Esta semana, Ramón del Castillo y Carlos Thiebaut nos han dado un apasionante seminario al alimón dilucidando dos actitudes filosóficas, que dividirían a cierta clase de filósofos para quienes el humor es un componente esencial del pensamiento. Sostenía Ramón que la línea que separa la actitud de William James de la de Santayana es la que delimita la comicidad de la ironía. Carlos, por su parte, situaba la ironía en un espacio en el que la distancia era el componente esencial. El punto de discusión estaba en la actitud con la que el filósofo se enfrentaba al lugar del otro, cuando éste presenta un modo de vida diferente y ante el que no cabe un trivial asentimiento. Comicidad e ironía serían dos actitudes sucesoras de la melancolía que caracteriza a la filosofía de la modernidad. Comicidad e ironía, en complicadas mezclas, por el contrario, serían las formas de la edad postmetafísica. La ironía, desde Rorty, ha consagrado una forma de tolerancia positiva, entendida no como una mera figura retórica en la que se niega lo que se dice sino como una forma de discurso en la que se postula una distancia crítica entre lo que se quiere decir y lo que ocurre con las palabras que se dicen.
En realidad las dos actitudes forman parte de un continuo en donde el humor se postula como un elemento esencial del pensamiento crítico. No el humor chusco, claro, del gracioso que cuenta chistes o le busca las vueltas al lenguaje para "alburear" (término mejicano que designa una forma de responder con doble sentido a todo lo que el otro dice). No, el humor es una actitud más profunda que tiene por objeto convertir la tragedia de la existencia en comedia, en enredo a escala humana que puede ser resuelto en la vida cotidiana, a diferencia de la tragedia, que exige las dimensiones cósmicas del destino, las capacidades del héroe y la escala de lo extra-humano. Cuando me gusta Almodóvar, me gusta cómo retrata el modo en el que las mujeres (de/l pueblo) se toman con humor las tragedias de la vida. Denota una capacidad muy sensitiva a las diferencias entre los mundos culturales de los varones actuando como machos y el mundo del cuidado y la atención en el que sobreviven (aún) tantas mujeres sobre las que se carga el soporte de la familia y la tribu.
Diría que la comicidad es, siguiendo esta intuición, una actitud muy femenina, aunque haya sido cultivada por varones (y barones) de la filosofía. La ironía tendría, desde mi punto de vista, un componente de elitismo y aristocracia que está implícito en el modo en el que se produce la distancia respecto al discurso propio o ajeno. En la comicidad se rompen todas las barreras conversacionales: el sujeto se sitúa al nivel mismo de la situación del otro y no le importa mostrar las entretelas, la parte frágil de su armazón y aceptar el riesgo de hacer el ridículo antes que perder el hilo de la conversación. El distante irónico no se atreve a poner en peligro cierta dignidad de la que se considera investido, y adopta la distancia a la vez como tolerancia y como defensa. Mis tres autores cómicos preferidos son Wittgenstein, Kafka y Beckett (añadiría Coetzee, pero habría que entender que la comicidad no siempre tiene que ver con lo gracioso y risible). Son autores que sólo pueden ser leídos literalmente, y en quienes lo cómico resulta de que se toman lo dicho literalmente sin crear un velo de interpretación intelectual. En cierta forma lo cotidiano y lo cómico se implican mutuamente. Es la lección que aprendemos cuando dejamos la Academia y nos vamos a tomar cañas al pueblo (y con el pueblo).
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