domingo, 27 de enero de 2019

La culpa en el voto




¿Deberíamos intentar comprender qué ha ocurrido dentro de la cabeza de los votantes de Vox en Andalucía?  o, por el contrario, ¿deberíamos acusarles de neofascistas y neofranquistas? Sobre esta alternativa ha proliferado un debate tan intenso como fructífero en la prensa y en las redes, entre los que, para mi gusto, destaca el artículo de Gonzalo Velasco “Perdónalos porque ¿no saben lo que hacen?, que sitúa la cuestión en el punto más complicado pero al tiempo más central para la concepción de la democracia. Se trata de si la democracia debería asentarse sobre una exigencia de responsabilidad moral y epistémica a los ciudadanos por sus decisiones, en particular cuando votan eligiendo representantes o tomando alternativas en referendos. 

En el origen de la democracia está este debate. En concreto, en el juicio que la ekklesía ateniense decidió contra Sócrates y que determinó una conmoción sin la que no se entiende Platón y buena parte de la filosofía occidental. Sócrates predicaba entre la juventud aristócrata ateniense que las sociedades deberían estar regidas por los más sabios y no por los elegidos por la multitud. Su discípulo Platón lo expresó con esa genialidad que tenía para los ejemplos en esta pregunta: ¿qué ocurriría si la asamblea estuviese compuesta por niños y un político llevase en su programa el reparto de golosinas a diario, mientras otro planease una política de salud alimentaria? Aunque el debate está muy abierto entre los especialistas y no se han preservado fuentes independientes del juicio, no es improbable la hipótesis de que Sócrates fue condenado por su desprecio a la democracia y su posible apoyo a la tiranía que había regido Atenas tras su derrota frente a Esparta.

La crítica contra la democracia debido a los desastres a los que conduce el voto no informado han sido persistentes desde Platón. No entenderíamos el Romanticismo conservador sin ese argumento contra la Revolución Francesa, ni entenderíamos sin él las persistentes acusaciones que se siguen haciendo contra la II República Española como causante de la Guerra Civil. Recientemente se ha suscitado un debate muy serio en la filosofía política académica a partir del libro de Jason Brennan Contra la democracia. Brennan es un joven filósofo (1979) catedrático de Georgetown que también escribió un muy conocido su panfleto Why not Capitalism? en favor del capitalismo y el mercado contra el libro del marxista Jerry Cohen ¿Por qué no socialismo?   

En el libro sobre la democracia plantea que deberíamos pedir responsabilidades a los votantes que ejercen su derecho al voto sin estar realmente capacitados e informados sobre las cuestiones que votan.Toma como ejemplo el que muchísimos votantes del Brexit, tanto brexiters como remainers, estaban equivocados al calibrar qué tasa de emigración había en UK: los brexiters creían mayoritariamente que en UK había un veinte por ciento de emigrantes, los remainers, un diez por ciento, cuando la realidad era de un simple cinco por ciento. Igualmente, acusa a los votantes de Trump y a los partidarios de Sanders de estar equivocados sobre cuánto han influido los acuerdos globalizadores en la decadencia del empleo en Estados Unidos. En fin, su tesis es que hay tres tipos ideales de votantes: los hobbits, que pasan de política y no están informados, los hooligans, que están informados pero en ellos pesa mucho más la lealtad emocional a sus siglas o tendencias, y, por último, los vulcanianos, que son votantes racionales que ejercen su voto en función de cómo aprecian la corrección de las políticas en juego.

Dada esta constatación, Brennan propone que el voto debe estar restringido de algún modo por razones morales: que los votos más informados “deben” pesar más que los no informados y, en el peor de los casos, exigir alguna acreditación epistémica para poder ejercer el derecho al voto. Esto es lo que en filosofía política llamamos “epistocracia” o poder de los sabios. Gonzalo Velasco, por supuesto, no concluye como Brennan, pero se plantea seriamente si deberíamos culpabilizar a los votantes de Vox por el desastre posible del aumento de la desigualdad y la pérdida de derechos que probablemente sucederá en las políticas públicas orientadas a reorientan las conquistas históricas del pueblo español en estos terrenos.

