La pregunta surgió en la presentación del libro de Clara Ramas, Fetichismo y mistificación. Un asistente comentó que todas las sociedades crean mitos, al igual que la mercancía, y Jorge Moruno se preguntó si sería posible que una sociedad fuese absolutamente transparente a sí misma, en el sentido de que todos los procesos fuesen visibles y hubiese conciencia de ellos. Se comentó que los remedos de transparencia se producen en las sociedades autoritarias. La proximidad a 1984 señalaría las cercanías a un cierto horizonte de transparencia. Independientemente de este argumento, con el que estoy de acuerdo, me respuesta a la cuestión, ahora pensada con menos inmediatez, sería la que sigue.
¿En qué sentido una sociedad sería transparente a sí misma?
Sería un espacio de posiciones bien definidas, donde cada persona es consciente
de las relaciones de dependencia que determinan sus identidades personales y
sociales, donde estas relaciones de dependencia serían visibles para cualquier
miembro de la sociedad y donde, por tanto, todo tipo de relaciones de poder,
igualitario o asimétrico serían también visibles. Una sociedad transparente no
es, o al menos no es relevante, una sociedad donde se conozca todo sobre las
vidas de las personas, como parecería inducir la pesadilla de 1984. Lo
absolutamente central es que las relaciones que nos atan sean visibles. Las
relaciones de producción, de reproducción y de intercambio; las perspectivas y
posiciones epistémicas relativas (es decir, qué sabemos los unos de los otros,
de sabemos los unos de todo, qué sabe cada uno de sí mismo, cuál es la
capacidad que tiene cada quien para acceder a la realidad,…); las líneas y
lazos de afectos (autoridad, confianza, odios y temores) que tejen esa
sociedad. En fin, sería algo así como el conocimiento de un dios sociólogo o un
super-psicoanalista tendrían de esa sociedad.
Marx estudió cómo en la sociedad moderna, o capitalista, la
forma social en la que se presenta el trabajo humano y sus productos es bajo la
forma “mercancía” que adhiere a casi todo un valor de cambio de modo que hace
creer que ese valor de cambio es el que produce los efectos sociales
(intercambio, contratos, …) escondiendo que se trata de relaciones sociales
basadas en una coerta forma de división del trabajo. En la medida en que el
capitalismo se ha ido expandiendo, ha ido colonizando y mercantilizando no ya
solo la fuerza de trabajo sino también todas aquellas dimensiones de
pertenecerían a la esfera privada o social de producción y reproducción de la
vida: el cuerpo (se convierte en capital erótico), las emociones, como los
sentimientos de afecto o de repulsión (las redes sociales, los medios de masas
y las movilizaciones de la atención), los tiempos de descanso y ocio, los
espacios de intimidad y todo aquello que pueda ser mercantilizable. Vidas
convertidas en currículos, afectos en “planes de vida” que no son otra cosa que
planes de consumo, en fin, cada día se encuentra un nuevo nicho de negocio. Lo
peor de todo, la misma subjetividad se convierte en cálculo de intereses y de
“utilidades”; el altruismo deviene reciprocidad; el tiempo de la vida en
“oportunidad de inversión en uno mismo; el compromiso de lealtad como
“inversión” en una relación social, y así.
En esta metamorfosis del trabajo social de producción,
reproducción e intercambio (del orden y
la economía del esfuerzo y del placer, de las relaciones y los afectos) en
valor de cambio, sostiene Marx, se produce una suerte de traslación mágica de
las potencias causales de la vida (la acción, la intencionalidad) a la
circulación de los valores de cambio. Marx acudió a un término de la
antropología colonial y colonialista, el “fetiche” para explicar
metafóricamente este proceso por el cual se transfieren propiedades causales de
la vida a las cosas. Así, el pensamiento mágico mantiene que el conjuro en un
objeto produce efectos en la salud o el bienestar de las personas. Seguimos
usando el término “fetichismo” por esta metafórica carga de poder humano a las
cosas, pero en realidad el mismo término puede producir cierta confusión. Se
trata de un proceso de producción social de ignorancia, de constitución de
barreras epistémicas que ciegan a los miembros de la sociedad impidiendo ver la
naturaleza social de las relaciones que sostienen causalmente los procesos de
producción, reproducción e intercambio.
No son difíciles de constituir estas barreras epistémicas.
