Esta proposición del Tractatus de Wittgenstein me ha producido desasosiego desde que comencé a leerlo con seriedad, es decir, pensando en cómo esa larga secuencia de semiaforismos de la que consta el libro me interpelaba a mí, no a la filosofía ni a la cosa académica sino a mi perspectiva sobre el mundo y sobre mí mismo:
4.463 Las condiciones de verdad determinan el campo que la proposición deja libre a los hechos. (La proposición, la figura, el modelo, son en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio)
Leída en forma idealista expresa una trivialidad aburrida que no merece demasiado la pena comentar: "el lenguaje crea el mundo" y todo ese rollo barato que sólo sirve para una clase de primer curso de filosofía o para una discusión de madrugada con unas cuantas copas, como decía uno de los personajes de El topo de John Le Carré. Si uno la lee en clave materialista la proposición manifiesta su cara oscura y terrible, y me parece que Wittgenstein lo tenía muy claro. El lenguaje establece posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Una pistola establece posibilidades. Limita el movimiento de los otros "en sentido negativo como un cuerpo sólido que limita el libre movimiento de los otros; en sentido positivo, como el espacio limitado por una sustancia sólida en la cual el cuerpo tiene su sitio". ¿Se entiende ahora mejor?
Hemos sobrevivido a duras penas a varias décadas de idioteces sobre si una representación es un espejo de la realidad o una distorsión, o sobre si vivimos en un mundo de textos que hablan de textos que hablan de textos,... Pero Wittgenstein (el primero, el segundo, no hay diferencia en esto) ya había establecido los límites del lenguaje en un sentido que (depende de cómo leamos a Kant) ya había comenzado a trazar Kant: una proposición es como una pistola: instaura posibilidades como cualquier otro objeto del mundo. Las proposiciones habitan nuestro mundo igual que las pistolas. Establecen posibilidades, las coartan, las delimitan y, también, hablan de quién manda y quién las establece y delimita.
Me he dejado arrastrar como un imbécil estas últimas semanas por el encrespamiento que me produce cada cierto tiempo el viejo debate sobre las responsabilidades del lenguaje con la realidad, que tiene una de sus manifestaciones en la relación entre el arte, la literatura, y la política, Me importan bastante poco las políticas de distinción, y mucho menos las nuevas olas (son olas que se repiten incansablemente) que insisten en la pureza del arte, de la literatura, de la filosofía, de ..., que subrayan la independencia y autonomía, el alejamiento de los intereses políticos o de los temas sociales o de..., el viejo sociorollo de los exquisitos y las narices alzadas. Vanos manifiestos de quienes desean reafirmar la pureza de su compromiso con el campo intelectual ( y que, como desvela el viejo dicho, la excusa no pedida ...).
Me inquieta mucho más, al tiempo que releo a Bourdieu y su Las reglas del arte, al tiempo que releo y comento con mis compañeros de seminario El buen relato de Coetzee y Arabella Kurtz, la cuestión de nuestro compromiso con la verdad cuando nos dedicamos a actividades que tienen que ver más con la comprensión o el sentido que directamente con la verdad, es decir, con las humanidades, con el arte y la literatura. Es posible que, como decía Franz Zappa y su The mothers of invention, estemos aquí por la pasta, pero internamente al menos nos creemos que estamos aquí por algo más, y uno diría que en las humanidades y el arte (no voy a distinguir más la cosa, todos formamos parte de la misma trama), estamos aquí para entender lo que pasa.
Hablando de El buen relato, Carlos Thiebaut suscitó el ejemplo de Austerlitz de W.G. Sebald (incluso los parnasianos de ahora tendrían que reconocer que es una de las cumbres de la literatura fin de siglo) donde el personaje queda destruido por su búsqueda de la verdad de sus orígenes.Un historiador que descubre la falsedad de su propia historia personal y se autodestruye buscando de manera la verdad de su relato. Y este es el problema:¿qué compromis, y hasta dónde, liga al escritor con la verdad? y, lo mismo, ¿qué compromiso, y hasta dónde, ata al lector con la verdad? (Austerlitz se destruyó a sí mismo, es mi interpretación, por no saber que las representaciones forman parte de lo que somos, como las camas y los frigoríficos).
