Esta mañana lo sentí de pronto, en medio del puente, ese dulzor agrio que se extiende por el pecho cuando te invade una nostalgia que aún no sabes nombrar. El nombre llegó en unos instantes: lápices de colores; Alpino; al tiempo que el sentimiento me llegó el olor de conífera que desprendían, el tacto de laca barata de la pintura que recubría el lápiz, la infinita alegría de aquellos regalos de navidad, con un cuaderno y un par de juguetes de latón, la desilusión de los dibujos que mi inexperta mano se negaba a perfilar. El sentido agridulce me dejó el recuerdo de la ilusión de la pobreza. Fue entonces cuando los ví: intentaban arrancar el automóvil, un renault de los años ochenta, en la cuesta del descampado. Descubrí la chabola en un lugar inverosímil, colgada en el terraplén de la curva por la que se sube a la urbanización. Dos casetos simétricos con plásticos a la entrada. Cuidadosamente escondidos para no estropear la vista. Intentaban arrancar el coche de mañana, después de las heladas, acelerando cuidadosamente y llenando de humo la trasera. Gitanos rumanos, vete a saber. No pude evitar un recuerdo de hace pocos años. Un arquitecto había colgado del Museo Carrillo Gil de México DF una extraña armadura de maderas en las que había construido su vivienda. No recuerdo ahora el nombre (en el Reina volvieron a exponer las fotografías de la instalación con ocasión del año dedicado a México en ARCO). Estaba allí, como una escrecencia en la limpia blancura de las líneas del museo: simbiontes, se llamaba. Llamaba a colonizar la ciudad estableciendo estructuras de simbiosis. El nombre me llegó como los lápices alpinos, e inmediatamente lo asocié a otro adjetivo que seguramente muchos les habrían dedicado: parásitos. Pero no. Son simbiontes. Colonizan los nichos ecológicos que crean las culturas contemporáneas, adivinan los huecos y ven los espacios y las posibilidades que no ve el personal que sale cegado de ese túnel de nuevos ricos en el que hemos habitado los últimos años. Parásitos, decimos, cuando quizá son los videntes de un mundo miope. Discriminan desde la miseria de posibilidades en la que viven las posibilidades de la miseria. En inglés hay un dicho que más o menos, si no recuerdo mal, es "when the goings get tough, the tough gets going", cuando la cosa viene dura, los duros se ponen en marcha. Pero quizá hayamos perdido esa dureza, no recordemos ya el olor de los lápices y no veamos más claroscuros que los que dejan las luces de neón.
Pensamos en el "otro" en términos algo románticos: otreidades que en realidad son sólo diferencias cercanas y muy familiares. La otreidad del simbionte, casi invisible, cada vez más invisible, nos pasa desapercibida. Como los lápices alpino que aún quedan en los escaparates de las papelerías de barrio.
¿Como será la ciudad vista con los ojos del simbionte?
algo asi como un avispero?
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