Hay varias formas de respuesta al reto de Platón ejemplificado en este caso por Brennan: 1) podemos argumentar que la moral y la política democrática no pueden mezclarse sin peligro de autoritarismo y que toda restricción de la libertad de voto socava las mismas bases del principio democrático. El problema de esta opción es que no responde al problema y deja a los partidarios de la democracia inermes contra quienes dicen que está viciada de fondo cuando se trata de tomar opciones correctas. 2) Podemos acudir al argumento optimista de Condorcet, según el cual a medida que aumenta el número de votantes las opciones más irracionales se van clausurando y van emergiendo las más racionales hasta, en último extremo, converger en lo óptimo. 3) Podemos argumentar que en política es paradójico plantear la cuestión de qué conocimiento es el necesario para tomar una decisión sobre un futuro en el que están implicados no sólo datos sino también deseos y aspiraciones. 

Los tres contraargumentos tienen sus propias debilidades aunque son suficientemente fuertes contra las críticas a la democracia. Yo añadiría un cuarto que, en cierta medida recoge los anteriores aunque no se ve reflejado en ellos. Me baso en el problema de la complicación entre deseos y creencias expresados en el voto o en las decisiones expertas en un régimen democrático. En un régimen autoritario no hay muchos problemas: el miedo es la emoción más poderosa y todas las decisiones están sesgadas por el terror que impone el poder. En democracia, sin embargo, las decisiones expresan deseos muchas veces ocultos incluso a la misma conciencia de los votantes, y esos deseos interactúan con los conocimientos, siempre imperfectos, que el votante tiene sobre las prospectivas de futuro. Esto se aplica tanto al votante no informado como al votante experto. Una larga discusión que se ha llevado a cabo en epistemología social sobre desacuerdos entre pares (expertos que tienen la misma evidencia pero resuelven de forma diferente), sobre polarización de grupos y sobre desacuerdos profundos (independientes de conocimiento y dependientes de ideología) nos llevan a la conclusión de que tanto expertos como legos tienen problemas similares al decidir. Transferir el poder de la democracia a los expertos es simplemente recomponer el problema abandonando el principio básico de soberanía sobre el que se construye la democracia.

¿Tenemos que exigir responsabilidades por el voto? Sí. Nada en mis argumentos anteriores llevaría a pensar que no debemos interpelar a los votantes de Vox exigiéndoles responsabilidades cuando, por ejemplo, sus hijas sufran los daños que sus políticas patriarcales están promoviendo o sus hijos y padres (en plural inclusivo de hijas y madres) sufran los resultados de las desigualdades que crearán las medidas que van a tomar por sus errores. Y sin embargo, hay que luchar hasta el final porque gente como la que vota a Vox pueda hacerlo en libertad, incluyendo sus manifestaciones más despreciables, como son los mensajes en redes (algo que, desgraciadamente comparten con sectores de la izquierda emocional).

No es fácil saber qué ocurre en la cabeza del ciudadano que pasa de ir a votar el día de las elecciones o el referéndum; desconocemos qué impulsos convierten una indignación sorda con el mundo en el voto a un partido singular; ignoramos por qué el votante perdona al partido que vota inconfesables e imperdonables faltas y delitos. A veces se vota justo lo contrario de lo que uno desearía. Otras veces, como en el menú de seis euros de la cafetería del trabajo, tienes que elegir entre tres platos que sabes que van a estropearte la tarde. Los votos, como todo en la vida, depende de saber lo que se quiere y decidir entre lo que ofrece el mundo, o, si no está disponible en la realidad tomar la decisión de cambiarla. Brennan sostiene que es un deber moral abstenerse de votar si uno no está preparado para tomar una elección fundamentada en la evidencia. O es una trivialidad o es una salvajada: es una trivialidad porque en democracia hay que suponer que todo ciudadano toma una decisión moral al votar o al no hacerlo. Es una salvajada si por responsabilidad moral se entiende que hay un tribunal cognitivo o epistémico que acredita a los votantes por su capacidad para decidir correctamente.

Afortunadamente no necesitamos la epistocracia. En favor del socialismo el argumento básico es moral: la igualdad y el cuidado mutuo debe prevalecer sobre todo. Por contra, el argumento en favor de la democracia es, además de moral (no hay soberanía legítima sin autonomía),  epistémico: la democracia está correlacionada causal y no meramente de forma accidental con la superioridad en las elecciones correctas. La evidencia histórica nos muestra que una vez que en las sociedades se abre la concurrencia de los muchos aumentan las probabilidades de que las elecciones sean las más correctas. Los datos que soportan esta constatación quedan para los historiadores, pero no hay mucha duda al respecto. Si quieres tomar una buena decisión, deja que los muchos deliberen por un tiempo y decidan. Si quieres equivocarte, reúne una comisión de expertos y dale todo el poder.  

