Es cierto que, como se ha extendido últimamente, la política es siempre un espacio de conflicto y colisión de fuerzas, demandas y convicciones. La concepción agonística o conflictual de la democracia ha traído un aire fresco al espacio cerrado y cargado que había generado el cansino discurso de que la democracia es consecución de consensos y sólo consecución de consensos. Pues, como demuestra tantas veces la historia, los consensos son muchas veces productos de presiones de poder que acallan demandas legítimas y ocluyen procesos históricos de cambio. Es mucho más realista reconocer que el espacio de la política es un espacio de conflicto permanente. Pero también es un espacio que sustituye la violencia por la palabra, la deliberación y la decisión colectiva en la forma de la regla de la mayoría.
El punto de estas breves líneas es desenvolver algunas consecuencias de estas ideas básicas para confrontarlas con algunas concepciones simplistas de la hegemonía como objetivo básico de la política. La hegemonía es un concepto que debemos a Gramsci, desarrollado por él en la prisión y resultado de su intento de explicarse a sí mismo por qué había sido derrotada la revolución en Italia y por qué la línea del Partido Comunista Italiano, centrada únicamente en la lucha por el poder, estaba dejando a un lado elementos muy importantes que explicaban el dominio de la burguesía. A pesar de que el concepto nace en la izquierda, no deberíamos olvidar que su práctica ha sido ejercida con mucha efectividad por las fuerzas conservadoras que a finales de los años setenta desarrollaron una concepción ideológica de la sociedad que hoy conocemos como neoliberalismo. Entrañaba, en esta versión, una política de hegemonía cultural en todos los ámbitos de la existencia, basada en una cierta idealización de la familia, (el hogar en un barrio de casitas y los planes de vida como planes de consumo) y del trabajo como esfuerzo individual para conseguir el éxito "merecido". El neoliberalismo ha sido la versión conservadora de la hegemonía que había propuesto Gramsci.
Una concepción simplista de la hegemonía que se ha extendido entre la izquierda es la que piensa que se trata de un proceso de "imponer sentido" a través de la movilización pasional de modo que ciertos términos que se emplean cotidianamente en la acción política adquieran un cierto significado que recoja las demandas de grandes capas de la población. Es marginal a mi argumento, pero se puede detectar los orígenes de esta concepción simplista de la idea de hegemonía en una lectura francesa del pensamiento de Gramsci, extendida sobre todo por Antonia Macciocchi, quien tomó como modelo ejemplar de hegemonía la Revolución Cultural de Mao en la China de los sesenta. Mao y su movilización pasional de la juventud contra las fuerzas socialdemócratas del partido fascinó a una generación completa de intelectuales franceses que, a su vez, influyeron poderosamente en la creación de la concepción de la hegemonía como articulación emocional de intereses diversos y creación de sentido.
Aunque hay muchos elementos valiosos en la idea de que los sentimientos orientan los significados de los conceptos básicos de la existencia, lo que hace simplista a esta línea de interpretación de la noción de hegemonía es que tiene una concepción elemental de las relaciones entre poder y significado y comprende mal los procesos de mediación que establece el espacio de la palabra, la deliberación y la esfera pública en la constitución de los significados. Esta concepción primitiva del lenguaje se observa, por ejemplo, en la tradición lacaniana (Lacan fue uno de los fascinados por el maoismo y sus tormentas emocionales) en la que el lenguaje y el mundo de los significados aún está anclado a relaciones elementales semánticas muy francesas, como lo es la relación "significante-significado". Una concepción que ignora la tradición que proviene de Wittgenstein y que ancla el lenguaje en las formas de vida y que lleva a una renovación pragmática que entiende las palabras y los significados en el marco de actos de habla situados en contextos sociales.
