
familias que han conseguido amasar fortunas con negocios más o menos
dependientes de las ventajas que les da su control de las redes de poder y de
los contratos amparados por el Estado, una vez que alcanzan una masa crítica de
volumen de capital, venden el aparato empresarial, generalmente a empresas
internacionales para gozar de las rentas del capital acumulado. Esta historia
de corruptelas, negocios rápidos, caída de rentabilidad por falta de innovación
y emigración a la zona segura del rentismo previa adquisición de algún título
nobiliario se repite con una constancia tediosa en la historia de la economía
española.
Los historiadores y economistas ortodoxamente neoliberales,
como es el caso de los dos autores que cito, como es el caso de los
representados en el influyente blog “Nada es gratis” o en la asociación FEDEA
(Fundación de estudios de economía aplicada) suelen achacar esta debilidad a la
frágil estructura educativa española que no produce empresarios ni una adecuada
mentalidad innovadora o una educación de “excelencia”, pero el caso es que, hay
una profunda relación entre la estructura educativa y la empresarial que crea
un círculo vicioso y repetitivo. Como señalan una y otra vez los informes
anuales de la fundación COTEC, la dependencia de la investigación de los fondos
estatales es absoluta y el resultado es que los esfuerzos que se realizan en
educación para general investigadores de clase mundial redundan en un constante
flujo de cerebros a empresas y organismos de investigación extranjeros,
simplemente porque el mercado de investigación no absorbe a los doctorandos. Si
atendemos a la estructura de preferencias educativas del actual sistema
observamos que el sesenta por ciento aproximadamente lo ocupan las elecciones
en ciencias sociales, donde el derecho o la gestión agrupan a la mayoría de las
opciones. El resto se lo reparten las ingenierías, la ciencia, la educación
sanitaria y las humanidades. Esta estructura no es casual, es un indicador muy
representativo del imaginario de padres y jóvenes y de sus expectativas de
trabajo, lo que nos lleva de nuevo a la realidad de la economía española y de
su tradicional diferencia en lo que respecta a la industria y, sobre todo, a
las industrias intensivas en conocimiento.
¿Se ha modificado en las últimas décadas, como fruto de la
hegemonía ideológica neoliberal esta larga historia de vulnerabilidades? Esta
hegemonía llega con la globalización, con la economía basada en la
deslocalización de la producción, con la importancia de los nuevos productos
financieros y de los fondos de inversión volátiles, con la imposición de los
imaginarios del “hazlo tú mismo”, “invierte en ti mismo”, del emprendimiento y
de la flexibilidad en el trabajo. ¿Ha traído todo este tsunami una desviación
de la senda histórica? La actual situación en la que se suman dos crisis, la
financiera del 2008 y la actual producida por la pandemia del covid-19, ha
mostrado muy claramente las entretelas de la economía española, basada como
siempre en empresas de poco alcance, de bajo componente innovador (por más que
incluyan tecnologías avanzadas como es el caso de Telefónica y otras
tecnológicas?, fundada sobre la especulación inmobiliaria, siempre dependiente
de las connivencias con el poder, o de la explotación del territorio a través
del turismo, de nuevo un sector de baja innovación, muchas veces destructor del
medio y del paisaje, poco sostenible y muy vulnerable a los vaivenes de la
economía internacional.
Ciertamente, las élites han incorporado a los altos gestores
que son los CEOS, muchas veces provenientes de las élites políticas a través de
la colonización política de bancos y cajas de ahorro anteriormente de carácter
público por parte de los partidos políticos, especialmente de los
conservadores; bancos y cajas que han sido muchas veces grandes inversores y
reales propietarios de las empresas más importantes. La verdad es que no: los
altos directivos suman a las actitudes tradicionales las nuevas formas de
gestión financiarizada que trata de obtener los máximos beneficios para los
accionistas y por ello tienen poco interés en consolidar estratégicamente las
empresas para que crezcan sin tener que venderlas a multinacionales y fondos,
como desgraciadamente ha sido la realidad habitual.
