sábado, 28 de noviembre de 2015

La angustia por la verdad: dentro, fuera


 Esta proposición del Tractatus de Wittgenstein me ha producido desasosiego desde que comencé a leerlo con seriedad, es decir, pensando en cómo esa larga secuencia de semiaforismos de la que consta el libro me interpelaba a mí, no a la filosofía ni a la cosa académica sino a mi perspectiva sobre el mundo y sobre mí mismo:

4.463 Las condiciones de verdad determinan el campo que la proposición deja libre a los hechos. (La proposición, la figura, el modelo, son en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio)

Leída en forma idealista expresa una trivialidad aburrida que no merece demasiado la pena comentar: "el lenguaje crea el mundo" y todo ese rollo barato que sólo sirve para una clase de primer curso de filosofía o para una discusión de madrugada con unas cuantas copas, como decía uno de los personajes de El topo de John Le Carré. Si uno la lee en clave materialista la proposición manifiesta su cara oscura y terrible, y me parece que Wittgenstein lo tenía muy claro. El lenguaje establece posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Una pistola establece posibilidades. Limita el movimiento de los otros "en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio". ¿Se entiende ahora mejor?

Hemos sobrevivido a duras penas a varias décadas de idioteces sobre si una representación es un espejo de la realidad o una distorsión, o sobre si vivimos en un mundo de textos que hablan de textos que hablan de textos,... Pero Wittgenstein (el primero, el segundo, no hay diferencia en esto) ya había establecido los límites del lenguaje en un sentido que (depende de cómo leamos a Kant) ya había comenzado a trazar Kant: una proposición es como una pistola: instaura posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Las proposiciones habitan nuestro mundo igual que las pistolas. Establecen posibilidades, las coartan, las delimitan y, también, hablan de quién manda y quién las establece y delimita.

Me he dejado arrastrar como un imbécil estas últimas semanas por el encrespamiento que me produce cada cierto tiempo el viejo debate sobre las responsabilidades del lenguaje con la realidad, que tiene una de sus manifestaciones en la relación entre el arte, la literatura, y la política, Me importan bastante poco las políticas de distinción, y mucho menos las nuevas olas (son olas que se repiten incansablemente) que insisten en la pureza del arte, de la literatura, de la filosofía, de ..., que subrayan la independencia y autonomía, el alejamiento de los intereses políticos o de los temas sociales o de..., el viejo sociorollo de los exquisitos y las narices alzadas. Vanos manifiestos de quienes desean reafirmar la pureza de su compromiso con el campo intelectual ( y que, como desvela el viejo dicho, la excusa no pedida ...).

Me inquieta mucho más, al tiempo que releo a Bourdieu y su Las reglas del arte, al tiempo que releo y comento con mis compañeros de seminario El buen relato de Coetzee y Arabella Kurtz, la cuestión de nuestro compromiso con la verdad cuando nos dedicamos a actividades que tienen que ver más con la comprensión o el sentido que directamente con la verdad, es decir, con las humanidades, con el arte y la literatura. Es posible que, como decía Franz Zappa y su The mothers of invention, estemos aquí por la pasta, pero internamente al menos nos creemos que estamos aquí por algo más, y uno diría que en las humanidades y el arte (no voy a distinguir más la cosa, todos formamos parte de la misma trama), estamos aquí para entender lo que pasa.

Hablando de El buen relato, Carlos Thiebaut suscitó el ejemplo de Austerlitz de W.G. Sebald (incluso los parnasianos de ahora tendrían que reconocer que es una de las cumbres de la literatura fin de siglo) donde el personaje queda destruido por su búsqueda de la verdad de sus orígenes.Un  historiador que descubre la falsedad de su propia historia personal y se autodestruye buscando de manera la verdad de su relato.  Y este es el problema:¿qué compromis, y hasta dónde, liga al escritor con la verdad? y, lo mismo, ¿qué compromiso, y hasta dónde, ata al lector con la verdad?  (Austerlitz se destruyó a sí mismo, es mi interpretación, por no saber que las representaciones forman parte de lo que somos, como las camas y los frigoríficos).

