domingo, 27 de octubre de 2013

Clausura del futuro


Mientras el bus se demora por la homogénea verdura de la pampa entre Rosario y Buenos Aires leo Futuro, del antropólogo Marc Augé, más conocido por su fatigada etiqueta de los “no lugares”.  Hacía mucho tiempo que no agarraba un libro con tanta pasión. Cuando escribo estas líneas, esperando mi vuelo en el aeropuerto Ezeiza, se me han acabado las ciento cincuenta y seis páginas. El libro incluye una lectura de Madame de Bovary, una fenomenología de la vivencia contemporánea del tiempo, un análisis etnológico de los nuevos lenguajes en los que circulan términos como “innovación”, “emprendedores”, “redes sociales”, un diagnóstico sobre cómo lo que llamamos crisis ha logrado transformar los significados, una propuesta para recuperar la modestia de la ciencia frente a las hipertrofias del sentido, la fe y la voluntad, una utopía educativa y una modesta confesión de su extraña condición de viajero entre tierras y disciplinas.

Considera Augé que Madame de Bovary es un relato que entendemos mejor ahora que cuando fue escrito: una mujer para quien no hay futuro, que intenta escapar de un presente continuo cayendo en las trampas de una cultura que se le ha vuelto jaula, que decide abandonar definitivamente la esperanza de futuro mediante un triste suicidio. Todos somos la madame, como dijo su autor, adictos a caer en trampas, imaginando relaciones que prometen los escaparates de la sociedad de consumo y que niega la realidad.

La sociedad tradicional, premoderna, se asentó sobre una cultura del pasado, se construyó sobre un sentido de las cosas, que nacía del lenguaje y el relato de la tribu. La modernidad nació de la ruptura con el pasado y de la promesa del futuro, de la sustitución del sentido por la voluntad de ser. Las derivas del capitalismo fueron cerrando la historia. La novela decimonónica dejó de ser la novela de los héroes prometeicos para convertirse en el acta notarial del spleen de la vida cotidiana. Se produce así una continuidad sin fisuras entre la Madame de Bovary de Gustave Flaubert y La broma infinita de David Foster Wallace, donde ya han desaparecido el espacio y el tiempo (los años se denominan por marcas comerciales, como las estaciones de metro de Madrid). Como Emma, nos hemos vuelto adictos a una imaginación impotente que no nos deja construir el porvenir atados a los brillos sin luz de las pantallas. Baudelaire y Flaubert lo habían intuido, Walter Benjamin y Kafka lo comenzaron a hacer explícito y hoy  ya lo sabemos todos. El futuro ha desaparecido. Se ha clausurado.  El porvenir, el evento, el acontecimiento que anuncia lo que será diferente se ha transformado en anuncio de Coca Cola. Esta es la tesis inquietante de Marc Augé.

La cartografía del presente que dibuja Augé es mucho más compleja de lo que reflejan estas líneas, más oscura y llena de matices, pero se condensa en el hilo conductor que me obsesiona últimamente: el acaecimiento de una suerte de apocalipsis cultural sostenido por una enfermedad terminal de la imaginación, empujado por el deseo de salvaciones individuales a la Emma, de trampa en trampa, y definido por la akrasia para construir planes de futuro, de mundos otros posibles. En cierto sentido tenían razón quienes hablaban del fin de la historia y del fin de los grandes relatos, pero en otro sentido eran unos ingenuos optimistas. El fin de la historia es el fin de las historias, de la capacidad de narrar lo que nos pasa porque somos ya incapaces de hacer de la vida una intriga permanente, una pregunta al tiempo y de apropiarnos de un pasado del que también hemos sido excluidos por un discurso que trata de convencer a todos de que todo había estado equivocado.