La democracia entraña una mediación de la palabra en la formación de hegemonías de sentido. Y no lo hace a través de simples movilizaciones pasionales sino a través de complejos procesos discursivos en los que cuentan mucho las deliberaciones y argumentaciones. Una argumentación, nos explica Liliam Bermejo en su magnífico libro Giving Reasons. A Linguistic-Pragmatic Approach to Argumentation Theory, es un complejo acto de habla de segundo orden que se traduce en una "invitación a inferir", es decir, en el establecimiento de una relación social por la cual el hablante trata de cambiar la mente del oyente dándole razones (por cierto, Liliam Bermejo es una magnífica filósofa del lenguaje que combina la potencia técnica del pensamiento con el compromiso político. Actualmente es la secretaria general de Podemos Granada. Es una lástima que su competencia filosófica no llegue a ser oída en los lugares donde se forman los discursos oficiales de Podemos). La cuestión es que esta trama de actos de habla de dar y pedir razones constituye un tejido que media la formación de significados a través de microprocesos de reconocimiento de los significados del otro.
La democracia no es una simple regla de mayorías. Junto a las instituciones de derecho es también un enorme sistema público de deliberaciones por las cuales nos transformamos unos a otros y generamos sentidos que emergen de estas interacciones. No son neutras en la relación poder-significado (o poder/verdad, para usar el término foucaultiano, un término, por cierto, también anclado en una concepción simplista del lenguaje). Un indicador de salud de la democracia es la densidad deliberativa de su esfera pública. Se nota en la calidad cognitiva de los discursos y no simplemente en las movilizaciones emocionales. Invitar a inferir, que en eso consiste argumentar, es invitar a otras personas a que consideren ciertas razones, hechos, evidencias, como condiciones suficientes para formar un juicio propio, incluso cambiando las propias creencias, tomar una decisión o emprender un curso de acción. La hegemonía, en una concepción democrática es sobre todo la capacidad de formar razones, de tener razones para que colectivamente se formen juicios de asentimiento, valoración o decisión.
Carlos Marx y Antonio Gramsci no tenían una visión simplista de la hegemonía. Marx y Engels escribieron el Manifiesto Comunista, sí, un hermoso ejercicio de movilización emocional, pero Marx no se conformó con ello. Dedicó el resto de su vida a construir el enorme argumento en que consiste El Capital para invitar al pueblo a considerar que el capitalismo era un curso erróneo de la humanidad. Gramsci dedicó sus últimas fuerzas a repensar toda la filosofía y teología que había construido la nación italiana. Los Cuadernos son un monumento de relatos-argumentaciones que invitan a tomarse en serio las ideas y prácticas de la gente, aunque sean las ideas religiosas de los campesinos de Calabria. Por cierto, su amigo Piero Sraffa, quien junto a Tatiana, su cuñada fueron los casi únicos interlocutores suyos en la cárcel, influyó poderosamente en Wittgenstein en su giro hacia una concepción pragmática del lenguaje. Cuenta la estúpida de Macciocchi en su libro sobre Gramsci que visitó a Sraffa, ya anciano, en Cambridge y que le preguntaba insistentemente por las confidencias que Gramsci pudo haberle hecho al final de su vida contra la dirección del PCI, pero Sraffa le contestaba que a Gramsci sólo le interesaban las noticias mínimas de los periódicos sobre la vida del pueblo.
El año pasado, aprovechando que tenía que dar un curso de introducción a la filosofía política, me interesé mucho por el debate entre populismo y republicanismo que, a la sazón, ocupaba las páginas de la prensa interesada en las nuevas líneas políticas, entre ellas, sobre todo, la representada por Podemos. Me asombró cuán de lado se dejaba el componente cognitivo, argumental y deliberativo de la democracia, como si solamente fuese un simple instrumento para la propaganda, como si no tuviese un carácter de mediación activa en la formación de discursos, actitudes, símbolos, prácticas y, claro, también significados. Jacques Rancière, quien, por cierto, creció en el ambiente del maoismo simbólico de los años setenta, ha desarrollado por el contrario una teoría del disenso y conflicto democrático muy lejana de las simplificaciones. En una veta muy arendtiana, sabe que tomar la palabra es ampliar los espacios de la democracia y que el conflicto es también un conflicto de discursos y argumentos. Una concepción radical de la democracia no puede dejar a un lado la creación de espacios de debate, de intercambio de invitaciones a inferir, de co-formación colectiva de planes de vida a través de razones. Ampliar la democracia no es simplemente ampliar la capacidad de votar es también y sobre todo ampliar la capacidad de razonar en común.
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