Es difícil que a quien le guste la filosofía no se vea confrontado muchas veces con la Antígona de Sófocles. George Steiner en su Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, se pregunta por qué seguimos volviendo a los mitos griegos, por qué la historia occidental ha producido después tan pocos mitos universales (sólo admite cuatro mitos posteriores: Fausto, Hamlet, Don Juan y Don Quijote). Steiner se responde, cercano aquí a Heidegger y al romanticismo alemán, diciendo que "Ningún cuerpo de mitos después de los griegos fue tan inherente a la urdimbre y a los caracteres sintácticos del lenguaje. Ninguna fábula después de Grecia, ni siquiera la de Fausto, posee este orden de lógica genética, es decir, ninguna otra tiene parentesco tan estrecho con los modos del discurso en que los mitos son narrados y transmitidos". Viene a decir Steiner que, al provenir de una larga tradición oral, se une en ellos la forma del lenguaje y la forma de la fábula.
Y, dejando al lado ese eurocentrismo tan alemán, Steiner tiene razón. Los tiempos verbales y los casos se acomodan a las formas conversacionales primigenias en las que fueron posibles las historias que transmitían el saber del clan de generación en generación. Desde luego lo tiene en Antígona, un mito que parece haber sido escrito en vocativo, lleno de interpelaciones: a y desde el poder. Hace unas semanas hablaba de la interrupción como acto de habla que llena Antígona. Hace casi cinco años, en una entrada de este blog, comentaba que Antígona es una obra sobre el grito, como si estuviera en los límites del lenguaje. En todo caso, es una obra en la que el lenguaje conecta con la vida. Es una obra (también) sobre los actos de habla, sobre cómo al estar en el lenguaje encontramos y perdemos un sitio en el mundo.
Hegel ha determinado casi todas las interpretaciones posteriores de Antígona. En la Fenomenología considera que es un enfrentamiento entre la ley de la familia y la ley del Estado. Más tarde se traducirá, siguiendo la influencia del antropólogo Lewis Morgan (que tanto influyó sobre Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) como una confrontación entre el matriarcado que atardece y el patriarcado que asoma. Una corriente de feminismo seguirá esta línea leyendo Antígona como el enfrentamiento de la ley del cuidado contra la ley de la violencia del poder. Lo femenino y la familia contra lo patriarcal y la política.
Judit Butler se ha revelado en Antigone's Claim contra esta lectura que mantiene la dicotomía de lo femenino en la esfera de lo intimo y lo doméstico frente al espacio público. Todas estas interpretaciones terminan devaluando la demanda de Antígona, llevándola al terreno de lo pre-político. Pero la figura de Antígona está en otro lugar. Me llevaría demasiado espacio explicar con claridad la interpretación de Butler, pero se resume en que ella ve que Antígona ha renunciado y se sitúa más allá de la ley de la familia. Se distancia de su hermana, de su prometido, y de toda función identificable con el matriarcado. En su lamento final deja claro que su discurso es político: "Pues nunca, ni aunque hubiera sido madre de hijos, ni aunque mi esposo muerto se estuviera corrompiendo, hubiera tomado sobre mí esta tarea en contra de la voluntad de los ciudadanos. ¿En virtud de qué principio hablo así? Si un esposo se muere otro podría tener, y un hijo de otro hombre si hubiera perdido uno, pero cuando el padre y la madre están ocultos en el Hades no podría jamás nacer un hermano". Antígona se eleva en portavoz de quienes no pueden ser reproducidos, de los muertos que merecen ser llorados, de la memoria que ha sido prohibida. Para ello no le importa renunciar a su estatus de mujer o, como dirá, de híbrido entre lo vivo y lo muerto, entre el futuro y la memoria.
La interpelación (muchas veces en la forma de interrupción) es el acto de habla que recorre Antígona. La interpelación, sostenía Althuser, es la forma en la que la ideología se reproduce convirtiéndonos en sujetos. Su ejemplo es el policía llamándonos, "¡Eh, tú!, ante cuya palabra nos volvemos aludidos y culpables, convertidos en responsables. En parte sí. Pero no, no es la única ni la más importante de las formas de interpelación, hay otras formas con las que el sujeto irrumpe en el lenguaje y declara su lugar.
La interpelación es un modo y camino de subjetivación más extraño de lo que imaginamos. Adquiere la fuerza de un acto vocativo, que da nombre al otro y le hace reconocer lo que el otro se negaba a ver.
En un artículo iluminador, que me ha sugerido Saray Ayala, de Rebecca Kukla, se analizan las formas en las que el lenguaje puede silenciar. En una posición de debilidad, como la de una trabajadora ante su jefe que hace un comentario sexista, la hablante es expulsada del lenguaje porque su situación le impide responder adecuadamente. Los actos de habla tienen condiciones sociales rituales y convencionales para que surtan efecto. No todo el mundo puede decir según qué palabras para que estas surtan efecto. Algunas son palabras de poder: "Estáis casados", "culpable", "suspenso", otras son de autoridad: "te perdono", "te lo prometo", "te quiero". Hay que estar en un lugar determinado en el mundo para que las palabras hagan cosas. Pero en la interpelación, a veces, la interpelante se sale de su lugar en el mundo y desde allí nombra al interpelado: "¡Eh, tú!, ¿quíén eres tú para instaurar estas leyes?". El precio de la interpelación de Antígona es salirse del topos que le había sido asignado por la sociedad. Desde fuera, ya no familia, ya no mujer, puede interpelar en nombre de los ciudadanos de Tebas descontentos y mirar a Creonte a los ojos. Su ley no es la ley de la sangre sino la ley de la voz, el lugar donde nace el lenguaje.
Por el lenguaje nos situamos en el mundo, pero también nos des-situamos, nos des-ubicamos (y con ello des-ubicamos al otro, que ante la interpelación "¡Eh tú!, ¿quién eres tú para instaurar estas leyes?" no sabe qué responder, porque ya no encuentra un lugar desde el que hacerlo...y es que no hay lugar más allá de los límites de la significación) Saludos
ResponderEliminarYo en esto soy totalmente de la opinión de Proust cuando dice: "En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo."
ResponderEliminarNo leemos para "aprender cosas nuevas", ni tampoco en un gesto narcisista de egotismo evasivo. Leemos para re-conocernos, para transformarnos a través del reencuentro de la experiencia propia a través de la pluma de otro.
La preguta es: ¿Podría haber sido Antígona un hombre? Y sus variantes: ¿Sería el mismo discurso el de Antígona que el Antígono? ¿Hubiera tenido (su interpelación como lo llamais aquí) los mismos efectos sobre el poder al que se dirige y sobre el contra-poder que la escucha? Cuando en un mito, en una narración, aparece un personaje femenino es sólo porque no hubiera podido ser masculino. Imposible, tanto por reducción al absurdo (Penélope sólo puede ser mujer) como por elevacióna a significado propio (Antígona).
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