domingo, 11 de agosto de 2013

La debilidad del filósofo


En verano uno cambia de escritorio pero no de condición. Dedico agosto a un par de urgencias. Una de ellas es de difícil compleción en el curso. Tengo que bucear en la filosofía española para escribir un relato sobre la filosofía de la técnica en España entre el 98 y la transición para una infinita historia de la técnica en España que elabora el ingeniero e historiador Manuel Silva. O sea, un marrón. Tengo que sumergirme velis nolis en unas aguas turbulentas sobre las que preferiría nadar e incluso contemplar desde el muelle: la filosofía en las españas trágicas modernas. Ya he superado, con unas cuantas cicatrices bien es cierto, la polémica sobre el "¡que inventen ellos!" entre Unamuno, Ortega y ahora estoy con Ortega y sus contraluces. Confieso: como ocurre con la dicotomía marxista/marxiano, no soy orteguiano pero sí orteguista (tampoco soy marxiano aunque sí marxista, en lo que se puede en estos tiempos). No me gusta, más bien diría que aborrezco, la industria Ortega en sus muchas dimensiones. Pero observo con distancia que mi trabajo en filosofía debe mucho a Ortega en lo que respecta a la perspectiva cultural, antropológica y, sobre todo, sobre la filosofía de la técnica. Confieso: no me gusta nada Ortega como persona. Nada. Me ocurre lo mismo con Heidegger y en parte con Wittgenstein, todos ellos muy importantes para mí. Y sin embargo lo miro con una sorprendente e irresistible ternura y compasión. 

Es bien conocido por los orteguianos, aunque no siempre por un público más amplio, la referencia a Ortega que hace Heidegger respecto a los dos encuentros que tuvieron en la Alemania de la postguerra, cuando Heidegger estaba bajo la lupa de la desnazificación y Ortega estaba en su máximo éxito, en buena medida apoyado por las políticas neoconservadoras americanas que comenzaban la Guerra Fría. El texto de Heidegger refiere a su encuentro en el famoso coloquio sobre arquitectura en el que ambos participaron y en el que Heidegger leyó uno de sus mejores textos (para mi gusto, claro) "Construir, habitar, pensar" (y Ortega tuvo que presentar apresurado unas pocas cuartillas en las que resumía su Meditación de la Técnica y al tiempo intentaba responder a Heidegger, reparando en que era su única y última oportunidad de confrontar su lugar y el de su otro en la topografía filosófica del momento) y más adelante a un segundo encuentro que aquí soslayo. He aquí las palabras de Heidegger: 

Quisiera referir brevemente dos recuerdos de Ortega y Gasset. Siguen en mi memoria como dignos de recordación. El primer recuerdo se remonta al mes de agosto de 1951. Nos encontramos en la ciudad alemana de Darmstadt, donde en bien ceñido marco se celebran anualmente conferencias sobre un tema determinado. Aquel año versaban sobre el tema “El hombre y el espacio”. Entre los hombres de ciencia y arquitectos que habían sido requeridos a hablar, nos contábamos Ortega y yo. Después de mi conferencia, que llevaba el título “Edificar, habitar, pensar”, un orador empezó a disparar violentos ataques contra lo que yo había dicho y afirmó que mi conferencia no había resuelto las cuestiones esenciales, que más bien las había “despensado”, es decir, disuelto en nada por medio del pensamiento. En este momento pidió la palabra Ortega y Gasset, cogió el micrófono del orador que tenía a su lado y dijo al público lo siguiente: “El buen Dios necesita de los “despensadores” para que los demás animales no se duerman”. La ingeniosa salida hizo cambiar de golpe la situación. Pero no era sólo una salida ingeniosa, era sobre todo caballeresca. Este espíritu caballeresco de Ortega, manifestado también en otras ocasiones frente a mis escritos y discursos, ha sido tanto más admirado y estimado por mí pues me consta que Ortega ha negado a muchos su asentimiento y sentía cierto desasosiego por alguna parte de mi pensamiento que parecía amenazar su originalidad. Una de las noches siguientes volví a encontrarle con ocasión de una fiesta en el jardín de la casa del arquitecto municipal. En hora avanzada iba yo dando una vuelta por el jardín, cuando topé a Ortega solo, con su gran sombrero puesto, sentado en el césped con un vaso de vino en la mano. Parecía hallarse deprimido. Me hizo una seña y me senté junto a él, no sólo por cortesía, sino porque me cautivaba también la gran tristeza que emanaba de su figura espiritual. Pronto se hizo patente el motivo de su tristeza. Ortega estaba desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. Pero se desprendía también de él al mismo tiempo una sensación de aislamiento que no podía ser producida por circunstancias externas. Al principio sólo acertamos a hablar entrecortadamente; muy pronto el coloquio se centró en la relación entre el pensamiento y la lengua materna. Los rasgos de Ortega se iluminaron súbitamente; se encontraba en sus dominios y por los ejemplos lingüísticos que puso, adiviné cuán intensa e inmediatamente pensaba desde su lengua materna. A la hidalguía se unió en mi imagen de Ortega la soledad de su busca y al mismo tiempo una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez, porque Ortega era un observador penetrante que sabía muy bien medir el efecto que su aparición quería lograr en cada caso.El segundo recuerdo trae a mi memoria la gran casa abierta de un médico en los altos de la Selva Negra, donde una mañana de domingo, en un círculo de numerosos oyentes cruzamos con fuerza, pero con bella mesura, nuestros más afilados aceros. Estaba en discusión el concepto del “ser” y la etimología de este vocablo fundamental de la filosofía. La discusión puso de manifiesto lo muy versado que Ortega estaba en las Ciencias. También me puso de relieve una especie de positivismo que no me cumple juzgar, ya que conozco muy pocos escritos de Ortega y sólo en traducciones. La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mí y a todos los presentes la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el título “El hombre español y la muerte”. Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacía largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos desvela cuanto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía."
http://www.heideggeriana.com.ar/textos/ortega_y_gasset.htm (11/08/2013)

