¿Es la filosofía alguna suerte de enfermedad?, ¿lo es quizás su ausencia?, ¿produce ansiedad o por el contrario consuelo? Las opiniones divergen. Asisto esta semana a la presentación del libro de Jesús
Zamora Bonilla Sacando consecuencias. Es una introducción a la filosofía
contemporánea guiada por el propósito de suavizar o curar las ansiedades
filosóficas que el autor sospecha que aquejan a los posibles lectores de su
libro. Desde los escépticos pirrónicos, hay un hilo sin rupturas de discursos
terapéuticos que tratan de enseñar a los ciudadanos que sus preocupaciones
filosóficas se originan en que no hacen bien las preguntas. Hume, Wittgenstein,
Rorty, …, son legión los que entienden que la tarea del filósofo es analizar
los conceptos filosóficos para mostrar que no hay nada en ellos que vaya más
allá o venga más acá de los usos comunes, y que tal análisis nos curaría de
todo lo que la filosofía nos plantea como problema.
Pero la filosofía es continua con la vida en todas sus
dimensiones. También lo son los problemas filosóficos. No hay en ellos una
frontera insalvable que los separe de los problemas que plantean los múltiples
contextos de la vida. Tienen razón en que la pretensión de que haya soluciones
generales, universales, que a veces aqueja a ciertos textos filosóficos, no se
hace cargo de la diversidad de la vida, o de los barrios de la ciudad, para
usar la metáfora de Wittgenstein. No hay cura para los problemas filosóficos
que no sea cura para los problemas que nos presenta la experiencia cotidiana:
personales, colectivos, científicos, históricos. A veces no tienen cura y
otras, al ser planteados como problemas filosóficos, no tienen por qué aumentar
la ansiedad o angustia natural a la existencia.
Pensaba precisamente en algunas experiencias comunes en la
vida de las gentes y los pueblos: la decepción, la desilusión, la derrota. En
el origen de las culturas está el producir algún consuelo para estas
experiencias que no son sino el ensayo de la derrota final a la que están
abocados nuestros cuerpos y almas. No pocos mitos y relatos nacen con la
intención de enseñar al indigente humano que, a pesar de los pesares, las cosas
terminan bien, o que, si no lo hacen, espera al final alguna suerte de justicia
superior que redimirá a la persona o al pueblo de sus penalidades. El sentido
común aborrece la derrota. No nos gustan las películas ni las novelas que
terminan mal, ni las historias sin final. La cultura se encarga de crear una
solución imaginaria a los problemas reales.
No es de extrañar, pues la derrota produce la tristeza (los psicólogos explican que es una de nuestras emociones básicas con la
función evolutiva de avisar al alma de que los planes se han torcido y han de
abandonarse) y la tristeza es una de las emociones que menos gustan. Ordenamos
la vida para minimizar las tristezas o prevenirlas, o en el caso de que ocurran
para que se alarguen lo menos posible. En ausencia de otras alternativas, la
cultura elabora remedios para la tristeza que varían entre los paliativos
imaginarios y la aceptación resignada de la realidad de las cosas. O de ambas
cosas: así explicaba Feuerbach el origen de las religiones, en la simultánea
aceptación de lo real y la búsqueda de consuelo ficcional.
La filosofía ha producido, sin embargo, modos diferentes de
bregar con la tristeza y la derrota que la de la resignación y el consuelo
imaginario. En cierto modo la filosofía es la cultura de la decepción y la
derrota. Produce ansiedad, ciertamente, pero no es una ansiedad que tenga por
qué curarse. Al contrario, la ansiedad filosófica es la que sucede a la
tristeza y nace de la pregunta de si las cosas serán eternamente así y estaremos
condenados a la decepción y la desilusión. En esta ansiedad por la naturaleza
de las cosas está el origen de la filosofía y sus variadas formas de hacerse
cargo de ella. En esta ansiedad está la inclinación filosófica que toda persona
experimenta en ocasiones y que a veces se convierte en hábito profesional. Hume
explicaba de este modo su afición a la filosofía en la ansiedad que le producía
el discurrir superficial de las cosas. Ciertamente, decía, uno necesita volver
a la vida para comer, pero pronto o tarde la ansiedad por la naturaleza de las
cosas volverá a acosarnos.
A diferencia de los paliativos imaginarios, la mejor
tradición filosófica ha ofrecido tradicionalmente respuestas a la derrota y la
decepción no asentadas ni en la evasión ni en la fantasía consoladora. En su
Elogio de Epicuro, en De rerum naturae, Lucrecio nos dice que aquél se atrevió
a mirar (a subir a los cielos, dice metafóricamente) allí donde otros, ni los
ángeles siquiera, se atreven: a lo posible y lo que no lo es. De allí, dice
Lucrecio, nos trae el consuelo de saber lo que nos cabe esperar. Y ésta es
precisamente la solución que propone la filosofía: hacer que la ansiedad nos
lleva a escrutar lo posible para hacernos cargo de las posibilidades. Aceptar
lo que no puede cambiarse, hacernos responsables de lo que sí puede, y sentir
la necesidad de distinguir ambas cosas.
Hay una hermosa ambigüedad en la polisemia del término
derrota en castellano que no existe en otros idiomas. En una de las acepciones
habla del final de una ilusión, en otra, es un término del arte de navegar,
denota el rumbo o la dirección que sigue la nave. No me cabe la menor duda de
que una vida filosófica, una vida examinada, no es sino un diario de derrotas.
Un incesante relato de las bordadas a las que nos obligan los vientos de la
vida para mantener el rumbo.
El consuelo que ofrece la filosofía es que no hay consuelo,
que sólo nos cura de la tristeza la ansiedad por lo posible, por vislumbrar lo
que puede y no puede, lo que cabe esperar y, sobre todo, de lo que somos
capaces de alcanzar. La ansiedad es la fuerza que levanta al peregrino del
suelo y le ayuda a dar el siguiente paso. El consuelo filosófico no es otro que
hacer las preguntas adecuadas: ¿será posible? ¿te atreverás a hacerlo? ¿serás
capaz de lograrlo? Es, pues, el pensamiento en modo de rebeldía, de no
aceptación de las cosas como son y de la pregunta por cómo tendrían que ser o
cómo tendrían que haber sido.
A los reiterados intentos de curarnos de la ansiedad
filosófica subyace una suerte de actitud conservadora que no se diferencia
tanto de la religión, a pesar de que se presente tantas veces como un
pensamiento ateo: “no hay más que lo que hay”, “resígnate…”. Ignacio Sánchez
Cuenca explica estas semanas en la revista CTXT las diferencias en carácter que
llevan hacia lo conservador o lo rebelde. Un cierto orgullo intelectual,
cognitivo, de “conocer lo que hay”, estaría en los cimientos del pensamiento
conservador. Creo que tiene bastante razón, que el conservador es el que se
amolda acepta la derrota porque la sospecha fundada en la naturaleza de las
cosas. El rebelde siente la ansiedad de lo posible, de los cursos alternativos
no explorados y aún no realizados. Su angustia metafísica le impulsa a mirar
donde nadie quiere mirar: a cómo podrían ser las cosas.
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