Sostiene Walter Benjamin que la modernidad nos ha hecho pobres en experiencia, que la explosión de acaecimientos, el shock de la continua y dislocada percepción en la metrópolis y la violencia interminable nos hace enmudecer. Demasiados estímulos, poca experiencia. En las sociedades premodernas, el narrador transmitía de una generación a otra lo aprendido en el mundo a través de la experiencia propia directa. El relato era el medio de adquirir el conocimiento compartido por la comunidad. En la modernidad, sostiene Benjamin, esta forma de relato desaparece y se convierte en literatura, una forma de discurso desacoplada de la realidad, existente en un mundo de ficción y fingimiento. Nace pues la literatura cuando el relato (de experiencia) se fractura.
Sostiene Max Weber que la modernidad también produce otro tipo de fractura en la experiencia: su desencantamiento. El mundo se decolora. Donde había sabores, olores, tactos y emociones solo quedan longitudes de onda, sustancias químicas, energías mecánicas y neurotransmisores. La experiencia de ver salir el sol, mostró Galileo a los incrédulos escolásticos, no es más que el movimiento de nuestro suelo alrededor de su eje esférico. Nace la ciencia pues cuando la verdad en la experiencia desaparece.
No es sorprendente que estas paradojas hayan generado las ansiedades epistémicas de la modernidad.
¿Dónde está la verdad en la ciencia?, ¿dónde está la verdad en la literatura? Dejemos a un lado el transitado problema del realismo en la ciencia: las teorías y modelos científicos levantan mapas, topografías de las innumerables relaciones entre las propiedades que constituyen los múltiples niveles de constitución de la realidad. No es fácil saber qué es lo que hace verdadero un mapa y no voy a decidirlo aquí. Para unos será su utilidad basada en la convención simbólica de los signos, para otros su capacidad predictiva, para otros, finalmente, alguna suerte de relación estructural con la realidad. El aviso de navegantes que indica al piloto que cuando salen las Pléyades la costa de Argel está próxima, es un mapa como lo es la carta donde el GPS indica un punto a los nuevos marineros.
Pero, ¿dónde está la verdad de la literatura?, ¿podemos pensar que El ruido y la furia o El Quijote son mapas de la realidad? ¿qué mundo representan?, ¿acaso representan algo el balbuceo y gritos de Benjy? ¿qué representan las ensoñaciones del Caballero de la Triste Figura pidiendo datos a Sancho sobre la belleza de su amada Dulcinea? Pues, si fuese tal cosa, ¿acaso no habría acertado Shakespeare en Macbeth?:
Mañana, y mañana y mañana
Se desliza en este mezquino paso de día a día,
A la última sílaba del tiempo testimoniado:
Y todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos
El camino a la muerte polvorienta. ¡Muere, muere vela fugaz!
La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente
Que apuntala y realza su hora en el escenario
Y después ya no se escucha más. Es un cuento
Relatado por un idiota, lleno de ruido y furia,
Sin significado alguno.
La filosofía analítica se ha dedicado los últimos años a desenredar la madeja de la verdad en la ficción, pues, al modo de la paradoja de Epiménides, la literatura sólo diría la verdad cuando asevera lo falso y sería falsa cuando pretende la verdad. Ya lo descubrieron las vanguardias modernistas: no hay nada más falso que una novela realista ni nada más verdadero que el desquiciado relato de los seres innombrables de Beckett. Mucha filosofía del lenguaje ha fatigado los desiertos de la referencia y el metalenguaje para resolver la paradoja. Mi corazón y cabeza, sin embargo, están con quienes defienden que la literatura no es una representación sino más bien algo como una invitación a algo, tal vez a creer, tal vez a dejarse llevar, tal vez, simplemente, a escuchar con cuidado una historia que sabemos nos concierne aunque no sepamos exactamente por qué.
La literatura no representa, más bien desvela - hace presente, visible- una parte de la existencia que no lo estaba. Puede que lo haga a través de la ruptura con el lenguaje ordinario, distanciándonos de las palabras. Puede que su estrategia sea narrativa, creando conflictos allí donde parecía haber paz. Tal vez la voz creadora nos interpele como un grito en la oscuridad para hacer que nuestro cuerpo se agite. En cualquier modo posible la literatura llena de palabras un vacío existencial, el abismo de oscuridad que hace invisibles nuestras propias experiencias desarboladas por la transformación moderna del mundo. Entre la verdad poética y la verdad histórica de Aristóteles existe una verdad sutil que no puede ser descubierta sino a través de la invitación del autor. Los humanos somos como vampiros que no podemos penetrar en la experiencia ajena si no es a través de una invitación. Estamos siempre a la espera, "déjame entrar", nos decimos. Pero solamente ciertas personas generosas, que llamamos artistas, hacen esta contribución al mundo que es dejarles penetrar en su secreto. Y allí, como Don Quijote en la cueva de Montesinos, descubrimos un mundo que es aún más real que el mundo desencantado por los nuevos malandrines.
Muy lindo, Fernando. Interesante y disfrutable al mismo tiempo. Aunque creo que sigo teniendo experiencias, las mías propias en este mundo siempre encantado, el mundo en que vivo.
ResponderEliminarNo sé. ¿No es la ciencia también creadora de nuevas formas de ver y de experimentar la realidad?, ¿no es la técnica otra forma de hacer presente, visible, la Naturaleza?, ¿no es la capacidad poiética lo que también obra en el científico o el artífice? Después de todo, ¿no quiso Einstein con su teoría de la relatividad que "entráramos" en aquellas intuiciones que forjó en su infancia? Saludos
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