domingo, 24 de junio de 2018

Polarización y antagonismo





La polarización de grupo que se observa en las actitudes políticas, culturales y sociales en los últimos tiempos presenta características nuevas, diferentes a lo que fueron los bandos, grupos y afiliaciones culturales, políticas y sociales de sociedades anteriores. No se trata simplemente de que las posiciones diferentes sean amplificadas por los medios de comunicación, sino que son producto de estrategias diseñadas para ocultar bajo un tsunami de alborotos, insultos, gritos y estereotipos consensos básicos que denotan una falta real de alternativas sociales. Son producto de estrategias orientadas a empobrecer la imaginación, a debilitar la agencia y a crear la ilusión de libre expresión. Esta es, expuesta cruda y velozmente, la tesis sobre la que querría argumentar. 

Los ejemplos se amontonan y uno solamente puede relatar con desolación los que le acuden a la memoria por momentos. Hace una semana, Vanesa Jiménez, una de las periodistas nucleares de la revista digital CTXT tuvo que escribir un editorial quejándose de cómo dos artículos de signo diferente, escritos por sendas autoras feministas, habían provocado una enorme reacción en las redes sociales que ya no cuestionaban tanto las opiniones como la propia revista. En un artículo la autora defendía que en las relaciones sexuales debería existir empatía. En el otro artículo la autora defendía que tal opinión perpetúa el patriarcalismo y es un signo de puritanismo disfrazado de feminismo. Esteban Hernández, hace unos días, publicaba un artículo en El Confidencial  quejándose de la polarización en las redes por las cuestiones más nimias y cómo quienes se atreven a cuestionar la opinión bien establecida por cada uno de los bandos, introduciendo matices o disensos parciales, son tildados de enemigos públicos.

Una alumna de nuestro máster de Teoría y Crítica de la Cultura, Ivonne Donado, escribió un inteligente trabajo fin de máster hace un año sobre cómo en el referéndum colombiano por el fin de la violencia la violencia simbólica en las redes se había disparado durante la etapa de campaña. Observó, en un cuidadoso trabajo etnográfico en las redes, cómo el tono, timbre y semántica agresiva escalaban los mensajes en las redes. El largo y doloroso procès catalán, que condujo a una división emocional de la sociedad catalana en distancias nunca alcanzadas en la historia, fue precedido de una gigantomaquia de medios de comunicación y nuevos agentes en las redes sociales para librar en el terreno virtual una disputa que todos sabían (bueno, esto era parte del debate) que no tenía una posibilidad real política en los marcos institucionales vigentes del Estado Español y la Unión Europea. La historia reciente del grupo político Podemos, y dos o tres movilizaciones reticulares de sus militantes sobre sendas controversias, muestran cómo un grupo que comenzó siendo ejemplo de un sentido de pertenencia y afiliación a nuevas formas de política podía convertirse en una jaula de perros de presa azuzados por los peores sentimientos.

Se podría pensar que todas estas movilizaciones de pasiones representan profundos antagonismos sociales, y que la expresión épica de los discursos, a veces rastrera y barriobajera, y siempre carente de lucidez argumentativa, es un simple y disculpable efecto de la fractura social y de los frentes culturales asociados a ella, y que los desmanes lingüísticos son candidatos a una amnistía política ante la grave profundidad de lo que está en juego. Nada de eso. Lo que hay aquí es puro negocio. Polarización y antagonismo puede que, en ciertos temas, en ciertos espacios y tiempos, intersecten. Pero no coinciden. El antagonismo es una condición de la dinámica histórica y una aspiración de la democracia. Como dinámica histórica nos lleva a las tensiones que crean los intereses en tensión y la lucha por la propiedad, la igualdad y el reconocimiento. Como aspiración de la democracia,  el antagonismo es la fuerza que debe impulsar la formación de distintas y alternativas líneas políticas, imaginarios colectivos, programas de acción y prácticas sociales diferenciadas que se encuentran y disputan el poder y la hegemonía cultural en el espacio de la esfera pública.

