Svetlana Boym finaliza su libro El futuro de la nostalgia con este diagnóstico que merecería ser un grafiti por las pareces del barrio: “Los supervivientes del siglo XX sentimos nostalgia de una época en la que no éramos nostálgicos. Pero parece ser que no hay vuelta atrás.” Muchas estrellas fugaces de la nueva forma de cultura de la obsolescencia que llena las mesas de novedades y los muros e hilos de las redes de épicas batallas coinciden no obstante en seguir una misma dirección: la nostalgia parece haber sustituido a la esperanza como emoción asociada estrechamente con la utopía.
Afirma también la autora rusa que tiene algo que ver con
transformaciones en las conciencias y vivencias del espacio y el tiempo: si
para Kant el espacio era público y el tiempo privado, en la sociedad actual el
espacio se privatiza (David Harvey) y el tiempo deja la intimidad para
convertirse en tiempo público, sea de trabajo, sea de exposición de la propia
vida en los medios de comunicación y redes. Algo tiene que ver también con una
corriente mucho más profunda que une la nostalgia con la forma distópica de la
utopía y la sustitución del mito del progreso por la convicción del apocalipsis
a la vuelta de la esquina. El sentimiento
de la desaparición del futuro y la percepción del tiempo como presente continuo
son características del momento, forma o estructura de sentimiento de la
cultura contemporánea, manifestaciones, diría Jameson, de la imaginación dañada
o de expresiones de una conciencia desgraciada.
Ernest Bloch nos había convencido de que el impulso utópico
y la esperanza estaban ligados necesariamente como expresiones de la aspiración
de trascendencia que tiene toda actividad y experiencia humanas. La esperanza
está dirigida al futuro: entrevé posibilidades y genera un deseo que selecciona
aquellas que el tiempo presente ha abierto, siempre ambiguo entre caminos de
servidumbre o de emancipación. El principio esperanza es un relato épico
de las manifestaciones de este impulso a lo largo de la historia humana, convirtiéndose
así en un largo argumento que cose esta emoción en la trama de la agencia
humana, naturalizando a un tiempo la utopía y la esperanza como ejercicios de
capacidad de intervención en el mundo.
Frente a Bloch, Heidegger construyó las bases metafísicas
que explicarían la profundidad de este cambio. Para Heidegger, la emoción
básica humana es el tedio, una emoción atada al presente continuo que no tiene
otra cura que la conciencia de la muerte, la mirada reflexiva al dasein
como un ser sin futuro cuya única alternativa es la escucha del ser. La
posmodernidad como etapa cultural del capitalismo tardío contribuyó a expandir
esta reforma metafísica en versiones variadas pero de un fondo común: el
neoliberalismo de Margaret Thatcher creó la utopía basada en la nostalgia de
una familia, un hogar sobre un espacio poseído por el trabajo, un no lugar
u-topos aislado del tiempo político. Las versiones progresistas de la
deconstrucción, del operaismo heideggeriano, expandieron la negación del futuro
en otros lenguajes, con otros diagnósticos, todos ellos confluyendo en una
revisión de la esperanza y un giro hacia la nostalgia de una communitas ucrónica.
Este cambio telúrico de la estructura de sentimiento que
tiene su versión metafísica en el sentido de vulnerabilidad y la pérdida de
futuro es más profundo que las versiones progresistas o reaccionarias de la
nostalgia como emoción política. Quizás Ana Iris Simón, en su reivindicación en
Feria de una pasada clase media aspiracional, de una clase obrera y unos
sindicatos que la defendían, no sea muy consciente de que su uso retórico de la
memoria es recibido con alborozo porque ya hay un receptor preparado para
entender estos mensajes como signos del tiempo. En el otro lado, las
reivindicaciones parciales del ángel de la historia de Benjamin como testigo de
catástrofes, que tienden a olvidar que Benjamin no es un filósofo de la
nostalgia sino de la redención y el mesianismo (el mesías es la multitud de
perdedores de la historia), son también ejercicios de una misma metafísica de
la imposibilidad como experiencia del mundo.
La esperanza ha quedado olvidada como emoción política y
como constituyente de la agencia. Coincide en ello con el mito de Prometeo que,
como sabemos, recordó a su hermano, Epimeteo, que no aceptase ningún regalo de
los dioses pero este, obnubilado por los encantos de Pandora, aceptó y abrió su
maldita caja que expandió por el mundo todos los males dejando en el fondo del
recipiente la esperanza, la Elpis, la diosa hija de Nyx y de la Fama.
Tanta gente, tantos anticapitalismos chic, tantos
corservadurismos de tertulia (explícitos o disfrazados de izquierda nostálgica) matando el mito del progreso sin reparar que lo
que estaban dañando era algo más valioso: la esperanza.