En forma telegramática, éste fue el esquema de mi intervención en la mesa redonda convocada por MediaLab-Prado, Intermediae y El Matadero en el marco del debate sobre el Plan Estratégico de Cultura del Ayuntamiento de Madrid:
(I) Las políticas culturales son decisiones de intervención pública (institucional en parte, también en parte como acuerdos de los diversos agentes que tienen capacidades de transformación cultural) en el terreno de lo que llamamos #cultura# en un sentido intuitivo (que tampoco merece la pena definir demasiado más) de prácticas artísticas, creativas, rituales o populares que afectan a los sentidos simbólicos de la experiencia personal y colectiva. Son intervenciones que tienen que negociar entre varios ejes de tensiones, es decir, de valores y modelos a los que debemos atender. Cada política cultural se define por cómo establece las mezclas apropiadas de esfuerzo en las líneas de tensión que definen la posibilidad de políticas públicas de cultura:
a) Eje de tensión entre alta cultura y cultura popular. Se trata de dos mundos que a veces están contrapuestos pero que en las formas más creativas pueden mezclarse. El punto es que deberíamos ser sensibles a que son universos de creación de sentido que tienen distintos orígenes pero no por ello mayor legitimidad.
b) Eje de tensión entre teatralidad (espectacularidad) y profundidad. La espectacularidad tiende a la retórica de la seducción y por tanto a cierta incapacidad para cuestionar los significados. Las políticas de profundidad tienden a cierta ilegilibilidad de las actuaciones.
c) Creatividad vs. participación: es una tensión central demasiado sometida a discursos y retóricas ideológicas sobre una participación que a veces es banal y una creatividad que muchas veces es pura teatralidad.
d) Políticas de autoría vs. políticas de colectivismo. También nos asomamos a abismos de banalidad, pero al mismo tiempo a irrenunciables valores de lo que consideramos como formas necesarias de producir expresiones de la experiencia presente.
e) Políticas de formación vs. políticas de disfrute. La tentación de las instituciones de crear renovadas formas del "pan y circo", me imagino, debe ser insoportable, pero al tiempo deberían saber que están segando la hierba bajo sus pies: si no hay voluntad de formación, la intervención pública no es más que derroche.
(II) Aquí siguen unas cuantas premisas de lo que, desde mi punto de vista, deberían ser fines, quizá funciones, de las políticas culturales porque corresponden a tramas que sostienen la normatividad de las prácticas culturales:
Premisa 1: La cultura es el modo en el que una comunidad elabora su experiencia histórica.
Es el modo en que se crean palabras o imágenes para dar sentido a lo que nos pasa. Proyecciones imaginarias, memoria, conciencia de las propias prácticas.
A lo largo de la historia esta tarea la han desarrollado, en las sociedades tradicionales premodernas, las religiones a través de los ritos y mundos simbólicos, la fiesta y los ritos de paso en el mundo de la vida cotidiana. En las sociedades modernas ha sido el arte como conjunto de trayectorias normalizadas el que ha asumido buena parte de estas funciones.
Hay dos formas básicas de elaboración: el duelo por las posibilidades perdidas y la celebración de las promesas históricas de las posibilidades a nuestro alcance.
Premisa 2: La cultura es el modo en el que una comunidad construye su relato de identidad.
No hay hechos naturales que determinen la identidad (espacio, tiempo, lengua, genes....). La identidad es una conquista del relato, de la capacidad de ordenar lo que nos pasa en una estructura de la que nos apropiamos en la forma de un pasado y un futuro. La identidad se logra, no se tiene.
Premisa 3: La cultura es el modo en que una comunidad reteje los lazos que la modernización destruye.
La ciudad es un nudo de relaciones y tensiones en múltiples estratos. Es un cierto régimen de libertad respecto a los lazos de sangre y familiaridad de la aldea, pero también es un espacio de soledad y aislamiento. Se han roto los rituales mediante los que las sociedades tradicionales convocaban el sentido de comunidad, pero no han nacido los nuevos modos de crear futuros en común.
Premisa 4: La cultura es el modo en el que una comunidad transforma sus tragedias en comedias. La tragedia es el modo #necesitarista# de entender la existencia, como expresión de un destino que ha sido escrito por las fuerzas de la gravedad de la existencia. La comedia es el modo (muy femenino) de elaborar las tensiones y de encontrar salidas a lugares de la historia que parecían cerrados. La comedia trabaja mediante la resignificación, la ironía, el sarcasmo, el carnaval, las emociones contrapuestas.
Premisa 5: La cultura genera lazos de autoridad donde sólo existía dominación y poder.
La cultura revierte las relaciones. Es insubordinación pero también recreación de los lazos por los que nos prestamos un@s a otr@s agencia y capacidades de decisión. La cultura es, en este sentido, la fase necesaria de la gobernanza de una sociedad.
