Nuestro cerebro es muy complejo porque en realidad es muy simple: lo han configurado fuerzas elementales, muy elementales. Un equipo de neuroanatomistas (Claus C. Hilgetag y Helen Barbas, "Morfología del Cerebro", Investigación y ciencia, abril 2009) ha mostrado que los rugosos paisajes de las circunvoluciones de la corteza cerebral se forman por fuerzas de tensión que son las responsables de los plegamientos: ¿cómo encerrar en un cráneo la superficie de aproximadamente una paella para una docena de personas que ocuparía la sustancia gris? El crecimiento lo resuelve: las neuronas emiten axones que tiran de los bordes y van plegando la corteza, como si hinchásemos un globo que interiormente tiene hilos que sujetan múltiples puntos de la superficie. Lo interesante es que esas sujeciones son las responsables de lo que hacemos y podemos hacer: conectan áreas alejadas y son las que a la vez que dan creatividad limitan lo que se puede o no se puede pensar, lo que se puede o no se puede sentir. La topogénesis es elemental aunque el resultado sea tan ilimitadamente complejo. Es hermoso y fascinante que nuestra complejidad sea tan simple.
Me encontré con esta paradoja viendo la película Vals con Bashir, escrita y dirigida por un israelí, Ari Folman, en animación, en la que un antiguo soldado de la Guerra del Líbano de 1982 intenta llenar el hueco de su memoria que corresponde a las matanzas de los campos de Sabra y Chatila en las que cree que estuvo presente pero no recuerda. La película es fascinante por su meditación sobre la memoria y el olvido: un amigo médico le cuenta unos experimentos en los que se presentaron imágenes verdaderas y falsas a un grupo de pacientes. Las falsas contenían sus fotografías montadas en lugares donde no habían estado. Todos terminaron creando un relato que encajaba con las fotografías. El cerebro, dice el psiquiatra, cuando no tiene datos, cuando hay un agujero informativo, lo rellena. Lo inventa, vaya. Es así: geometría elemental. Es un sistema dinámico que no sobrevive sin información.
El jueves asistí al curso que organiza Carlos Thiebaut sobre políticas de la memoria. Estaba conmocionado después de ver dos documentales de Carmen Castillo, la mujer de Miguel Enríquez, dirigente del MIR asesinado por la DINA de Pinochet. Carmen vuelve a Chile en dos ocasiones: en una habla con una antigua militante que no soportó la tortura y se convirtió en delatora, la Flaca Alejandra. Más tarde se arrepiente, cuenta su historia a comienzos de los noventa y Carmen Castillo, que fue torturada embarazada, después de ver asesinar a su marido y que pudo escapar, la escucha impasible, escucha impasible a un torturador detenido y semiprotegido, que le pregunta cínico: ¿no me preguntas por tu marido?... en fin. El público estábamos atenazados y en silencio. Una alumna muy joven, con mucha delicadeza, preguntó --simplifico su pregunta--: ¿por qué tenemos que recordar estas cosas? No supimos, no supe, qué se puede responder. Decir que es un derecho de las víctimas es demasiado simple. A la Flaca Alejandra le había hecho la misma pregunta una hija de unos padres asesinados, y ella respondió: porque esta sociedad está llena de miedo. Pensé que podía responder así a la alumna: porque mientras no recordemos no nos curamos. Después de ver Vals con Bashir le respondería más sofisticadamente: porque la geometría del olvido es muy elemental. Basta con que le hurtemos los datos elementales para que la memoria cree su propio relato y se generen cuentos que terminaremos creyendo verdaderos. Los posmodernos sostienen que eso es lo que ocurre y que todos los relatos valen lo mismo, que la política de la memoria de la democracia es y debe ser una concurrencia de cuentos. Sí, claro. Lo que pasa que a veces no se nos curan las pesadillas.
Veo estos días la prensa y las librerías llenas de relatos heroicos del 23-F (por no decir nada de una serie de TV sobre la transición) y me viene a la memoria el experimento del psiquiatra israelí.
Por regla general, toda este sublime montaje de la memoria histórica, tan lleno de sensibilidad y rebosante de virtud, está concebido con el principal propósito de hacer buena la propia ideología y malas todas las rivales. Todos tenemos antepasados políticos que cometieron crímenes atroces cuyo recuerdo nos tenemos estrictamente prohibido, aunque el progresista podría definirse como aquél que ha inventado un pasado en el cual todas las atrocidades las sufrieron sus ancestros y ninguna fue cometida por ellos.
ResponderEliminarBueno, sí, es cierto, hay mucho de eso: si tú, anónimo lector, aceptas que el olvido no es menos político ni planificado. La voluntad de saber y la voluntad de no saber son parte de lo que las sociedades, y las generaciones, hacen consigo mismas.
ResponderEliminarUna escritora a la que profeso gran admiración, Flannery O'Connor, puso en boca de un personaje de uno de sus cuentos: "If we forget our past, we won't remember our future, and it will be as well for we won't have one" (Si olvidamos nuestro pasado, no recordaremos nuestro futuro, y dará lo mismo porque no tendremos ninguno). Cierto es que todo el mundo cuenta la corrida según le ha ido, pero no es menos cierto que el toro siempre termina muriendo, y esa tozudez de los hechos quizá nos obligue a pensar más en el toro y menos en el espectador.
ResponderEliminarEn fin, no es más que una reflexión que poco aporta a la discusión sobre la naturaleza del recuerdo y del olvido, ¿o quizá sí? (Por cierto, uno de tus anónimos lectores escribe en una entrada de otro día "reflesivo", lo que sin duda rima con "lesivo").
Como supongo que por la cita me reconocerás, no creo necesario identificarme aquí. Me alegro de haber encontrado tu blog.