Parte de la dificultad filosófica de esta pregunta es que el problema del valor se une estrechamente con el problema de entender conceptualmente qué es la democracia, es decir, el problema teórico de un concepto de democracia y el problema mucho más aplicado de elaborar concepciones de la democracia que tengan efectos prácticos en nuestros órdenes sociales. Otra dificultad no menor es la constatación de que no existe ninguna democracia en el mundo que se acerque a algún modelo ideal. Las democracias contemporáneas, en un marco de economía capitalista, organizadas alrededor de partidos burocratizados y dominadas por grandes oligopolios de comunicación son también regímenes con altos grados de injusticia y en muchos casos bases para políticas imperialistas o neocolonialistas. Pese a ello, y precisamente porque están contemporáneamente desafiadas por modelos iliberales que se presentan como alternativas culturales y civilizatorias, es necesario el trabajo teórico aún en el lodo de estas contradicciones.
La tradición en axiología es diferenciar claramente entre valores intrínsecos y extrínsecos, y en su aplicación al valor de la democracia entre las posiciones que abogan por un valor intrínseco frente a las que lo hacen por un valor instrumental.
«La importancia de la afirmación sobre el valor intrínseco de la democracia depende en parte del hecho de que ofrece una razón prima facie para preferir la democracia frente a formas de gobierno menos democráticas. De hecho, la afirmación fomenta la creencia de que los sistemas más democráticos son intrínsecamente más valiosos y, por lo tanto, más deseables que los menos democráticos». (E .Ziliotti, 12).
Los defensores del valor intrínseco de la democracia suelen acudir al argumento de que los procedimientos democráticos de decisión dan realidad al ideal valioso de igualdad política en tanto que conceden a todos las mismas oportunidades de defensa política de sus intereses. Y esto es un valor independientemente de cuáles sean los resultados de la decisión. Thomas Christiano es uno de los más conspicuos defensores del valor intrínseco del régimen democrático. En su libro The Constitution of Equality. Democratic Authority and its Limits (2008) desarrolla esta forma de defensa de la democracia:
"La idea central que anima este libro es que la democracia hace realidad la igualdad pública en la toma de decisiones colectivas. Sostengo que la igualdad pública, o la idea de que las instituciones de la sociedad deben estar estructuradas de tal manera que todos puedan ver que se les trata como iguales, es el principio fundamental de la justicia social. Demostraré que es el fundamento moral de la democracia y la base de los derechos liberales. Dado que es la base tanto de los derechos democráticos como de los derechos liberales, sostengo que el principio de igualdad pública puede fundamentar la autoridad de la toma de decisiones democráticas en una sociedad política y puede mostrarnos dónde se encuentran los límites de la autoridad democrática. Por lo tanto, el principio de igualdad pública fundamenta el valor moral de la toma de decisiones democráticas y proporciona una base justa para los límites constitucionales de la democracia. La idea de igualdad pública, sostengo a lo largo de este libro, proporciona la clave para responder a las preocupaciones centrales sobre los fundamentos morales y los límites de la toma de decisiones democráticas." (2008, 2)
La estrategia argumental es que la democracia y la igualdad política se coimplican mutuamente, y de esta equivalencia derivan otros derechos fundamentales, por ello la democracia adquiere un valor intrínseco independientemente de cuáles sean los resultados que produzca su implementación. A primera vista el argumento es sólido. Parecería extraño negar la relación entre un régimen democrático y la idea de que todas las personas que participan de él como ciudadanos tienen igualdad política, al menos nominal, para influir sobre los planes colectivos.
Pero ¿esto es un bien intrínseco?
Una primera duda nace de la idea de que la democracia pueda reducirse a igualdad política de los votantes. Es una formulación un tanto abstracta que parece explotar como rasgo principal lo que en las democracias reales se reduce al ejercicio ocasional del voto. No es lo mismo votar representantes que gobernar o legislar en lo que respecta al poder político. La igualdad abstracta de la condición de ciudadanía es compatible con desigualdades de poder político y, sobre todo, en términos hegelianos, la igualdad política abstracta del ciudadano está separada de su ser social, que no explica cómo puede ser, tal como afirma Christiano el fundamento moral de la democracia y la base de los derechos.
En segundo lugar, el que ocurra tan a menudo y de forma tan flagrante que las decisiones de los gobiernos democráticos produzcan situaciones de injusticia social, de exclusión e incluso de violencia tendría que llevar a quien defiende el valor intrínseco a que se conceda a estos actos algún valor por el hecho de ser democráticos y tendría que alegrarse o al menos suavizar su irritación por este hecho. Esta es una de las paradojas clásicas de la democracia que conlleva dudas más que razonables sobre cualquier reivindicación de la democracia como valor intrínseco que justifique por sí mismo una preferencia por esta forma de orden político ⎼dejando a un lado que la variedad formas de orden “democrático” que encontramos en la historia es tan amplia como para inscribir nuevas dudas sobre su buena definición como concepto.