Permisa 6: La cultura es conocimiento crítico.
La cultura produce conocimiento. Aunque la mayoría considere la cultura como adorno, la cultura es exploración de lo que ocurre, es producción de experiencia y creación de sentido.
No podemos seguir admitiendo la vieja división entre cultura humanística y cultura científico-técnica. La experiencia como relación significante con el mundo exige muchas voces y perspectivas.
Premisa 7: La cultura es una forma de transformar la polis.
Venimos de tiempos en donde la cultura era pura mímesis y representación, pero estamos en tiempos en donde las acciones (culturales) son acciones que transforma de manera determinante la ciudad. La cultura contemporánea es performativa. Sólo las formas del pasado: archivo, museo, representación, permanecen aún ajenos a esta transformación.
Premisa 8: La cultura es la expresión de una comunidad local ante la comunidad global.
Han pasado los tiempos de la cultura de coros y danzas como expresión de lo "propio". La cultura no aldeana de una ciudad es la promesa que ésta hace en tiempos de globalización. Nuevos sentidos de la historia, nuevos símbolos, reconstitución de lo que nos une como humanos en un proyecto abierto, polífónico, común.
Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
lunes, 22 de octubre de 2012
sábado, 13 de octubre de 2012
La raíz y la frontera
Desde siempre me ha perseguido la sombra de no ser suficientemente radical. Lo confieso. Es una sombra a veces escondida como reproche en las voces de otros y a veces en la voz interna de quien uno querría haber podido ser. Pero no. Si he vivido el radicalismo como horizonte ideal también lo he sentido como tentación. Porque, quizás, una de las formas de no ser suficientemente radical es ser radical.
Juegos de lenguaje que tienen que ver con nuestras prácticas: como ciudadanos o, como en mi caso, como filósofo.
Aprendo de Foucault (Nacimiento de la Biopolítica) que el término "radicalismo" surgió en la Inglaterra del XVIII para designar a los que reivindicaban derechos de "raíz" previa a la modernidad del estado incardinados en las formas anteriores de cultura. Y, efectivamente, radicalismo nos refiere a una topología vegetal de ramas y raíces, de lo profundo y lo superficial. Una dicotomía en la que habitan mis culpas y tentaciones.
Me ocurre que leo últimamente a varios filósofos y filósofas (aquí está bien empleada la distinción) con quienes simpatizo mucho en sus actitudes ciudadanas, y tal vez bastante, pero no del todo, en sus actitudes ante el "sistema académico" y me dejo interpelar por su trabajo, por su implícito reproche, y ello me lleva de nuevo a un viejo problema de la existencia en la frontera que, desde mi punto de vista, tiene la filosofía: en el "betwenness", en las fronteras que ligan las imágenes, en las fronteras de la comprensión y lo misterioso, de lo científico y lo poético.
Hay formas y modos de radicalismo filosófico.
Está el radical que abandona las categorías culturales al uso por estar contaminadas del poder dominante para reivindicar una raíz profunda en las fuerzas de la vida o los lazos de la comunidad. Todo lo demás no sería sino sumisión. El radical al que me refiero entiende el pensamiento como "combate", sea como preparación para la revolución que viene o como resistencia desde la revolución que no fue. Pensar como violencia. Pensar desde la raíz. Tal es el reto.
Hay otro tipo de radical que reivindica la luz permanente de la Historia (de la filosofía), una vocación de radicalidad que lleva a un volver eterno a las raíces, a lo que ha sido traicionado o contaminado por la más reciente filosofía. También ellos te reprocharán siempre no ser suficientemente radical, no romper del todo los hilos que te atan a la superficie falsaria. Es una forma de radical que muchas veces lleva a la incorrección política, a una suerte de dandismo filosófico más allá de las dicotomías entre conservadores y renovadores. Ser radical, aquí, como ser en un lenguaje que no es el lenguaje del habitus del día sino el saber oculto de una profesión a la que uno estaría convocado.
Un tercer tipo de radical en la aspiración a la pureza es el de quien toma partido en el reparto del odio a la filosofía académica y a la filosofía mundana. El filósofo de gran audiencia, que considera bajo y menguado el espíritu pequeño-burgués del filósofo sometido y encerrado en la jaula de hierro de los sistemas de reconocimiento académico, que se ve reconocido por las pilas de sus obras en los nuevos sistemas de librería, en las páginas de los periódicos de alcance,.., frente al filósofo que desprecia como superficial y banal al filósofo-periodista que se acomoda a la moda y al lenguaje generacional.