·        Agradezco a Fernando Broncano-Berrocal varias conversaciones y artículos que están aún en redacción sobre este tema. 

domingo, 20 de enero de 2019

La imaginación vulnerada





Se ha caracterizado con perspicacia nuestra sociedad como una sociedad del Doble Vínculo. Fue un término que acuñó George Bateson para nombrar las situaciones en las que el individuo recibe mensajes de imposible cumplimiento: se anima a las personas a emprender cierta línea de conducta que, cuando se inicia entra en contradicción con una norma o constricción más profunda. Es decir, se anima ha emprender un plan de acción que de ser puesto en marcha llevaría a su fracaso. Y aquí "emprendimiento" está usado con intención pues suministra un ejemplo clarificador. Se le dice al joven, o al maduro al borde de ser despedido de su trabajo: "debéis ser emprendedores" "dejad vuestros trabajos y convertíos en empresarios de vosotros mismos", cuando el emisor del mensaje sabe bien que el emprendimiento es una orden de imposible cumplimiento en una economía de oligopolios ordenada a expropiar sistémicamente toda iniciativa. En el mejor de los casos el emprendimiento es un breve tiempo interino antes de caer en las garras de la deuda y de la empresa oligopolista, que se apropia --expropia en realidad-- de ese trabajo imaginativo sin haber pagado los costos de la creación. "Sé crítico" ("repite lo que te digo"). "Sé creativo" ("obedece a lo que te digo"). "Encuentra las fuerzas en ti mismo" ("olvídate de buscar ayuda mutua"). Como en la película They Live, de Jon Carpenter (1988), todos los mensajes y anuncios que nos inundan podrían ser leídos como mensajes de sumisión si tuviésemos las gafas cognitivas adecuadas.




De todas las órdenes autosocavantes, las que definen la sociedad del conocimiento, la innovación y la imaginación son las más que mejor definen nuestra era de protocolos ordenados a estrechar los horizontes y a cerrar las ventanas de posibilidades alternativas: "Busquemos la sociedad del conocimiento" ("preservemos estructuralmente la ignorancia"). "Sed innovadores" ("repetid los procedimientos y protocolos"). "Sed imaginativos" ("adaptad vuestros deseos a lo que os vendo").

Me he ocupado últimamente sobre las trampas del conocimiento y la innovación (espero que en unas semanas esté disponible un texto sobre ello, Puntos ciegos. Patologías de la sociedad del conocimiento) y querría ahora dibujar un rápido apunte sobre los daños a la imaginación en la sociedad del Doble Vínculo. Para calibrar estos daños lo mejor es comenzar por reparar en la importancia que la filosofía encontró en la facultad de la imaginación y en concreto Kant, quien de algún modo define el concepto en la forma que hoy usamos.

Kant trató la imaginación en dos de sus grandes obras: en la Crítica de la Razón Pura y en la Crítica de la Razón Práctica, y en las dos situó la imaginación en un lugar central de las capacidades cognitivas (en la Razón Pura) y morales (Razón Práctica), es decir, en el ¿qué puedo conocer? y ¿qué debo hacer?. En la primera de las Críticas, Kant considera que la imaginación es una condición de aplicación de los conceptos al material empírico. Un concepto no podría ordenar la experiencia, dándole sentido y produciendo comprensión sin el ejercicio de la facultad de imaginación que hila lo universal del concepto con lo concreto de la experiencia perceptiva. En la Crítica de la Razón Práctica, la imaginación es igualmente el medio por el que un curso de acción en una situación concreta se convierte en un imperativo moral pues el sujeto moral es capaz de imaginarse en el lugar de otros que estuvieran en la misma situación. Observemos como se activan estos dos usos de la imaginación en la maduración cognitiva y moral de los niños. Por ejemplo, el concepto usual y cotidiano de "espacio". Una persona cognitivamente madura domina el concepto de espacio cuando, pongamos por caso sabe que las cosas que ve tienen una cara oculta que no ve, pero que podría hacerlo si diera la vuelta alrededor de ese objeto, o que a sus espaldas hay cosas que no ve, etcétera. La imaginación opera en la aplicación del concepto de espacio activando posibilidades contrafácticas como "si mirase desde el otro lado de la habitación vería las cosas de otro modo". Moverse correspondientemente en el espacio guiados por el concepto implica poner o activar estas formas imaginativas. En lo que se refiere al conocimiento moral, el uso de la imaginación es similar. El niño comprende que su acción ha hecho daño a otros cuando es capaz de situarse en el lugar de aquellos e imaginar el sufrimiento causado por su acción. Sólo entonces activa nuevas emociones desconocidas como la culpa y la vergüenza, y no meramente el miedo.