Como a Heidegger, me subyuga la imagen del filósofo sentado en el suelo bajo su sombrero con un vaso de vino y oscurecido por un humor que el observador no es capaz de interpretar. Como a cualquiera que haya practicado la asistencia a congresos internacionales, no le es difícil compartir la experiencia de irse al jardín con el vaso de vino y sentarse deprimido en el primer poyo que encuentre. Pero es inquietante el relato que hace Heidegger de su conversación con Ortega. Ambos estaban por aquellos días heridos y tocados, por circunstancias diferentes y menos diferentes. Heidegger amenazado en la posguerra por su pasado nazi, Ortega, en la España más negra, por su imposible re-colocación. 


Las polifacéticas relaciones entre Ortega y Heidegger hacen pensar en las historias paralelas que tienen Ortega y alguien aparentemente muy alejado de su entorno filosófico, pero que, por muchas razones comparte con Ortega un destino similar. Me refiero a Bertrand Russell. Como Russell, fue un filósofo periodístico de gran éxito como conferencista cosmopolita; como Russell con Wittgenstein, Ortega tuvo su “otro” en Heidegger, con quien intenta por todos los medios establecer unas diferencias que el otro no conoce, ni entiende ni quizá le importan; como Russell, es lúcido respecto a la dificultad que su estilo mediático supone para ser emplazado en la filosofía académica, en la que, sin embargo, le gustaría estar como un punto central de la topografía filosófica; como Russell, este conflicto está en la base de sus accesos de humor oscuro. Como Russell también, comparte un destino injusto de tener más fama que prestigio.

El cariño y al mismo tiempo distancia e incomprensión con la que Heidegger trata a Ortega habla de una profunda verdad del filósofo: su soledad, aislamiento, debilidad e incomprensión que, sobre todo es incapacidad de auto-comprensión. 


3 comentarios:

  1. Si la filosofía nace, según se dice, de una mala digestión (Nietzsche dixit) desde luego muere con los calores de verano. Resistencia en Agosto. Que ya se aproximará el invierno.

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  2. Todos sabemos que quienes viven en soledad son débiles, si no fuese así, pregunto: ¿a quiénes pueden acudir los solitarios en caso de necesidad si no han cultivado la amistad? Buenos días.

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  3. El propio Ortega reflexiona sobre esa incomprensión, esa especie de incomunicación que acompaña siempre al ser humano. Somos sociables, semejantes, pero al final también somos seres singulares, únicos, y eso supone admitir, en lo más profundo, que estamos solos. Pero quizá sea ese aspecto que queda siempre por comunicar, por pensar, lo que empuja y anima a pensar y a comunicar. Vamos, que estamos solos, pero no en soledad. Saludos

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