Me propone un trabajo de clase una alumna acerca de la crítica de Walter Benjamin a la experiencia bajo la cultura técnica a partir de su fatigada "La obra de arte en la era de la reproducción técnica". Aduce la inteligente alumna que, en su lectura, Benjamin está criticando la superficialidad de las experiencias a la que aboca, entre otras formas, el cine. Me muestro irritado, irracionalmente irritado, aunque contengo las formas y disfrazo mi reacción de académico contra-argumento con sutiles distinciones entre cine en general y montaje en particular. Me arrepiento después, pues probablemente tenga más razón que yo y haya leído a Benjamin con más detención y cuidado que los míos. Así que vuelvo a leer el fatigado artículo, y me descubro pensando en el origen de mi inesperada irritación. No es simplemente porque crea que esta manera de confrontar técnica y experiencia obedezca a una mala concepción de la experiencia. No es tampoco, mucho menos, porque me molesten las lecturas tan antimodernistas de los padres de la teoría crítica. Me doy cuenta de que lo que me molestaba era la alusión al cine como espectáculo de engaño. Seguramente tiene razón (sigo dudándolo) en el rechazo a la cultura de masas y al capitalismo cultural como una de las guías de lo que sería la Escuela de Frankfurt. Todo eso pertenece a un debate académico que ahora resbala por encima de mi sospechosa irritación.
Creo descubrir que el origen tiene que ver con mi relación con el cine. Pertenezco a una generación diferente a la suya y no puedo ya explicar muy bien esa experiencia generacional de haber sido formado por el cine. Crecí algunos años en una aldea de montaña y debería tener algún recuerdo (los tengo) de experiencias de comunión con la naturaleza. Pero mis experiencias básicas, las que supusieron cambios en mi forma de mirar al mundo, estuvieron siempre ligadas a la sala oscura, al oscurecimiento de la sala, a la que acudía todo el pueblo portando su silla, en familia, esperando que el dueño del bar colocase el rollo, esperando que ese día no se fuese la luz, que la película tardase un rato en cortarse (se aprovechaba para comentar o para ir a buscar el helado mientras el dueño del bar intentaba a oscuras volver a pegar el acetato). El intenso brillo de la lámpara, el olor a quemado, la tela de la pantalla moviéndose, las viejas preguntando qué estaba pasando. Una experiencia de cultura de masas que era más auténtica que cualquier relación con el bosque de pinos húmedo por la lluvia de otoño o el chapuzón en el caozo negro en la mañana de verano. Aprendí qué era el miedo colectivo el día que proyectaron Psicosis, en el grito de todo el pueblo cuando la cabeza de la madre mira al público (yo había escapado ya al altozano aterrorizado), cuando durante semanas en la escuela se comentaba por los valientes que permanecieron en la sala cómo eran los ojos del cadáver. La televisión vino después, también como experiencia colectiva (durante años la televisión fue ocasión de juntarse familias, o de asistir al teleclub, en aquel invento de Fraga que tanto modernizó nuestro país), pero nunca alcanzó aquella intensidad emocional que había hecho del cine el territorio-otro donde elaborar la existencia.
Muchos años más tarde, en la adolescencia, descubrí la sofisticación del cine-club, los interminables debates sobre Dos en la carretera y Nueve cartas a Berta. Pero mi experiencia genuina seguía anclada en la cultura de masas. Mantengo una razonable (tampoco demasiado extensa ni profunda, llena de lagunas y sobre todo olvidos) cultura cinéfila. Pero mi corazón está con el cine de masas. Todavía hoy espero a los grandes estrenos, me voy solo si puedo a sesiones masivas, cada vez más escasas, para sentir la experiencia colectiva de la sala oscurecida y los estados emocionales en oleadas generadas por la pantalla. No me importa que me mientan. En realidad no engañan a nadie: en la era de los reality-shows el único engañado es el tonto. Y nadie es tonto como reza el anuncio de MediaMark.
Ese debía ser el origen de mi irritación. No hubo experiencia más natural ni genuina en mi vida. Y sospecho que a Walter Benjamin le ocurría lo mismo. Discurría sobre Vertov y Eisenstein pero disfrutaba con Chaplin.
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