La imaginación, nos enseña Kant, es la facultad que nos permite la trascendencia de lo inmediato: del puro dato sensorial o de la situación propia y concreta. Nos sitúa en un territorio de posibilidades alternativas en el cual se hace posible comprender lo general, lo que está en juego, el dar nombre, el elaborar un plan de acción, el legitimar una decisión. La psicología cognitiva nos enseña que esta facultad se desarrolla progresivamente en el niño en un largo proceso por el que llega a ser capaz de desprenderse de lo actual y pensar y vivir a la vez en dos mundos, el presente y el imaginado. Comienza con el juego de ficción, cuando es capaz de usar una escoba como caballo y disfrutar de la maravilla de la metáfora, sabiendo que vive a la vez en dos mundos, el de la escoba real y el de la escoba-caballo. Más tarde desarrollará la capacidad de largos monólogos interiores donde construirá relatos que ordenaran juegos complejos con personajes que ejercen roles alternativos. Por último, adquirirá la capacidad de pensar en la mente de los otros como un espacio de posibilidades o perspectivas diferentes a la suya.

Esta poderosa cualidad de trascendencia de lo real para habitar en el espacio de lo posible es el regalo que le hizo a la especie humana el lenguaje, que creó esa segunda naturaleza escindida entre lo real y lo imaginario. Es un arma peligrosa y ambivalente. Puede servir para anticipar la realidad, calcular posibilidades e iniciar planes de acción estratégicos que alcancen a un futuro lejano y puede servir también para escapar de la realidad y vivir una fantasmagoría que en realidad no es sino una proyección distorsionada de la realidad, como el juego del niño que se encierra en el mundo propio de su juguete.

Es, ¡ay! la facultad más fácilmente colonizable por el poderoso imperio del fetichismo de la mercancía. En la era del capitalismo del consumo, la era del optimismo desatado, el control de la imaginación a través de la publicidad llevaba a que todos los mundos posibles se resumiesen en el cerrado espacio del gran almacén o el centro comercial. "Bienvenidos a la República Independiente de Ikea" podría ser el gran mensaje del siglo del consumo. En la era del capitalismo del futuro inseguro la imaginación fue colonizada por los mensajes apocalípticos. En un ejercicio de eterno retorno ideológico, la vuelta de la imaginación de las postrimerías: el Juicio Final y el Infierno, el capitalismo logra la colonización de una de las fuerzas más poderosas que activa la imaginación: el miedo a lo desconocido. En los dos casos, el optimista y el pesimista, la expropiación de la imaginación es también y sobre todo una expropiación de agencia, de capacidad de ordenar la vida personal y colectiva de modo estratégico trascendiendo la realidad presente y guiados por una realidad que puede ser diseñada y construida por las capacidades prácticas.

En una entrada de hace dos semanas expuse que uno de los argumentos más poderosos en favor de la democracia es que logra resolver mejor que otros sistemas los graves dilemas del reparto y de la activación oportuna del conocimiento teórico y práctico, como demostró el caso de Atenas. Lo mismo cabe decir respecto a la imaginación. En ambientes autoritarios, sean paternalistas y basados en el consumo, o autoritarios y basados en el miedo, la imaginación personal y la colectiva quedan gravemente heridas, dañadas en su capacidad de trascendencia. No es infrecuente que estas sociedades la fantasía y la huida de la realidad en múltiples formas más o menos sumisas sea la regla. Las sociedades democráticas, cuando desarrollan prácticas deliberativas amplían los espacios de imaginación de los ciudadanos de manera que sus espacios de posibilidades alternativas crecen a la par que la conversación interminable, también el conflicto y el contraste, abre perspectivas de futuros alternativos que pueden ser construidos colectivamente.



















