Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
lunes, 22 de septiembre de 2008
El secreto de la confesión
Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia... Es la historia de la confesión católica. Una práctica que está poco examinada filosóficamente a pesar de haber influido tanto en la cultura occidental, especialmente en los paises católicos. Cada una de las fases de este barroco proceso merece una reflexión cuidadosa que no puedo hacer aquí. Sólo el examen de conciencia nos llevaría a la "invención" de esa cosa que llamamos la mente moderna, dotada de "conciencia", y al origen de la modernidad, pero eso ya se ha tratado profusamente y lo dejaré por el momento. Me voy a referir a algunas de las otras instancias. Esteban Cortijo, presidente del Ateneo de Cáceres, me envía el libro que acaba de editar "Masonería y Extremadura", oportunísimo en estos momentos de reivindicación de la memoria histórica, pero lo traigo a cuento por el trabajo de Fermín Mayorga sobre otros heterodoxos: moriscos, protestantes, marranos, ... que fueron condenados por la Inquisición en sus cárceles secretas de Llerena, que se ocupaba de la Raya de Portugal. Lo cito porque no se puede entender el proceso de la confesión sin los procesos de la Inquisición, pues estas prácticas jurídico-religiosas reflejan bien el mismo proceso de la confesión. De hecho los protocolos de la Inquisición no exigían siempre la tortura, solía bastar con la exposición de los varios tormentos posibles (esos aparatos que se exponen en algunos sitios para turistas) para que los investigados "confesasen" (interesante, ¿verdad? La Inquisición tenía una sofisticación admirable). Pero ¿qué es confesar? Uno diría que bastaría con reconocerse culpable del pecado, lo que no es otra cosa que un acto cognitivo por el que alguien comprende que ha violado una regla (con la que puede estar o no de acuerdo), lo afirma públicamente, y acepta o simplemente se somete a las consecuencias (cumplir la penitencia). Pero no, ni la Inquisición ni la confesión consideran esto suficiente, no basta reconocerse culpable, hay que sentirse culpable. David Kostan, un filólogo estadounidense amigo va a publicar un libro sobre el perdón en el que este punto del arrepentimiento es central: arrepentirse como condición. Dolor de los pecados. Pero observemos la crueldad implícita: no basta con que se reconozca la injusticia, se exige que el reo/pecador sufra. Perdonad a los enemigos, dice la ley, pero ¿a qué precio? La exigencia de arrepentimiento es una de las herencias, el secreto de la confesión, que más ha transformado nuestras vidas. Ha hecho de las relaciones personales, (por no decir de las públicas) un infierno: tratar al otro de forma que se sienta culpable y no sólo se acepte culpable de lo que nos ha hecho. ¿Para qué perdonar entonces, si ya está el castigo en el perdón? Aristóteles pensaba el perdón de otra forma: es una suerte de apaciguamiento o elaboración del daño sufrido, no olvido sino superación, que va acompañada de restauración de la relación con el victimario. Eran otros tiempos.
Tu entrdad, me ha hecho recordar algo divertido. Tenía unos ocho añitos cuando se celebró mi primera confesión. Como en buen cole de monjitas que se precie, todo sacramento se celebra a lo grande, para deleite de los papases y mamases que iban a ver el espectáculo. Íbamos bien disfrazaditas con nuestras túnicas, los zapatos relucientes y el pelo recogidito –siempre el recato-. En la entrada a la iglesia nos colocaron en fila india y nos dieron a cada una un cirio encendido para la entrada triunfal. Delante de mi iba Fulanita Menganitez, que llevaba el pelo larguísimo en una trenza. Yo siempre he sido bastante despistada y me maravillaba ya desde entonces con mucha facilidad, así que seguramente estaría en aquel momento con la boca abierta mirando alguna imagen sagrada des vestíbulo, o incluso el dobladillo de alguna monja. Claro, cuando volví a mirar hacia delante había la trenza de Fulanita Menganitez había prendido fuego y chillé. Se la apagaron muy rápido, pero se armó mucho revuelo y empezó a llorar muchísimo. Me sentía muy apenada por ella, que tenía que estar tan guapa. ¡Pero había sido sin querer! La cosa se debió de arreglar de alguna manera rápida y eficaz, que a eso no hay quien gane a las monjitas, entramos en la iglesia y empezó la ceremonia.
ResponderEliminarCuando me tocó por fin entrar al confesionario, el cura, como buen cura, estaba ya al tanto de mi hazaña y después de preguntarme si había dicho mentirijillas, o había tenido envidia de los juguetes de alguien me dijo:”¿Y no hay nada más?” y yo dije tan segura y repipi: “No”. “Y ¿lo que le ha pasado con Fulanita Menganitez?” insistió. “Pues eso no se puede confesar” le dije repitiendo como el loro repipi que era la lección de catequesis “porque para confesar un pecado hay tener conciencia de haberlo cometido, intención y arrepentimiento. Yo me arrepiento de haberle quemado el pelo, pero fue sin querer, así que no había intención”.
Y sin embargo hoy, que no me confesaría jamás ante un cura, me habría sentido culpable...
Pd: Y como muestra, un botón: Siento haberme enrollado tanto...
Hols estitxu: magnífico contraejemplo a mi propuesta!
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