En este sentido, refiriéndose al Ibex, donde aparecen las
más importantes empresas españolas, un artículo de ABC reconoce su cada
vez mayor grado de inserción en la globalización: “Son 35 sociedades; banca,
infraestructuras, tecnología, energía... 35 empresas «marca España» cuya
actividad nacional cada vez está más diluida fuera de nuestras fronteras. En
2018, el 69,39% de su beneficio antes de impuestos procedía del extranjero y ya
pagan un 63,45% de los impuestos sobre las ganancias en otros países, según
datos recopilados de sus cuentas anuales. Una correlación lógica esta por
abonar los tributos allá donde se generan.” Pero a renglón seguido indica que
lo que consideramos como empresas españolas no es tal en la práctica: “Un
informe de BME señala que, en 2017 -último ejercicio con datos-, el 46%
de las acciones de la Bolsa -todas las cotizadas, no solo el Ibex- estaban
en manos de extranjeros. Esto supone tres puntos más que un año antes y 16
puntos más respecto a 1992. Mientras tanto, en las no cotizadas la estadística
se queda en el 23%.” (10/06/2019).
¿Por qué esta debilidad produce un daño colectivo? Cabría
desde luego una queja que, desde un punto de vista puramente interesado en lo
económico, elevase lamentos porque las élites españolas no nos hayan hecho suficientemente
ricos y poderosos, o algo parecido. Muchos de estos reproches que encontramos
entre historiadores económicos van en esa dirección desde el clásico trabajo de
Jordi Nadal sobre el fracaso de la revolución industrial en España. Pero no, lo
cierto es que la estructura económica de un país también produce resultados que
más allá del ámbito de la economía genera efectos perversos en las
disposiciones y el carácter de los ciudadanos. El capitalismo es un sistema
económico que da lugar a cambios continuos en la sociedad, pero no todas las
modalidades de cambio son homogéneas. En la Inglaterra que estudió Marx, por
ejemplo, ocurrieron transformaciones además de en la estructura de trabajo
también en la estructura de sentimiento y los caracteres de la población. Así,
a lo largo del siglo XIX, el sector de la servidumbre doméstica que agrupaba
junto al campesinado a la gran mayoría de la población trabajadora, en unas
décadas se transformó en proletariado tanto económica como culturalmente. La
historia de las mutaciones culturales de la España contemporánea es bien
conocida: la rápida metamorfosis de una población básicamente rural y campesina
en una población urbana, primero trabajadora en los sectores de las
manufacturas o la construcción y posteriormente en el sector servicios. Hasta
aquí todo es bastante homogéneo en relación con lo ocurrido en tantos países
que se han incorporado a la división internacional del trabajo. Lo específico
de los procesos hispanos es que los cambios profundos en la división
internacional del trabajo, que han conllevado la deslocalización rápida de
empresas, la transformación de las economías industriales en economías basadas
en la innovación e intensivas en conocimiento han dejado como residuos a una
sociedad mal preparada educativa y culturalmente para renovar sus prácticas y formas
de adaptación a los nuevos entornos. Élites rentistas y especulativas,
dependientes de la corrupción de las instituciones políticas, no producen
espacios de posibilidad y de capacidades adaptables a un entorno como el
contemporáneo. La ideología dominante neoliberal ha confiado todo el peso de la
transformación a una continua desregulación de todos los marcos restrictivos,
pero esa misma máquina de destrucción de límites ha reproducido ilimitadamente
los defectos congénitos de las cúpulas de poder. Hasta el más pequeño
ayuntamiento de la España vacía reproduce horizontes de cambio basados en el
mismo modelo especulativo, de connivencias entre el poder político y la
avaricia sin estrategias, condenando a la economía española a la dependencia de
dos sectores tan frágiles como poco sostenibles: la especulación del suelo y la
oferta turística ilimitada.
Cuando se observan los desajustes entre la formación
profesional y educativa de la población y el mercado de trabajo se asoma uno
también al resultado de un proceso económico tan característico como el
español. En el sistema universitario, más de la mitad de las titulaciones y de
los alumnos matriculados pertenecen a las ciencias sociales, la formación en
ciencias básicas apenas no llega al diez por ciento y la suma de enseñanzas
técnicas y de salud se mueve alrededor del treinta por ciento. El número de
alumnos universitarios excede en un treinta por ciento al de alumnos en
formación profesional media y superior. La demanda de mano de obra es
mayoritariamente para restauración, personal de seguridad, comerciales y
trabajos cualificados relacionados con la construcción. Solo una pequeña parte
es la de perfiles con formación científica, y generalmente orientados no a la
innovación sino a la gestión avanzada de datos. Una y otra vez las páginas de
los “expertos” económicos llaman a una transformación profunda del sistema
educativo, pero este sistema es un fiel reflejo de los imaginarios de una
sociedad que evalúa sus probabilidades de encontrar un puesto en la vida. No es
el sistema educativo sino el modelo entero cultural y económico el que produce
estos extraños índices.