La Ilustración es "hombre sangrando por la nariz" de Paul Rebeyrolle

domingo, 13 de enero de 2019

La educación en la era FaceBook




No es un secreto para nadie que las grandes plataformas han mutado de lo cuantitativo a lo cualitativo. Por citar datos referidos solamente a España, Facebook poseía en 2017 sobre  23 millones de usuarios, Instagram, su nueva "competidora", alcanza los 13 millones y Twitter 4,9 millones. Las plataformas son medios de pro-sumidores, es decir, sus usuarios son a la vez productores y consumidores de contenido y, por encima de todo, mediadores en la dispersión y divulgación de contenidos.  No es tampoco un secreto la creciente dependencia de los medios de comunicación de toda índole, de las empresas de publicidad, de los partidos políticos y de cualquier otra institución que viva de la comunicación de contenidos respecto a las plataformas. Ni es secreto tampoco que las grandes plataformas extienden sus influencias hasta convertirse en oligopolios de la información (FaceBook, WhatsApp, Instagram), (Google, Youtube), la creciente ampliación de Amazon hacia la producción de contenidos audiovisuales, la transformación que está produciendo Spotify en la industria musical... etc.

Todo esto pertenece ya a la descripción de una sociedad en la que las grandes plataformas han dejado de ser simples medios de conectividad para transformarse en mediaciones activas de datos, información, conocimientos, programas, pasiones e intereses. Es más difícil sin embargo intuir qué debemos hacer, como reaccionar y como convivir crítica y reflexivamente en este entorno. No son pocas las personas que deciden abstenerse de las redes, no participar, cerrar sus cuentas, volver a la relación "directa" con los medios de comunicación clásicos, con la prensa-papel, la radio o la televisión. No sabemos aún cuán activo es ese movimiento ni cuál es el precio ni cuál sea su impacto, pero me atrevo a sospechar que ese paso a la sociedad analógica no tiene demasiada influencia real en la vida cultural y política. Pensando solamente en España, porque de ella son los datos más a mi alcance, y si no se equivoca la socióloga Belén Barreiro (La sociedad que seremos: analógicos, digitales acomodados y empobrecidos, 2017), la parte analógica compone más o menos la mitad de la población pero no es la más activa y está bastante sesgada hacia las edades mayores, estadísticamente más cercanas a las "clases pasivas" cultural y políticamente.

Esta transformación coincide en el tiempo y sospecho que está relacionada causalmente con la transformación radical que están sufriendo los sistemas educativos, que han mutado de ser instituciones básicamente centradas en la formación y educación a ser instituciones de servicios múltiples en las que la formación y educación es ya una parte, cada vez con menor peso: la acogida a los niños y adolescentes, la creación de lazos sociales y capital social, la oferta de actividades deportivas y, sobre todo, el monopolio de los títulos oficiales, quizás ya la principal función y modus vivendi de las instituciones educativas.

La vieja función educativa y formativa nunca ha sido monopolio del sistema educativo, que siempre compitió en esta tarea con la prensa en el siglo XIX y con los poderosos medios en el siglo XX (los grandes grupos de comunicación del siglo pasado se han concebido a sí mismos como enormes complejos de instituciones educativas en todos los aspectos de la vida de la ciudadanía: sus gustos, sus ideas, su tiempo libre,...). Ciertamente, hasta ahora, el conocimiento experto sí había sido monopolio del sistema educativo reglado: la formación científica, técnica y humanística así como la acreditación profesional. Es posible que en poco tiempo veamos que incluso este monopolio es disputado por la nueva economía de la era digital. Hace unos días tuve la oportunidad de participar en una cena con una decena de personas jóvenes e innovadores de éxito internacional (de ambos sexos) en la casa de un empresario del mundo digital convocados por iniciativa del director de COTEC. Se trataba de contar las experiencias propias en la innovación y la nueva economía en el mundo digital. La opinión generalizada era que el sistema educativo tradicional, el terciario en este caso, la universidad, aunque proporcionaba conocimientos, su función de títulos ya era cada vez menos importante. Es más, las empresas más poderosas, se decía, cada vez estaban menos interesadas en la oficialidad de los títulos, y más en si pertenecían a nuevas instituciones más fiables e integradas en la nueva economía digital. Me lo apunté y es el motivo por el que escribo estas líneas precisamente en un medio digital como es Google.

