Esta semana tuve ocasión de participar en una mesa redonda en el Centro Catalán de Madrid (una curiosa institución de más de setenta años que sobrevive ignota en la Plaza de España, frente a la solicitada escultura de Don Quijote). El evento me permitió volver sobre uno de los temas que más he fatigado en los últimos años: las tensiones y paradojas sobre las que se fundan las identidades colectivas. El evento devino en un lamento nostálgico por los tiempos de las cartas entre Joan Maragall y Unamuno, y, en mi caso, en una corta reflexión sobre la lengua y la identidad y los cambios que ha sufrido el sentido de identidad desde el siglo XIX a nuestros posmodernos días.
Las identidades no son nada sino sentidos de historias compartidas. Los sentimientos de identidad son sentimientos de afiliación y pertenencia sin los que sería imposible nuestra existencia social. Los dos ingredientes (identidades y sentimientos de identidad) tienen dinámicas diferentes: las derivas de la historia en el primero, el sentido de impotencia, de soledad, de resistencia, en el segundo. Los afectos colectivos son manifestaciones de sublevación entre los/las iguales que sufren y sienten la opresión. El sentimiento de identidad es siempre una reacción ante la desposesíón de la capacidad de decidir. En el siglo XIX, las dos fuerzas de identidad más poderosas fueron los nacionalismos y la clase. La reclamación de un estado-nación y de la autonomía de clase conformaron la era del capitalismo emergente basado en estados imperialistas. La Gran Guerra (esperemos que el centenario traiga una nueva reflexión sobre lo que fue el inicio de la contemporaneidad) y la Revolución Rusa transformaron el panorama y dieron paso a las formas más complejas de identidad que nacieron de aquellos acontecimientos: los movimientos feministas, la descolonización, las resistencias cotidianas de los sesenta y sus identidades generacionales, las emigraciones y la globalización. Todas ellas dieron paso a nuevas maneras de vivir la identidad.
Hay sentidos de identidad que nacen en la cultura hegemónica y sentidos de identidad que nacen en la cultura contrahegemónica. Los de arriba se agrupan dirigidos por el miedo a cambiar de estatus y los de abajo lo hacen por el deseo de igualdad y reconocimiento. Esta fuerza es la partera de la historia que, sin embargo, no tiene claras sus fronteras ni mensajes, como los oráculos griegos. A veces es necesario revisar estos sentimientos para contraponerlos a la realidad. Así, en nuestro mundo globalizado, urbanizado en una cosmópolis que transforma los viejos espacios de identidad en barrios de una ciudad sin fronteras, las identidades se confunden y entremezclan y los sentimientos se vuelven contradictorios, tensos y multívocos. El feminismo de la igualdad, por ejemplo, se vio entremezclado con las demandas de las diferencias femeninas, las diferencias de clase, de etnia, lengua, diversidad sexual, e incluso de identidad de género. La identidad masculina en nuestro tiempo está siendo reconstruida por el feminismo, pero también el feminismo lo será por las nuevas formas de identidades híbridas y complejas. El sentimiento étnico, la voz colonizada por otra lengua, ha generado una de las miradas a la cultura más interesantes del mundo contemporáneo (este blog se llama "el laberinto de la identidad" en homenaje a "el laberinto de la soledad" de Octavio Paz, uno de los primeros y más profundos manifiestos de la identidad compleja).
La presente desafección de una sustancial y mayoritaria parte del pueblo catalán a los viejos discursos de la transición sobre la España autonómica ya no pertenece a las viejas identidades de reclamación de un estado-nación (un pueblo, una lengua, una cultura, un espacio, un estado) sino a algo mucho más complejo que entremezcla muchas tensiones subyacentes al sentido de impotencia general que nos habita. Es una desafección fuerte, distinta aunque paralela a la que ha ocupado el espacio político de la transición, la desafección de Euskadi, por espacio de cuarenta años. Aunque la histérica prensa madrileña lo entienda en clave apocalíptica (como si el apocalipsis no hubiese ocurrido ya), lo cierto es que es un síntoma de que estamos ya en una sociedad y cultura complejas y contemporáneas. Ni Madrid es ya el lugar imaginario que sueña nuestra clase dirigente, que sigue anclada en la concepción populachera, aristocrática, inculta y latifundista que siempre rigió este pueblón manchego, ni Barcelona es ya el lugar imaginario de sus especulares constructos decimonónicos. El castellano y el catalán son ya territorios nuevos que acogen identidades híbridas que vienen de tiempos y espacios nuevos, de futuros que no están aún compartidos y de pasados que nunca lo fueron.