Detrás del futuro ya sólo está la carrera de la Reina Roja: correr aceleradamente y sin descanso para quedarnos donde estamos, mirando de reojo a los de al lado. Nos hacen creer que deseamos adelantarlos cuando sólo corremos para no quedarnos atrás. 

domingo, 20 de octubre de 2013

Filosofía de la intemperie


Hay palabras que apenas se emplean en filosofía. Su aparición transformaría el párrafo en una inestable interrogación acerca de los verdaderos propósitos del autor. Como si ciertas palabras no pudiesen escribirse impunemente, como si el solo escribir, con el objeto de hacer presente el concepto que representan, fuese ya un acto de mala fe filosófica. 
Una de ellas es "pobreza". No es difícil encontrarla en textos de sociología enredada en múltiples indicadores de desarrollo, en comparaciones y en estadísticas varias. Aparece si acaso en algún texto de filosofía política, pero siempre en el contexto de otros campos semánticos como "igualdad" o "justicia". Por alguna extraña razón los filósofos aborrecen las palabras cargadas de negatividad: "resentimiento", "odio", "pobreza", "sufrimiento"... Enseguida son rodeadas de una cobertura de palabras-esperanza: "perdón", "igualdad", "felicidad" .... Instalarse en lo negativo es síntoma de hipocresía o voluntad de provocación.

A diferencia de la filosofía, es difícil entender una parte de la literatura sin la pobreza como tema, como estado, como lugar de escritura. El realismo naturalista del XIX y sus herederos del XX, Baroja, Luis Martín Santos, también la literatura modernista: Kafka, Beckett, ahora Coetzee (La infancia de Jesús, que ya he comentado en otra entrada). Tolstoi explica bien por qué en su conocida frase: "todas las familias felices son iguales, las infelices son desgraciadas cada una a su manera". En la miseria hay narrativa, en la felicidad sólo cliché. No es difícil entender por qué todos los best-sellers se parecen, y por qué el escritor encuentra materia dramática en la experiencia del desamparo y la escasez.  También la filosofía ama lo abstracto y desencarnado, y se asienta en los esquemas, mientras que el escritor tiene que meter sus manos en la miseria del mundo si quiere explicar la condición humana. 

La pobreza es escasez, sí. Pero sobre todo es experiencia, un modo de estar en el tiempo en donde el futuro se desvanece o solo se muestra como amenaza. Los filósofos discutimos a veces si hay o no puntos de vista privilegiados. Es corriente sostener que no, que sólo el argumento, la razón, la balanza de los datos nos acerca a la objetividad, que desde las situaciones concretas (la opresión, la miseria) la mente se llena de prejuicios y emociones, falta de capacidad para elaborar las situaciones, incapacidad de crítica real. No es infrecuente escuchar llamadas a la distancia, a descarnar los datos y las emociones para no caer en la escritura panfletaria. Es cierto que la obligación del filósofo es la objetividad si desea ser realmente útil. Pero me pregunto si esta obligación le exime de examinar todo el saber que se encuentra en la experiencia de la pobreza y en ese conocimiento del mundo que no se encuentra en otro lugar. 

Sobre todas las cosas, el escepticismo. Dice Zizek que nuestra sociedad se ha vuelto cínica, que sabemos todo lo que pasa y no nos importa. Puede que tenga razón, pero abajo no hay cinismo sino la actitud mucho más interesante de un profundo escepticismo respecto a todo: las soluciones prometidas, los discursos, la buena voluntad. En la impavidez con que se escuchan las promesas, en la risa que producen, se manifiesta esta distancia de las cosas en la que reside el privilegio de ver el mundo desde abajo. Se desconfía de las instituciones así como se confía en la familia y el vecino, se desconfía del lenguaje así como se confía en los lazos débiles que atan la poca esperanza que se puede encontrar en el mundo. 

Para quienes no vivimos en la pobreza, o hace mucho tiempo que ya no vivimos, estas experiencias son zonas de la realidad a las que no alcanzamos. Y quizá por ello negamos su existencia y la sabiduría que contienen. Y quizá por ello habitamos en un mundo de normas, instituciones y palabras con mayúscula. Simone Weil, la más inteligente de las empiristas de los tiempos contemporáneos, lo entendió bien y quiso vivir en primera persona la pobreza. De ella hemos aprendido alguna de las más duraderas reflexiones sobre la realidad del mundo. No faltan hoy herederas y herederos de ella en los movimientos de cooperantes que bajan los escalones de la sociedad hasta los territorios de la desolación. Hay en ellas y ellos una fuente de objetividad mucho más robusta que la que se busca en los discursos distantes. Si tienen distancia es porque la realidad la exige para no sumergirse en la desesperación. La misma distancia que tienen los desesperados para seguir a flote. La distancia que no se encuentra en los libros ni en el lenguaje sino en los oscuros bosques de la historia. 

