Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
sábado, 12 de marzo de 2016
Cada vez que decimos adiós
De vez en cuando necesito volver a los libros de John Berger, y especialmente a su libro Keeping a Rendez-Vous, cuya traducción argentina de Gabriela Speranza nos ofrece este hallazgo de título: "Cada vez que decimos adiós". Es un libro donde, como en otros suyos, cuadros y fotografías se convierten en motivos para pensar el tiempo. Hay otros temas importantes en él: la pintura española es uno de los hilos conductores de la obra, y a veces la imposibilidad de pintar algunos lugares de España como Castilla. Su meditación sobre la historia española debería ser de lectura obligatoria en las escuelas. Pero sobre todo habla sobre el tiempo.
Uno de los cuadros que comenta es la"Casa de Nazareth" de Zurbarán. Habla sobre esta mesa de patas rotundas que divide dos ensimismamientos, el de la madre que abandona por un momento la costura, con el dedal aún en el dedo, y observa melancólica a su hijo que acaba de herirse en la mano tejiendo una corona de espinas. Veo este cuadro como una encarnación de la melancolía del futuro, algo que muy pocos pintores han logrado a lo largo de la historia. Es un cuadro que lucha contra el tiempo. Vive en un lugar donde la imaginación del porvenir evoca todo lo contrario del miedo. La escena podría haber sido descrita por Simone Weil como un ejercicio de obediencia activa al destino.
El libro de Berger y el cuadro de Zurbarán, a los que regreso cuando los tiempos se ensombrecen, me aclaran la mente acerca de por qué estoy tan distante de las melancolías de tanta gente de mi generación cuyo ensimismamiento en el pasado es más bien una rendición al tiempo que una lucha contra él. Pienso, sólo como ejemplo, en el Diccionario de adioses de Gabriel Albiac. Es un libro ácido y desencantado que no oculta en su presunta mirada crítica al tiempo pasado una rendición que no es rendición de cuentas. Sólo un ejemplo. La prensa cotidiana de los diarios donde se expresan los grandes intelectuales de mi generación desbordan cotidianamente de ejercicios de añoranza lóbrega. Vanas tentativas de justificación que muestran la herida del tiempo.
No así las palabras de John Berger. En un capítulo, relata el último encuentro con su madre agonizante. Ella ya ausente y desafecta a sus torpes intentos de paliar sus dolores, le pregunta por cuándo sale su avión de vuelta, indicándole que a los que se van hay que dejarlos ir. Su conmovedor retrato remite al ensimismamiento de la madre de Nazareth. Hay adioses que no son remisiones al pasado sino invitaciones al futuro. Como la irónica preguntas de la madre que le ordena seguir viviendo.
Hay una edad a la que llegas cargado de adioses. Has despedido a tus padres; se han ido amigos y amores; has perdido aquellas organizaciones e instituciones a las que perteneciste y fuiste leal; pasaron los momentos luminosos donde la historia pareció hacerse presente; tu memoria se ha llenado de olvidos y los duelos y rencores han llenado los huecos donde hubo esperanzas. La tentación de hacer una lista de adioses e ilusiones perdidas se manifiesta irresistible y con ella se ofrece la habitación de ese espacio valdío que es la vejez de espíritu. Se aparece como un lugar de justificación y descanso cuando no es otra cosa que un desierto de la imaginación.
No así John Berger y tanta otra gente cuya vejez fisiológica es un canto de futuro, como Peter Seeger entonando "Esta tierra es nuestra tierra". No hay nada misterioso en esta capacidad que vencer al tiempo. En la historia del universo, la vida es el lugar de resistencia a la termodinámica que lleva a un mundo más desordenado. En la historia humana, la cultura es el lugar de resistencia a la barbarie. La revolución permanente que nace en el ejercicio incansable de la imaginación del futuro, que acoge los futuros oscuros, como el cuadro de Zurbarán, levanta un muro al tiempo concebido en los puros términos deterministas. Hay una suerte de melancolía del tiempo por llegar que nos sana de las heridas que producen cada uno de los adioses.