No importa que leamos El Quijote o El señor de los anillos. En los dos, el problema de la verdad es absoluto. En El Quijote, Cervantes lo señala sin ambages: en los dos momentos en los que permite a don Alonso salirse del texto, cuando le permite preguntar por dónde está, cuando el retablo o cuando la cabeza parlante en Barcelona, Don Quijote pregunta "¿era verdad?". En El señor de los anillos, pura fantasía popular, sin, aparentemente, tanta complejidad literaria como El Quijote, la obsesión de todos los personajes porque su historia quede escrita no es menos retóricamente compleja que la de Cervantes.

Y aquí viene el problema de Coetzee: ¿ por qué no mentirnos? ¿por qué no consolarnos con un relato perfecto literariamente, con un artículo que seguramente será publicado en oMind , Alfaguara o en alguna de las grandes revistas o editoriales? ¿cuál es nuestro compromiso con la verdad?, ¿por qué no ceder a la tentación más simple de Pilatos, '¿qué es la verdad'?,  ¿por qué no transformar la teoría literaria o la filosofía para evitar la pregunta?. ¿por qué no ceder a la tentación de creer que la representación no tiene que ver con el mundo?.

Los tontos dirán que la representación siempre distorsiona la realidad, como si uno no lo hubiera aprendido de niño leyendo el cuento de la cigarra y la hormiga, como si necesitara veinte años de filosofía y teoría literaria para saberlo. La cuestión agobiante la formula Wittgenstein en su texto: una proposición es como una pistola que limita el libre movimiento. 


lunes, 23 de noviembre de 2015

Política, moral, arte, filosofía y otras contradicciones



Pierre Bourdieu, en dos obras imprescindibles, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario y Manet. Une révolution symbolique estudió los procesos por los que se formaron en el siglo XIX las estructuras culturales contemporáneas, caracterizadas por géneros, disciplinas, lo que él llamó campos. En la primera analizaba el caso de Gustave Flaubert, y en particular su novela La educación sentimental, en el segundo la obra de Édouard Manet. Ambos constituyen dos ejemplos paradigmáticos de esa forma de moral interna que llamamos "el arte por el arte", Allan Janeck y Stephen Toulmin, en La Viena de Wittgenstein, y Eduardo Rabossi, en En el comienzo Dios creó el canon: Biblia Berolinensis, hicieron algo muy parecido con la constitución del campo de la filosofía. Thomas Kuhn, a su vez, había hecho lo mismo con la ciencia unos años antes. Aunque todas las sociedades hayan producido obras que calificamos como arte (incluye la literatura), filosofía o ciencia, solamente habría Arte, Filosofía y Ciencia a partir de la creación de los respectivos campos normativos.

En los tres casos, se observa en esta perspectiva, ya central en la sociología cultural contemporánea, se termina concluyendo que las relaciones de autoridad internas al campo y las normas de "seriedad" en el trabajo y dedicación a la forma respectiva son las que hacen que podamos considerarlas "profesiones", donde el profesar, que tiene tantas resonancias religiosas, implica aquí una cierta conducta simbólica por la que las autoras y autores dan muestras de su inapelable compromiso por encima o por debajo de cualquier otro interés, y en particular de los intereses morales, políticos y económicos. De Gaugin, que destrozó su familia, a David Foster Wallace, que destrozó su propia vida, encontramos en los distintos campos una ingente hagiografía que ejemplifica la santidad de estas profesiones.

Desde luego, para esta perspectiva, la "función social" (política, moral, económica) del arte, el pensamiento y la ciencia podría admitirse siempre que mirásemos a los efectos y no a las intenciones. "Moralicemos", decía sarcásticamente Flaubert contra los realistas de derecha e izquierda. Las intenciones deben estar prohibidas o, como diría Vázquez Moltalban, colgadas en la entrada al campo creativo. Lo propio es la forma (el método, se decía antes en la ciencia), no el contenido. Los efectos vendrán como resultado de la eficiencia de la forma, no de las buenas intenciones. El creador transforma el mundo transformando la forma, no por el contenido de su obra. Los tiempos educativos de los respectivos campos se ordenan no solo a la adquisición de habilidades sino también y sobre todo a formar a los pretendientes en los signos de la "seriedad" de su compromiso.