Hace unos días colgaba en facebook una noticia de prensa sobre el aumento de la pobreza en España (contrastada con el aumento de los millonarios). Se definía en el artículo "pobreza" por la condición de sobrevivir con menos de trescientos euros, y una alumna de hace unos años, Hetz Hetzmek, me recordaba los salarios en México. Cierto. Pero la pobreza como condición es siempre una condición situada en el tiempo y el espacio. La pobreza, como la infelicidad, se de múltiples modos. Es sobre todo la condición de exclusión de la historia. Es el saberse ya bajo condena a no tener futuro. Pero también es el saber que ya no hay promesas. Es, con la ciencia, la fuente de conocimiento social más objetiva que tenemos. La que nace en las fuentes del escepticismo y la experiencia. 

sábado, 12 de octubre de 2013

El poder del deseo









Objeto a una inteligente alumna en su trabajo fin de grado sobre "Hedonismo y posmodernismo" que quizá las persistentes críticas al consumismo oculten ciertas formas de elitismo y que la búsqueda de la felicidad (eso es el hedonismo) sea mucho más crítica que lo que parece. Me responde "Para mí la felicidad es un resultado, no un fin". Buena respuesta a la que ya no respondí por falta de tiempo y reflejos. Me quedé pensando y recordé el último libro de Coetzee, La infancia de Jesús, (no, no va de una versión del Evangelio de San Juan). Solo le he dado una primera y rápida lectura, pero tiene mucho que ver con la pregunta y la respuesta sobre la felicidad. 

Es una novela extraña, en un paisaje desubicado, un mundo postapocalíptico en el que parecen haber desaparecido muchas cosas: el deseo, la historia, el pasado y el futuro. Un hombre y un niño, del que se ha hecho cargo por compasión, llegan a un campo de refugiados (en realidad un mundo de refugiados) en el que se habla español (que Coetzee haya elegido el español como lengua del apocalipsis me parece tan profundo como sorprendente). Allí son alojados y el hombre comienza un trabajo como estibador de un puerto al que llega (no se sabe de dónde) la ayuda en barcos de cereales. Es un tiempo de escasez y miseria, en donde sus habitantes se niegan a sí mismos el desear: desear buena comida, desear afectos, sexo, felicidad, futuro. Sugerente, misteriosa. La más kafkiana de las novelas de Coetzee. 

Coetzee ha meditado mucho en sus novelas sobre el poder del deseo, particularmente en Desgracia. Sus mensajes son ambiguos y a veces incoherentes, pero aquí da la impresión de haber querido experimentar con un mundo en el que el deseo se ha desvanecido de manera que las mentes se adecuan a lo real sin pretender ya transformarlo. Pues ésa es la finalidad del deseo, querer que las cosas cambien para que sean como queremos que sean. Así que vuelvo a la pregunta sobre el hedonismo. 

La Teoría Crítica (otro nombre para la ortodoxia de la Escuela de Frankfurt) siempre ha sospechado del deseo. Adorno y Horkheimer emprendieron una campaña contra la sociedad de consumo que ha sido múltiples veces repetida y que en muchos autores "posmodernos" se ha bautizado como una crítica a la "lógica del capitalismo tardío" (como si el capitalismo tuviera lógica, como si sus derivas pudieran ser descriptibles en forma de dinámicas temporales). En todo caso, el mensaje es siempre el mismo: donde antes se dominaba por la fuerza o por el control de los salarios ahora se realiza mediante el consumo y el control del deseo. Voces más recientes se alzan contra el capitalismo de las emociones y abogan por un gobierno de las emociones. Una y otra vez se ataca toda "estetización" de la existencia, repitiendo que en eso consiste el fascismo, en la "estetización" de la existencia. O sea: no consumir, no desear ni la felicidad ni la belleza. 

