La ilustración que he elegido, un poco al azar entre los miles que uno encuentra en la red sobre las figuras y gestos corporales de jóvenes debclase obrera, habla mejor que yo sobre el fenómeno persistente de demonización de la clase obrera que tan inteligentemente ha estudiado Owen Jones. El proceso ha sido doble: por un lado, se ha ido imponiendo la persistente creencia de que las clases han desaparecido bajo un espectro continuo de situaciones económicas; por otro lado, se generaliza la discriminación en forma (poco sutil) de denigración cultural. Un breve recorrido por las páginas que uno abre escribiendo "chonis" o "canis" es una bajada rápida a los abismos del odio y el desprecio. Este fenómeno cultural, no nuevo, ciertamente, pero mucho más profundamente anclado de lo que podría parecer, tiene que ver con los procesos de construcción cultural contemporáneos sobre los que no creo que estemos reflexionando de manera adecuada. Mientras releo los textos de los fundadores de la escuela de Birmingham de estudios culturales (Richard Hoggart, Raymond Williams, Stuart Hall, E. P. Thompson), que escribieron desde los años cincuenta a los ochenta del siglo pasado, me doy cuenta de cómo desde entonces ha persistido lo que ellos ya consideraban una amenaza, la progresiva oclusión de la cultura popular, algo que ha ido derivando en un rasgo estructural de nuestra cultura contemporánea.
Richard Hoggart y Raymond Williams, los dos, amantes como nadie de la literatura y de la formación humanística, en un hermoso inglés el primero, en un lenguaje compasivo y convincente el segundo, desarrollaron una manera de mirar a la cultura popular que no solamente no puede ser pensada como epocal, de los años sesenta, que ya han sido suficientemente demonizados, sino que cada día adquieren mayor lucidez profética. Podría decir lo mismo de la historia social de la cultura obrera de Edward P. Thompson, pero Josep Fontana lo ha hecho mucho mejor que yo en varios videos de presentación de su obra. Su proyecto de estudios culturales era analizar de modo sistemático las maneras en las que la cultura común (alta, baja, de masas, de élites) es apropiada, reconstruida, resignificada, y re-producida en el pueblo común, en una forma de construcción propia de cultura diferente a los modos y maneras que representan tanto la alta cultura como la cultura de masas. Su proyecto tenía una dimensión emocional, de defensa y resistencia, de preservación de la conciencia de plebe, y una dimensión cognitiva: rescatar del olvido lo que de acuerdo a la cultura dominante ya habría desaparecido junto con las clases: la cultura propia del pueblo, en su caso, de la clase obrera inglesa.
Permítaseme una cita de Hoggart, ácida y sarcástica, sobre los modos en los que la literatura comprometida y muchos autores y políticos de izquierda hablan de la clase obrera:
¿Cuántos grandes novelistas no han exagerado algunos rasgos de la vida obrera? George Eliot lo hizo, sin menoscabo de sus brillantes observaciones sobre los trabajadores, y esta tendencia es algo más evidente en Hardy. En nuestra época, novelistas populares de tendencia más conscientemente manipuladora nos describen a los hombrecitos de gorras planas y hablar poco pulido, con esposas relucientes frente a quicios relucientes... ¡Buenas personas, dignas de admiración! Incluso un autor tan cáustico y supuestamente antirromántico como George 0rweIl nunca perdió el hábito de describir a la clase obrera inglesa desde la perspectiva de un saloncito victoriano. La gama es amplia, y abarca desde actitudes como esas hasta el vergonzoso parloteo de los columnistas domingueros sobre las clases populares, gacetilleros que nunca olvidan citar con admiración el último chascarrillo de su amigo de bar “Alf”. Creo que habría que rechazar abiertamente estas caricaturas, ya que encierran cierta verdad presentada en tono de burla. También debemos ser cautelosos en cuanto a las interpretaciones de los movimientos obreros que hacen los historiadores. El tema resulta a tal grado fascinante y conmovedor, y existe tal cantidad de material sobre las aspiraciones sociales y políticas de la clase obrera, -que es fácil que el lector suponga que tal es la historia de la clase obrera, y no de una minoría. Da la impresión de que los autores sobrestiman el lugar que ocupa la actividad política en la vida del obrero, y de que realmente no conocen a fondo sus raíces. La visión que un marxista de clase media tiene de la clase obrera a menudo incluye algunos de los errores antes mencionados. Siente compasión por el obrero, traicionado y degradado, de cuyos errores culpa casi en su totalidad al aplastante sistema que lo controla. Admira las reminiscencias del noble salvaje que en él quedan y siente nostalgia por “lo mejor- del arte, por el folclor rural o por una clase de arte urbano genuinamente popular y -un especial entusiasmo por las migajas que de ello pueda detectar en la actualidad (Hoggart: "La cultura obrera en la sociedad de masas")El panorama es desolador. De un lado, la demonización y degradación de la cultura de las clases populares, del otro, la visión pastoril que tiene la izquierda intelectual de la clase obrera, de la que suelen estar distantes por su educación en familias de clase media acomodada. No es unproblema personal o de la particular subjetividad de la nueva izquierda, sino estructural: vivimos en una sociedad que se ha organizado para no permitir el estudio y menos aún la formación de una cultura popular autónoma. Observo con simpatía cómo una generación de hijos de clase acomodada se implica en política y en la reivindicación de una sociedad más justa, pero me asombra cuán profunda es la laguna que existe en el conocimiento de la cultura popular y diría más, me parece irritante la construcción imaginaria que se hace de esta cultura, una idealización que sustituye por unas cuantas letras de raperos radicales la trama emocional que tejen los lazos que permiten la supervivencia diaria de la gente realmente existente.