No importa que leamos El Quijote o El señor de los anillos. En los dos, el problema de la verdad es absoluto. En El Quijote, Cervantes lo señala sin ambages: en los dos momentos en los que permite a don Alonso salirse del texto, cuando le permite preguntar por dónde está, cuando el retablo o cuando la cabeza parlante en Barcelona, Don Quijote pregunta "¿era verdad?". En El señor de los anillos, pura fantasía popular, sin, aparentemente, tanta complejidad literaria como El Quijote, la obsesión de todos los personajes porque su historia quede escrita no es menos retóricamente compleja que la de Cervantes.
Y aquí viene el problema de Coetzee: ¿ por qué no mentirnos? ¿por qué no consolarnos con un relato perfecto literariamente, con un artículo que seguramente será publicado en oMind , Alfaguara o en alguna de las grandes revistas o editoriales? ¿cuál es nuestro compromiso con la verdad?, ¿por qué no ceder a la tentación más simple de Pilatos, '¿qué es la verdad'?, ¿por qué no transformar la teoría literaria o la filosofía para evitar la pregunta?. ¿por qué no ceder a la tentación de creer que la representación no tiene que ver con el mundo?.
Los tontos dirán que la representación siempre distorsiona la realidad, como si uno no lo hubiera aprendido de niño leyendo el cuento de la cigarra y la hormiga, como si necesitara veinte años de filosofía y teoría literaria para saberlo. La cuestión agobiante la formula Wittgenstein en su texto: una proposición es como una pistola que limita el libre movimiento.
Me inquieta mucho más, al tiempo que releo a Bourdieu y su Las reglas del arte, al tiempo que releo y comento con mis compañeros de seminario El buen relato de Coetzee y Arabella Kurtz, la cuestión de nuestro compromiso con la verdad cuando nos dedicamos a actividades que tienen que ver más con la comprensión o el sentido que directamente con la verdad, es decir, con las humanidades, con el arte y la literatura. Es posible que, como decía Franz Zappa y su The mothers of invention, estemos aquí por la pasta, pero internamente al menos nos creemos que estamos aquí por algo más, y uno diría que en las humanidades y el arte (no voy a distinguir más la cosa, todos formamos parte de la misma trama), estamos aquí para entender lo que pasa.
Hablando de El buen relato, Carlos Thiebaut suscitó el ejemplo de Austerlitz de W.G. Sebald (incluso los parnasianos de ahora tendrían que reconocer que es una de las cumbres de la literatura fin de siglo) donde el personaje queda destruido por su búsqueda de la verdad de sus orígenes.Un historiador que descubre la falsedad de su propia historia personal y se autodestruye buscando de manera la verdad de su relato. Y este es el problema:¿qué compromis, y hasta dónde, liga al escritor con la verdad? y, lo mismo, ¿qué compromiso, y hasta dónde, ata al lector con la verdad? (Austerlitz se destruyó a sí mismo, es mi interpretación, por no saber que las representaciones forman parte de lo que somos, como las camas y los frigoríficos).
No importa que leamos El Quijote o El señor de los anillos. En los dos, el problema de la verdad es absoluto. En El Quijote, Cervantes lo señala sin ambages: en los dos momentos en los que permite a don Alonso salirse del texto, cuando le permite preguntar por dónde está, cuando el retablo o cuando la cabeza parlante en Barcelona, Don Quijote pregunta "¿era verdad?". En El señor de los anillos, pura fantasía popular, sin, aparentemente, tanta complejidad literaria como El Quijote, la obsesión de todos los personajes porque su historia quede escrita no es menos retóricamente compleja que la de Cervantes.
Y aquí viene el problema de Coetzee: ¿ por qué no mentirnos? ¿por qué no consolarnos con un relato perfecto literariamente, con un artículo que seguramente será publicado en oMind , Alfaguara o en alguna de las grandes revistas o editoriales? ¿cuál es nuestro compromiso con la verdad?, ¿por qué no ceder a la tentación más simple de Pilatos, '¿qué es la verdad'?, ¿por qué no transformar la teoría literaria o la filosofía para evitar la pregunta?. ¿por qué no ceder a la tentación de creer que la representación no tiene que ver con el mundo?.
Los tontos dirán que la representación siempre distorsiona la realidad, como si uno no lo hubiera aprendido de niño leyendo el cuento de la cigarra y la hormiga, como si necesitara veinte años de filosofía y teoría literaria para saberlo. La cuestión agobiante la formula Wittgenstein en su texto: una proposición es como una pistola que limita el libre movimiento.