Es sorprendente cuán profundamente inscrita está en nuestros cuerpos (los de quienes nos dedicamos a estas profesiones) la ley fundamental del campo intelectual: "ofrece tu vida al arte, a ....". No se quiere decir, claro, que no haya intereses o compromisos, sino que todos ellos son "ajenos", uno los puede intentar realizar pero siempre de manera externa, es decir, en los "ratos libres".  Cualquier mezcla contribuirá rápidamente a la acusación de vulgaridad, a la pérdida de "reconocimiento" (capital simbólico en el campo respectivo) y por tanto de autoridad. El trabajo de quien se muestre interesado por algo se rebajará inmediatamente a lo popular, a la vulgarización, a la "obra de tesis", al sesgo imperdonable en definitiva.

A pesar de que esta ley parece imponerse de manera universal, lo cierto es que la sociología (sociología del arte, los estudios de ciencia, técnica y sociedad) han mostrado una y otra vez cuán poco realista es esta visión interna de los campos intelectuales. Los intereses y valores internos se han desvelado menos desinteresados de lo que parecía, y las opciones formales menos formales de lo que parecen. El propio Bourdieu, aún cuando defiende esta ley de hierro, al analizar el caso Flaubert tiene que reconocer que el valor de su obra tiene un componente nuevo social: hace artístico lo vulgar, dice, convierte en arte la vida cotidiana, del mismo modo que Manet hizo visible el "voyerismo" del arte pompier al mostrar que sus desnudos ideales podían ser puestos de manifiesto al representar a una prostituta ofreciendo su cuerpo. Hicieron visible lo cotidiano. Y su valor ya no puede ser desprendido de estos efectos sociales de sus obras. Jacques Rancière ha convertido esta idea en el hilo conductor de su teoría estética y de su conocida fórmula sobre el "reparto de lo visible".

Porque lo cierto es que las revoluciones del arte, el pensamiento y la ciencia contemporáneos han sido también (no quiero decir sobre todo) revoluciones en el contenido. La banalización de los contenidos, la democratización, más bien, el hacer de cualquier cosa ordinaria materia estética, epistémica, científica, ha sido una línea central de la cultura contemporánea. En una discusión reciente, escuchaba a dos escritores jóvenes y buenos escritores que protestaban contra la "moda" nueva de reintroducir temas sociales y políticos en la novela, como si se estuviera volviendo al viejo realismo que implicaba una "obra de tesis", pero me parece que el tema no está ahí sino en lo contrario, en la prohibición implícita de tratar estos temas, que estaría en el ADN de los creadores, como denunciaba Belén Gopegui en su ensayo Un pistoletazo en un concierto (en el título se refiere a la frase de Balzac de que la política en literatura es como un pistoletazo en un concierto).

Si uno lee, sin embargo, obras que transformaron el mundo literario ve por el contrario que la revolución no ha sido sólo la forma sino el dejar entrar al vampiro en la habitación propia: Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, por ejemplo, se atreve a tratar el tema prohibido, el shock de guerra como eje central de uno de los dos discursos de la novela, junto al más "literario" de la banalidad de la vida de las clases altas. Foster Wallace, otro ejemplo, en La broma infinita, se atreve a dejar entrar en la novela la adición al consumo y la televisión como tema configurador de la identidad generacional. Las marcas como contenido, y como parodia del posmodernismo.

El compromiso creador, en definitiva, tiene más caras que el formalismo. Atreverse a hacer visible el agua es a veces, para los peces, algo revolucionario.




domingo, 15 de noviembre de 2015

Vivir con miedo



Este fin de semana me encuentro con tres choques de naturaleza diversa que coinciden en plantearme la misma cuestión: ¿qué es vivir con miedo?, ¿qué es vivir en el miedo?

El primero es el comentario del libro "El mundo según Garp", de John Irving que hemos realizado en un seminario permanente sobre literatura y pensamiento al que asisto hace varios años. Es un relato escrito, me parece, por alguien que vive con miedo y que vive en el miedo: miedo a no triunfar, miedo a no ser buen escritor, miedo a que sus seres queridos, sus hijos, sufran en un mundo que se ha vuelto desapacible, peligroso, en brazos del azar.

