Entre la palabra y la acción, entre el lenguaje y el poder, hay grietas donde ocurren los malentendidos, la ininteligibilidad y la exclusión. En estas brechas las palabras desvelan la posición de los hablantes, más allá del discurso, en elconjunto de posiciones y relaciones que llamamos sociedad.
Pienso en estas fisuras mientras preparo una clase de máster sobre el concepto dramático de la acción, tomando como referencia la obra Oleanna de David Mamet que estrenó en 1992. Era la época de las llamadas Guerras de la Cultura en Estados Unidos. Se reaccionaba en los medios de comunicación contra la extensión de lo que se llamó lenguaje "políticamente correcto", así como contra la "invasión" de estudios feministas, queer, étnicos, y, en general, culturales en los espacios académicos (muchos periodistas y algunos escritores comenzaron entonces a expresarse en una "prosa cipotuda" en expresión de Iñigo Lomana, un estilo que por similares razones están desarrollando ahora varios escritores españoles, Arturo Pérez Reverte a la cabeza: es el uso y abuso de expresiones soeces que pretenden protestar contra la corrección política en el lenguaje).Dejo para otra entrada la explicación del drama. Es, entre otras cosas, un drama sobre el poder y el lenguaje, sobre la exclusión del discurso y sobre un tipo de actos de habla que llamamos interpelaciones.
Una modalidad aplicada de la pragmática, la pragmática política, se ocupa de cómo los actos de habla hacen visible el poder tras el lenguaje. La pragmática pura es la parte de la lingüistica y filosofía del lenguaje que se ocupa de los actos de habla, del uso del lenguaje. La pragmática cultural, por su parte, se ocupa de la etnografia de los contextos de uso, y la pragmática política de los estatus de autoridad y poder que tienen los hablantes. Un acto de habla pone en práctica un plan del hablante para lograr que sus palabras le permitan conseguir algo a través de su expresión. Así, afirmar, preguntar, prometer, ordenar, perdonar, aprobar a un alumno, firmar una hipoteca o una condena a muerte ... son actos de habla. Que el acto tenga éxito o no depende de las condiciones que estudia la pragmática. En el caso de la pragmática política, se trata de analizar las posiciones de autoridad que tienen los hablantes para realizar tales actos de habla. Por ejemplo, decir "te perdono" es un acto que sólo tiene éxito si quien lo profiere es la víctima de un daño intencionado.
La pragmática política estudia cómo los actos de habla desvelan las posiciones de autoridad y poder que los hablantes tienen en el espacio social donde se produce el discurso. Los fallos en los actos de habla muestran entonces cómo hablantes u oyentes o bien no tienen la acreditación de autoridad que pretenden o no cumplen los compromisos implícitos en sus actos. Entonces, la autoridad se degrada y se convierte en puro poder o dominio. A veces el poder se disfraza de autoridad y entonces, en el discurso, se generan malentendidos, imposibilidades de comprensión o exclusiones del significado. Por ejemplo, Catherine Mackinnon expresa con esta hermosas palabras cómo una víctima de abusos (sexuales o de otro tipo) puede ser excluida de una comunidad lingüística por el hecho de que la fisura que separa las palabras de los significados y los hechos se amplía y no es capaz de suturarse en los actos de habla:
“Consideremos lo que eso (el abuso) hace a la relación de una persona con la expresión: con el lenguaje, el habla, el mundo del pensamiento y la comunicación. Te das cuenta de que el lenguaje no te pertenece, que no puedes usar lo que sabes, que conocimiento no es lo que adquieres de tu vida, que información no es algo que surja de tu experiencia. Te das cuenta de que pensar sobre lo que te ocurrió no cuenta como “pensar”, aunque aparentemente lo haga. Te das cuenta de que tu realidad subsiste en algún lugar por debajo de lo socialmente real –totalmente expuesta pero invisible, gritando aunque inaudible, incesantemente pensada y sin embargo impensable, “expresión” que es inexpresable, más allá de las palabras. Te das cuenta que el habla no es lo que tú dices sino lo que tus abusadores te han hecho”
Una interpelación es un acto de habla muy particular. Implica, a diferencia de las preguntas (que muestran la penuria epistémica del hablante: preguntar es decir claramente que no se sabe algo), las interpelaciones ponen de manifiesto una suerte de vulnerabilidad ontológica de quien es interpelado. Así, el poder absoluto no es interpelable, pero los diputados hacen interpelaciones en el parlamento porque tienen derecho y poder para mostrar que el poder no es absoluto. Lo interesante de las interpelaciones es que hacen que el interpelado recuerde y tenga que reflexionar. Es conocido el ejemplo de Althusser del policía que te dice por la calle "¡Eh, tú!". Esta interpelación apela a tu precaria situación de poder obligándote a hacer memoria por si acaso has cometido algún delito o pecado que no conoces. Althusser sostiene que las interpelaciones del poder son el origen de la subjetividad y, en definitiva, lo que produce los "sujetos" que componen y domina el estado.
Judith Butler, en uno de los textos fundacionales de la pragmática política, La vida psíquica del poder, discute con razón lo autoritario y mecánico de la teoría althusseriana de la interpelación: el sujeto interpelado, afirma ella, debe tener ya una subjetividad capaz de resistir a la pregunta o examinar su memoria. Para Butler, la interpelación es parte de un juego continuo en el que unos a otros nos constituimos como sujetos apelando a los estados del otro. Es un mecanismo básico de producción de la subjetividad desde la intersubjetividad. Constituir una comunidad es algo que generamos a través de interpelaciones en las que nos vemos reflejados en los ojos de los otros.