Es difícil adivinar el futuro de los sistemas educativos, en especial los públicos, en el tiempo por venir, pero no es tan difícil extraer ya algunas lecciones del breve tiempo en el que el sistema educativo ha competido con otros sistemas en la sociedad digital. Mi impresión, posiblemente equivocada, pero apostaría por que no lo es demasiado, es que la ordenación del sistema a una burocracia de títulos y acreditaciones es una política equivocada que degradará aún más el sistema educativo. Los que vivimos en y del sistema educativo hemos visto crecer un complejo barroco de instituciones de control y acreditación ordenadas en apariencia a fomentar la calidad de la educación pero de hecho con la función de hacerle girar hacia una empresa de venta de títulos nominales presuntamente adaptados a las necesidades del mercado.

El problema es que el mercado, más en la era digital, no tiene necesidades sino intereses. Uno de ellos, tal vez de creciente intensidad, es ampliar su espacio hacia la modelación de las conciencias y la formación de los futuros prosumidores. No hay mayor error que haber creado una especie de imaginario del mercado para adaptar el sistema educativo a este presunto espacio cuando era la adaptación, es decir, la venta de títulos, en lo que consistía realmente el nuevo interés del mercado. Rápidamente crecerán nuevas instituciones mucho más fiables y plásticas cuyos títulos serán mejor acogidos por las nuevas empresas digitales. El horizonte próximo es el de una carrera loca para satisfacer intereses. Una carrera en la que el sistema público está condenado a perder porque la formalización de títulos es algo que se puede hacer mucho más económica y productivamente fuera de la academia.

Por suerte aún hay tiempo para corregir estos errores. Ganar tiempo, ganar el tiempo y no hacérselo perder al alumnado. La apropiación pública del tiempo de formación, que cada vez se extenderá más a lo largo de toda la vida, no puede ser una carrera en competencia con las nuevas empresas y plataformas del mundo digital, tiene que ser otra cosa. Tiene que ser la apropiación y el monopolio del tiempo de formación y educación en el sentido más profundo. Mientras que el acceso a la información cada vez lleva menos tiempo, la formación y la educación, como la amistad y el amor, llevan tiempo. Es un tiempo ganado, no perdido. Es un tiempo empleado en hacer crecer las capacidades de comprensión y las capacidades de examen reflexivo y crítico. Competir en la educación reglada para que los alumnos aprendan "competencias" y rutinas que pueden obtenerse en vídeos de YouTube es tiempo perdido. Por el contrario, enseñar a comprender los varios lenguajes del mundo, también el matemático; enseñar a articular conceptos por debajo de las palabras; aprender conjuntamente a elaborar el conocimiento de la forma que siempre fue realizado, como actos mínimos de polinización epistémica, todo eso lleva tiempo y es recuperar el espacio y tiempo público en el ámbito de la educación y la formación.

Hay razones aún para la esperanza. Si en el mundo digital aún sigue siendo posible Wikipedia, para mí la gran realización del mundo digital, comparable si no superior a lo que fue L'Encyclopédie en la Ilustración, no es imposible que orientemos los sistemas educativos de otro modo. Wilhelm von Humboldt logró convencer al mundo burgués del siglo XIX que una educación abierta que reflejase las nuevas redes conceptuales de las ciencias y humanidades era su mejor opción para la hegemonía del mundo en que se estaba entrado. En los países avanzados desaparecieron o se adaptaron las viejas universidades medievales a un modelo que hoy el mercado de títulos está destruyendo. Es el momento de repensar aquella revolución y adaptarla al nuevo espacio digital.



















La imagen pertenece a Semana: https://www.semana.com/vida-moderna/articulo/el-celular-la-obsesion-que-causa/437001-3

domingo, 6 de enero de 2019

Hegemonía, sentimiento y deliberación



Recordaba en la entrada anterior que una de las lecciones de Atenas en su época de mayor esplendor fue que una democracia no es solo un sistema de estado que defiende las libertades de los ciudadanos, también es una forma de sociedad más creativa y capaz en lo que respecta al conocimiento necesario para resolver los problemas que presenta un futuro incierto. Un sistema democrático se asienta sobre un conjunto de leyes e instituciones que garantizan derechos y también sobre espacios donde se pueden exponer los problemas, representar los conflictos y deliberar las grandes y pequeñas alternativas de acción. Un sistema tal es robusto, porque es defendido por la continua experiencia histórica de sus ciudadanos libres y a la vez vulnerable y frágil cuando se extiende la convicción de que sólo es un teatro (con todas las connotaciones del término) donde se representan conflictos de poder cuya existencia verdadera está en otro lugar: los despachos de la banca, las oscuras alcantarillas del estado o las calles por donde se manifiestan las multitudes.