Y me pregunto si vivir en la frontera es mediar o, quizá, estar en un tiempo y un espacio allí que no es el aquí (Remedios Zafra, #Despacio: una topología del estar yéndose de aquí por insoportable sin lograr un allí porque no pasan los trenes). Habito en una aldea de radicales y quisiera irme de aquí pero los trenes de alta velocidad no paran en esta aldea. Allí, en las ramas, sospecho, hay también profundidad. Allí, donde no hay raíces, sube la savia pero también llega el viento de la historia.
Juegos de lenguaje que tienen que ver con nuestras prácticas: como ciudadanos o, como en mi caso, como filósofo.
Aprendo de Foucault (Nacimiento de la Biopolítica) que el término "radicalismo" surgió en la Inglaterra del XVIII para designar a los que reivindicaban derechos de "raíz" previa a la modernidad del estado incardinados en las formas anteriores de cultura. Y, efectivamente, radicalismo nos refiere a una topología vegetal de ramas y raíces, de lo profundo y lo superficial. Una dicotomía en la que habitan mis culpas y tentaciones.
Me ocurre que leo últimamente a varios filósofos y filósofas (aquí está bien empleada la distinción) con quienes simpatizo mucho en sus actitudes ciudadanas, y tal vez bastante, pero no del todo, en sus actitudes ante el "sistema académico" y me dejo interpelar por su trabajo, por su implícito reproche, y ello me lleva de nuevo a un viejo problema de la existencia en la frontera que, desde mi punto de vista, tiene la filosofía: en el "betwenness", en las fronteras que ligan las imágenes, en las fronteras de la comprensión y lo misterioso, de lo científico y lo poético.
Hay formas y modos de radicalismo filosófico.
Está el radical que abandona las categorías culturales al uso por estar contaminadas del poder dominante para reivindicar una raíz profunda en las fuerzas de la vida o los lazos de la comunidad. Todo lo demás no sería sino sumisión. El radical al que me refiero entiende el pensamiento como "combate", sea como preparación para la revolución que viene o como resistencia desde la revolución que no fue. Pensar como violencia. Pensar desde la raíz. Tal es el reto.
Hay otro tipo de radical que reivindica la luz permanente de la Historia (de la filosofía), una vocación de radicalidad que lleva a un volver eterno a las raíces, a lo que ha sido traicionado o contaminado por la más reciente filosofía. También ellos te reprocharán siempre no ser suficientemente radical, no romper del todo los hilos que te atan a la superficie falsaria. Es una forma de radical que muchas veces lleva a la incorrección política, a una suerte de dandismo filosófico más allá de las dicotomías entre conservadores y renovadores. Ser radical, aquí, como ser en un lenguaje que no es el lenguaje del habitus del día sino el saber oculto de una profesión a la que uno estaría convocado.
Un tercer tipo de radical en la aspiración a la pureza es el de quien toma partido en el reparto del odio a la filosofía académica y a la filosofía mundana. El filósofo de gran audiencia, que considera bajo y menguado el espíritu pequeño-burgués del filósofo sometido y encerrado en la jaula de hierro de los sistemas de reconocimiento académico, que se ve reconocido por las pilas de sus obras en los nuevos sistemas de librería, en las páginas de los periódicos de alcance,.., frente al filósofo que desprecia como superficial y banal al filósofo-periodista que se acomoda a la moda y al lenguaje generacional.
Y me pregunto si vivir en la frontera es mediar o, quizá, estar en un tiempo y un espacio allí que no es el aquí (Remedios Zafra, #Despacio: una topología del estar yéndose de aquí por insoportable sin lograr un allí porque no pasan los trenes). Habito en una aldea de radicales y quisiera irme de aquí pero los trenes de alta velocidad no paran en esta aldea. Allí, en las ramas, sospecho, hay también profundidad. Allí, donde no hay raíces, sube la savia pero también llega el viento de la historia.
sábado, 6 de octubre de 2012
Humor y filosofía
Esta semana, Ramón del Castillo y Carlos Thiebaut nos han dado un apasionante seminario al alimón dilucidando dos actitudes filosóficas, que dividirían a cierta clase de filósofos para quienes el humor es un componente esencial del pensamiento. Sostenía Ramón que la línea que separa la actitud de William James de la de Santayana es la que delimita la comicidad de la ironía. Carlos, por su parte, situaba la ironía en un espacio en el que la distancia era el componente esencial. El punto de discusión estaba en la actitud con la que el filósofo se enfrentaba al lugar del otro, cuando éste presenta un modo de vida diferente y ante el que no cabe un trivial asentimiento. Comicidad e ironía serían dos actitudes sucesoras de la melancolía que caracteriza a la filosofía de la modernidad. Comicidad e ironía, en complicadas mezclas, por el contrario, serían las formas de la edad postmetafísica. La ironía, desde Rorty, ha consagrado una forma de tolerancia positiva, entendida no como una mera figura retórica en la que se niega lo que se dice sino como una forma de discurso en la que se postula una distancia crítica entre lo que se quiere decir y lo que ocurre con las palabras que se dicen.