El segundo, al final del día, antesdeayer, los atentados de Paris y la tensa distancia que me produce siempre el dolor y la reacción al dolor de las víctimas cuando estas son lejanas (cuando son cercanas todo se hace opaco y nebuloso, la víctima de al lado, plantea una pregunta directa sobre la propia fragilidad que pocos sabemos responder).

El tercero ha sido la visita hoy a la exposición de Edvard Munch en el Museo Thyssen. No sé decir si Munch vivió con miedo, en el miedo, pero los personajes de sus cuadros habitan en ese infierno en donde el interior es tan inaccesible como las ventanas iluminadas de las moradas lejanas que enmarcan muchos de sus cuadros. Para Munch las caras son fachadas: o las oculta o cuando las presenta son impenetrables, ventanas cuya única luz es la destructora luz de la angustia.

Cada accidente, cada acto terrorista, cada crimen o fracaso de la vida confirma al que vive en el miedo que la vida es así, que el único camino es el de protegerse, el de aislar el topos donde se habita real o imaginariamente mediante murallas que palien la angustia de la inseguridad. Me intrigan los ojos de los celosos de Munch que son incapaces de mirar a lo  que creen que ocurre a sus espaldas y se iluminan con una suerte de locura que nace de un mundo al que no podemos acceder porque en el miedo no hay representaciones, hay solo una sucesión interminable de imágenes que activan emociones que, a su vez, activan fantasmas. El que vive en el miedo es adicto al miedo, necesita nuevas imágenes del miedo para sobrevivir un día más en su búsqueda de seguridad.

No seré yo el primero ni el último en decir que el fascismo (de derechas, de izquierdas) se alimenta del miedo, y que el miedo es siempre miedo a la libertad. Padres que levantan muros en la vida de sus hijos para protegerlos de su miedo, estados que levantan muros (inefectivos siempre) para protegerse de su miedo, partidos que cambian sus programas para protegerse de su miedo a perder, escritores, pensadores, artistas, que viven en el miedo a no ser reconocidos.

Me gusta de Munch cómo relata la muerte, la enfermedad. Aquí parece ser mucho más claro que cuando habla del deseo. Saberse en el borde del desastre, mirarlo a los ojos, pensar que la vida es sobrevivir al miedo. Los griegos, Aristóteles, lo sabían mucho mejor que nosotros. Las virtudes morales que cultivaban comenzaban por estas sucias propiedades que no pueden ser descritas en términos puramente "morales" intrínsecos, sino que están constituidas por actos, emociones, normas y, también, por hechos que no dependen del agente. La acusación de cobardía probablemente era la peor acusación para un griego, para una griega. Y pienso igual: en el amor, en la política, en la guerra, en lo que llamamos la vida de familia, ser incapaz de superar el miedo al miedo es el horizonte más oscuro que nos cabe esperar.

No es sorprendente que en los momentos iniciales de la Transición española, cuando la niebla del miedo impedía la visión certera, el día del asalto fascista al Parlamento, cuando el "se sienten, coño", sólo tres personas fueron capaces de superar el miedo al miedo. Las tres eran conscientes de la fragilidad humana. Aquella noche dejé mis discrepancias políticas con Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo y, como muchos, me dije: quién viviera en un país donde nadie se tirase al suelo, o a la ira, o a todo eso que trae el miedo, cuando las cosas vienen mal dadas.

Por cierto, el cuadro, claro, es "La muerte de Marat" de Munch.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Articulación y experiencia



Luismi trabajaba hasta ayer en una tienda de novedades de provincia. Llevaba quince años en ello y había asistido al declive del pequeño comercio. Su tienda, que abastecía a las pequeñas mercerías de la provincia, se vio desbordada por las franquicias que llenaron las calles del centro. Ayer le comunicaron el despido. Ahora solamente se colocan en el ramo jóvenes de hermosa factura y contratos precarios. Está por el momento en la fase de hiperactividad enviando currículos y realizando entrevistas en las que sólo le piden su edad.

