Tras una mesa redonda en la Universidad
Autónoma, me quedé intrigado por la conversación que mantuve con José María
Carrascosa, un bioquímico de la casa, con el que hablé sobre lo extraños que
se están volviendo los conceptos tradicionales de vida después de los descubrimientos
y métodos de la biología contemporánea.
Comenzamos hablando de la dificultad de definir
ahora qué es un organismo entre otras cosas por la revolución que está
suponiendo el estudio sistémico del microbiota (el colosal número de
microorganismos comensales, simbiontes o patógenos que están presentes en todos
los organismos pluricelulares). Esta línea de investigación, una de las más
productivas actuales está suponiendo algo así como una revolución en medicina.
El microbioma humano contiene tres veces más células que las que forman los
tejidos (se estimó incluso que eran diez veces más), así como una riqueza de ADN
mucho mayor que el genoma humano. Es responsable no solo de las enfermedades infecciosas
sino del equilibrio en múltiples procesos que aún están siendo investigados.
Todos conocemos la importancia de la flora intestinal, pero esto es solo el
comienzo. Así que mi informante me confirmó que la idea de holobionte o de superorganismo
es algo que mayoritariamente se acepta ya en la comunidad científica.
Mientras escuchaba, una parte de mi cerebro traducía
esta complejidad orgánica a esa extraña función que llamamos mente y que no es otra
cosa que una red de redes de funciones sostenida por una red de redes
neuronales moduladas por una cocina química de neurotransmisores y hormonas. La
idea de que somos muchos bajo el mismo cráneo no es infundada. El laberinto de
la mente se parece mucho más a las geometrías obscenas y extrañas de Lovercraft
que a los edificios perfectos que soñó la Ilustración.
Seguimos conversado (más bien el respondía a
mi acoso a preguntas) sobre lo extraño de la biología contemporánea, la nueva
reina de las ciencias. En particular sobre las nuevas técnicas de producción multicelular
en tres dimensiones, es decir, de la creación de organoides a partir de células
madre. En vez de hacer cultivos en placas bidimensionales, se pueden generar
cúmulos de células que adoptan la forma de tejidos y de ahí a extraños objetos
como cuasi-órganos. Me contaba incluso que se pueden vascularizar de modo que
pueden criarse en probetas creciendo como extraños nuevos seres. Las líneas de
aplicación son múltiples, desde generar órganos para trasplantes a eso que se
llaman ahora las hamburguesas artificiales, que permitirían comer un filete sin
tener que matar ningún animal (otra cosa es que sea sostenible por la necesidad
y precio de nutrientes). Plantearía algunos problemas al veganismo moral,
puesto que no implicaría la muerte ni la estabulación industrial de animales.
Los organoides nos introducen en una nueva
categoría de seres intermedios. Por ejemplo: cuasi-cerebros que desarrollen ciertas funciones de computación, que aún no logran las redes neuronales
digitales (que no son sino programas que se instalan en ordenadores secuenciales
tradicionales, aunque simulen el comportamiento en red). La cuestión intrigante
es cuál será nuestra actitud moral hacia estos objetos. No hemos tenido
problemas (por ahora) con el desarrollo de inteligencias artificiales basadas
en algoritmos clásicos o en redes neuronales, porque, al fin y al cabo, están
basadas en un mundo de silicio, pero ¿qué ocurrirá si empezamos a crear
funciones mentales en cuasi-cerebros húmedos, vascularizados, modelados por
neurotransmisores (por tanto por cuasi-emociones)? Buena pregunta.
La conversación nos llevó entonces a
territorios más pantanosos como son los de la investigación con embriones
humanos. Como es sabido, la regla moral que se ha impuesto es la llamada de los
catorce días. Se permite experimentar con embriones siempre que no hayan
cumplido 14 días, en los que aún no se ha desarrollado el esquema orgánico
mínimo ni mucho menos el tejido neuronal. La Iglesia Católica se opone incluso
a esta regla a pesar de que, de hecho, está admitida internacionalmente en la
investigación médica. Ahora bien, ¿qué ocurre si se emplea este embrión para continuar
su desarrollo artificialmente? No me refiero a la creación de bebés probeta
sino de otros nuevos organismos extraños diseñados para quién sabe qué
propósitos.
Por supuesto que todas estas investigaciones
son aún territorio controvertible y más que peligroso. Mientras seguía la conversación mi cerebro continuaba trabajando en modo doble y pensaba, de nuevo, que no parece que haya
restricciones a la construcción de robots androides (o ginoides, especialmente para
usos del mercado sexual) puesto que están hechos de materiales no biológicos.
No nos importa la inteligencia artificial ni los cuerpos artificiales siempre
que sean metálicos o plásticos, pero sí cuando la investigación se desarrolla
en el espacio de la vida artificial. La pesadilla de Un mundo feliz, con una población
diseñada para funciones jerárquicas, no parece tan lejos (de hecho, parece que
la estamos produciendo ya por métodos económicos: la desigualdad creciente
también produce desigualdad creciente en capacidades epistémicas. Camareros con
un inglés básico enchufados al fútbol, como pretende la estrategia neoliberal).
Y por último, las quimeras que, como bien se
sabe, eran animales míticos formados por la mezcla de dos o más especies. Es ya
un territorio abierto: la inserción de genoma de una especie en otra. Quizás,
nos tememos, genoma humano en grandes simios u otras especies.Todo el rollo este del transhumanismo me
recuerda cada vez más a las carretas del Oeste que transportaban frascos de
nitroglicerina para las minas de oro. Es cierto lo que decía Hegel que la lechuza
de Minerva alza su vuelo en el atardecer de la historia, cuando esta ha hecho
su trabajo y la filosofía lo traduce en conceptos. Pero, por una vez deberíamos
pensar que es muy importante dar nombres a las cosas antes de que estas existan.
En un espacio de posibilidades cercanas, dar nombre puede significar despejar
un poco la niebla del futuro. A mí personalmente siempre me ha interesado la
naturaleza ciborg pero tal vez es el momento de distinguir ciborgs de monstruos
nada prometedores. Hay muchas razones de orden moral para hacerlo, aunque a mí me
interesan más las políticas: ¿Cuánto van a costar estos inventos en términos de
sostenibilidad ecológica y social?, ¿quiénes van a pagar estos costos? Porque
mucho me temo que sean los de siempre y que los beneficios se los lleven los de
siempre.
La bioética y la biopolítica (no la de Foucault) tienen trabajo que hacer. Lo tenemos todos los ciudadanos y los gobiernos. Pero también la metafísica. La cadena del ser parece tener ahora extraños eslabones.
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