Es cierto que, como se ha extendido últimamente, la política es siempre un espacio de conflicto y colisión de fuerzas, demandas y convicciones. La concepción agonística o conflictual de la democracia ha traído un aire fresco al espacio cerrado y cargado que había generado el cansino discurso de que la democracia es consecución de consensos y sólo consecución de consensos. Pues, como demuestra tantas veces la historia, los consensos son muchas veces productos de presiones de poder que acallan demandas legítimas y ocluyen procesos históricos de cambio. Es mucho más realista reconocer que el espacio de la política es un espacio de conflicto permanente. Pero también es un espacio que sustituye la violencia por la palabra, la deliberación y la decisión colectiva en la forma de la regla de la mayoría. 

El punto de estas breves líneas es desenvolver algunas consecuencias de estas ideas básicas para confrontarlas con algunas concepciones simplistas de la hegemonía como objetivo básico de la política. La hegemonía es un concepto que debemos a Gramsci, desarrollado por él en la prisión y resultado de su intento de explicarse a sí mismo por qué había sido derrotada la revolución en Italia y por qué la línea del Partido Comunista Italiano, centrada únicamente en la lucha por el poder, estaba dejando a un lado elementos muy importantes que explicaban el dominio de la burguesía. A pesar de que el concepto nace en la izquierda, no deberíamos olvidar que su práctica ha sido ejercida con mucha efectividad por las fuerzas conservadoras que a finales de los años setenta desarrollaron una concepción ideológica de la sociedad que hoy conocemos como neoliberalismo. Entrañaba, en esta versión, una política de hegemonía cultural en todos los ámbitos de la existencia, basada en una cierta idealización de la familia, (el hogar en un barrio de casitas y los planes de vida como planes de consumo) y del trabajo como esfuerzo individual para conseguir el éxito "merecido".  El neoliberalismo ha sido la versión conservadora de la hegemonía que había propuesto Gramsci. 

Una concepción simplista de la hegemonía que se ha extendido entre la izquierda es la que piensa que se trata de un proceso de "imponer sentido" a través de la movilización pasional de modo que ciertos términos que se emplean cotidianamente en la acción política adquieran un cierto significado que recoja las demandas de grandes capas de la población. Es marginal a mi argumento, pero se puede detectar los orígenes de esta concepción simplista de la idea de hegemonía en una lectura francesa del pensamiento de Gramsci, extendida sobre todo por Antonia Macciocchi, quien tomó como modelo ejemplar de hegemonía la Revolución Cultural de Mao en la China de los sesenta. Mao y su movilización pasional de la juventud contra las fuerzas socialdemócratas del partido fascinó a una generación completa de intelectuales franceses que, a su vez, influyeron poderosamente en la creación de la concepción de la hegemonía como articulación emocional de intereses diversos y creación de sentido. 

Aunque hay muchos elementos valiosos en la idea de que los sentimientos orientan los significados de los conceptos básicos de la existencia, lo que hace simplista a esta línea de interpretación de la noción de hegemonía es que tiene una concepción elemental de las relaciones entre poder y significado y comprende mal los procesos de mediación que establece el espacio de la palabra, la deliberación y la esfera pública en la constitución de los significados. Esta concepción primitiva del lenguaje se observa, por ejemplo, en la tradición lacaniana (Lacan fue uno de los fascinados por el maoismo y sus tormentas emocionales) en la que el lenguaje y el mundo de los significados aún está anclado a relaciones elementales semánticas muy francesas, como lo es la relación "significante-significado". Una concepción que ignora la tradición que proviene de Wittgenstein y que ancla el lenguaje en las formas de vida y que lleva a una renovación pragmática que entiende las palabras y los significados en el marco de actos de habla situados en contextos sociales. 