Juani es una maestra de un colegio público. Activa en todas las acciones de defensa del sistema público se descubre superada por la situación: directores, inspectores y una administración cada vez más autoritaria que se apoya en los profesores interinos aterrorizados por la pérdida de su puesto de trabajo. Está en tratamiento psicológico desde hace un año y ya sólo cuenta los días que quedan para su jubilación.

Fátima acabó su MIR en medicina familiar y comenzó una larga cadena de trabajos temporales en la sala de urgencias de hospitales de otra comunidad autónoma, en una lengua que no entiende. Pasa días y noches abriendo la puerta de su sala de consulta para tranquilizar a pacientes y familiares que llevan esperando horas para ser atendidos. En los breves momentos en los que la puerta cerrada no acoge a un paciente le amenazan lágrimas de desesperación. Ha perdido el hilo de sus amigos en la ciudad en que estudió y su vida es una secuencia de estresantes jornadas y meses en paro en los que vive de los ahorros en una ciudad extraña que no le acoge.

Asistí a un reciente debate en el que dos jóvenes inteligentes escritores (también críticos y responsables de decisiones editoriales) razonaban sobre la dificultad de encontrar un modo de literatura política y popular que no se rindiese a lo que denominaban la moda de la escritura política o la novela de tesis. La gran literatura, sostenían, siempre es política sin que la política entre en el discurso. La gran literatura deja entrever las fracturas sociales sin hacer didáctica. Todo eso pertenece a un pasado que no debería volver.

Yo, la verdad,  no estaba del todo de acuerdo con lo que estaba oyendo pero entendía lo que querían decir. Una novela, como una obra de filosofía, debe hacer presente una experiencia histórica y acaso hacerla comprensible sin ceder a la tentación de ocupar la voz de aquellos que no la tienen. O debe tal vez mostrar los dilemas de la subjetividad de un momento sin resbalar hacia una transparencia tramposa que despeje artificialmente la niebla que oculta la verdad personal o social. Pero al mismo tiempo ni el pensamiento ni la literatura (o, mejor, ni la literatura ni el pensamiento) pueden legítimamente renunciar a esa labor que el analista realiza en su consulta: la de hacer posible la comunicación de una experiencia de fractura.

No sabemos cuánta verdad personal hay en la Carta al Padre de Kafka, ni tal vez importe mucho, pero la experiencia que hace presente, la de un padre dominante, que desquicia la puerta por la que el hijo se asoma a la vida social (cultural, literaria) de su tiempo, es un descubrimiento de no menor importancia que cualquier otro descubrimiento científico. La carta de Kafka es política en el mejor sentido de la palabra política: hace voz un daño que no es privado sino que corresponde a una fractura social, cultural, que se da en la familia pero también en una sociedad donde la religión o la cultura, o el lenguaje apantallan todo impulso creativo. No sabemos cuánta precisión sociológica incluye La educación sentimental de Flaubert, pero nadie puede dudar de que transmite el desastre afectivo de la burguesía francesa, más o menos radical pero compartiendo la misma incapacidad de hacerse cargo de la existencia propia. También es una novela paradigmáticamente política.

La comunicación de la experiencia histórica, esa forma de estar en el mundo que tiene la especie humana, una especie capaz de experiencias que son algo más que meros asaltos causales del mundo, es difícil. No basta ser un "buen escritor" o un pensador dotado técnicamente. La capacidad para "comunicar", articular, poner en contacto lo que le ocurre al yo privado y al yo generalizado que habita un espacio y tiempo exige una atención que no es diferente de la persona que se distancia de su momento y experimenta en su carne el discurrir histórico.

Cuando Simone Weil decide ir a una fábrica para entender en qué consiste la experiencia obrera, el estar diez horas de pie en un tren de montaje, pedir permiso para ir al baño, aguantar el dolor de piernas, el paso interminable de las horas, y después escribe en sus diarios textos que comentan a Platón articula experiencias heterogéneas, distantes, inverosímiles. Weil es una de las heroínas epistémicas que hizo visible la comunidad de la alta cultura y la experiencia cotidiana. Su carácter político está precisamente en esta capacidad de articulación de lo diverso, en su extraordinaria habilidad para comunicar lo incomunicable, la alta cultura y la cultura popular.