Somos minoría los que discrepamos de esta tradición, aunque me alegro mucho estar en la compañía de Jacques Rancière en el rechazo al profundo elitismo culturalista de esta actitud, en apariencia, crítica. Es en el fondo y la forma el mismo mensaje de las religiones: "éste es un valle de lágrimas", "sed austeros", "perded el deseo para ganar el alma".  Como si se exigiese que el disfrute y el arte estuviese reservado para mentes exquisitas y no para esa plebe que llena las barras de los bares. Entre quienes se revelaron contra esta forma de pensar está el exjesuita Michel de Certeau, a quien el mayo del 68 y Foucault le despertaron de su sueño. Becado por un proyecto gubernamental que le pedía que describiese la sociedad francesa del momento, se metió en las casas de los proletarios de Lyon y dio la vuelta completa al proyecto. Nos contó con detalle cómo comían, cómo bebían, como ordenaban su vida los obreros. Desarrolló el concepto de tácticas de resistencia, que encontraba en la mínimas ceremonias de abrir una botella de vino o acudir a la taberna a comentar la vida. Certeau miró donde los estreñidos intelectuales del momento no se atrevían a mirar: a la vida cotidiana de los de abajo, a sus estrategias y tácticas en las que se expresaba el poder del deseo. 

Por desgracia, el capitalismo "postardío" que los posmodernos no supieron captar nos deja ver su cara estructural: el poder es siempre el poder de controlar el poder del deseo. El poder es siempre una distribución desigual de la felicidad y la belleza. No es el consumismo sino el consumo pensado para destruir: la comida rápida (cómo única solución para trabajos precarios, flexibles que corroen el carácter), la austeridad como evangelio, la desigualdad de los cuerpos y los placeres. 

Estos días, Lampedusa (bello nombre de resonancias literarias: "que todo cambie para que todo siga igual") nos muestra el poder del deseo. Los bárbaros están a las puertas y no les importa jugarse la vida para comer, bailar, vivir. En la serie Treme se relata, en ficción, lo que son también tácticas de resistencia: el funky y la danza expresan la sublevación de un barrio destruido menos por el Katrina que por la política caníbal de la especulación. En la Plaza de Lavapiés (frágil reducto de bárbaros deseantes) la marihuana y la música africana abren la ventana a otra forma de ser y de vivir. Miles de precarios expresan allí de mil formas el poder del deseo y la astucia de sus tácticas. 

Como Cavafis, como Coetzee, como Paul Lafargue (El derecho a la pereza), esperamos a los bárbaros para que haya una redistribución del deseo, de la belleza, de la felicidad. Quizá ya estamos en el campo infinito de refugiados donde hemos perdido la capacidad de imaginar. O al menos de imaginar impulsados por el deseo de otro mundo, de otra vida.


domingo, 6 de octubre de 2013

Informe sobre la ceguera


Creo haber dicho alguna vez, en todo caso pensado muchas, que los filósofos somos sanadores de conceptos. Uno de los más dañados por el tiempo es el de "ideología". Entre la versión inocua e inoperante de Destutt de Tracy y Karl Mannheim, que considera que simplemente describe cualquier conjunto de creencias y valores que motiva a las gentes y culturas, y la no menos inoperante de cierta tradición marxista que postula que la ideología es una visión sesgada y falsa del mundo, producida por la posición en la estructura de clases (ya se sabe, la ideología, como el mal aliento, siempre la tiene el otro),  tendríamos que encontrar algún sendero intermedio útil y operativo en los tiempos que corren. 

Recientemente, el omnipresente (omnisciente, etc.) Zizek ha intentado renovar la noción de ideología en una sociedad post-ideológica. Considera que la ideología contemporánea ya no falsea lo que ocurre, simplemente nos vuelve cínicos. Tiene un punto de razón y muchos de equivocación. Tiene razón en que las ideologías no ocultan la realidad. Se equivoca en ese diagnóstico entre cartesiano y lacaniano de que vivimos en un mundo de cinismo (en el que se supone que también habita él, aunque no nos aclara si su aparente ironía le libra del cinismo).