En realidad las dos actitudes forman parte de un continuo en donde el humor se postula como un elemento esencial del pensamiento crítico. No el humor chusco, claro, del gracioso que cuenta chistes o le busca las vueltas al lenguaje para "alburear" (término mejicano que designa una forma de responder con doble sentido a todo lo que el otro dice). No, el humor es una actitud más profunda que tiene por objeto convertir la tragedia de la existencia en comedia, en enredo a escala humana que puede ser resuelto en la vida cotidiana, a diferencia de la tragedia, que exige las dimensiones cósmicas del destino, las capacidades del héroe y la escala de lo extra-humano. Cuando me gusta Almodóvar, me gusta cómo retrata el modo en el que las mujeres (de/l pueblo) se toman con humor las tragedias de la vida. Denota una capacidad muy sensitiva a las diferencias entre los mundos culturales de los varones actuando como machos y el mundo del cuidado y la atención en el que sobreviven (aún) tantas mujeres sobre las que se carga el soporte de la familia y la tribu.
Diría que la comicidad es, siguiendo esta intuición, una actitud muy femenina, aunque haya sido cultivada por varones (y barones) de la filosofía. La ironía tendría, desde mi punto de vista, un componente de elitismo y aristocracia que está implícito en el modo en el que se produce la distancia respecto al discurso propio o ajeno. En la comicidad se rompen todas las barreras conversacionales: el sujeto se sitúa al nivel mismo de la situación del otro y no le importa mostrar las entretelas, la parte frágil de su armazón y aceptar el riesgo de hacer el ridículo antes que perder el hilo de la conversación. El distante irónico no se atreve a poner en peligro cierta dignidad de la que se considera investido, y adopta la distancia a la vez como tolerancia y como defensa. Mis tres autores cómicos preferidos son Wittgenstein, Kafka y Beckett (añadiría Coetzee, pero habría que entender que la comicidad no siempre tiene que ver con lo gracioso y risible). Son autores que sólo pueden ser leídos literalmente, y en quienes lo cómico resulta de que se toman lo dicho literalmente sin crear un velo de interpretación intelectual. En cierta forma lo cotidiano y lo cómico se implican mutuamente. Es la lección que aprendemos cuando dejamos la Academia y nos vamos a tomar cañas al pueblo (y con el pueblo).
En realidad las dos actitudes forman parte de un continuo en donde el humor se postula como un elemento esencial del pensamiento crítico. No el humor chusco, claro, del gracioso que cuenta chistes o le busca las vueltas al lenguaje para "alburear" (término mejicano que designa una forma de responder con doble sentido a todo lo que el otro dice). No, el humor es una actitud más profunda que tiene por objeto convertir la tragedia de la existencia en comedia, en enredo a escala humana que puede ser resuelto en la vida cotidiana, a diferencia de la tragedia, que exige las dimensiones cósmicas del destino, las capacidades del héroe y la escala de lo extra-humano. Cuando me gusta Almodóvar, me gusta cómo retrata el modo en el que las mujeres (de/l pueblo) se toman con humor las tragedias de la vida. Denota una capacidad muy sensitiva a las diferencias entre los mundos culturales de los varones actuando como machos y el mundo del cuidado y la atención en el que sobreviven (aún) tantas mujeres sobre las que se carga el soporte de la familia y la tribu.
Diría que la comicidad es, siguiendo esta intuición, una actitud muy femenina, aunque haya sido cultivada por varones (y barones) de la filosofía. La ironía tendría, desde mi punto de vista, un componente de elitismo y aristocracia que está implícito en el modo en el que se produce la distancia respecto al discurso propio o ajeno. En la comicidad se rompen todas las barreras conversacionales: el sujeto se sitúa al nivel mismo de la situación del otro y no le importa mostrar las entretelas, la parte frágil de su armazón y aceptar el riesgo de hacer el ridículo antes que perder el hilo de la conversación. El distante irónico no se atreve a poner en peligro cierta dignidad de la que se considera investido, y adopta la distancia a la vez como tolerancia y como defensa. Mis tres autores cómicos preferidos son Wittgenstein, Kafka y Beckett (añadiría Coetzee, pero habría que entender que la comicidad no siempre tiene que ver con lo gracioso y risible). Son autores que sólo pueden ser leídos literalmente, y en quienes lo cómico resulta de que se toman lo dicho literalmente sin crear un velo de interpretación intelectual. En cierta forma lo cotidiano y lo cómico se implican mutuamente. Es la lección que aprendemos cuando dejamos la Academia y nos vamos a tomar cañas al pueblo (y con el pueblo).