Al final, sí, toda la gran literatura y la gran filosofía es política. Pero lo es en tanto que logre comunicar, articular, experiencias que permitan entender un momento preciso con un impulso generalizador. No importa que sea la historia de una obrera o el comentario de un texto de Homero. Quien renuncia a articular las diferencias, las tensiones: entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el deseo y el miedo, entre la identidad y la diferencia, está haciendo de su trabajo una pura escalera que usa el lenguaje para conseguir poder en su campo de distinción o en su campo intelectual. Porque comunicar, articular, es un trabajo que implica algo más que el dominio de la técnica o la audacia formal: exige una forma de estar en la vida. Comunicar instancias fracturadas del yo no es más fácil ni más difícil que cooperar en la articulación de identidades, deseos, horizontes, tensos y complejos del contexto social. Articular exige atención, sensibilidad, una modo de estar en la política que tal vez sea lo contrario de lo que habitualmente se entiende por política.







lunes, 2 de noviembre de 2015

Hegemonía y poshumanismo



He aquí dos términos de derrota. De sendas derrotas de la promesa moderna. "Hegemonía" es un término que nace en una doble prisión: la física y la lingüística que sufre Antonio Gramsci en las cárceles del fascismo italiano. Sus censores vigilan sus escritos y lecturas por lo que tiene que construir un nuevo lenguaje para expresar las viejas ideas del marxismo, que resulta ser, sin embargo, una inyección de fuerza semántica en un discurso gastado y descalabrado. La promesa de un cierto marxismo acerca de la inevitabilidad de la revolución por decadencia del capitalismo se ha traducido en una ola de fascismos por toda la Europa industrial. Gramsci, sin embargo, no se siente derrotado e inquiere en las razones y causas que han conducido a que la bestia salga fuerte y triunfante de sus heridas y desarrolla una de las grandes aportaciones a la filosofía de la historia del siglo: la cultura no es ya un subproducto de otras fuerzas más básicas, sino una potencia esencial en el dominio y desarrollo del capitalismo.

El cansado, enfermo y contrahecho dirigente no se rinde en la cárcel. Su amigo Piero Sraffa le trae múltiples y extraños libros de filosofía y literatura italiana que usa como un trampolín para responder a la pregunta por la derrota de la revolución. Allí desarrolla una nueva respuesta a la antigua pregunta por la servidumbre voluntaria y encuentra en la capacidad que tienen las clases dominantes de resignificar a su favor las formas de vida, los significados de las grandes cuestiones y los deseos básicos de las clases subalternas la respuesta a la derrota de una vana promesa de redención histórica no demasiado distinta a la que habían hecho las religiones.

Hasta los años setenta, cuando la perspectiva abierta de la nueva izquierda europea haga trizas el anquilosado marxismo del frío Este, la respuesta de Gramsci no será tenida en cuenta. Serán las nuevas voces de Raymond Williams y Manuel Sacristán las que, bajo nuevas formas de tensión, lean con luz propia las casi olvidadas páginas de los Diarios de la Cárcel de Gramsci. Se avistaban ya en el horizonte nuevas derrotas que la subida al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan habrían de comenzar a convertir en realidad. Las derrotas serían también y sobre todo culturales: lo que llamamos neoliberalismo, el mantra del fin de la historia y el dogma del mercado y la competencia universales como escenario ahistórico que anunciaba la eternidad del capitalismo. Pero no era sino una recomposición de la hegemonía en un mundo globalizado.

"Poshumanismo", en segundo lugar, alude a la derrota del humanismo que desde el Renacimiento al Romanticismo constituyó la parte dura del hueso de la filosofía y la ideología occidentales. El humanismo se había construido sobre frágiles bases por más que prometiese una victoria del hombre sobre la materia y la naturaleza. Medio animal, medio ángel, el dios le habría concedido al hombre, en el discurso de Pico della Mirandola, el señorío del universo, la culminación de la creación. Al hombre. Así. En el centro del universo. A un "hombre" que no era sino un término de exclusión: de lo animal, de lo femenino, de lo no viril, de lo no occidental e imperial, de lo no culto, de lo técnico y práctico, de todo aquello que no coincidía con el canon que la cultura dominante había convertido en vértice de la pirámide cultural.

