domingo, 4 de noviembre de 2018

Los vínculos vulnerables: la confianza




Una sociedad se diferencia de una masa o una horda porque está articulada por poderosos vínculos afectivos y epistémicos. Uno de ellos es el poder, el otro, la confianza. Ésta última es el cemento básico de cualquier asociación de humanos. Constituye el suelo sobre el que se apoyan nuestros pies, la arquitectura de lo que la filosofía llama "lo cotidiano". Es la base de nuestras relaciones más cercanas, de la amistad y el amor, que no pueden subsistir sin la confianza. En último extremo, es también la condición de posibilidad de la integración de todos las dimensiones del sujeto, por tanto de la identidad personal. La mayor de las críticas que puede hacerse al orden neoliberal que se extiende por el mundo es que es una poderosa máquina destructora de confianza allí donde se impone.

Una de las dos dimensiones de la confianza es la afectiva. Rocío Orsi, una aguda filósofa desaparecida demasiado pronto, recordaba en su libro El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles, que la palabra griega para la confianza, pistis, tiene la misma raíz que otro término fundamental para la filosofía y la sociedad griegas, philía, cuya traducción varía del amor a la amistad o la fraternidad. Esta comunidad de fondo nos habla de su naturaleza de afecto, que para Spinoza constituye la fuerza del sujeto y de su experiencia encarnada. La otra dimensión de la confianza es la epistémica. La confianza tiene mucho que ver con una actitud epistémica cercana a la fe (por ello la actitud simétrica de la confianza que es la fidelidad). Confiamos en alguien para algo. Y esa confianza implica una entrega vulnerable al otro de nuestras expectativas. Una máquina, una inteligencia artificial o un puente tienen fiabilidad. Solo las personas producen confianza. Es un vínculo basado en la voluntad de hacerse previsible, de generar planes conjuntos con el otro o los otros.

La confianza tiene una forma básica de carácter general sobre la que está construida nuestra vida cotidiana y múltiples formas específicas, tantas como nuestras relaciones y entornos personales. Subimos al avión o al tren; acudimos a la consulta de la doctora; cedemos nuestros ahorros al banco; obedecemos a los códigos y las leyes. Todas estas prácticas se erigen sobre la confianza básica. Confiamos en que nuestra pareja recoja al niño en la guardería a su hora; confiamos en los hijos adolescentes cuando salen por la noche y vuelven de madrugada; la joven que vuelve a casa a altas horas espera no ser atacada por el varón con el que se cruza. Cuando se pierde la confianza básica en el mundo se desquicia la identidad. Lo mismo que cuando la confianza en otra persona se ve traicionada. En los dos casos, la confianza es al tiempo el más robusto y el más vulnerable de los vínculos que nos atan al mundo y a los otros.

Sorprendentemente, no encontramos demasiada iluminación en la historia de la filosofía sobre la cuestión de la confianza, tal vez por la dificultad que entraña su tratamiento, tal vez porque en las sociedades premodernas era invisible precisamente porque, al igual que el oxígeno o el agua, era el medio sobre el que se constituían las sociedades. Paradójicamente, en nuestra sociedad contemporánea la literatura sobre el concepto de confianza ha crecido hasta constituir en sí misma una inmensa biblioteca. Patricia Revuelta escribió una magnífica tesis doctoral sobre el concepto (La confianza en cuestión), en cuya realización tuve el privilegio de acompañarla como tutor (me gusta más el término inglés "advisor", "consejero", que el autoritario "director" de nuestro sistema educativo). Patricia fue desenvolviendo todas los acercamientos contemporáneos al concepto y las insuficiencias que tienen. Definía bien el difícil problema de la confianza con el viejo chiste de los físicos sobre el abejorro: no tiene alas ni fuerza suficiente para soportar el peso de su cuerpo y, sin embargo, ahí va, de flor en flor. Así la confianza, un vínculo tan improbable como vulnerable, sin el que la humanidad no existiría.

Ha crecido la literatura sobre el tema porque se ha descubierto su vulnerabilidad en nuestras sociedades en todos y cada uno de los estratos que la forman. La política puede existir como poder, pero si aspira al buen gobierno, eso que llamamos con el horrísono término de "gobernanza" tendrá que asentarse sobre la confianza. Un sistema entra en crisis cuando alcanza el nivel de "crisis de confianza". Una vez que tal amenaza se cierne, la solución es compleja, si es que existe. Una democracia, basada en la forma de representación, es un orden de confianza. Cuando se corrompe y los representantes la traicionan se provoca la anomia y el distanciamiento de la política de los ciudadanos, el peor de los daños que se puede causar al orden social. Los mercados, o al menos los mercados cuando existían como sistemas de intercambio y distribución de bienes y mercancías, se sostienen sobre la confianza. La crisis económica actual se originó en una crisis de confianza (durante un tiempo los bancos dejaron de prestarse dinero porque nadie confiaba en nadie. Tuvo que ser el estado el que empleó billones de dólares y euros de sus ciudadanos para resetear el sistema). El capitalismo financiero actual, asentado en inmensos fondos de capital que recorren el mundo a la velocidad de la luz, muchas veces guiados por simples inteligencias artificiales de inversión, asentándose en los lugares donde se prevé un beneficio inmediato y huyendo a la misma velocidad cuando se espera algún riesgo, es un mecanismo de destrucción de la confianza. El viejo sistema de mercado, que describió Franz Capra en su película "Qué bello es vivir", era fruto de la confianza entre proveedores y clientes, como narra la historia del banquero que daba la vida antes que defraudar la confianza depositada en él por sus clientes y vecinos.