Lo que llamamos Transición fue muchas cosas, pero fue sobre todo un programa de destrucción sistemática - primero institucional, luego ideológica- de la tupida red de espacios donde se desarrollaban formas de cultura popular que continuaban en un modo más reflexivo la cultura del bar y del ocio. Lugares donde se formaban hábitos de relación entretejidos con las relaciones básicas de la familia y el trabajo. Lugares y espacios de construcción de cultura autónoma. La sustitución de esos espacios por una cultura de la frivolidad, de la presunta desaparición de clases, de autoinculpación por estar excluido de la sociedad --y un día podríamos repensar películas como Fiebre del Sábado Noche, ejemplos de cómo se fueron destejiendo los lazos de la cultura popular-- fue produciendo una nueva modalidad de desigualdad que es mucho más profunda: la que impide la reflexión sobre la propia cultura, sobre los propios lazos que constituyen la fábrica de la existencia.
Hoggart y Williams provenían de la educación de adultos. Vivieron y desarrollaron su obra en una frontera entre lo académico universitario y la decadencia de las organizaciones culturales de clase bajo la gran ofensiva del neoliberalismo y la nueva izquierda de la tercera vía. Avisaron de cuáles serían las consecuencias, de cuán evanescente sería la conciencia de clase bajo las nuevas condiciones de cultura de masas. Pero no renunciaron a convertir este tema en cultura académica, en examen universal sobre las lacras de la cultura hegemónica. Nunca idealizaron ni nunca demonizaron a la cultura de las chonis y canis. Nunca dijeron, como tampoco lo hizo el gran historiador social, E.P. Thompson, que hubiera un paraíso de bondad en las bajuras de la sociedad, que sus miembros ya estaban salvados por sus orígenes de clase ("la clase obrera va al paraíso" como rezaba el título del film de Elio Petri, con el impagable Gian María Volonté). Las clases, sostenía la Escuela de Birmingham, no existen naturalmente: se construyen mediante trayectorias de conciencia en el marco de las condiciones económicas que establece su lugar en las formaciones sociales. Se enfrentaron al marxismo por su insistencia en el papel de las instituciones culturales contra los determinismos economicistas que regían en los sindicatos y partidos. Esta conciencia se ha desenvuelto históricamente en una red de espacios propios donde se fueron produciendo elaboraciones y reflexiones sobre la identidad y situación propias. La destrucción de los andamios que hacen posible esta construcción de conciencia es una agresión en la que han colaborado poderosas fuerzas sociales. De los grandes desastres culturales de nuestro tiempo, la invisibilidad estratégica de la cultura popular y de la posibilidad de su articulación en instituciones y modalidades propias me parece, por muchas razones, una de nuestras formas de injusticia más hirientes.
Por supuesto, la forma de conocerla es vivir en ella, pero también necesitamos bajar en escalones desde el elitismo cultural para entender los modos reales por los que la gente común produce y constituye sentidos que muchas veces pueden parecer simples reproducciones de las imágenes televisivas, pero que ocultan un trasfondo de sabiduría emocional, de estrategias y tácticas de supervivencia, en el entorno agresivo de la atmósfera neoliberal que infecta a todos los estratos sociales de las clases medias. Necesitamos lugares y espacios que no sean meros instrumentos de propaganda y consumo, que no obliguen a la gente a refugiarse los días de fiesta en los infectos nolugares que son los centros comerciales, zonas libres donde se descubra y forme la autoconciencia de la riqueza de formas de vida que constituyen nuestro patrimonio común. Ya tenemos las telecincos y sextas para reproducir interminablemente la estupidez reinante, nada sabemos de cómo sobrevive la inmensa mayoría de la población. Faltan espejos, centros, estrategias de auto-constitución que remedien décadas de políticas de ocultamiento cuando no de destrucción consciente de todo lo que no sea el complejo de costumbres organizado como cultura constituida.
No insistiremos suficientemente en la necesidad de plantear abiertamente el problema de la injusticia epistémica, una de cuyas manifestaciones es precisamente la ignorancia sistemática de todo lo que no sea el modelo de existencia dominante. Hay lugares heroicos donde mucha gente casi sin medios resiste: bibliotecas y asociaciones, centros de enseñanza, cada vez menos, cada vez más afixiadas económicamente, que crean espacios de luz donde la conversación y la lectura aún es posible. Son, como en otros tantos aspectos, espacios de esperanza en medio de los desiertos de capital. Cuando desaparezcan, el telecinquismo habrá logrado su triunfo final.
No sé muy bien cómo puede cntribuir a ello el sistema universitario, cada vez más elitista en esta loca carrera por la universidad de la excelencia. La tradición inglesa de la cultura popular no veía incompatibilidades entre el cultivo de lo alto y de lo bajo. Obras como las de Stuart Hall, que tanto ha influido en los estudios modernos de comunicación, o de Terry Eagleton, continuador de la primera generación de los estudios culturales ingleses, han mostrado cómo la compatibilidad es muy productiva y enriquecedora para todas las partes. Quizás un primer paso comience por combatir la denigración de clase.
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