Mientras el bus se demora por la homogénea verdura de la
pampa entre Rosario y Buenos Aires leo Futuro, del antropólogo Marc Augé, más
conocido por su fatigada etiqueta de los “no lugares”. Hacía mucho tiempo que no agarraba un libro
con tanta pasión. Cuando escribo estas líneas, esperando mi vuelo en el
aeropuerto Ezeiza, se me han acabado las ciento cincuenta y seis páginas. El libro
incluye una lectura de Madame de Bovary, una fenomenología de la vivencia
contemporánea del tiempo, un análisis etnológico de los nuevos lenguajes en los
que circulan términos como “innovación”, “emprendedores”, “redes sociales”, un
diagnóstico sobre cómo lo que llamamos crisis ha logrado transformar los
significados, una propuesta para recuperar la modestia de la ciencia frente a
las hipertrofias del sentido, la fe y la voluntad, una utopía educativa y una
modesta confesión de su extraña condición de viajero entre tierras y
disciplinas.
Considera Augé que Madame de Bovary es un relato que entendemos mejor ahora que cuando fue escrito: una mujer para quien no hay
futuro, que intenta escapar de un presente continuo cayendo en las trampas de
una cultura que se le ha vuelto jaula, que decide abandonar definitivamente
la esperanza de futuro mediante un triste suicidio. Todos somos la madame, como
dijo su autor, adictos a caer en trampas, imaginando relaciones que prometen
los escaparates de la sociedad de consumo y que niega la realidad.
La sociedad tradicional, premoderna, se asentó sobre una
cultura del pasado, se construyó sobre un sentido de las cosas, que nacía del
lenguaje y el relato de la tribu. La modernidad nació de la ruptura con el
pasado y de la promesa del futuro, de la sustitución del sentido por la
voluntad de ser. Las derivas del capitalismo fueron cerrando la historia. La
novela decimonónica dejó de ser la novela de los héroes prometeicos para
convertirse en el acta notarial del spleen de la vida cotidiana. Se produce así una
continuidad sin fisuras entre la Madame de Bovary de Gustave Flaubert y La
broma infinita de David Foster Wallace, donde ya han desaparecido el espacio y
el tiempo (los años se denominan por marcas comerciales, como las estaciones de
metro de Madrid). Como Emma, nos hemos vuelto adictos a una imaginación
impotente que no nos deja construir el porvenir atados a los brillos sin luz de
las pantallas. Baudelaire y Flaubert lo habían intuido, Walter Benjamin y Kafka
lo comenzaron a hacer explícito y hoy ya
lo sabemos todos. El futuro ha desaparecido. Se ha clausurado. El porvenir, el evento, el acontecimiento que
anuncia lo que será diferente se ha transformado en anuncio de Coca Cola. Esta es la tesis inquietante de Marc Augé.
La cartografía del presente que dibuja Augé es mucho más compleja
de lo que reflejan estas líneas, más oscura y llena de matices, pero se
condensa en el hilo conductor que me obsesiona últimamente: el acaecimiento de
una suerte de apocalipsis cultural sostenido por una enfermedad terminal de la
imaginación, empujado por el deseo de salvaciones individuales a la Emma, de
trampa en trampa, y definido por la akrasia para construir planes de futuro, de
mundos otros posibles. En cierto sentido tenían razón quienes hablaban del fin
de la historia y del fin de los grandes relatos, pero en otro sentido eran unos
ingenuos optimistas. El fin de la historia es el fin de las historias, de la
capacidad de narrar lo que nos pasa porque somos ya incapaces de hacer de la
vida una intriga permanente, una pregunta al tiempo y de apropiarnos de un
pasado del que también hemos sido excluidos por un discurso que trata de
convencer a todos de que todo había estado equivocado.