En realidad las ideologías son eficientes porque contienen mucha dosis de verdad. Si la clase dominante consigue movilizar a su favor muchos intereses en eso que Gramsci llamaba la cultura hegemónica, es porque acierta en muchos diagnósticos y mecanismos de movilización de las conciencias. Se equivoca aquí radicalmente una larga tradición marxista. Las teorías dominantes son básicamente correctas, eficientes, describen rasgos objetivos de la realidad. Los valores que postula la cultura hegemónica son en cierto modo valores compartidos, por eso son tan efectivos. 

Lo que hacen las ideologías no es distorsionar la realidad en el sentido de la falsedad sino en un sentido mucho más sofisticado que es el de la mentira. La mentira puede ocurrir diciendo la verdad absoluta. Las mentiras son manipulaciones de la mente del otro usando medios efectivos, no importa si esos medios son epistémicamente correctos o equivocados. En nuestro caso, las ideologías son fundamentalmente filtros que dejan ver algunas cosas y ocultan muchas otras. Toda teoría nos permite levantar un mapa de la realidad. Todo complejo de valores nos permite una red de actitudes reactivas, emocionales y prácticas, a lo que ocurre. Pero, precisamente por este carácter entre representacional e instrumental, las teorías y los sistemas de valores dejan sombras y puntos ciegos al tiempo que iluminan otros. 

Si pensamos las ideologías como falsedades no explicaremos nunca su poder eficiente. Y lo que es más grave, caeremos en el extendido vicio de creer que con eslóganes contrarios se realiza un pensamiento contrahegemónico efectivo. Para nada. Me encuentro muchas veces con alumnos, compañeros y amigos (léase el masculino en sentido inclusivo) que confunden el activismo y la actitud teórica. Que creen que elevando el tono discursivo, que acudiendo a aforismos y a guiños al lector o al auditorio, realizan un trabajo de socavamiento de la cultura hegemónica. Se equivocan. 

Los conceptos y las teorías son armas poderosas, poderosísimas. Han de ser dominadas para que puedan ser efectivas. Quienes cierran los ojos y creen que la microeconomía y la teoría de la decisión es un invento del capitalismo que no hay que aprender y controlar, se equivocan radicalmente y, lo que es peor, se equivocan mucho más si alguna vez tienen que tomar decisiones. Diría lo mismo de la sociología, y, en lo que a mi respecta, de la filosofía que se ocupa analíticamente de los conceptos. Como si la voluntad sustituyera a las constricciones. Es puro pensamiento mágico. 

El trabajo duro es usar las teorías y sistemas de valores compartidos para iluminar los puntos ciegos que han creado los intereses dominantes, hacer notar el disenso de quienes no tienen voz y explicar por qué no la tienen. Para ello es necesario un trabajo lento, parsimonioso, una carrera de resistencia que no es menos dura que la resistencia activa. Bertold Brecht lo describía en un poema en el que reconocía que lo que enseña la escuela es ideológico, pero animaba a aprender lenguas, matemáticas, historia, filosofía. Los viejos topos realizan sus trabajos muy lentamente y desde muchos túneles, pero nunca por  métodos sencillos. 

Gramsci lo entendió muy bien. Encerrado en la cárcel por el fascismo se puso a releer a todos los filósofos italianos de un siglo atrás para explicarse por qué la ideología del catolicismo mediterráneo había sido tan efectiva en la configuración de una cultura tan compleja y lúcida como la italiana. No encontraremos en sus escritos descalificaciones sino, por el contrario, cuidadosos análisis de los conceptos e ideas de los otros. Por eso su trabajo fue contrahegemónico y permitió ver tantas zonas oscuras. No se le ocurrió en ningún momento tomar por tontos a quienes habían creado una cultura tan poderosa. Pero nunca desesperó de encontrar sus puntos ciegos.