Raramente el antagonismo real produce polarizaciones superficiales. En las controversias duras, en los espacios de conflicto donde lo que está en juego es la propia condición de existencia, los excesos verbales son la excepción. En un hermoso poema, Renè Char, a la sazón dirigente de la Resistencia, escribe a un jefe de partida consejos para organizar la vida cotidiana en un horizonte oscuro de lucha continua. Le anima, entre otras cosas, a no creer la mitad de los informes, a bajar todos los tonos, a la moderación sin la que la radicalidad de la batalla no es posible. Si uno lee los textos de la vieja gente dura, empeñada en luchas de largo tiempo, observará rápidamente la contención verbal y el impulso didáctico. Salvador Seguí, Ángel Pestaña, Pablo Iglesias, Antonio Gramsci, escribían con la intención de convencer al otro, no siempre compañero en los viajes, a veces adversario. Es cierto que la agitprop creó tradiciones de lemas y gritos, de imágenes rápidas de batalla y banderas. Pero fue siempre para consumo de ocasión. El frente cultural más interesante estuvo siempre mediado por el control del lenguaje.

En el mundo de los mass media y las redes sociales contemporáneos, en las pantallas de tv y en la era de los tabloides, la desmesura sucede a la confrontación real. Hay muchos intereses en juego. El primero y más importante es el de el control de la atención. Sabemos por las ciencias cognitivas que el cerebro debe establecer un balance de energía entre la atención y la deliberación. Ambas funciones raramente pueden realizarse a la vez durante un tiempo largo. La deliberación no renta económicamente, la atención sí, de modo que el mundo de la comunicación se orienta hacia tiempos cortos llenos de lemas, subrayados, interjecciones y exabruptos. En segundo lugar, sabemos también por la psicología social de la tensión interna entre la expresión de la opinión propia y el miedo a la pérdida de afiliación. Múltiples experimentos describen cómo personas que entran de bona fide en una controversia en situación de buena fe, y descubren que la controversia se ha dividido en dos bandos claros, modifican inconscientemente sus posiciones para adaptarlas a uno de los grupos. El resultado es que las opiniones previas se anclan y se hacen insensibles a los argumentos ajenos. Estos y otros sesgos y mecanismos que nacen de la fábrica misma de la mente humana son convertidos en instrumentos potentísimos de expropiación de la atención y génesis de movilizaciones de las emociones cuyo objetivo nunca es el contenido, sino la mera participación en el negocio de la comunicación.

Por debajo, en el horizonte, se impone sin embargo la idea de que hay pocas alternativas. Las gigantomaquias en las redes y los medios son batallitas en una tacita inglesa de té. Nada se juega en todo ello. La política y la economía tienden a crear la nube determinista de que nada se puede hacer y que todo lo que queda es el denuesto del adversario, ahora enemigo simbólico. Las grandes políticas se mueven hacia el sucio terreno de las políticas de gestos, no hacia las gestas que implican nuevas trayectorias históricas.

Y sin embargo, los antagonismos siguen presentes, se entrelazan, se cruzan y disputan y a veces se confunden pero no se expresan en nuevas prácticas, en la transformación real de los lenguajes y semánticas, en la elaboración cuidadosa de una imagen mejorada del adversario que pueda ser discutida con cuidado, en la que aquél no solo se reconozca sino que se vea mejorado para más tarde encontrar allí las propias contradicciones y errores. Articular antagonismos es mucho más difícil que expresar ira. Se trata de construir opciones alternativas de nuevas formas de socialidad. Se trata de enfrentamientos reales con las enormes fuerzas del poder que exigen un esfuerzo continuo de inteligencia, cálculo, capacidad de argumentación y voluntad de persistencia. Se trata de colgar las emociones en el armario de la conciencia, no de abandonarlas, pero sí de hacer que sirvan al propósito básico de la acción. En la tensión de los antagonismos nada hay más peligroso que tener al lado a un exaltado. Pone en peligro todo y a todos, y solo atiende a su ego. El antagonismo es una tensión por la propiedad del lenguaje, de la agencia y de la historia. Nunca es una representación de actores engolados, como los que retrataba Fernando Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte

Se hace creer que hay antagonismo cuando sólo hay polarización que cabalga sobre consensos ocultos e inmovibles, sobre estructuras de sentimientos y prácticas que apenas son rozadas por la escalada verbal y por las pasiones desatadas. Me contaba un amigo diputado en el congreso lo extraño que era ver a una de las malas bestias del hemiciclo circulando por la cafetería como una persona humilde, amable y cariñosa. Lo he oído de varios partidos políticos. Todos ellos tienen su Alfonso Guerra, su Rafael Hernando, su Juan Carlos Monedero, con máscaras jánicas de bocazas y amistosos abrazos de osito, dependiendo de la presencia de cámaras. No es casual. Las cámaras son el mensaje, no son el medio. Son, simplemente, formas de negocio en las que la polarización es solo minería de atención.

No hay comentarios:

Publicar un comentario