La democracia entraña una mediación de la palabra en la formación de hegemonías de sentido. Y no lo hace a través de simples movilizaciones pasionales sino a través de complejos procesos discursivos en los que cuentan mucho las deliberaciones y argumentaciones. Una argumentación, nos explica Liliam Bermejo en su magnífico libro Giving Reasons. A Linguistic-Pragmatic Approach to Argumentation Theory, es un complejo acto de habla de segundo orden que se traduce en una "invitación a inferir", es decir, en el establecimiento de una relación social por la cual el hablante trata de cambiar la mente del oyente dándole razones (por cierto, Liliam Bermejo es una magnífica filósofa del lenguaje que combina la potencia técnica del pensamiento con el compromiso político. Actualmente es la secretaria general de Podemos Granada. Es una lástima que su competencia filosófica no llegue a ser oída en los lugares donde se forman los discursos oficiales de Podemos). La cuestión es que esta trama de actos de habla de dar y pedir razones constituye un tejido que media la formación de significados a través de microprocesos de reconocimiento de los significados del otro.

La democracia no es una simple regla de mayorías. Junto a las instituciones de derecho es también un enorme sistema público de deliberaciones por las cuales nos transformamos unos a otros y generamos sentidos que emergen de estas interacciones. No son neutras en la relación poder-significado (o poder/verdad, para usar el término foucaultiano, un término, por cierto, también anclado en una concepción simplista del lenguaje). Un indicador de salud de la democracia es la densidad deliberativa de su esfera pública. Se nota en la calidad cognitiva de los discursos y no simplemente en las movilizaciones emocionales. Invitar a inferir, que en eso consiste argumentar, es invitar a otras personas a que consideren ciertas razones, hechos, evidencias, como condiciones suficientes para formar un juicio propio, incluso cambiando las propias creencias, tomar una decisión o emprender un curso de acción. La hegemonía, en una concepción democrática es sobre todo la capacidad de formar razones, de tener razones para que colectivamente se formen juicios de asentimiento, valoración o decisión. 

Carlos Marx y Antonio Gramsci no tenían una visión simplista de la hegemonía. Marx y Engels escribieron el Manifiesto Comunista, sí, un hermoso ejercicio de movilización emocional, pero Marx no se conformó con ello. Dedicó el resto de su vida a construir el enorme argumento en que consiste El Capital para invitar al pueblo a considerar que el capitalismo era un curso erróneo de la humanidad. Gramsci dedicó sus últimas fuerzas a repensar toda la filosofía y teología que había construido la nación italiana. Los Cuadernos son un monumento de relatos-argumentaciones que invitan a tomarse en serio las ideas y prácticas de la gente, aunque sean las ideas religiosas de los campesinos de Calabria. Por cierto, su amigo Piero Sraffa, quien junto a Tatiana, su cuñada fueron los casi únicos interlocutores suyos en la cárcel, influyó poderosamente en Wittgenstein en su giro hacia una concepción pragmática del lenguaje. Cuenta la estúpida de Macciocchi en su libro sobre Gramsci que visitó a Sraffa, ya anciano, en Cambridge y que le preguntaba insistentemente por las confidencias que Gramsci pudo haberle hecho al final de su vida contra la dirección del PCI, pero Sraffa le contestaba que a Gramsci sólo le interesaban las noticias mínimas de los periódicos sobre la vida del pueblo. 

El año pasado, aprovechando que tenía que dar un curso de introducción a la filosofía política, me interesé mucho por el debate entre populismo y republicanismo que, a la sazón, ocupaba las páginas de la prensa interesada en las nuevas líneas políticas, entre ellas, sobre todo, la representada por Podemos. Me asombró cuán de lado se dejaba el componente cognitivo, argumental y deliberativo de la democracia, como si solamente fuese un simple instrumento para la propaganda, como si no tuviese un carácter de mediación activa en la formación de discursos, actitudes, símbolos, prácticas y, claro, también significados. Jacques Rancière, quien, por cierto, creció en el ambiente del maoismo simbólico de los años setenta, ha desarrollado por el contrario una teoría del disenso y conflicto democrático muy lejana de las simplificaciones. En una veta muy arendtiana, sabe que tomar la palabra es ampliar los espacios de la democracia y que el conflicto es también un conflicto de discursos y argumentos. Una concepción radical de la democracia no puede dejar a un lado la creación de espacios de debate, de intercambio de invitaciones a inferir, de co-formación colectiva de planes de vida a través de razones. Ampliar la democracia no es simplemente ampliar la capacidad de votar es también y sobre todo ampliar la capacidad de razonar en común.