El segundo efecto de la singular idiosincrasia de las élites
españolas es la desvertebración del estado, que no debe confundirse en absoluto
con la ideología centralista de la que hace gala la derecha más extrema. Todo
lo contrario, el centralismo y la desvertebración han ido siempre de la mano.
El centralismo español nada tiene que ver con la comprensión del estado, la
sociedad, la cultura, la economía, el territorio, la demografía y el medio
ambiente como un sistema cuyas partes diversas se comunican y son
interdependientes. El centralismo español, que nace de la coordinación de
élites caciquiles en cuyas tramas de poder locales se apoyan las élites, lo que genera un
mecanismo fractal que reproduce el mismo esquema de corrupción y simplicidad en
todos los niveles del orden institucional. La aparente descentralización
autonómica no es sino la repetición como en un juego de espejos del centralismo
madrileño en los varios centros que constituyen los estratos inferiores. La
incapacidad ibérica para entender la profunda relación entre la diversidad y la
interdependencia de las Españas y los territorios que las entrelazan deriva de
la no menos profunda homogeneidad de las élites locales que repiten una y otra
vez el mismo esquema, incluidas aquellas que, como la vasca y la catalana, presumen de cierta superioridad en el orden de la modernidad. No albergo la menor
duda de que una posible independencia del País Vasco y Cataluña repetirían el
mismo esquema clientelar en Neguri y Pedralbes que el que rige en La Moraleja y
el barrio Salamanca.
La desestructuración del estado no lo es tanto en la
dimensión de las garantías y el estado de derecho (que también) cuanto en la
fragilidad y vulnerabilidad de la soberanía. De acuerdo a la ilustrativa
distinción entre autoridad y poder, o entre sumisión consciente y voluntaria o
sumisión forzada, la soberanía de un estado se asienta sobre un sistema de
autoridades complejo donde los antagonismos que no se resuelven tienen, sin
embargo, una expresión institucional clara donde poder ser negociados. Entre
este sistema de autoridades no es el menor el complejo de capacidades hermenéuticas,
cognitivas, técnicas, que permiten la soberanía en trayectorias propias,
definidas, del ordenamiento técnico y económico. La dependencia financiera,
tecnológica y política van mucho más juntas de lo que parece. En lo que se
refiere al grado de soberanía, las élites españolas han creado una modalidad
recurrente de desconfianza y autoritarismo en lo que respecta al pueblo y la
sociedad y de sumisión y dependencia en lo que respecta a las élites
internacionales. Hay una larga literatura que se pregunta por las razones que
hicieron de España un país tan simpatético con el anarquismo, tan poderoso en
dos regiones tan distintas en la transición del siglo XIX al XX como Cataluña y
Andalucía. Una respuesta rápida que resume una complejidad histórica que ahora
no viene a cuento es que hubo siempre una percepción entre las clases bajas de
que el Estado estaba en guerra contra ellas.
La propia Constitución que nace de la transición y que ha sido elogiada
tantas veces por su capacidad de consenso es en buena medida un documento
indicativo de la profunda desconfianza que constituye la atmósfera
institucional. La estructura del estado se organiza en una superficie
democrática y un subsuelo de mecanismos últimos de control que impiden
cualquier expresión de la diversidad y de la voluntad popular más allá de los
límites aceptables para las élites. Desde el “el Estado está en guerra contra
nosotros” al “no nos representan” del 15M hay un hilo continuo de malestar por
este desbordamiento que produce la fuerza del poder sobre la de la autoridad
basada en el consentimiento.
El abandono de la soberanía económica, política y
tecnológica que ahora se disculpa bajo las presuntas imposiciones y necesidades
de la globalización y su reparto de posiciones en la división internacional y
la complacencia con la invertebración del estado van juntos. Un estado
institucional y soberanamente débil permite altos grados de poder oligárquico
que, por otra parte, son compatibles con una dependencia estructural del
sistema mundial de poderes económicos y políticos.