Los economistas han tratado de resolver lo paradójico del concepto con sus limitados medios que teorizan un sujeto autointeresado. Así, los múltiples intentos por modelar matemáticamente el concepto de confianza se orientan todos a considerar la confianza como un cálculo para la reducción del sentimiento del riesgo. Pero, como en tantas otras cosas, la aproximación económica a la conducta humana está viciada de raíz. Cuando hay confianza no hay cálculo, cuando hay cálculo entonces no hay confianza. Como anunciaba antes, la actitud epistémica que llamamos confianza tiene mucho más que ver con la fe que con la evidencia. No es extraño que sean los teólogos los que más se han ocupado de la confianza. No es extraño que la mayor de las paradojas teológicas, la apuesta de Pascal, muestre las entretelas de la creencia religiosa: si crees como resultado de un cálculo de expectativas, por muy segura que sea la apuesta, mala cosa. Si confías en la lealtad de tu pareja haciendo cuentas de su pasado, mala cosa. Cuando confías te echas en los brazos del otro sin cálculo.

Es mucho más interesante la aproximación moral a la confianza. De hecho, podríamos formular una ética edificada sobre la confianza más que sobre imperativos categóricos universales: vivir moralmente consiste básicamente en conducirse de modo que no se traicione la confianza que otros han depositado en uno. De ahí el profundo sentimiento de responsabilidad que sentimos cuando se ha depositado en nosotros alguna confianza. Quienes hemos sido padres y vivido la larga etapa de preguntas que te dirigían los hijos, cuando notas la confianza en sus ojos, te sientes tú mismo vulnerable y asustado por la posibilidad de que algún día o en algún momento dejen de confiar en ti. Quienes nos dedicamos a la educación sentimos este mismo abismo profundo de miedo a traicionar la confianza de tus alumnos o los padres que han dejado en tus manos la educación de sus hijos. Cada final de curso uno siente repetirse ese miedo a no haberlo hecho bien (el próximo junio se cumplirá mi cuadragésimo segundo curso, y en todos y cada uno de los finales he sentido el mismo peso de la responsabilidad). Vivir moralmente es también aprender a confiar en los otros. No solo tratarles con justicia, sino ser lo suficientemente valientes como para ponernos en sus manos, en confiarles nuestra vulnerabilidad.

De ahí el desastre moral del orden neoliberal. Cuando Margaret Thatcher afirmaba que ella no veía la sociedad, sino tan solo individuos y familias, de hecho elaboraba todo un programa de gobierno fundado sobre el egoísmo, la desconfianza y el poder. Desde la publicidad consumista a la política, el mundo se modela sobre la colonización de nuestra confianza. El vendedor de automóviles, el candidato político, el banquero, todos te piden la confianza. El negocio consiste en que te consideran tan cínico como ellos, saben, o esperan, que tú les des el dinero o el voto no porque creas a fe ciega que no lo van a traicionar, sino porque "confían" en que cansinamente has hecho un cálculo y les consideras el mal menor. Una sociedad bien ordenada, por el contrario, se funda en la autoridad y la lealtad. La autoridad no es el poder puro de dominio, por el contrario es un poder que se tiene porque otros confían en las decisiones de esa persona. La autoridad se gana por la lealtad a la confianza depositada. De ahí que sea tan fácil perderla y quedar únicamente como depositario de poder. La autoridad y la confianza van unidas: no hay autoridad sin confianza. No hay confianza sin autoridad. Cada vez que confiamos en el otro le concedemos autoridad para algo que nos afecta profundamente.

Se puede construir un programa de democracia radical sobre la noción de confianza: construir instituciones basadas en la autoridad y no en el poder; elaborar prácticas y reglas que hagan difícil ganarse la confianza de los representados y hagan fácil el castigo a la falta de lealtad. Crear redes y tejido social erigidos sobre la confianza mutua. Doscientos años de democracia frágil e imperfecta nos muestran que los tres pilares de la Revolución Francesa (libertad, igualdad, fraternidad) son insuficientes. Falta la confianza.

















La ilustración es un dibujo de Karolina Koryl

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