La otra opción tradicional de la legitimación de la democracia es por su valor instrumental. Se trata de un esquema de defensa que adopta la forma genérica de “la democracia es entre varias alternativas de orden político el que mejor obtiene P” donde P sí es un valor que se considere intrínseco desde el punto de vista moral o político. Por ejemplo, podemos encontrar variedades de esta estrategia en donde se defiende la relación de la democracia con la justicia social o, en el caso que me importa más en esta presentación, con el acierto o rendimiento eficiente desde el punto de vista cognitivo o epistémico. Me centraré en esta modalidad que es la denominada “democracia epistémica”, defendida por Heléne Landemore, Robert Gooding Jossiah Ober, entre otros. La democracia sería el régimen democrático que garantiza una mayor eficiencia cognitiva y práctica a largo plazo. Las dos líneas argumentales que se han esgrimido son la de el saber de las multitudes, basada en el Teorema de Condorcet y la del poder de la diversidad (frente a la mera cantidad), tal como ha sido desarrollada por Landemore. Ober, por su parte, ha argumentado desde el ejemplo histórico de la superioridad de la democracia ateniense en el mediterráneo por más de trescientos años frente a otras alternativas aparentemente más poderosas como las de imperio persa o el elitismo espartano. Los problemas que tiene la democracia epistémica son al menos de dos tipos: el primero es la distancia entre las afirmaciones abstractas de los teoremas en los que está basado y las dificultades empíricas para demostrar la mayor eficiencia de las decisiones por el hecho de ser democráticas. Desde un punto de vista teórico tiene el problema similar al concepto instrumentalista del conocimiento (como mejor sistema de alcanzar la verdad) y es el vaciamiento que produce la propiedad postulada como fin respecto al medio de alcanzarlo. Si lo que importa es la eficiencia, o el éxito cognitivo, el valor está en este resultado y el que sea o no la democracia es simplemente algo contingente, que podría ser cuestionado por otras posibles alternativas. Es un problema con el mismo concepto de valor.
Una alternativa muy distinta es la de quienes como Niko Kolodny, E. Anderson y Eric Beerbohm rechazan la aparente insalvable horca del valor intrínseco o instrumental. El hecho de que democráticamente se puedan promover ciertos logros valiosos en la historia no significa que ya se convierta en un argumento a favor de la democracia. No hay ninguna necesidad en la relación de la democracia y ciertos resultados sino, por el contrario, procesos contingentes que favorecen o retrasan esos logros que consideramos, sí, valores intrínsecos como son la justicia, los derechos (y los derechos a tener derechos) o la igualdad en varios órdenes de la existencia.
Me parece mucho más convincente la estrategia de Beerbohm que une la idea de democracia con la de complicidad o no complicidad con las injusticias producidas por un régimen político y social (Eric
Beerbohm, In Our Name: The Ethics of Democracy (Princeton
UP 2012).
Beerbohm sostiene su posición sobre una base de agencia social y de actitud participativa en la que se producen mutuas interpelaciones entre los ciudadanos. Los actos y las omisiones siempre tienen efecto sobre otros y es en las demandas de segunda persona, en el hecho de que el otros siempre puede tener un punto de razón para su interpelación en donde encontramos una base no tanto para defender la democracia sino para probar que la democracia es un modo de repartir esas responsabilidades y complicidades con las situaciones sociales. Beerbohm da una versión ética de esta posición al proponer que la democracia se fortalece en la medida en que lo hacen tres modalidades de actitud: una ética de la participación, que incluye la sensibilidad hacia la complicidad o no complicidad (“no en mi nombre”) con las políticas, una ética de la creencia, en tanto que los ciudadanos deben ser conscientes de que sus creencias no son asuntos puramente privados, sino que tienen efectos muy reales sobre las vidas de otros, y que por consiguiente hay responsabilidades epistémicas en la democracia, y por último, una ética de la delegación, quizás el componente más crítico, pues la delegación, sea en fideocomisarios representantes (trustees) o mandatarios de la asamblea es siempre fruto de una cesión de agencia y de autoridad.
La conciencia de esta delegación es siempre normativa y crea responsabilidades de algún modo por lo que los delegados pueden hacer en nombre de los ciudadanos que han delegado en ellos su parte de poder.
Una vez planteado este marco interpersonal o secundo-personal como base de las responsabilidades, Beerbohm se pregunta cuánta es la exigencia que puede ser puesta sobre los hombros de los ciudadanos: ¿hay que considerar a los ciudadanos super-deliberadores, expertos, activistas y militantes? En algunas formulaciones de la democracia deliberativa o del republicanismo parecería que la condición de ciudadanía incluye cargas de este tipo. En este sentido, tienen razón los críticos de la democracia como Jason Brenan que aducen los ejemplos de los múltiples sesgos en que incurren los ciudadanos. Las posiciones cognitivas de los ciudadanos son, por supuesto, frágiles, vulnerables, llenas de autoengaños, ideologías y otros modos de posiciones epistémicas degradadas, así como de falta de entusiasmo participativo, anomia, miedos, etc. La cuestión no es exigir una democracia de héroes sino un sistema de reparto de responsabilidades afín a como se plantea en epistemología política. ¿Cuáles son las cegueras y metacegueras inexcusables?. ¿cuáles son los sesgos cognitivos que producen daños a otros? La democracia, tal como la plantea Beerbohm es un sistema de exigencia de responsabilidades y de reflexión sobre las complicidades.