¿Es la diferencia española tan diferente?, ¿es una
singularidad tan singular en el conjunto de modelos de naciones-estado
modernos? La respuesta es que no. Las élites españolas pueden ser descritas
como élites criollas, un apelativo que se refiere a las élites latinoamericanas
que aceptan un lugar sumiso cultural, político y económico en el sistema de
poderes post-imperial y al tiempo establecen una compleja desestructuración de
sus respectivos estados con el objeto de preservar siempre un alto grado de
poder y control sobre la población.
Gramsci entendió muy bien el problema del Estado italiano al
reflexionar sobre “La cuestión meridional”: cómo el poder burgués del Norte
rico e industrializado, sino embargo, necesitaba imponer su dominio de clase a
través del intelectual orgánico que significaba la Iglesia católica, cuya
potencia ideológica estaba fundamentalmente en la forma en que el Sur rural,
campesino, políticamente desarticulado, había encarnado el dominio en sus prácticas
cotidianas siempre dialécticas entre la sumisión y resignificación de los
rituales. La peculiaridad italiana puede ayudar a entender las contradicciones
de las élites hispanas, por supuesto con una historia y con características muy
distintas. Pero sí se comparte una dialéctica entre el poder efectivo político
y económico y los medios ideológicos con los que se trata de imponer este
dominio.
En un mundo en que la geoestrategia y la división
internacional del trabajo ha ido generando modalidades neoimperiales, muchos
estados, entre ellos de forma paradigmática el Estado español, han ido dando
lugar a procesos de criollización que describiría en el caso español por una
dialéctica no resuelta entre poder y métodos para hacer hegemónico ese poder,
cuyo resultado ha sido la producción de unas élites que al tiempo que se
integran bien en el sistema mundial de poderes necesariamente producen un
estado políticamente inestable e incapaz de soberanía científico-tecnológica,
cultural y geoestratégica.
De un modo similar a Italia, el proyecto hegemónico contiene
una contradicción interna entre la ideología modernizadora y la conservadora.
La ideología dominante en la España contemporánea la representa sin duda el
Opus Dei como intelectual orgánico que entendió bien que había que hacer unas
síntesis entre la modernización y la ideología conservadora religiosa. El
tecnocratismo que rigió en el franquismo y continuó en la Transición, aunque
estuviese en el poder el Psoe, ha estado basado en un tejido sin fisuras en la
complicada síntesis conservadora de estos dos factores: uno que, como describen
bien Marx y Engels en el Manifiesto comunista, conduce a la continua
destrucción de todo lo sagrado, y la ideología integrista religiosa que renueva
continuamente la opción cultural conservadora. El resultado ha sido una opción
por un estado burocrático, adicto a una concepción del mundo parecida a la de
los registradores de la propiedad, basado en la desconfianza sistemática de
todo proyecto de innovación de formas y contenidos. Quizás, paradójicamente,
donde se ejemplifica mejor esta forma del Estado es en la hegemonía de la
democracia cristiana que ha regido desde la transición en Euskadi y Cataluña,
versiones edulcoradas del Opus Dei, pero no distintas radicalmente en su modelo
de construcción del estado.
La criollización de las élites españolas, ciertamente,
manifiesta diferencias con otras élites- En la formación de varios estados
europeos modernos, tanto la aristocracia como la burguesía emplearon los
capitales acumulados en la industrialización del país y en un poder financiero propio
(ahora hay razones para pensar que esto ha cambiado, pero esa es otra
historia). En el caso español hay una diferencia básica: nunca se superó el
modelo rentista de riqueza. Las élites latifundistas fueron básicamente
rentistas, a pesar de que impusieran muchas veces formas de gestión industrial
del campo. También las élites industriales y financieras: el ciclo por el que
el excedente de capital termina siempre en la inversión inmobiliaria (y en
particular en su forma turística) es la característica fundamental de las
élites económicas españolas. La causa no es solamente económica. Estos ciclos
son los que permiten una reproducción efectiva del poder oligárquico en cuanto
extienden fractalmente la anomia, la impotencia y la resignación.
La visión de las élites españolas desde una mirada crítica
ha alternado entre una ilustración neoliberal y otra ilustración más o menos
socialdemócrata. Quizás sea el momento de adoptar un punto de vista decolonial
que atraviese los distintos estratos de composición cultural, económica y
política del Estado, una perspectiva sobre las contradicciones objetivas y
subjetivas tanto de las élites como del conjunto de la población. Desde ese
punto de vista, el cuestión de la soberanía se manifiesta como la más imperiosa
y actual de todas las que acompañan a la tradicional pregunta por la diferencia
española.