Simplemente se explotan sistémica y estructuralmente las propias opacidades de
los sujetos, las distorsiones del autoconocimiento, la constitución mental de
nuestra acción bajo condición arquitectónica de disonancia cognitiva. Así, los
actos parecen ordenarse como “utilidades”, como si los sujetos en estado
silvestre, es decir, en su vida cotidiana, conociesen, conociéramos, con
claridad lo que queremos, los impulsos y las condiciones de satisfacción de
nuestros actos. Pongamos un ejemplo gráfico: consumimos, compramos, porque
pensamos que así satisfacemos necesidades o deseos, pero resulta que cada acto
de consumo deja un déficit de satisfacción y un excedente de deseo que produce
adición a sustancias “adictivas”. Sin
los mecanismos mentales no se constituirían estas barreras sociales. Así, en un
dominio mercantilizado la gratuidad de la acción es vista como algo agresivo
que produce disturbios. Amar o ser amado genera subproductos de cálculo y
sospecha: “con lo que te he querido” afirma el amante celoso, “con lo que hemos
hecho por ti”, los padres posesivos,…
¿Podría resolverse esta falta de transparencia, esta
opacidad estructural, en alguna sociedad utópica? Pensar en la misma
posibilidad de esta pregunta es caer en una trampa. En cada sociedad en
particular, en la medida en que hay asimetrías de poder, el dominio se presenta
ante sí mismo y ante otros transformada en otra relación distinta, que trata de legitimar el estatus de dominio. El
poderoso, por más cínico que sea, se presentará bajo la máscara del bien, como
aquél que sabe entrever mejor los senderos del futuro y opta por lo mejor (la
fábula de las abejas: o de cómo los vicios privados se traducen en virtudes
públicas). El poder nunca dice de sí mismo que es dominio sino interés general.
El marido dominador se verá a sí mismo como “amante”, no como lo que es, un
simple señor, el político burócrata verá su escaño a la luz de los objetivos
universales de la historia; el capitalista se verá como emprendedor que sirve a
la sociedad creando puestos de trabajo, no como colonizador y expropiador del
trabajo ajeno; y así. La producción de ignorancia es la misma posibilidad del
poder bajo la forma de dominio.
No hay vías rápidas a la utopía. Cada intento de sociedad
utópica, si no desarticula la colonización de los mecanismos, reproduce de
forma diferente y muchas veces ampliada, la ocultación de la dominación. La vía
lenta es la que explora con sacrificio, escepticismo y actitud empírica las
formas sociales de la ignorancia para hacerlas conscientes, para hacer visible
la ceguera. Es la vía negativa que tiene la misma actitud en la exploración de
la sociedad que tenemos en la exploración de las otras dimensiones físicas de
la realidad. No se trata de descubrir algo “oculto”. La opacidad no nace de que
estemos en alguna suerte de espectáculo, de imagen dentro de la caverna sin ver
la realidad. Esta metáfora platónica ha infectado toda suerte de autoritarismos
y vanguardismos. En la sociedad, como en la persona, todo está a la vista. Todo
es desvelado en la acción y las relaciones. Pero no se hace todo visible. El
manipulador y dominador no “oculta” sus acciones sino que hace que creamos su
descripción y su relato. La vía negativa, la resistencia epistémica consiste en
el lento, sistemático y desobediente trabajo de hacer visible lo que está ahí
pero es apantallado por el control de la atención, por la seducción de las
palabras. Wittgenstein, uno de los grandes filósofos de la vía negativa hablaba
del embrujo del lenguaje, de cómo creemos que significan siempre lo mismo
cuando tienen usos distintos. Nos animaba a situarnos y ubicarnos en el barrio
adecuado (un lenguaje es como una ciudad, tiene sus barrios y en cada uno de
ellos la vida es diferente). No hay alternativa al largo camino de la crítica
del pensamiento mágico, del contraste de las palabras con los actos, de la
atención a la vida misma y no sus remedos en objetos fetiche.
El marxismo ha sido en cierto modo un producto de la
fetichización de las palabras y el pensamiento de Marx, convirtiendo su duro
trabajo de examen de la forma mercancía bajo el capitalismo industrial que a él
le tocó vivir en una suerte de anillo de poder para organizar la historia. No
hay caminos sencillos. Cada momento histórico y cada forma del capitalismo y la
modernización deben ser reexaminados para iluminar los rápidos y efectivos
procesos de producción de ignorancia, de conjuros del lenguaje que pretenden
hacer de las palabras cosas llenas de poder. En luminosos ensayos que se han
escrito en poco tiempo, El entusiasmo de Remedios Zafra, Los límites de lo
posible de Alberto Santamaría, No tengo tiempo de Jorge Moruno o el propio libro de Clara Ramas, ejemplifican
este duro ejercicio de la vía negativa, del trabajo de rescate de los afectos,
del entusiasmo en sí, colonizado salvajemente, de la capacidad creativa del
trabajo, convertida en “emprendimiento”, en la misma sustitución del análisis
crítico por la ingenua confianza en una economía que siempre es economía política.
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