La interpelación puede que tampoco funcione cuando el otro es excluido de la comunidad de habla; cuando no es tratado como sujeto digno de tener la palabra y de expresarse. El caso que narra Mackinnon es muy claro. Las interrogaciones a las víctimas son muchas veces interpelaciones fracasadas. Las interpelaciones retóricas de muchos discursos políticos son falsas interpelaciones: el otro es tratado como inútil incapaz de dar justificaciones de sus actos. Se trata al otro como instrumento de una estrategia en donde los actos de habla son oblicuos. No pasan por la producción de subjetividad, tan solo intentan o consiguen producir terror o ira.
La interpelación fracasa también cuando el oyente no se siente interpelado. Sentirse como tal es tomar al otro en serio: saber que su pregunta cuestiona nuestro estatus. Sentirse interpelados por el otro es reconocer nuestra vulnerabilidad ontológica como seres que están enredados en tejidos de poder y que necesitan saberse en las palabras de otros. Es reconocer la autoridad hermenéutica del otro como alguien que pone en cuestión nuestra conciencia. Y del mismo modo, interpelar es reconocer la libertad de la subjetividad ajena, la competencia para hacer y decir, saberle dueño de su agencia y no simple instrumento para los propios fines.
Un perceptivo análisis de Cristina Peralta del cuadro de Artemisia Gentileschi y del poema de Shekespeare sobre La violación de Lucrecia, y este poema de Estefanía Rodero, me llevan a las fracturas del lenguaje que producen los deshaucios del discurso, cuando el otro, la otra, son malentendidos sistemáticamente y se les pregunta retóricamente, como el torturador a la víctima, como el policía que sólo pregunta lo que sabe; como la mayéutica socrática que sitúa al otro en un espacio de ceguera en el que el hablante sabe que el otro no sabe lo que sabe; como tantas interacciones que la pragmática política nos permite adivinar y aclarar sobre cuándo el poder invade el discurso produciendo distorsiones semánticas y hermenéuticas.
Judith Butler, en uno de los textos fundacionales de la pragmática política, La vida psíquica del poder, discute con razón lo autoritario y mecánico de la teoría althusseriana de la interpelación: el sujeto interpelado, afirma ella, debe tener ya una subjetividad capaz de resistir a la pregunta o examinar su memoria. Para Butler, la interpelación es parte de un juego continuo en el que unos a otros nos constituimos como sujetos apelando a los estados del otro. Es un mecanismo básico de producción de la subjetividad desde la intersubjetividad. Constituir una comunidad es algo que generamos a través de interpelaciones en las que nos vemos reflejados en los ojos de los otros.
La interpelación puede que tampoco funcione cuando el otro es excluido de la comunidad de habla; cuando no es tratado como sujeto digno de tener la palabra y de expresarse. El caso que narra Mackinnon es muy claro. Las interrogaciones a las víctimas son muchas veces interpelaciones fracasadas. Las interpelaciones retóricas de muchos discursos políticos son falsas interpelaciones: el otro es tratado como inútil incapaz de dar justificaciones de sus actos. Se trata al otro como instrumento de una estrategia en donde los actos de habla son oblicuos. No pasan por la producción de subjetividad, tan solo intentan o consiguen producir terror o ira.
La interpelación fracasa también cuando el oyente no se siente interpelado. Sentirse como tal es tomar al otro en serio: saber que su pregunta cuestiona nuestro estatus. Sentirse interpelados por el otro es reconocer nuestra vulnerabilidad ontológica como seres que están enredados en tejidos de poder y que necesitan saberse en las palabras de otros. Es reconocer la autoridad hermenéutica del otro como alguien que pone en cuestión nuestra conciencia. Y del mismo modo, interpelar es reconocer la libertad de la subjetividad ajena, la competencia para hacer y decir, saberle dueño de su agencia y no simple instrumento para los propios fines.
Un perceptivo análisis de Cristina Peralta del cuadro de Artemisia Gentileschi y del poema de Shekespeare sobre La violación de Lucrecia, y este poema de Estefanía Rodero, me llevan a las fracturas del lenguaje que producen los deshaucios del discurso, cuando el otro, la otra, son malentendidos sistemáticamente y se les pregunta retóricamente, como el torturador a la víctima, como el policía que sólo pregunta lo que sabe; como la mayéutica socrática que sitúa al otro en un espacio de ceguera en el que el hablante sabe que el otro no sabe lo que sabe; como tantas interacciones que la pragmática política nos permite adivinar y aclarar sobre cuándo el poder invade el discurso produciendo distorsiones semánticas y hermenéuticas.
El lenguaje es sutil. Desvela las tramas de poder de un modo que a veces las acciones no consiguen mostrar. La prosa cipotuda que abjura de lo políticamente correcto, abjura también de lo éticamente correcto. Sabe, y sabe que sabe, que comete injusticias semánticas y hermenéuticas. Lo sabe y por eso lo hace. Pero al tiempo transparenta las posiciones de poder y las actitudes autoritarias. Por más que luego se declare arte o estrategia política.
PD: para quienes le interese el tema, los trabajos de Judith Butler, ya citados, los de Miranda Fricker, de Sally Hasslanger o de Saray Ayala son ejemplos de pragmática política. Quizás no sea casual que sean todas autoras.
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