La gestión de los afectos de identidad en forma de odio y resentimiento se ha convertido ya en el último recurso de la política. Cuando los programas no se distinguen, o se unen en un mismo proyecto de desigualdad creciente; cuando las multinacionales dictan los discursos y las normas; cuando los de abajo no acaban de entenderse en una babel interminable; cuando los dioses se han ido, el recurso a la pasión contra el otro es el recurso más efectivo de los políticos que hace tiempo que dejaron de creer en la política. Como los viejos chamanes y obispos que hace décadas que dejaron de creer en su religión y ahora solo creen en el poder.
Era un adolescente aún cuando comencé a pensar en serio sobre nuestra historia mal contada, sobre el nacionalismo "español" que entonces nos afixiaba (y que ahora me causa asma) y sobre las políticas de la identidad. Treinta años más tarde, en mi pueblo, Salamanca, tuve ocasión de ver (desde fuera, desde muy fuera) una enorme manifestación del "pueblo" salmantino contra un supuesto atentado identitario: la reclamación de los documentos originales que Franco había robado de la Generalitat y depositado en un archivo de los vencedores. Mi pueblo, que había sido expropiado de su industria, de sus decisiones, de su universidad (otrora importante), de sus capacidades de decisión, sólo era capaz de levantarse por un signo de identidad: era depositario del archivo de los vencedores. Treinta años antes había descubierto un largo poema en muchos poemas sobre la compleja identidad de la que veníamos, una historia de muerte y destrucción: La pell de brau, de Salvador Espriu. En Cataluña se estudia en el bachillerato el poema de Maragall, "Oda a España": Ecucha España- la voz de un hijo/ que te habla en lengua- no castellana:/ hablo en la lengua- que me ha dado/ la tierra áspera;/ en esta lengua- pocos te han hablado/ en la otra, demasiado/". No sé por qué no se estudia en el bachillerato de todos los demás lugares. Aprendí entonces, de adolescente, algo sobre el nacionalismo español (o españolista, que, como el aire, no ven quienes lo respiran) que nunca he olvidado y que dejo aquí como testimonio nostálgico de lo que pudo ser. Lo hice gracias el poema 46 de "La pell de brau" de Espriu. Lo dejo aquí, para ser leído en el ambiente cada vez más irrespirable y alergénico de este Madrid de nuevo rodeado:
Poema XLVI de “La pell de brau”
(Salvador Espriu)
A vegades és necessari i forçós
que un home mori per un poble,
però mai no ha de morir tot un poble
per un home sol:
recorda sempre això, Sepharad.
Fes que siguin segurs els ponts del diàleg
i mira de comprendre i estimar
les raons i les parles diverses dels teus fills.
Que la pluja caigui a poc a poc en els sembrats
i l’aire passi com una estesa mà
suau i molt benigna
damunt els amples camps.
Que Sepharad visqui eternament
en l’ordre i en la pau, en el treball,
en la difícil i merescuda
llibertat.
A veces es necesario y forzoso
que un hombre muera por un pueblo,
pero nunca debe morir todo un pueblo
por un hombre sólo:
recuerda siempre eso, Sepharad.
Haz que sean seguros los puentes del diálogo
y procura comprender y amar
las razones y las lenguas diversas de tus hijos.
Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados
y el aire pase como una extendida mano
suave y muy benigna sobre los anchos campos.
Que Sepharad viva eternamente
en el orden y en la paz, en el trabajo,
en la difícil y merecida
libertad.
E