La melancolía del futuro no es un sueño de progreso a un final feliz. Como reza el poema de Kavafis, Ítaca te dio el bello viaje, sin ella no habrías emprendido el camino pero no tiene más que darte. Es simplemente el espacio donde la imaginación guarda lo que los adioses no pudieron llevarse: el poder del tiempo en el que acompañamos y fuimos acompañados. El poder de todo lo que, por haber ocurrido, está ya delante y llamamos la experiencia de vivir.
Y es que el tiempo no nos puede arrebatar nuestra condición de ser, de sentir, de mirar hacia delante... Me pregunto por qué no saludamos a la vida diciendo adiós a las cosas y no la terminamos con nuevas y más enérgicas bienvenidas, quiero decir, por qué esa tendencia en el ser humano, cuando la experiencia es fuente inagotable de verdad.
ResponderEliminarMuy interesante. "Melancolía del futuro" es una expresión muy atinada. Me ha recordado el análisis que hace Heidegger sobre el pasajes "El convaleciente" del Zaratustra de Nietzsche. Zaratustra se encuentra solo y melancólico. Le dice a sus animales que lo dejen en soledad. Está en una "crisis" y sabe que tiene que atravesarla para, después, de amanecida, encontrar la jovialidad. Hasta se enfada con sus animales porque toman ese estado como una caída innecesaria y como un signo de debilidad, recriminándoles que no entienden nada. Un episodio que me parece magnífico de la interpretación heideggeriana («¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?» (1953), en Conferencias y artículos, Barcelona, Odós, 1994). "Convalecer —aclara Heidegger— significa en alemán 'regresar a casa'; nostalgia es la morriña, el dolor de hogar. El “Genesende” [el convaleciente: das Genesende] es el que se recoge para el retorno al hogar, es decir, para entrar en aquello para lo que está destinado. El “convaleciente” está en camino hacia sí mismo, de tal modo que puede decir de sí quién es» (p. 92). Lo excitante es esta paradoja, la de un volver a sí que es situarse hacia el futuro (hacia aquello a lo que lo empuja su destino, que es vocación y no trayectoria determinista). Esa paradoja se expresa en el sentimiento que acompaña al convaleciente: la melancolía. Pues bien, melancolía, en alemán, se dice Sehsucht. Este término es de difícil traducción al castellano, pues "nostalgia" se refiere al pasado. Viene de las palabras "das Sehnen", que vendría a ser "deseo ardiente", y "die Sucht", que significa "búsqueda". Heidegger hila fino y nos especifica el significado como una "nostalgia de futuro". No puedo reprimir introducir aquí el bello párrafo (en realidad dos) en el que Heidegger comenta esto: «Zaratustra antes que nada tiene que llegar a ser el que es. Ante tal llegar a ser, Zaratustra retrocede asustado. Este susto determina el estilo, la andadura vacilante y siempre ralentizada de la obra entera. Este susto ahoga toda seguridad en sí mismo y toda presunción de Zaratustra» (94-5). Ahora viene lo bueno: «Si no se ve de antemano adónde se va, entonces este pasar carece de direcicón y aquello de lo que tiene que liberarse el que pasa permanece en lo intedeterminado. (...). Pero para el que pasa, y de un modo total, para aquel que como maestro tiene que mostrar este paso, para Zaratustra mismo, el adónde está siempre en la lejanía. Lo lejano permanece. En tanto que permanece, permanece en una proximidad (...). La proximidad a lo lejano, que conmemora lo lejano, es lo que nuestra lengua llama nostalgia (Sehnsucht). Erróneamente enlazamos la palabra ‘Sucht’ con ‘suchen’ y con ‘ser arrastrado’. Pero la vieja palabra ‘Sucht’ significa: enfermedad, padecimiento, dolor. La nostalgia es el dolor de la proximidad de lo lejano» (93). Disculpa la extensión del comentario y su apariencia academicista. Es que yo no podría decirlo de mejor manera.
ResponderEliminarDejar marchar a los que han de irse y mantenerse libre de rencores. Librarse de la vejez de espítitu.
ResponderEliminarNo nos conocemos pero gracias, Fernando, este es un tema que me persigue últimamente. Sin imaginación no podemos reconstruir la historia, pero tampoco acoger "ese tiempo por llegar que nos sana -con melancolía, eso si- de esas heridas que nos producen cada uno de los adioses".
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