En los años ochenta y noventa todas estas exclusiones habían generado sendas fuerzas de resistencia y lucha contra el dominio del un humanismo dolido por su incapacidad de lectura y comprensión del nuevo mundo: poscolonial, posviril, posfeminista incluso, bajo el temor a la hibris de la metafísica imperial que encarnaba el humanismo. Con el añadido de su incapacidad para decirlo en términos heideggerianos de responder a "la pregunta por la técnica", es decir, por la forma en la que la técnica ha conformado a los humanos modernos.

En los años noventa el término grasmciano de "hegemonía" se hizo cargo de esta nueva deriva de la cultura contemporánea, incorporando las formas sutiles de dominio que no eran las puras y descarnadas del dominio del capital económico. Las nuevas sociedades creaban y reproducían y se reproducían sobre nuevos sujetos en donde el género, la etnia, el lenguaje, las preferencias sexuales, la normatividad fisológica, la cultura o el acceso al mercado de trabajo configuraban a la vez que inestables topologías en el espacio social vulnerables formas fracturadas de identidad y subjetividad.

El poshumanismo, a su vez, cambió radicalmente el significado que "hegemonía" había adquirido en el pensamiento político de la nueva izquierda de los años setenta. Ya no se trataba de un horizonte en donde la "clase trabajadora" representase de un modo universal a la especie humana. La especie humana, la historia humana era ya una historia de catástrofes, daños y esclavitudes que habría que revisar en sus complejos entrelazamientos. Una clase obrera triunfante, en un mundo de robots y desarrollos tecnológicos podría ser quizá un horizonte distópico que ocultase un dominio antiecológico, masculino, occidental, de un grupo privilegiado de gente sindicada para ejercer una nueva forma de dominación. "Hegemonía", así, se convirtió en un término dramático, agonístico, de conflicto permanente entre maneras de dejar de ser "humanos" en el viejo sentido "humanístico"  para señalar la creación de nuevos lazos y reconocimientos entre los damnificados por el neoliberalismo: exiliados, nómadas de la historia que reclamaban un puesto en el espacio público.

La nueva hegemonía nacida de las dos derrotas se configuró simbólicamente en los movimientos de ocupación del espacio público mediante una transformación de las visibilidades, la irrupción de vínculos débiles como fuerzas de institución social y la aspiración a crear plazas no ocupadas ya  por multitudes (que, como "masas" seguían siendo términos del antiguo significado), sino por nuevos sujetos que llevaban en sí, dentro, la marca del conflicto y las subjetividades construidas por lealtades diversas, por la conciencia de que la abyección (el haber sido arrojados fuera) y la obscenidad (el quedar fuera de escena) eran las nuevas marcas de identidad. La nueva hegemonía como horizonte emancipatorio se configuró como un proceso que comenzó por transformar las palabras, los signos y símbolos de reconocimiento mutuo. Banderas multicolores que escapaban de la identidad. Deseos de reconciliación con la tierra, con el animal que somos, con la máquina en la que hemos devenido, con el género extraño que configura nuestros afectos, con nuevas pieles artificiales donde el artificio tatúa figuras que hacen olvidar el color de fondo. Alzando, en la feliz expresión de Germán Cano, fuerzas de flaqueza.

No es difícil ver, salvo para los epistémicamente ciegos, es natural, que este mundo globalizado, neoliberalizado, ecológicamente amenazado, ya ha dejado de ser humano para abrirse a nuevas posibilidades hegemónicas donde los antiguos humanos están siendo sustituidos por comunidades de sujetos, de personas que reproducen o quieren reproducir sus identidades complejas, fragmentadas, en nuevos marcos de solidaridad local y al mismo tiempo cósmica, sostenible, sin más promesas que las de atender a los gritos (a veces inaudibles) de los excluidos, de los abyectos y obscenos, abriendo continua e interminablemente las fronteras de los espacios y plazas de lo común.